Día 9 de. Agosto.—Me encuentro en la Concordia. Estamos en días de agonía. La sentencia está fallada, y desde el día 7 nos hallamos como el reo en capilla. El Comodoro yanqui está jugando con nosotros y nos está zarandeando a su placer. Anteayer intimó la rendición de Manila, fijando un plazo de cuarenta y ocho horas, pasado el cual amenaza atacar por mar y tierra. Se ha convencido que no puede rebasar con su gente nuestra línea de defensa, y apela a los medios extremos. Después de recibida tan terrible comunicación, se reunieron la Junta de Autoridades, los capitalistas y los Cónsules extranjeros; y ventilada la cuestión, resolvieron lo que mejor les pareció en circunstancias tan gravísimas como las presentes. La colonia extranjera y varias señoras españolas se embarcan en vapores mercantes y marchan a Maribeles o Corregidor. Nuestro Gobernador general ha contestado—según se dice—dando las gracias al comodoro por su atención en avisar, manifestándole al mismo tiempo que no dispone de local seguro para los enfermos, ancianos, señoras y niños; pero que a pesar de todo no se rendirá la plaza mientras haya españoles que la defiendan. También se dice que los Cónsules extranjeros han pedido ocho días de prórroga, y que hoy salía una Comisión para hablar sobre el particular con el Comodoro. Entretanto, la Autoridad superior publicó ayer un bando dividiendo la ciudad murada en cuatro zonas. Señala como lugares de refugio durante el bombardeo las poternas de las murallas, los bajos de los conventos, las iglesias y casas de más sólida construcción. Para dicho objeto ha ordenado sacar de los bajos de los conventos todos los víveres, comestibles y otros objetos en ellos depositados. Aconseja a los vecinos de Manila que pueden retirarse a los arrabales, y que en caso de tener que abandonar nuestras tropas la línea de defensa, podrán regresar protegidos por el fuego de los nuestros. Al mismo tiempo dicta órdenes sobre la circulación de carruajes y señala las puertas que estarán cerradas o abiertas. ¡Cómo estaba ayer la ciudad de Manila, y qué aspecto presentaba esta mañana! Yo no sé decirlo, y por eso renuncio a pintar el pánico, la congoja y ansiedad de los ánimos aterrados. Muchas familias salen a los arrabales, otras no saben qué partido tomar, porque en todas partes se ven peligros. Unos dicen que en pocas horas quedará la ciudad convertida en escombros, y otros creen que lo más temible será el incendio, que dará lugar a escenas terribles.
Casi todos temen la gran catástrofe que nos espera; pero no queda más remedio que resignarse a lo que Dios disponga de nosotros.
Yo tenía resuelto no moverme del Seminario, y en caso de peligro inminente pasarme a la Catedral, que está muy cerca y tiene buenas bóvedas; pero por lo que luego diré, cambié de parecer. Ayer tarde, a eso de las siete, vino el Padre Tabar de San Marcelino, y al enterarse del bando me dijo que se volvía, y que el Padre Blanco también iba a San Marcelino a pasar la noche para decir Misa en la Concordia. Me resolví acompañarles para celebrar hoy en Loobán y sumir las Sagradas Formas. Se lo participé al Padre Orriols, y me dijo que las Hermanas y las niñas del Colegio de Loobán podían retirarse si querían a la Concordia. Estando en la portería me dijo el Padre Blanco que él pensaba quedarse en la Concordia y no volver a Manila hasta ver en qué paraban las cosas, y sin reflexionar un momento le contesté: pues yo tampoco vuelvo; voy a comunicárselo al Padre Orriols, y sea lo que Dios quiera. Tal vez — añadí — quedaremos en poder de los insurrectos; pero entre sufrir el bombardeo y exponerse a quedar prisioneros, no sé qué será peor.—Ya lo tengo pensado— me dijo,—y voy casi persuadido de lo mismo, pero ya está hecho el sacrificio. Nos despedimos de los compañeros, y con el beneplácito del Padre Superior salimos para San Marcelino. La noche hubiera pasado muy silenciosa, a no ser por una gran tormenta que duró desde las diez de la noche hasta las cinco de la mañana. ¡Siete horas diluviando! Poco después de las cinco hemos salido el Padre Blanco y yo para celebrar la Misa. Volví a San Marcelino, y a las ocho y media he llegado a la Concordia con el Padre Ta- bar. En el camino hemos encontrado a tres hermanas que iban a la Concordia con las niñas de Loobán. Ya eran cerca de las doce cuando han llegado de Manila el Padre Pérez y el hermano Covisa a pie, mojados y llenos de barro.
