Filipinas 1898 (IV)

Mitxel OlabuénagaHistoria de la Congregación de la MisiónLeave a Comment

CREDITS
Author: Desconocido · Year of first publication: 1899 · Source: Anales españoles, 1899.
Estimated Reading Time:

Día 23 de Julio.—Triste y melancólica se presenta la mañana de este día. El cielo está completamente nublado, y una lluvia fina y suave convierte los caminos en lagunas y lodazales que entorpecen el movimiento en que necesa­riamente se agita la infortunada Manila y sus arrabales. ¡Pobres militares, cuántos sacrificios están haciendo en aras de la Patria! Tres o cuatro días han pasado de relativa calma, pero en la noche de ayer rugió de nuevo la tempes­tad a media tarde empezaron a disparar algunos cañona­zos, preludio de la tormenta que se aproximaba. a las seis y minutos entraba en juego la fusilería, y de nueve a nueve y media fue lo más rudo del combate por la parte de Santa Ana. El fuego de los cañones era horroroso, y el estruendo parecía mayor a causa del silencio de la noche y del estado húmedo de la atmósfera. Los insurrectos tienen mucho empeño en tomar los puestos avanzados de Santa Ana. Ya dije hace algunos días que apuraban a los que defendían la trinchera contigua al cementerio de los protestantes, y que apenas se podía proporcionarles víveres y municiones. En vista del peligro a que estaban expuestos los nuestros, abandonaron la trinchera anteayer, siendo ocupada por los rebeldes de San Pedro Macati tan pronto como notaron nuestra retirada. Los nuestros siguen en otras trincheras que hay en las afueras de Santa Ana, en el camino que va a San Pedro Macati, y en la explanada que se descubre desde la Concordia, todas bastante avanzadas. Toda esa parte de la línea ha sido reforzada con gente y cañones; así es que en el ataque de anoche no consiguieron nada. Iroy nos han molestado poco en este punto, pero en cam­bio están apretando todo el día en las trincheras avanzadas de Tondo, hacia Meipajo y la Loma.

Día 24 de julio.—Seguimos de mal en peor ; las noticias fiel interior muy malas, y las de fuera pésimas. Si existen malas voluntades que se gozan en atormentarnos, pueden quedar satisfechas, porque lo van consiguiendo. Las exis­tencias disminuyen y escasean, y ya se dice que hay poca harina de trigo, si bien esta falta se suplirá con el arroz, que abunda más. En los hospitales se ven apurados para la ali­mentación de los enfermos; la carne de carabao subió hasta nueve pesos la arroba, y como son muy pocas las cabezas que quedan, y éstas necesarias para cierta clase de trans­porte, tenemos que comer al presente carne de caballo, y muy pronto, si las cosas no cambian, tendremos que contentarnos con sardinas de lata.

Hoy nos han saludado de un modo muy particular los insurrectos. Eran las once de la mañana cuando he sentido un cañonazo que me ha llamado la atención, por parecerme más cerca que los que hasta ahora había oído. Salí al co­rredor para ver si repetían y cerciorarme de qué punto tiraban. Poco tuve que esperar, porque luego sonó otro que me dejó turbado al notar que el silbido de la granada se iba aproximando. El Padre Tabar, que estaba en la azotea al primer disparo, venía a comunicarme lo extraño del caso, y cuando ya se acercaba a mí le dije:—¿Sabe Ud. que tiran hacia aquí?—y al mismo momento sonó un tercer disparo en la misma dirección. Apercibidos de que la bala venía silbando con furia, hicimos a la vez una inclinación involuntaria, pero muy profunda, y casi sin darnos cuenta bajamos la escalera para refugiarnos en el entresuelo. Los Hermanos Hermanos Cobisa, Canuto y Angel, que estaban sentados en la escalera de la azotea, hicieron lo mismo que nosotros. Aunque mal impresionados y con algún cuidado, hicimos el examen y bajamos a comer. Al salir a la recreación llegó un muchacho que había ido a Manila y nos dijo:— «Señor, en el Colegio de Santa Isabel ha caído una bala de cañón, y al estallar ha quemado la cara a una colegiala de la Concordia». Dudosos de la veracidad del hecho, salimos el Padre Orriols y yo para Manila, a las tres y media de la tarde, y entrando en el Colegio de Santa Isabel nos enteramos del percance. Era cierto: a las once y cuarto había caído la bala, de ocho centímetros; traspasó el tejado y dio en la pared opuesta a la abertura de entrada. El lugar en que ha caído es un salón que da frente al convento de los Padres Agustinos, destinado actualmente para recreo y dormitorio de las niñas de la Concordia; y aunque cayó en medio de tres de ellas, no hirió a ninguna. Gracias que no explotó, pues de lo contrario hubiera causado víctimas. Otras tres o cuatro granadas cayeron en, diversas calles de Manila, sin que, por fortuna, tocasen a nadie. A nuestra Casa no llegaron, pero cayeron cerca, pues sentimos per­fectamente el ruido producido en la caída. El cañoneo siguió bastante tiempo por ambas partes; pero como empezó a llover muy fuerte, no se oyó más el silbido de las granadas.