Á las doce y media terminaba el plazo fijado por el comodoro; pero ha pasado dicha hora y no han retumbado los cañones. Tanto el ejército como los voluntarios están todo el día con el arma al brazo para acudir a los puntos más amenazados, y la mayor parte de las familias se han refugiado en los puntos indicados en el bando. El Padre Tabar ha ido esta tarde a Manila para ver’ si adquiría alguna noticia sobre la suspensión del bombardeo, y al volver nos ha dicho que se ignora la causa. Sin embargo, estamos viendo cosas que no tienen fácil explicación. Estaba en la creencia de todos, y nos fundamos en hechos, que los yanquis nos atacarían juntamente con los indios, y que el ataque sería, a la vez que por el mar, por San Antonio Abad, por Singalong y por Santa Ana. Los indios, que luchan por la independencia, van notando que los norteamericanos quieren servirse de ellos para sus fines egoístas, y que si les ayudan a tomar la ciudad de Manila se van a quedar con ella, echándolos fuera. Esto no les agrada, porque los insurrectos quieren a todo trance la capital del Archipiélago, para proclamar su independencia y constituir la República Filipina, considerando a los yanquis como aliados, a los cuales pagarán sus buenos servicios con algunas concesiones. De aquí el recelo con que se miran unos y otros y la mutua desconfianza. La actitud de los yanquis en su campamento de Malibay y los fines que abrigan sobre Manila, ha obrado cierto cambio, al parecer, en el campo insurrecto, y hasta han declarado varios de sus jefes a otros de los nuestros, que si los yanquis nos atacan por las trincheras, ellos los batirán por retaguardia, que nos mantengamos firmes y que no llegarán a tomar a Manila. Se conoce que también tienen sus fines particulares. Estas declaraciones las han hecho de palabra y en cartas particulares a dos filipinos Capitanes de nuestro ejército. Uno de éstos ha estado varias veces con los rebeldes, enviado por nuestro Gobernador general para que manifiesten cuáles son sus pretensiones y prometiendo que serán atendidos en todo lo que sea razonable. Dicho Capitán, con el cual he hablado varias veces, dice que los cabecillas se muestran favorables a ayudarnos contra los norteamericanos, que nos enviarán ganado (por supuesto, muy bien pagado), que no dispararán un tiro contra nosotros, pero que les den municiones, porque tienen pocas. Nada confiamos en tales palabras y promesas. Anochece el día de hoy sin haber oído un tiro.
Día 10 de Agosto.—El Padre Tabar y yo hemos salido para decir la Misa en Loobán y San Marcelino. Después he ido a recogerle para volvernos a la Concordia. Desde San Marcelino hemos visto que los buques extranjeros han desaparecido de bahía, lo cual nos ha hecho suponer que la cosa va seria. Esta tarde han ido a Manila los Padres Tabar y Blanco y nos han traído la noticia de que ayer por la tarde pasó nueva comunicación el Comodoro intimando otra vez la rendición de Manila, contestando nuestro Gobernador general Sr. Jáudenes lo mismo que el día 7. Los indios van cumpliendo su palabra de no disparar un tiro contra los nuestros, y han manifestado deseos de querer juntarse con nuestras tropas. Nos han proporcionado unas cien cabezas de ganado. De San Pedro Macati baja mucha gente a Santa Ana, y pasan hasta insurrectos desarmados. Nuestros Jefes y autoridades no se fían de esta reacción, y hacen bien– y si permiten y consienten que pasen la línea y que se comuniquen con los nuestros, no acceden, empero, a darles las municiones que piden, ni a que se unan a nuestras tropas para formar un solo ejército. Los nuestros permanecen fijos en las trincheras avanzadas, y la Autoridad superior ha dicho a los rebeldes que no consentirá que pasen la línea armados, y que, si reconocido su error, quieren volver en nuestro favor, que ataquen solos a los yanquis y que nos devuelvan armados los que tienen prisioneros. Así se van presentando las cosas, y no es fácil determinar hoy por .hoy cuál será el resultado final. Algo nos favorece por el momento esta actitud de los rebeldes, y si hechos posteriores la confirmasen, nunca sería Manila de los Estados Unidos; pero… En vista de que tampoco hoy se verifica el bombardeo, y como no se teme tanto el ataque de los rebeldes por San Pedro Macati, las niñas de la Concordia, que desde hace mes y medio estaban en Santa Isabel, han venido esta tarde al Colegio.