Con este hecho nos han demostrado los insurrectos que poseen cañones con los cuales pueden alarmar mucho a la ciudad murada, donde están refugiados la mayoría de los habitantes de los arrabales. Los cañones, según la direc­ción de los proyectiles, los tienen montados en Singalong y Maitubic.

Muy triste es todo lo dicho, pero aún no es lo peor. Hasta ahora nos sostenía la esperanza, y, asidos a esa án­cora salvadora, todos los ánimos estaban dispuestos a ma­yores sacrificios. Es cuestión de días—se decía,—y llegados los socorros terminará tan angustiosa y crítica situación. Alentados con esta idea, los jefes y soldados luchaban lle­nos de fe y valor; los voluntarios y paisanos compartían gustosos los trabajos y penalidades que trae consigo el asedio y bloqueo, ayudando al ejército en las faenas de tan ruda campaña, y las clases todas de Manila cooperaban de un modo a de otro a mantener la situación hasta la llegada de nuestros refuerzos, tantas veces prometidos. Hoy, según noticias que ha traído un buque francés, nos han quitado toda esperanza de remedio, y el abandono en que nos de­jan es en extremo cruel. Se habla de corrientes de paz, pero de una paz ignominiosa para España, y cuyos bene­ficios apenas disfrutaríamos aquí, porque aun suponiendo que se levantase el bloqueo marítimo, quedaríamos con el de tierra. Algo se remediarían nuestros males, pero de un modo incompleto y a medias. Miles de españoles queda­rían gimiendo prisioneros de los insurrectos, sufriendo un prolongado martirio y sin esperanza de libertad, mientras tengamos que atenernos a la defensiva, que Dios sabe hasta cuándo será, si resultan ciertas todas las malas noti­cias que se han propalado. Se ha vuelto a confirmar la derrota de nuestra escuadra en Santiago de Cuba y la toma de dicha plaza. Han escrito de Hong-Kong que es un hecho el regreso de la escuadra que manda el Almirante Cámara, debido a que España está toda sublevada y en estado de guerra, y que las Corporaciones religiosas son perseguidas.

De todo lo dicho se puede conjeturar qué día habremos pasado y cómo estarán nuestros espíritus afligidos con tan­tos pesares. Puede ser que no sea exacto cuanto se dice; pero es tanto lo que se insiste, que nos lo van haciendo creer. Ya no sabe uno qué pensar, y tentado me he visto a dejar la pluma y no continuar más estos apuntes; porque mi corazón se siente oprimido de amargura y tristeza al reflexionar en los acontecimientos de estos tres últimos meses y al pensar que, después de tantos sacrificios lleva­dos a cabo, se presenta un porvenir más obscuro e incierto que el día 1° de Mayo. Abandonados y robada la espe­ranza que nos habían hecho concebir los hombres, aún nos queda un consuelo, consuelo que nadie nos podrá quitar. Nos queda la fe en Dios Nuestro Señor, antorcha divina que brilla y resplandece con más fuerza y pureza, cuanto mayor es la adversidad, faro potente que nos ilumina en medio de tantas tinieblas. Sí, en Dios confiamos, a Él acudimos, y ahora, con más fervor que nunca, interesaremos a los Corazones de Jesús y María, para que a todo trance, si así nos conviene, nos salven del naufragio y tempestad que tiempo há ruge y se cierne sobre nuestras cabezas.

Día 27 de Julio.—Dos o tres buques de guerra, alemanes, franceses e ingleses, han llegado estos días; han traído alguna correspondencia, y los periódicos locales insertan varias noticias recibidas de sus corresponsales en Madrid. El resumen de todo lo que nos comunican es que en todas partes nos va mal, pues al fin resulta que en Cuba se ha­bían hecho desembarcos a mediados de Junio, que el Al­mirante Cervera está allí acorralado y que la ciudad de Santiago está muy amenazada; todo lo cual nos confirma más y más que será verdad la jornada desastrosa del 3 de Julio. Según se expresan los corresponsales, la opinión pú­blica en España era de parecer que viniera a Filipinas la escuadra de reserva; pero, si bien se mira, tal vez haya sido una providencia el que no se haya dejado ver en estas aguas de Manila. Digo esto, porque al leer la lista de los buques de guerra que la componen sólo se ven tres o cua­tro con tres torpederos; y si bien es verdad que el Pelayo y Carlos V son buques superiores a los que aquí tiene el enemigo, sin embargo, ellos cuentan con ocho o nueve cruceros bien protegidos y artillados, más los torpedos que se supone han colocado en bahía, de modo que Dios sabe cuál hubiera sido el resultado de un choque. Así esta­mos perdidos; pero para no tener certidumbre moral del triunfo, como la tenían los yanquis cuando vinieron en Mayo, Más vale sucumbir como estamos. Aquí no cesan las acometidas en uno y otro punto de la línea, y los caño­nes, aunque a intervalos, retumban tanto de noche como de día. Los enemigos no han vuelto a saludarnos dispa­rando sus cañones a Manila, y Dios quiera que no caigan en semejante tentación.

Día 28 de Julio.— Durante la noche se ha oído mucho tiroteo hacia Santa Ana y Singalong, y desde las cinco menos cuarto hasta cerca de las siete han disparado mu­chos cañonazos. Hoy he visto a uno de los PP. Agustinos que desempeñaban el cargo de capellanes de los leales ter­cios de Macabebe. Cayeron prisioneros en poder de los yanquis cuando venían a Manila en el cañonero Leite, y después de algunos días los dejaron libres, llegando a Ma­nila el 22 del corriente. Estando presos en Cavite vieron que un día llegaban veinte muertos y noventa heridos, todos norteamericanos, fruto del ataque tenido el 15 y 16 en el sitio de Meipajo. Por esos mismos hemos sabido que Agui­naldo ha retirado de Cavite a todos los Religiosos que te­nía presos, a fin de que no los vean los extranjeros y para que no le molesten con súplicas y peticiones en favor de ellos.

Día 30 de Julio.— Sigue el cañoneo y alterna la fusilería; la noche anterior tocó el turno a las avanzadas de Tondo, y esta mañana se extendía hasta la Loma. A las ocho y media ha cesado en dichos puntos; pero en cam­bio, mientras escribo estas líneas (las nueve menos cuarto) suenan los cañones en San Antonio Abad y Singalong. Disparan con mucha frecuencia, y sospecho que contestan los enemigos; lo cual me tiene inquieto, porque de dichos puntos llegan aquí las granadas, y como se alteran e irritan los nervios, no puedo seguir escribiendo.

No era infundado mi temor. Con el fin de conocer a dónde se dirigían los cañonazos, nos asomamos a una ventana el hermano Angel y yo, y al poco rato sentimos que una granada venía hacia nuestra casa, teniendo que huir a la parte baja del edificio, como lo hicimos hace siete días. El cañoneo continuó hasta las once, alternando a intervalos la fusilería, cuyas balas llegaban hasta nuestra casa. Al día si­guiente supimos que cayeron varias granadas en el puente y plaza de Paco y en los campos inmediatos. Las noticias relativas a Cuba, siempre contradictorias. Unos dicen que hemos salido bien, y otros que fuimos derrotados por completo, no quedando más que mil hombres y éstos prisioneros. Es muy triste y desconsolador lo que de allí nos cuentan.