Día 11 de Agosto.—Sigue el pánico en Manila. Los buques americanos recorren la bahía, se han colocado enfrente de la ciudad, y el vecindario se ha persuadido que a las diez empezaba el bombardeo. Los indios e indias de los pueblos insurrectos pasan en grupos a Manila y arrabales; traen pollos, gallinas, huevos y algo de pescado. Todo lo venden carísimo, pero el que tiene dinero compra y paga dos y tres pesos por cada pollo y gallina. Desde la ventana estamos viendo los grupos que de San Pedro Macati, de Santa Ana y de otros puntos van y vienen de Manila. Lo que no me gusta es que llevan poco a Manila y casi todos vuelven cargados de efectos. Lo mismo dicen que pasa por la parte de Tondo, Pineda y Mandaloya. Son muchos los que sospechan de este tráfico y movimiento de los indios, que más que otra cosa, parece un saqueo. Los yanquis ponen en juego todos los medios posibles a fin de que se rinda la ciudad sin perder gente y sin apelar al bombardeo. Hace dos días saltó a tierra un Capellán católico yanqui; venía comisionado por el Comodoro para que hablase al Sr. Arzobispo y al General sobre la capitulación; pero, según dicen, nada ha conseguido. ¿Cómo acabará esta situación en que nos encontramos? Nadie, nadie confía en la conducta que estos días observan los indios. Parece una especie de armisticio tolerado por nuestras autoridades, por no hacer otra cosa. Casi se puede asegurar que no tenemos más remedio que capitular, si no viene la paz. Los militares, incluso los Jefes, dicen que su honor está salvado con lo que hasta aquí han hecho, y que hacer más sacrificios sería inútil, porque no han de proporcionarnos ningún provecho.
Resistir hasta el fin supone el sacrificio de muchas vidas y la destrucción de Manila, lo cual será muy heroico, pero inútil. La mayor parte se van inclinando cada vez más y más por la capitulación.
Día 12 de Agosto. — El tránsito continúa libre por los puntos que ayer indiqué, con la diferencia de que hoy es mucho más numeroso el gentío. Las hostilidades siguen en suspenso, pero nuestra situación es la misma siempre, esperando el resultado de esta especie de tregua, y siempre temiendo el bombardeo.
¡Día 13 de Agosto!— Antes de dar cuenta de los sucesos de este infausto día, voy a decir algo sobre nuestra situación en la Concordia y sus alrededores. En dicho Colegio se albergaba, poco más o menos, el personal siguiente: cuarenta niñas concordianas, ochenta del Colegio de Loobán, cincuenta o sesenta entre criados, criadas y demás servidumbre; la española Doña Candelaria de Arróyaue con tres hijas, y doce Hermanas. En los bajos del Colegio vivían cuatro Padres, el Coronel Sr. Pintos con once Jefes y Oficiales, sus correspondientes asistentes y escribientes, artilleros y agregados para el transporte de víveres y municiones, con todos sus bagajes y enseres, más las cocinas para guisar el rancho de las tropas. Desde la puerta principal hasta la carretera que va a Santa Ana había apostados unos cien hombres; al terminar el camino que conduce al Colegio hay un fuerte (blokán), y contiguos cuatro cañones apuntando hacia el cementerio de los protestantes y camino de San Pedro Macati. Al Oeste del Colegio, y a distancia de unos mil metros, otro blokán cabe al estero que divide Paco y Pandacán, con unos cien hombres. En el pueblo de Santa Ana, en el blokán situado al Nordeste de Pandacán y en las trincheras avanzadas hacia San Pedro Macati, había en conjunto unos mil doscientos hombres, y desde el puente de Paco hasta San Antonio Abad defendían nuestra línea avanzada unos mil quinientos soldados de todas armas. Tal era, poco más o menos, nuestra situación, y desde el día 8 se encontraban todas estas fuerzas dispuestas a resistir el ataque de los insurrectos y yanquis coaligados.