Día 31 de Julio.— El fin se aproxima, a juzgar por las noticias que hoy circulan. También anoche atacaron por Balic-balic, La Loma y San Juan del Monte. Hoy me han dicho que la mitad de la escuadra del Almirante Cámara está en Visayas o Mindanao, y que la otra mitad regresó a España, añadiendo que los buques que han quedado no vienen a Manila, por ser insuficientes para hacer frente al enemigo. Esta tarde han llegado tres o cuatro transportes norteamericanos con tropas de desembarco, que unidas a las que había, calculan que serán unos doce mil combatien­tes. Cómo están los ánimos, no hace falta expresarlo. De aquí a dos o tres días se dice que van a dar el ataque deci­sivo los yanquis solos, mandando retirar a los indios de las trincheras, a fin de que no se les atribuya la victoria. Esto es una patraña, y no creemos que nos ataquen solos, porque unidos y todo les ha de costar muchísimo rebasar nuestras trincheras. Dicen que Aguinaldo ha recibido una gran can­tidad de dinero de los yanquis y que se ha retirado, según unos, a Hong-Kong, y según otros a Bulacán. Muchos creen que vamos a ser acribillados a cañonazos, porque el choque será horrible y se teme que ataquen las trincheras por mar y tierra. En la línea enemiga hay emplazados mu­chos cañones, y desde nuestras trincheras se ve que estos días están montando nuevas baterías de tanto o más al­cance que las nuestras. El ejército se ha portado hasta el presente muy bien, pero está algo cansado y fatigado de tanto luchar y permanecer en las trincheras. Cuando llega el momento, pelean con heroísmo; pero cuando piensan que no hay esperanza de socorros, se desaniman algún ?mito. Me han asegurado que algunos cazadores desapare­cen de las trincheras, y se dice que se pasan al campo insu­rrecto. No hay remedio; si la paz o alguno otro desenlace que no conocemos no pone término a nuestra situación, Manila se resistirá más o menos días, pero al fin tendrá que sucumbir, o luchando o capitulando. Tal es la opinión del público en general; en cuanto a las Autoridades, no sabemos cómo opinan. Los Cónsules extranjeros conferencian entre sí y con el Comodoro yanqui; y aunque se hacen varios conceptos sobre estas gestiones, se ignora en reali­dad de qué tratan.

Día 1° de Agosto. — Eran ya las diez y media de la noche cuando terminé los apuntes anteriores, y a las once, antes de conciliar el sueño, ya oía algunas descargas de fusilería en San Antonio Abad y Maitubic. No llamaron mi atención, por estar acostumbrado hace dos meses, ni tam­poco sospeché lo que nos esperaba, porque los rumores que corrían fijaban la fecha del ataque para el 2 o el 3. Es­taba en el primer sueño cuando me desperté algo azorado, pareciéndome que oía mucho ruido a lo lejos. Escuché con alguna atención, y distinguí que eran tremendos y frecuentes cañonazos. El P. Blanco y yo nos levantamos al mismo tiempo, diciendo: ¿qué es esto? ¿qué es lo que pasa? Y notando que andaban por el corredor, salimos y encontramos a los Canónigos y Capellanes que se hospe­daban en el Seminario. Eran las doce menos cuarto, y, se­gún nos dijeron, el fuego había empezado a las once y media. Todos estábamos excitados y nerviosos; el vecin­dario de Manila se alarmó, y llevado de la curiosidad, mez­clada con miedo, salía a las ventanas para oír mejor el choque brusco que nos había desvelado. La caballería en­traba y salía, ya acompañando a los bagajes, que llevaban municiones, ya comunicando órdenes y transmitiendo partes. Los vecinos que vivían en los arrabales más próximos al peligro se retiraban a Manila, y casi todos nos persuadi­mos que la duración sería mayor. A la una fue cesando el fuego, y a la media apenas se oía uno que otro caño­nazo. Hoy hemos sabido que fueron bastantes las granadas que cayeron por Paco, Malate, La Hermita y Bagumbayan.

En el cuartel de la Luneta cayeron tres, matando una de ellas a cuatro soldados e hiriendo a siete. En el pabellón del Estado Mayor, próximo a dicho cuartel, ocupado por una compañía de voluntarios, también cayeron dos o tres, pero afortunadamente no causaron desgracias. Unos y otros tuvieron que retirarse a Manila. En Malate hirió otra a un teniente en su misma casa. En la Escuela Normal, en el Colegio de las Asuncionistas, en los fosos de Recoletos, cerca de nuestra casa, junto al cuartelillo de Paco y en otros puntos cayeron otras, explotando la mayor parte. Todos convienen en que los rebeldes, juntamente con los yanquis, atacaron con tesón y energía, saliendo de sus trin­cheras y avanzando hacia los nuestros con sus cañones revólver o de tiro rápido, y haciendo cuatro disparos por uno de los nuestros, pero con muy poco resultado. Los militares confiesan que en toda la campaña de Cavite no habían oído fuego tan horrible; pero estaban apercibidos, y a pesar del empuje del enemigo les obligaron a reple­garse con muchísimas bajas. Una india de los bahais (ca­sas) que hay entre los cañaverales contribuyó a que los nuestros estuviesen bien prevenidos. Avisó por la mañana que aquella tarde nos iban a atacar por San Antonio Abad y Singalong, y debido a este aviso se reforzaron las trin­cheras en dichos puntos.

A los PP. Orriols, Tabar y Sánchez, y al hermano Covisa, les sorprendió el ataque en San Marcelino, viéndose precisa­dos a refugiarse en el entresuelo y pasando un mal rato al oir cómo silbaban y explotaban las granadas no lejos de casa. Los dos primeros han permanecido en San Marcelino durante estos tres meses; los demás nos retirábamos todas las tardes al Seminario desde hace algunas semanas. Hoy, en vista del peligro y de que ya sería mucha temeridad pasar allí la noche, han venido los PP. Orriols y Sánchez, y mañana vendrán el P. Tabar y el hermano Covisa. Du­rante el día han estado muy callados los enemigos, tal vez ocupados en recoger sus muertos y curar los heridos. Se me olvidaba decir que nosotros no tuvimos en las trinche­ras más que cuatro bajas; los demás muertos y heridos hasta diez y siete, fueron en poblado y debido a las grana­das. Las lluvias de estos días son abundantísimas, y si bien es verdad que por un lado nos perjudican, por otro nos favorecen entorpeciendo los movimientos del enemigo. Hoy ha publicado el periódico La Voz Española un artí­culo que, por parecerme muy oportuno, voy a tener el gusto de copiarlo.: Dice así el periódico citado:

«¡Tres meses!

«Cúmplense hoy tres meses justos de la destrucción de nuestra escuadra por los yanquis que manda Dewey. De entonces acá, ni un solo auxilio hemos recibido. Al contra­rio, se nos han mermado medios de defensa y hombres para ella, y nuestro ánimo se halla admirado de la resis­tencia que, sin darnos cuenta, realizamos. Aún recordamos nuestra situación del mes de Mayo pasado. Causónos gran pesadumbre la derrota de los barcos del Almirante Mon­tojo, pero nos repusimos de ese dolor al cabo de algunos días: ¿qué nos importaba carecer de buques de guerra con que hacer frente a los yanquis, si éstos, con todo su poder, no lograrían poner pie en tierra? Todo el país estaba a nuestro lado, nos ayudaba y pedía armas, que le fueron dadas, para aprestarse a la defensa del que entonces lla­maba enemigo común. Satisfechos de esa conducta de los que con nosotros vivían, sólo pensábamos en la mejor ma­nera de rechazar a los refuerzos norteamericanos que De­wey pidió a su Gobierno, y éste se apresuró a enviarle para consolidar la posesión de Cavite. Nos reímos del enemigo…

Pero héte aquí que el país que juró defendernos, se vuelve contra nosotros, nos hace la más inicua de las trai­ciones, y utiliza para atacarnos las mismas armas que reci­bió de nuestra Maestranza. Otra vez se apoderó de nos­otros un sentimiento que desde comienzos de Junio no he­mos podido echar lejos de nuestro ánimo. Abandonados desde entonces a nuestras propias fuerzas, defendidos por escasa guarnición, con la esperanza sólo en el porvenir por los refuerzos que la Patria nos mandaría, resistimos a dos enemigos poderosos, con elementos de ataque y defensa iguales, si no superiores, a los de que disponemos. Dijé­ronnos de la metrópoli que el 29 de Mayo salieron de Cádiz refuerzos para Filipinas, y esperamos su llegada en los primeros días de Julio. La ansiedad que entonces había en todos por esa llegada, reflejada está en artículos y sueltos noticieros que todos los periódicos publicaron aquellos días… Viene un correo, y nada nos dice de los suspirados refuerzos; llega otro, y entonces sabemos que la salida de Cádiz se aplazó para el i6 de Junio.