Siempre temiendo lo que podría suceder, salimos el Padre Tabar y yo para celebrar la Misa en San Marcelino y Loobán. Cinco días hacía que no se oía un tiro en esta parte de la línea, pero hoy había terminado el plazo que calculadamente se había impuesto el enemigo.
Eran poco más de las seis y media; estaba dando gracias después de la Misa cuando sonó un cañonazo, que fue contestado con nutrido fuego de fusilería por la parte de Singalong. Siguió aumentando el cañoneo entre una nube de agua que no dejaba percibir el ruido de la fusilería. Como para volver a la Concordia era peligroso el camino hasta pasar la plaza de Paco, no sabía a qué resolverme, y por fin me marché a San Marcelino, hasta ver si cesaba el fuego y podía volver con el P. Tabar. Aunque con algún temor, nos resolvimos regresar a Loobán, y aprovechando un rato en que apenas tiraban nos vinimos a la Concordia. Aquí hemos encontrado a nuestros artilleros al pie del cañón, disparando hacia las trincheras del enemigo. Habían visto que los insurrectos se movían, atacando, aunque flojamente, nuestras trincheras de Santa Ana. Cerca de una hora estuvieron disparando nuestros artilleros sin que apenas contestase el enemigo. Nuestros Jefes y soldados iban ocupando sus puestos, y a eso de las nueve y media nos apercibimos que empezaba el cañoneo desde el mar. A una hora de Manila no podíamos distinguir bien de qué punto tiraban ni adónde dirigían los proyectiles. A las diez menos cuarto vino un parte diciendo que habían rebasado las primeras trincheras en San Antonio Abad y Singalong, ordenando que se retirasen todas las tropas situadas en Santa Ana y Paco. Al momento empezó la retirada hacia Manila, evacuaron por completo la Concordia y quedamos bajo el amparo de la Inmaculada Patrona del Colegio.
En medio de tanta tristeza y confusión me fuí a la Capilla a confesar las niñas. Todo el edificio retemblaba con el estruendo de los cañonazos, y no obstante la distancia, muchas granadas pasaban por encima de la casa, explotando cerca y produciendo un chasquido que causaba horror y miedo, y a eso de las diez tuve que retirarme del confesonario, por no creerme seguro en la Capilla. Los Padres Tabar, Blanco y un servidor, y algunas otras personas nos refugiamos en la bóveda de la escalera del patio interior, el P. Pérez en el aljibe (la sacristía), y las niñas con algunas Hermanas en la ropería. Un voluntario de caballería que vino de Manila nos dijo que allí no había novedad, pero sí mucha confusión y miedo, y que todos los buques disparaban hacia las trincheras de San Antonio Abad y Singalong. Para las diez y media cesó el cañoneo y luego empezó la fusilería. Entretanto continuaban retirándose nuestras tropas de Santa Ana, pero sin tirar un tiro ni ser molestadas apenas por los insurrectos, lo cual nos hizo suponer que obedecía a algún plan convenido entre nuestros jefes principales y los de los enemigos, puesto que en dicho punto se podía haber hecho mucha resistencia y hasta haber rechazado a los rebeldes. Después de comer vimos desde las ventanas cómo pasaban nuestros últimos soldados dejando casi abandonados a los que defendían la trinchera más avanzada hacia San Pedro Macati. A los pocos minutos de abandonada esta trinchera, vi que unos veinticinco insurrectos salían de un camarín, y ocupándola, empezaron a disparar contra nuestra retaguardia. Luego se desplegaron por las sementeras como queriendo cortar la retirada, pero volvieron a replegarse hacia el camarín, al cual ya había llegado el grueso de las fuerzas rebeldes. Entonces aumentó el tiroteo, y cuando nuestros últimos soldados pasaron el puente de las Damas, que divide los pueblos de Santa Ana y Paco, empezó a salir del camarín la turba insurrecta, teniendo que venir forzosamente a parar a dicho puente y en el camino que conduce al Colegio. Yo estaba en una ventana, y con la ayuda de unos gemelos observaba todos los movimientos del enemigo. Cuando ya se aproximaban los primeros a la calzada, bajé a reunirme con los demás Padres. Este fue el momento más crítico y angustioso para nosotros. Todos teníamos alguna confianza, pero al mismo tiempo temíamos el primer ímpetu y la impresión que les causaría nuestra presencia. Las Hermanas también temían algo, pero creíamos que las respetarían más que a nosotros. Dos o tres de ellas, con algunos criados, estaban en el zaguán asistiendo a un pobre Oficial de marina, que entró desesperado y loco al ver que le habían copado varios soldados y que iba a caer prisionero. Vino con su asistente (un indio muy leal y fiel), y a no ser por los buenos oficios de los Padres Blanco y Tabar, que le quitaron el sable y descargaron el revólver, procurando consolarle y calmarle, se hubiera suicidado. Estando las Hermanas con dicho Oficial, entraron los insurrectos gritando y disparando sus fusiles al aire en señal de triunfo, y entonces experimentamos de un modo visible la protección del Cielo. Habíamos deseado y pedido a Dios que no entrase la turba desenfrenada, que viniese de los primeros algún jefe o cabecilla de buen corazón, y el Señor escuchó nuestros ruegos. Los primeros que entraron fueron un Oficial y el Comandante de las fuerzas rebeldes, llamado Isidoro Carmona. Estaba orgulloso con la victoria obtenida, según él decía; hablaba y mandaba a lo militar, pero dijo a las Hermanas que no tuvieran miedo ni cuidado, que nada les pasaría, prometiéndoles toda clase de seguridades.
Nosotros seguíamos paseando en un cuarto de los bajos cerca del patio interior. Una Hermana vino a comunicarnos lo que el cabecilla les había dicho, pero en medio de tanta confusión no se acordaron de decir que había Padres en el Colegio. Quería salir al encuentro el P. Tabar, pero nos pareció más prudente que primero nos anunciasen las Hermanas. Así se hizo, y al comunicar la Hermana Sor Felicia que había cuatro Padres en casa, contestó el Comandante Carmona con mucha viveza:— «¿Son españoles? ¿Son frailes?» — «No, señor, repuso la Hermana, son Paulistas (así nos llaman los indios del pueblo), Capellanes de nuestros colegios.»— «Entonces que no teman, dijo Carmona, porque nosotros queremos y respetamos a los Padres que son buenos; pueden estar sin cuidado y nadie les molestará.»—
Presurosa vino la Hermana a comunicarnos tan gratas impresiones. El P. Tabar salió al momento, y al verlo el Comandante Carmona levantó su espada y le dijo:—» Á. sus órdenes, Padre», dándole las mismas pruebas de seguridad que a las Hermanas. Volvió el P. Tabar y salimos los cuatro juntos, saludándonos el jefe con mucho respeto y reiterando sus ofrecimientos. Luego nos dijo que no podía detenerse porque tenía que ir con sus fuerzas a Paco, pero antes que marchase le pedí que dejase una guardia de confianza, a fin de que custodiasen el Colegio. En el acto nombró ocho insurrectos para que, colocados en las puertas de los patios, no dejasen entrar a nadie en el Colegio, encargándoles que así lo disponía el Comandante de operaciones Isidoro Carmona. Nosotros quedamos tranquilos conversando con los insurrectos que habían quedado y con otros que entraban y salían, pero sin pasar del patio exterior, según la orden de Carmona. Algunos oficiales pidieron caballos porque los suyos estaban cansados, pero con promesa de devolución, la que cumplieron algunos aquella misma tarde. Estando con un grupo de insurrectos en el patio exterior, empezó a oirse tiroteo en las afueras del Colegio; eran salvas de otros por la que llaman gran victoria, y a fin de que no entrasen, mandó un cabo que disparasen al aire dando vivas. Luego dió la orden de ¡alto el fuego! diciendo que se asustaban las Madres. Las niñas estaban con algunas Hermanas encerradas en la ropería, y al oir el tiroteo en el patio todas se echaron a llorar clamando al Cielo, pues creían que mataban a los Padres. Cercioradas de que no teníamos novedad, pasado el susto, y más tranquilas subieron a los corredores del Colegio. a eso de las cuatro, volvió Carmona dando órdenes más severas, diciendo que sin su permiso o el del General nadie entrase en el Colegio, y que el que tuviese la osadía de hacerlo sería castigado, porque en su ejército había de reinar el orden y la disciplina. Acto continuo despachó a todas las familias que habían entrado huyendo de Paco, añadiendo que el Colegio era sólo para las Madres, las niñas y los Padres, y que si permitíamos la entrada se llenaría de gente, mandando a todos que se retirasen a Santa Ana.
Serían las cinco de la tarde cuando llegó el titulado General, aquel Pío del Pilar de que hablé en otra ocasión. Vino con su estado mayor, compuesto de algunos oficiales, jefes, ayudantes y secretario, unos doce en conjunto; todos a caballo y casi todos descalzos, incluso el mismo General. Como no sabe expresarse en castellano, el P. Tabar se entendía con él en Tagalog. Le hemos enseñado casi todo el Colegio y se ha mostrado atento y complaciente, lo mismo que sus acompañantes. Al anochecer han llegado dos criados de Manila y nos han dicho que los norteamericanos han tomado posesión de la ciudad.
Día 11 de Agosto.—No he podido salir a celebrar la Misa en Loobán, por estar interrumpido el camino con una gran trinchera que han hecho los insurrectos enfrente de la plaza de Paco. La mañana la hemos pasado confesando a las niñas, como víspera de la Asunción de la Virgen. a las tres de la tarde hemos salido para Manila el P. Blanco y un servidor; hemos dado cuenta de todo lo acontecido al P. Visitador, y enterados de cómo se verificó la entrada de los enemigos en Manila, nos hemos vuelto a la Concordia, donde hemos encontrado al secretario de Pío del Pilar con un escribiente. Estaban levantando un acta duplicada, en la que asegura que en la entrada de las tropas de la zona mandada por Pío del Pilar no se cometió ningún abuso ni atropello en el Colegio de la Concordia, ni se substrajo ningún objeto, haciéndonos firmar a los cuatro Padres y a las doce Hermanas. Este secretario es aquel sujeto que pidió declaración a las Hermanas que cayeron prisioneras en el convento de Guadalupe, resistiéndose bastante a dar el pasaporte para todas. Parece de bastante disposición, habla bastante bien el castellano y es muy práctico en papeles y fórmulas oficinescas. En honor de la verdad debo decir que ahora, tanto él como los demás jefes, oficiales y tropas insurrectas, se han portado muy bien con nosotros. En lo sucesivo, ya lo veremos.
Bien quisiera decir algo respecto a la retirada general de nuestras tropas, a la capitulación y a la entrada de los yanquis; pero como no tengo noticias exactas, ni es fácil adquirirlas, me doy por excusado. El periódico La Voz Española habla con alguna extensión sobre el particular; pero por lo que yo he visto y oído, creo que dice muchas inexactitudes. Sin embargo, si me es posible, enviaré el número de ese periódico.
Día 15 de Agosto.—A las seis he salido para celebrar la Misa en Loobán. Ayer se me olvidó decir que en este Colegio habían quedado tres Hermanas con unas doce sirvientas y niñas y algunos criados. El día 13, entre dos y tres de la tarde, entró la chusma insurrecta de la parte de Singalong por la parte de Loobán, corriéndose por la Tabacalera hasta el puente de Ayala. Saquearon las casas de los españoles, robando o destrozando cuantos objetos encontraban. Estos insurrectos eran de la parte de Cavite, pertenecientes a la zona de Artemio Ricarte, pues los de Pío del Pilar no pasaron del puente de Paco. Dos de ellos entraron en el Colegio pidiendo mil duros y caballos, queriendo registrar toda la casa y preguntando por la Madre Superiora y por los Padres; resultando que el peor de ellos tiene actualmente una hermana en el Colegio, y hace cosa de un mes, y debido a las circunstancias, salió otra que también estuvo unos dos años en el Colegio, ambas de gracia y de las que llaman de casa. Así ha pagado ese ingrato el beneficio. Para que no les molestase más, le dieron diez pesos y se marchó; llegó después un Oficial, y les puso guardia para que nadie entrase en el Colegio sin permiso de las Madres. Ayer tarde, cuando el Padre Blanco y yo fuimos a Manila, encontramos guardia yanqui en el puente de Paco; pero desde la casa de los acaudalados Pérez hermanos hasta el puente de Ayala inclusive, todo estaba en posesión de los insurrectos. Al volver a la Concordia vimos que les habían mando retirar y que sólo ocupaban la casa de los Pérez.
Celebrada la Misa, me he venido a Manila, y esta tarde ha llegado el Padre Blanco, disponiendo el Padre Orriols que ya no volvamos a la Concordia y que se queden allí por ahora los Padres Pérez y Tabar.
Día 16 de Agosto.— Manila se parece a una Babel desolada: 8.000 soldados, voluntarios, oficiales y jefes españoles desarmados; 15.000 yanquis ocupando nuestros cuarteles, fuerza de Santiago, edificios públicos y parte de los arrabales; innumerables insurrectos en Santa Ana, Paco, la Hermita, Malate, Tondo, Sampaloc y cercanías, sin saber en qué va a parar tanta amalgama y confusión de cosas. Los campos yanqui e insurrecto están separados, y no pueden pasar los del uno al otro sino desarmados. No sabemos qué pactos o inteligencias tienen; se nota algún, descontento en los rebeldes, y hasta se teme que choquen con los norteamericanos; pero éstos obran con mucha sagacidad y política, y seguramente evitarán toda agresión mientras la ocupación sea interina. Otra cosa será si la ocupación llega hacerse definitiva; entonces abrirán los ojos estos indios ilusos y verán qué amigos han escogido. Ahora están persuadidos de que solamente es temporal, y creen que, al firmarse la paz con España, Manila quedará para ellos, empezando a existir de hecho la República Filipina protegida y amparada por los Estados Unidos. Es increíble lo orgullosos y engreídos que se muestran por la rendición de Manila, atribuyéndose a sí mismos la que llaman gran victoria. Les escuece el no estar ya dentro de la ciudad murada, pero se consuelan con la esperanza. No son capaces de reconocer que ellos solos jamás hubieran pasado la línea de defensa. Ni los doce mil yanquis con toda su Escuadra hubieran conseguido rendir la plaza, a no estar acorralados por los rebeldes filipinos; la hubieran reducido a polvo y ceniza con sus poderosos cañones, pero al intentar apoderarse de ella saltando a tierra, les habría salido carísimo. Cien veces intentaron unos y otros rebasar las trincheras, y otras tantas fueron rechazados con muchas bajas, hasta que, cañoneados por los buques, lograron romperlas en San Antonio Abad. Aún quedaban intactas la mayor parte, y bastante bien fortificadas las murallas. Se podía haber resistido mucho; pero los víveres escaseaban, socorros no habían de venir, y los hospitales, las señoras, los niños y demás personas indefensas tenían que permanecer en Manila, por falta de local seguro en las afueras y por el asedio de los insurrectos. Todo esto consideraron nuestras autoridades, y pensando en las víctimas inocentes que causaría la resistencia, decidieron, aunque con mucha pena y sentimiento, capitular con el enemigo. Los indígenas, por regla general, están muy satisfechos de su traición y alevosía; no quieren de ningún modo el dominio y soberanía de España, ni aun con la autonomía; creen que ha sido cruel y tirana Para con ellos, y desean a todo trance y costa la independencia más absoluta, con lo cual, según ellos, empezará una época de dichas y prosperidades. En su loco frenesí se han imaginado que en poco tiempo llegarán a constituir una de las repúblicas más perfectas del mundo. Sólo Dios sabe lo que les espera! Que Él se compadezca y apiade de ellos le pedimos, porque no es aventurado el asegurar que van a sufrir muchos y muy tristes desengaños.
Día 18 de Agosto.—Durante estos dos días hemos practicado algunas diligencias para ver si podíamos sacar todas las niñas de la Concordia y traerlas a Loobán y a Manila; pero el asunto presenta dificultades y no hemos conseguido cosa alguna. Ayer tarde estuvo otra vez Pío del Pilar en la Concordia, y al manifestar los Padres y las Hermanas que deseaban trasladarse con las niñas, contestó que allí estaban mejor que en Loobán y en Manila; que nada les había de faltar, pero que no permitía el traslado, ni saldría niña alguna sin que sus familias o encargados la reclamasen con documentos justificados, ordenando que el Padre Tabar (como Capellán del Colegio) le pasara un oficio declarando justificada y en forma la petición, a fin de que no se cometiesen abusos y engaños. De modo que ya tenemos constituido a Pío del Pilar en Superior, dueño y señor de personas, cargos, oficios, vidas y haciendas, con el especioso pretexto de que no se cometan abusos y de que todo vaya con orden. Él ha designado al Padre Tabar por Capellán del Colegio, y ha preguntado dónde estábamos el Padre Blanco y yo, y a ver por qué nos habíamos marchado. Dió órdenes muy severas para que se cumpliese lo que mandaba, y después de decir que los Padres y las Hermanas podían ir y venir de Manila cuando quisieran, así como llevar y traer los comestibles y ropas que les hagan falta, se despidió. Veremos en qué terminan tanta autoridad por una parte, y por otras ciertas atenciones y condescendencias.
Día 24 de Agosto.—Gracias a Dios no van saliendo mal nuestros asuntos. Ayer tarde volvieron de la Concordia las niñas de Loobán, y ya están en su Colegio. Para conseguirlo fue preciso acudir de nuevo al General Pío del Pilar, por medio de un tal Luciano de San Miguel, Coronel, perteneciente a su zona. Este se prestó a interponer su valimiento, en atención a que habían tenido en el Colegio a una hermana suya en calidad de agraciada. Pío del Pilar tuvo que acudir al célebre Aguinaldo, y con su beneplácito se concedió completa libertad para que volviesen a su Colegio todas las niñas. Varios jefes principales han dicho que quieren a las Hermanas con sus colegios, y que cuando esté constituido su Gobierno, harán por que se extiendan más; así se explican. Uno de los ayudantes de Aguinaldo estuvo en la Concordia con el P. Tabar y las Hermanas, y al hablar de las salidas de las niñas de Loobán les manifestó que deseaban subsistiese el Colegio de la Concordia. Por regla general se manifiestan muy afectos, tanto a las Hermanas como a nosotros.
Dia 3o de Agosto.—Como al empezar estos apuntes me propuse tan solamente dar algunas noticias sobre los sucesos que aquí tuvieran lugar durante el bloqueo, voy a terminarlos sin decir nada respecto al Gobierno de los yanquis en Manila. Una nueva época ha empezado para la historia de este Archipiélago, y ella hablará más tarde. Los norteamericanos están demostrando que son hombres prácticos, y que prefieren el comercio a la guerra, valiéndose de ésta para extender sus dominios y abrir nuevos mercados a sus productos e industrias. Esto no quiere decir que sean perfectos en todo; y si bien es verdad que se muestran correctos en muchas cosas, en otras impera el derecho de la fuerza y la ley del más fuerte. Más que militares han venido aquí negociantes. Dicen que tienen buenos jefes y oficiales, pero mucha parte de sus tropas se compone, al parecer, de barrenderos de calles, de cargadores de muelle y de aguadores de oficio. Todo esto es causa de mayor tristeza para nosotros, pues vemos que nuestros soldados, aunque inferiores en estatura, son muy superiores en valor y resistencia, y que a no ser por sus buques de guerra, por sus cañones y por la cooperación de los rebeldes, jamás se hubieran posesionado de Manila. Triste, dificultosa y muy complicada es la situación de los españoles en Filipinas, y cualquiera que sea la solución de las potencias respecto al Archipiélago, siempre será desastrosa para España. Si las cosas se miran bajo el punto de vista religioso, los males son incalculables e irreparables. Muchos de los cabecillas revolucionarios y una buena parte del pueblo filipino se han maldecido a sí mismos, deseando, queriendo y luchando por toda clase de libertades, y esa maldición pesa ya y pesará mucho más en adelante sobre este pueblo, que en otros tiempos causó admiración a todo el mundo por la dicha, paz y felicidad que disfrutaba. Dios tenga compasión de él y no permita que se extravíe por completo.
El tratado de paz firmado en París en Diciembre de 1898 puso término a la guerra entre los Estados Unidos y España: en él se cedieron a los Estados Unidos la isla de Puerto Rico y las Filipinas. Los ANALES han indicado ya cuáles fueron las causas verdaderas de la insurrección de estas islas, que por fin terminó de modo tan desastroso para España.