¡Qué decepción!.. Pero, en medio de todo, ¿qué impor­taba esa decepción si seguía animándonos la esperanza? Este consuelo, y el dolor grande que en nuestro corazón produjeron las traiciones de los tagalos, diéronnos nuevas fuerzas y duplicamos la resistencia. Poco importaba que nuestras líneas de defensa fueran atacadas por numerosos enemigos: no lograban rebasarlas, porque un puñado de valientes lo impedía. Poco importaba que, entregados a los escasos recursos de sólo la capital, sintiéramos la amenaza del hambre, porque los víveres para nuestra subsistencia faltaron: la escuadra española, al destrozar al enemigo, rompería de hecho el bloqueo, y esos víveres entrarían en Manila frescos y en abundancia. Poco importaba que nues­tros soldados estuvieran extenuados, rendidos por el sueño, muertos por la fatiga: a bordo de los buques venían solda­dos para reemplazarles.

Así estamos, pues, entregados a nuestro propio valor, abandonados a nuestras escasas fuerzas, a ración entera con el pesimismo y a cuarto de ración con esperanzas, si halagüeñas para nosotros por la especial situación en que nos en­contramos, tristes en realidad para España. El estado en pie hoy se halla Manila es el más apurado en que se ha vis­to población alguna en lo que va de siglo; bloqueados por el mar y asediados por tierra, con reducida guarnición para nuestra defensa y sin condiciones para resistir, hemos hecho más de cuanto podíamos y debíamos hacer. La culpa no es de España, de ese pueblo gigante que dio cientos de miles de sus hijos para la lucha y aportó su dinero para que ésta pudiera llevarse a cabo. Desde hace cuatro años viene de­sangrándose: ha hecho, pues, como nosotros, más de lo que podía y debía.

La tardanza en acudir el Gobierno de Sagasta y demás compañeros a vengar el desastre de Cavite, nos ha perju­dicado más que la segunda traición de los rebeldes en ar­mas. Sólo el anuncio de que nuestra escuadra había zar­pado de Cádiz a principios de Mayo, a raíz de aquel infor­tunio, había bastado probablemente para destruir los pla­nes del Comodoro Dewey, haciendo fracasar sus tratos con los tagalos»…

Día 2 de Agosto.—A noche, a las nueve y por los mis­mos puntos, repitieron el ataque con tanto brío como el día anterior, pero a la media hora se les impuso silencio, sin que hayan vuelto a molestar apenas hasta las cinco de la mañana por espacio de un cuarto de hora. Este día se recibió el cablegrama según el cual quedaba destituido el General Augustín, haciéndose cargo del Gobierno general el Segundo Cabo Sr. Jáudenes.

Día 7 de Agosto.—Los días 3 y 5 también atacaron en diversas horas, sin obtener ventaja alguna el enemigo. El espíritu de nuestros soldados, no obstante las muchas pri­vaciones que sufren, es excelente. «Incrustado en las trin­cheras — decía hoy el periódico La Oceanía — como un crustáceo en la roca, vive allí el soldado alegre y confiado en el éxito de su labor; bátenle de continuo el mar (en San Antonio Abad), el viento y la malaria destructora, que estos veteranos resisten con sin igual conformidad, sin espe­ranzas en el porvenir, para ellos, hoy como ayer, mañana como hoy, la prolongación de esta gigantesca lucha entre el valor y la traición. Y sigue el soldado batiéndose con heroísmo indefinible; el mugido del mar que rompe en el acantilado murallón del polvorín, tráele ecos de la Patria, y con sublime indiferencia de aquellas gargantas que tal vez mañana atravesara un balazo, brotan, entre el sentido ras­guear de una guitarra, las estrofas enérgicas de una jota las delicadas cadencias de una de esas canciones andaluzas, impregnadas de poesía». Un soldado tras estos parapetos inspira ideas tristes, al recordar que tienen Patria, madre, seres queridos, a los cuales quizá no volverán a ver.

En punto a comodidad en el alojamiento, en todas las trincheras se han suprimido las jerarquías, y de capitán a ranchero, los mismos sacos de arena sirven de silla y el mismo suelo húmedo de cama…

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *