Capítulo XVI: Maestro y discípulos
Colegio Estanislao.—Sorbona.—Estudiantes.—Exámenes.—El Circulo.—Las Conferencias de París.—La Polémica Religiosa.—Recuerdos y Resoluciones.
1841-1843
Desde principios de 1842, Federico Ozanam y su esposa, domiciliados en París, habían alquilado primero un modesto pero tranquilo departamento en la calle de Grenelle-Saint-Germain. Cuando se volvió inhabitable en la estación caliente, su amigo, el señor Bailly, les consiguió otro mejor, con jardín, en la calle de Fleurus, muy cerca del Luxemburgo, cuyas verdes avenidas abrían ante sus ventanas amplios y amenos espacios. A Ozanam le pareció un palacio. Se había construido la mansión para Murat, el futuro rey de Nápoles; luego había alojado al príncipe de Clermont Tonnerre, hasta que pasó a ser propiedad del señor Bailly que se sintió dichoso de rentar a la joven pareja amiga un departamento modesto, en uno de los pisos superiores. Allí acabamos de ver a sus estudiantes de la Sorbona acompañarlo al salir de su clase, en un majestuoso cortejo.
No eran sus únicos alumnos. Ozanam había aceptado dar, fuera de su curso, tres clases semanarias de literatura a los alumnos de último año del colegio Estanislao. En 1841, el director de esa escuela se lo había pedido en, condiciones honorables que habían de suplir a la modestia de sus recursos. Ese director era entonces el padre Gratry. Tenía treinta y cinco años de edad; y difícilmente se hubieran podido imaginar dos inteligencias y dos corazones que simpatizaran y se avinieran mejor que esas dos almas de filósofos y escritores.
Las primeras palabras de Ozanam a sus retóricos fueron las siguientes, en que se expresaban un respeto y una confianza mutuos: «No os castigaré nunca. Tengo el propósito de trataros como hombres, si encuentro aquí hombres. En caso contrario, si tuviera que tratar con muchachos malcriados, no perdería mi tiempo y mi trabajo con vosotros». Le tomaron la palabra, pues su respeto y su cariño respondieron al suyo. Y de allí salieron hombres.
El profesorado de Ozanam en Estanislao fue memorable. Uno de sus alumnos de entonces, y seguramente uno de los más ilustres y de los más dignos de él, el señor Caro, más tarde profesor de filosofía en la Sorbona y miembro de la Academia francesa, va a introducirnos en su clase:
«Recuerdo —cuenta— como si fuera ayer el día que lo vimos presentarse en su cátedra. La primera impresión fue sobre todo de curiosidad y, debo decirlo, de una curiosidad un tanto burlona. Ozanam no tenía en su favor ni la belleza, ni la elegancia, ni la gracia. Su estatura era mediocre, su actitud torpe y sin soltura. Una vista sumamente débil y el pelo revuelto le daban una fisonomía bastante extraña. La malevolencia sonrió primero; pero luego le sucedió la simpatía. No podía uno-permanecer mucho tiempo insensible a la expresión de bondad transmitida por el corazón a través de una máscara un poco pesada, pero que no carecía de distinción. Unase a esto una sonrisa de una fineza sumamente ingeniosa; y en ciertos momentos el resplandor de la inteligencia en esa fisonomía transformada, como si se hubiese abierto para dejar pasar un rayo del alma. De buena gaña se entregaba a esa franca alegría del espíritu que descansa de austeros estudios, con una risa tan franca y tan natural, una broma tan agradable y chispeante, que era un deleite sorprenderlo en ese alegre abandono. Nosotros lo provocábamos a menudo; resistía primero, refugiándose en la severidad del deber y la gravedad de su enseñanza. A veces cedía. ¡Y entonces, había que oírlo! ¡Qué juventud en ese espíritu ya viejo por la ciencia! ¡Qué sutileza en su candor! Cándido y sutil: tal era el contraste y el encanto de una naturaleza que había conservado la sencillez del corazón, en medio de la más refinada cultura del espíritu».
A veces sus emociones lo conmovían hasta la ternura. Uno de sus alumnos recuerda que jamás comentaba sin lágrimas la frase encantadora con que Bossuet alaba a la duquesa de Orléans: «¡Fue dulce con la muerte!» ¿Sería un presentimiento de lo que había de ser la suya?
La clase de Ozanam beneficiábase con esas dotes. «Sin sombra de pedantismo, interesaba a todo el mundo en las cosas del estudio, impresionándonos por la razón, por la imaginación y sobre todo por el arte que tenía de interrogar al alumno en forma tal que le daba la ilusión de haber encontrado lo que él le mostraba. Esas formas variadas y dramáticas daban vivo interés a sus clases y difundían en torno suyo una agitación que, regulada y dirigida, se convertía en fecunda actividad. Las almas más estériles y heladas se abrían a las impresiones de sus palabras; y hasta los colegiales mal encarados y groseros, los beocios del colegio, no entendiendo, se imaginaban que comprendían, lo cual es ya un progreso. Así elevaba suavemente a su nivel a los jóvenes, alentando los esfuerzos aun de los menos bien dotados, con tal que fuesen animosos: Ozanam adoraba la buena voluntad».
Citan a un joven espíritu, muy trabajador que, a pesar de sus esfuerzos, seguía estancado en la última mitad de la clase. Ozanam, convertido en maestro suyo, lo tomó aparte y se esforzó, a duras penas, en explicarle muchas cosas. Sorprendido de comprender, conmovido y conquistado por tanta condescendencia, el muchacho, un día, le mandó entregar en la puerta esta nota agradecida, de una línea: «Le juro que haré lo imposible para demostrarle mi gratitud». Cumplió con su palabra. Al terminar el año, obtuvo un primer premio en el gran concurso. ¡Luego, fue miembro del Instituto!
Durante sus dieciocho meses de profesorado en el colegio Esta= nislao, Ozanam nunca tuvo que reprender a ninguno de sus alumnos. Lo veneraban tanto como lo amaban. Una vez que el maestro, sufriendo de un resfriado, se presentó a pesar de esto para dar su clase, con la cara tumefacta, con la cabeza envuelta en paños, un gracioso tuvo el mal corazón de hacer una broma que pagó inmediatamente. Sus compañeros lo echaron fuera de la clase, aun antes de que el maestro tuviera tiempo de notar lo ocurrido.
Hasta entonces el colegio, mediocremente cotizado en el concurso general, obtenía poco o ningún éxito. Al terminar ese año escolar, la clase de retórica fue premiada con varias coronas. Sucedió al mismo tiempo que no pocos alumnos de Ozanam pidieron como un favor cursar un segundo año de retórica con él.
Nunca obtuvo profesor a tal grado esa atención religiosa a la que se ha llamado aplauso silencioso.
«Pero al correr de los años —escribe también Caro— los antiguos alumnos de Ozanam, convertidos en estudiantes, fueron casi todos ellos sus amigos. Jamás he conocido maestro más amado. La juventud lo buscaba por inevitables simpatías; y esas simpatías, por ambos lados, eran fieles. No se resolvía uno a prescindir de él después que lo había conocido».
Después de Caro, que lo dice todo en el pasaje citado antes, sería preciso oír también al señor Heinrich, que fue más tarde el Ozanam de la facultad de Lyon, al señor Nourrisson, el filósofo cristiano del colegio Estanislao, del Instituto, del Colegio de Francia, para quien Ozanam siguió siendo hasta el fin un consolador y un modelo.
Muy diferente de esto era un oyente de los primeros cursos, Ernesto Renan, que habla así de ellos en sus papeles de Juventud: «Nunca salgo de su lección, sin sentirme más fuerte, más decidido, más valiente y dispuesto a emprender la conquista del porvenir». Escribía a su buena madre de Bretaña: «El curso del señor Ozanam es la apología constante de todo lo que hay de más respetable». Más tarde, el mismo hombre habrá de . exclamar: «¡Ozanam! ¡Ah, cómo lo amábamos! ¡Oué bella alma!»
Otro de sus oyentes, un normalista, Prévost Paradol, habiendo pasado con Ozanam su examen de licencia, sucumbió, él que era tan escéptico, al encanto de ese feliz creyente. Lo lloró; y cuando, escribiendo sus melancólicas páginas sobre La enfermedad y la muerte, tuvo que citar el ejemplo de una muerte transfigurada por la esperanza, de la inmortalidad, Ozanam es el que se lo proporciona. «Para morir como murió Ozanam hace poco entre nosotros, no se requiere su inteligencia delicada y culta, ni su alma generosa. Sus más humildes hermanos lo imitan sin trabajo ese día, porque lo han imitado todos los días; y la vista bien ejercitada del cristiano no necesita ser penetrante para contemplar, en lugar de la muerte, los cielos abiertos de par en par».
Otro joven licenciado de la misma hornada, ‘el Padre Goux, tolosano, alumno de la reciente Escuela de los Carmelitas de París, sintió suficiente confianza para ir a consultar al maestro sobre las tesis de doctorado que estaba preparando. Ozanam lo recibió con el mayor gusto. Ni la comida que urgía, ni los reiterados llamados que le hizo la criada, ni la discreción del estudiante que se levantó varias veces para retirarse, lograron vencer esa insistente caridad: «Siéntese usted, por favor; sinceramente me apena usted al dejarme tan pronto». Cierto es que las tesis cuyo tema sometía el estudiante a Ozanam eran, una de ellas: Lérins en el siglo V y la otra:
De Divi Thomae sermonibus. Ese candidato al doctorado en letras, siendo ya obispo de Versalles, se complacía en recordar esa rara bondad de la que decía: «,Jamás olvidaré la bondad con que E me recibió el señor Ozanam. n otras ocasiones, he encontrado cortesía ; pero en él era pura caridad cristiana: yo era para él un desconocido y jamás volvería a verlo; y sin embargo me trató como a un amigo, como a un hermano».
Alumno también de esa escuela de los Carmelitas, el cardenal Lavigerie escribirá un día a la viuda de Ozanam: «Tengo el gusto, señora, de transmitirle las bendiciones de León XIII y de pagar así, en una ínfima parte, mi deuda de gratitud con el hombre ilustre y bueno que no desdeñó concederme su dirección y su patrocinio en los días ya lejanos en que afrontaba yo el doctorado de la Facultad de letras de París, sin pensar que esas palmas que me venían de él, habría de llevarlas un día a nuestros desiertos africanos».
Todos los días de la semana, exceptuados los de la lección, de ocho a diez de la mañana, Ozanam estaba a la disposición de los estudiantes. Llenaban su antesala, como la de un ministro. Los recibía con amabilidad, charlaba largo tiempo con ellos de todo cuanto les concernía, como si no tuviese otra cosa que pensar y hacer. Y aunque esto fuese como arrancarlo vivo a sus más queridos amores, no mostraba impaciencia ni pesar.
No puedo poner entre los estudiantes de Ozanam a los candidatos a los grados académicos que, varias veces por año, nombrado por el gobierno, tenía que examinar en París o en provincia. Especialmente en los exámenes de bachillerato, su paciencia tuvo que pasar por dura prueba: «Estoy abrumado de exámenes de bachillerato, de licencia, de doctorado. Ya es muy largo pasar días enteros haciendo preguntas y recibiendo respuestas. Más largo aún es recibir a los candidatos, a sus padres y sus madres, que vienen a pedir consejos y benevolencia; a los hijos que me traen para que se acostumbren a mi aspecto; y a los que vuelven después para conocer las causas de su fracaso y el modo de repararlo; sin contar a los padres que se enojan, defienden denodadamente los contrasentidos de la versión y ponen el grito en el cielo contra la injusticia y la dureza de los examinadores».
Se representó varias veces en esas cartas «sentado a esa dichosa mesa verde, entre la pregunta de griego y de matemáticas, entre los profesores que bostezan y los candidatos que se turban, mientras le llega su turno de interrogar sobre historia, literatura, geografía, recorriendo toda la tierra y todos los siglos», dice. ¡Y qué respuestas le hacen a veces! Que juzgue el lector: —» Cuál fue la asamblea que precedió a la de los Estados generales de 1789?» El auditorio murmura. «¡Los notables!» El candidato responde: «Señor, fue la asamblea de los notarios». El examinador observa: «Sabrá usted mejor la historia del siglo de Luis XIV. ¿Cómo se llamaba el superintendente de finanzas célebre por sus desgracias?» El auditorio sopla: «Fouquet». El candidato repite: «Señor, se llamaba Fould». Otro le revela que Montesquieu fue un gran obispo. Ozanam confiesa que de sorpresa se le cayó la pluma de los dedos.
Como examinador, Ozanam era severo; particularmente severo con los candidatos en quienes se interesaba, más severo aún con los eclesiásticos, por tener éstos, más aún que los demás, que dar el ejemplo del saber. A un joven seminarista, reprobado en el examen, que había ido a preguntarle el motivo de su fracaso, Ozanam lo recibió con la mayor bondad y le señaló una por una las faltas de su composición. Luego, bruscamente y con severidad: «Padre, el hábito que lleva usted nos permite y hasta nos manda que seamos más exigentes. Cuando tiene uno el honor de aspirar al sacerdocio, no se expone a comprometer su dignidad con semejante fracaso. Nobleza obliga».
El señor Máximo de Montrond cuenta cómo, en cambio, nunca dejaba pasar impunemente, en los exámenes, una ofensa cualquiera a la religión y _ a la Iglesia: «Un día, un joven italiano, librepensador, candidato a la licencia, había seducido al jurado con la abundante facilidad y distinción de su palabra. Cuando llegó el turno de Ozanam de interrogarlo ¡Señor —le dijo con voz firme y conmovida—, reconozco su talento; pero no puedo admirar su saber. Ha violentado usted a los Padres de la Iglesia al acusarlos de haber detenido la civilización. Está en un error, señor; mucho más cierto hubiera sido decir, por lo contrario, que aceleraron su marcha!» Aprobación general.
Ozanam volvió a encontrar gran número de sus estudiantes en el Círculo católico. Allí empezaban a organizarse, con el nombre de Conferencias, reuniones privadas en que hombres religiosos y sabios trataban temas de estudios diversos, y se les escuchaba, mejor que en cualquier parte, con la serenidad y la dignidad que convienen a las cosas del espíritu. Ozanam aceptó presidir la conferencia de literatura. ¿No estaba preparado ya por la conferencia de historia y de filosofía que, junto con el señor Bailly, había organizado veinte años antes, en París? No poseemos los discursos improvisados que el presidente del círculo dirigía a la juventud. Sólo vemos que exhortaba ante todo a los estudiantes al trabajo que correspondía a su edad, es decir al estudio. Les decía, por ejemplo: «En la actualidad, no trabajamos. Siete u ocho horas diarias dedicadas a la ciencia causan a nuestros amigos serias inquietudes por nuestra miserable salud. Sepamos, sin embargo, que la fe no nos exime de la investigación estudiosa, del cansancio y de los desvelos. El trabajo, castigo de la caída, se ha vuelto la ley de la regeneración».
Y en el Círculo católico dice también a la élite letrada de la juventud de París: «Tomad en serio, señores, lo que nuestros mayores llamaban modestamente el oficio de las letras. Ahondad, trabajad la ciencia. Dios está en el fondo de la ciencia; pero quiere que se le busque para poner a prueba el amor y permite que se le encuentre para no desesperarlo. jóvenes, el camino de la ciencia es largo; sólo estamos al principio; pero, si no lográramos ver el fin de nuestras investigaciones, cuando menos habremos indicado la meta a otros que la alcanzarán. Se regocijarán de su triunfo; y la gloria será para la Providencia».
Fuera del círculo, Ozanam dirigía la. juventud hacia otras reuniones, más elevadas. Tales eran los retiros preparatorios para la Comunión Pascual que en esos mismos años, en la Semana Santa de 1842, el Padre de Ravignan acababa de inaugurar en Nuestra Señora. «Desde el lunes pasado —escribe a su hermano menor—cada noche, más de seis mil hombres asisten al retiro predicado por el Padre de Ravignan. Es imposible escuchar algo más elevado, más sólido que esos discursos; sobre todo no se podía ver nada más bello que la asamblea… Hoy, una comunión general de los hombres acaba de coronar esos piadosos ejercicios: nuestras apretadas filas atestaban la nave central, dos veces más larga que la de San Juan de Lyon. Había nobles y ricos personajes, cubiertos de condecoraciones; y a su lado, pobres con su traje de obreros, militares, alumnos de la escuela normal y de la escuela politécnica, niños; pero sobre todo estudiantes en gran número. Después de la comunión, dada por dos sacerdotes y que duró una hora, llenó las bóvedas un magnífico Te Deum, y nos separamos profundamente conmovidos».
Sin embargo, de costumbre, aun después del santo cántico, la tarea no había terminado para Ozanam. Lo que calla su carta, pero que su hermano nos dice, es que al salir de Nuestra Señora, lleno todavía con la presencia de jesucristo, el piadoso comulgante, antes de regresar a su casa, nunca dejaba de visitar a sus pobres de la conferencia, para devolver así a Nuestro Señor, en sus miembros dolientes, la visita que acababa de recibir en la Eucaristía. Así se complació toda su vida en coronar esa mañana solemne. En tal forma, terminaba su acción de gracias.
Los pobres, la caridad, la Conferencia de San Vicente de Paul eran otras citas del maestro y de los discípulos. De esto también se regocijaba con su hermano menor, Carlos, que ya había entrado en la Conferencia de Lyon y que aspiraba, gracias a él, a la de París: «La Sociedad de San Vicente de Paul te reserva, mi buen hermano, los goces de piadosa fraternidad que yo encontré en ella, tan abundantes y dulces. No sé por qué me siento tan feliz y orgulloso al ver que has entrado en ella. Es un vínculo más entre nosotros. Demos gracias, pues, a la Divina Providencia, amigo mío, de que nos haya permitido entrar a ti y a mí en esa joven y creciente familia, quizás destinada a regenerar a Francia, al preparar en todas las profesiones liberales, en la ciencia y en las artes, nuevos reclutas cristianos. Debes dedicarte con alegre abnegación a esas obras colocadas bajo el patrocinio de un santo tan bueno y que han recibido de la Providencia tan increíbles bendiciones».
Desde el 28 de febrero de 1842, Ozanam, que había regresado hacía tres meses a París, tuvo la alegría de asistir a una de las cuatro asambleas plenarias anuales de la sociedad.
Había, ese día, 600 jóvenes, tantos como podía contener el amplio anfiteatro, «reunidos, según se expresa, para charlar juntos del poco bien realizado ya y del mucho aún por realizar». El encargado de informar a la sesión presentó el estado general de la obra: 2,000 cofrades de París y de la provincia; 1,500 familias socorridas en París; una casa paternal, un patronato de aprendices… Y los beneficios sin número de una misericordia espiritual menos aparente, pero aún más eficaz que la otra.
«Mas —añade Ozanam— el relator no insistió lo bastante en la maravilla de esa comunidad de creencias y de obras, que prepara en un próximo porvenir a una generación nueva que, en la ciencia, las artes y la industria, en la administración, en la universidad, en la magistratura, en la abogacía, llevará la determinación unánime de moralizar al país y de hacerse mejor ella misma para hacer más felices a los demás».
Tres meses después, el primer domingo de mayo, en la iglesia de San Vicente de. Paul, en la calle de Sèvres, en torno del altar y ante el arca del glorioso apóstol de la caridad, Ozanam fue a recibir la santa comunión, acompañado de las diputaciones de las 25 conferencias de París. Luego, en el coro, antiguos misioneros lejanos, confesores de la fe; y en las tribunas, la doble y triple fila de las blancas cofias de las Hijas de la Caridad.
Por la noche, en el anfiteatro ordinario de las reuniones, Ozanam habló de las inundaciones del Ródano. El Prefecto se había puesto de acuerdo con el Arzobispo para encargar a la Sociedad que repartiera auxilios en el arrabal de Vaise, el más asolado por las aguas. Las conferencias de Lyon habían distribuido seiscientos mil francos en siete meses a las familias afectadas.
El patriarca de Antioquía, presidente de la asamblea, anciano de blanca barba, alzaba los brazos al cielo: » ¡Esta es la Francia tan calumniada, la juventud tan injustamente juzgada!» Después de bendecir a la muchedumbre, al terminar la sesión, mucho tiempo la plaza quedó cubierta de grupos amigos que cambiaban entre sí palabras alentadoras1.
Las palabras de Ozanam lo habían sido en alto grado; pero junto con ellas había hecho graves recomendaciones. Después del informe sobre la marcha progresiva de la obra, había señalado el obstáculo; había dicho: «Sólo una cosa, señores, podría detenernos y perdernos: sería la alteración de nuestro primer espíritu; sería el fariseísmo que manda sonar la trompeta a su paso; sería la estimación exclusiva de sí mismo que desconoce la virtud y el mérito fuera del reducidísimo círculo en que estamos; sería una sobrecarga de exigencias y prácticas que redundaría en cansancio y relajamiento de los cofrades; sería una filantropía parlanchina, más empeñada en hablar que en actuar; o tal vez una burocracia que nos estorbaría el paso con la complicación inútil de su maquinaria: pero sería sobre todo el olvido de la humilde sencillez que reinó al principio en nuestras citas, que nos hizo amar la obscuridad, sin buscar el secreto, y nos mereció acaso la gracia de nuestro acrecentamiento. Pues Dios se complace en bendecir lo que es pequeño e imperceptible: el árbol en su semilla, el hombre en su cuna y las buenas obras en la timidez de sus principios».
El año siguiente, 8 de diciembre de 1843, en un informe presentado a la Asamblea general de la Inmaculada Concepción, Ozanam levantará a la joven sociedad de su humildad, mostrándola, por decirlo así, en los brazos de la Iglesia, mecida en su regazo desde sus primeros años. Así habla de la protección del episcopado. «La llamábamos sobre nosotros como un signo del favor del cielo, como una valiosa incorporación en la Iglesia, sobre todo como una salvaguardia contra nosotros mismos. Dios, que no desprecia nada que sea débil, se dignó adelantarse a nuestros deseos concediéndonos ese favor en una medida que ya ha superado nuestras esperanzas, más tímidas que nuestros deseos».
Después del Arzobispo de París que presidió varias veces las asambleas generales, Ozanam nombra a los arzobispos de Aviñón, de Cambrai, de Tours; a los obispos de Coutance, de Tulle, de Saint-Flour. Lee las cartas de los de Besançon, de Dijon, de Mans, de Saint-Claude, d’Aire, de Rodez, de Versalles; presenta las de Bourges, de Rennes, de Vannes, de Saint-Brieuc, de Autun de Langres, de Limoges: «Señores —dijo resumiendo—, nuestras conferencias de provincia han brotado al pie de las catedrales: existen en 45 diócesis; en todas con la aprobación de la autoridad religiosa y bajo el patronato dé los prelados que les han abierto su capilla, su palacio y que suelen abrirles su bolsa». Cita al arzobispo de Lyon, al cardenal de Arras, a los obispos de Amiens, de Nîmes, de Metz, de Orléans. «El episcopado de las Galias ocupa el primer lugar en la historia de la civilización cristiana. Todo lo grande se hizo por obra suya; y lo pequeño sólo puede crecer a su sombra». De allí, Ozanam sube hasta Roma, al Vaticano y muestra a cofrades arrodillados para solicitar la bendición del Santo Padre a la joven familla de Vicente de Paul. Había sido uno de los impetrantes de la primera hora.
En su reseña sobre Ozanam, Lacordaire habló de «esas criaturas privilegiadas hechas por la mano de Dios cuando Dios, para conmover al mundo, quiere unir a veces la ternura con el genio». Y es la ternura, la bondad, la caridad, la indulgencia, la dulzura lo que más admira en Ozanam, hasta cuando arrecian los combates en que «amparado, invencible bajo el escudo de la verdad, mitiga en su espada la fuerza que en ella siente, por temor de dar muerte a alguna alma que aún puede revivir».
En los años que siguieron a 1840, la polémica era ardiente entre los partidos políticos y religiosos; a veces ocurría a los propios católicos dejarse llevar por arrebatos de pluma y de lenguaje que no justificaban la justicia de su causa y los excesos de sus adversarios. El espíritu de moderación y de equidad que había en Ozanam se mostraba ofendido y al mismo tiempo asustado por esos excesos. Muchos compartían ese sentimiento. El amigo de la juventud estimó que su deber era precaverlos contra esas ásperas vías por las cuales la verdad no llega a las almas.
Su presidencia de la conferencia literaria del Círculo le proporcionó una solemne ocasión. A este respecto tuvo que dejar oír su palabra en una reunión honrada con la presencia de Monseñor Affre, el nuevo arzobispo, ante un gran- número de personas respetables de afuera, que simpatizaban con la obra y con el orador del día. «Al aceptar este honor —refiere él mismo— había consultado previamente a Su Ilustrísima respecto a mi discurso. Insistió con vehemencia para que yo tratase esas cuestiones, sobre las cuales parecía sentirse muy complacido al tener que . explicarse públicamente».
El discurso trató de los Deberes Literarios de los Cristianos. Habló de la ortodoxia en las letras, considerándola como el fondo, la luz y la seguridad de éstas. Habló de la controversia y de la defensa de la verdad cristiana, según el espíritu y los preceptos y los ejemplos del Evangelio, de los apóstoles y de los apologistas de la fe. Habrá de inspirarse, pues, del doble amor de la verdad y de la caridad, de la misericordia y de la paz. Cita estas líneas de Pascal: «La conducta de Dios, que todo lo hace con dulzura, consiste en poner a la religión en el espíritu por medio de la razón y en el corazón por medio de la gracia. Empezad sintiendo lástima por los incrédulos; pues son bastante desgraciados. Sólo habría que injuriarlos en caso que les sirviera; pero sólo les causa daño». Y Ozanam examina el caso de los que niegan y el caso de los que dudan.
«No hay que desesperar al principio de los que niegan. No se trata de mortificarlos, sino de convencerlos. Evitemos, pues, exacerbar su orgullo por la injuria, para no impulsarlos en tal forma a condenarse mejor que desmentirse. Y, cualquiera que pueda ser la deslealtad o la brutalidad de sus ataques, démosles la lección de una polémica generosa.
«En cuanto a los que dudan —y estos constituyen el gran número— muchos sienten el dolor de no creer. Se les debe una compasión que no excluye la estimación. En la reconstrucción de la verdad que es honor de nuestro siglo, muchos han contribuido con sus esfuerzos a la restauración de las doctrinas espirituales. No seremos ingratos. Hicimos juntos la mitad del camino. Ahora, llegados a mayor altura y más lejos que ellos, recordemos que no lo hicimos sin su ayuda y tendámosles la mano».
Terminó suplicando a los católicos que no comprometieran con sus faltas y sus divisiones las conquistas recientes del pasado y las esperanzas del porvenir: «Ese movimiento del retorno de los espíritus a la fe exige que se le guíe y se le modere con infinitos cuidados para llegar hasta el fin. Estamos todavía demasiado lejos de la tierra de promisión para darnos ínfulas de vencedores y amos. Conservemos nuestros báculos de viandantes, por temor a los tropiezos, y no escatimemos ni el tiempo ni el trabajo. El pueblo de Dios caminó durante 40 arios: es cierto que lo guiaba un profeta y al final encontró el lugar de su descanso. La Iglesia de Francia tampoco ha terminado de atravesar el desierto; pero ¡también ella tiene a su Moisés y llegaremos a la meta!»
Saludado e invitado por esas últimas palabras, el arzobispo se levantó para pronunciar brevísimas palabras, muy sencillas y desprovistas de adornos, según solía hacerlo Monseñor Affre: «No quiero añadir nada a lo que acabáis de escuchar y aplaudir. Temería debilitarlo. Me concretaré a dar mi aprobación: y la otorgo de todo corazón y sin restricción alguna. Las conclusiones de este discurso están resumidas y confirmadas perfectamente por el libro de la Imitación, cuando dice, que `el hombre apasionado e iracundo convierte todo bien en mal, en tanto que el hombre pacífico todo lo convierte en bien’. Es en substancia lo que se acaba de decir. En cuanto al capítulo de La Imitación en que encontraréis estas líneas, apenas me atrevo a traducir su título: De bono pacifico Nomine (del buen hombre pacífico) . Deseo que cada uno de vosotros sea un hombre de ese temple».
En suma, era un discurso de paz que resumía en tal forma esa palabra de paz. Por eso, grande y dolorosa fue la sorpresa de la que Ozanam escribe lo siguiente al señor Dufieux, en junio de
1843: «Acabo de leer en El Universo un artículo publicado el día de la Ascensión bajo el título: De la moderación y del celo, en que se me designa como un desertor de la lucha católica. Fue la respuesta de ese periódico a mi discurso en que ninguna expresión iba dirigida contra él. Después, se disculparon conmigo:..»
Sin recriminar en forma alguna, la carta de Ozanam termina con la esperanza de que «las ideas graves y la discusión seria terminarían, a Dios gracias, por dominar sobre la polémica de la ira en que los impíos logran mejores resultados que nosotros».
A sus amigos de Lyon, lectores de El Universo, Ozanam enviaba para su justificación, el texto de su discurso con la respuesta que le había dado el arzobispo, ambos impresos en el Boletín del Círculo católico: «Pude temer que su amistad se inquietara respecto a mí; y por eso le entrego las piezas del asunto».
En fin, en las últimas líneas, escritas ante Dios: «Querido amigo, ayúdeme con sus oraciones. Consiga para mí ese espíritu de fuerza y de inteligencia que la cristiandad entera, arrodillada en las solemnidades de Pentecostés, pide al cielo en este momento. Espero con el favor de Dios y el auxilio de usted no faltar nunca al mandato fraternal que me dieron mis amigos cuando me pidieron que subiera a esta cátedra para defender los intereses siempre, inseparables de la religión y de la buena ciencia».
Unos meses después, el 13 de octubre, Ozanam, de regreso en París, tomaba como testigo de esos compromisos a su mujer que había permanecido con su familia en Oullins, cerca de Lyon, para el fin de las vacaciones. La soledad en que lo había dejado esa ausencia le había puesto bajo los ojos todos los comportamientos de Dios y tanto los deberes como las gracias de su vida: «Ahora, amada mía, al repasar en mi memoria el largo séquito de mis recuerdos, desde el día en que, hace 14 años, sentí la inspiración de consagrarme a la propagación de la verdad, me afianzo en la creencia en mi vocación que me confirman todos los acontecimientos de los últimos años. Sé que la verdad no tiene necesidad de mí; pero yo tengo necesidad de ella. En la causa de la ciencia cristiana, en la causa de la fe, se hunden las raíces de mi corazón. Ahora bien, puesto que esta causa está amenazada, puesto que las letras son el campo de batalla en que se dirime este pleito, puesto que la enseñanza tiene gran parte en él; puesto que París es la ciudad de Francia y acaso del mundo en que parecen decidirse los debates del pensamiento; puesto que la Providencia, valiéndose del consejo de mis amigos y de mi familia, de la inspiración irresistible que entonces recibía yo, me puso en la brecha, no bajaré de ella. Puede realizarse aquí un bien que sería imposible en otra parte. Usaré con ese fin el,favor público con que se sirven honrarme. Me esforzaré por asegurar y prolongar su eficacia, agrupando, dirigiendo a los jóvenes cristianos en el camino de los buenos estudios. Escribiré también para no perder en fugitivos discursos lo poco que me sea concedido dar a conocer a los hombres.
«Es posible que no consiga ni honores ni fortuna; pero hasta ahora no me ha faltado el pan de cada día y me bastará siempre cuando la mano de una dulce y piadosa amiga lo comparta conmigo.
«Mas, para realizar esa tarea, se necesita actividad, firmeza, perseverancia. El primer medio para obtenerlas es pedirlas a Dios.. . Coloco, pues, estas resoluciones y otras bajo la protección de Aquel que las hizo nacer en mí; las llevaré a sus altares. Y cuando me vuelvas a ver, espero que me encuentres capaz de realizarlas».
- Las nuevas conferencias, desde 1835, en el orden cronológico de su fundación eran en París: Saint-Merry, Saint-Roch, Saint-Nicolas-des-Champs, Saint-Germain-des-Prés, San Francisco Javier de las Misiones, Saint-Séverin, Saint-Louis d’Antin, Saint-Médard, Saint-Nicolas-du-Chardonnet, Nuestra Señora de las Victorias, Santa Margarita, Nuestra Señora de l’Abbaye-aux-Bois, Saint-Jacques-du Haut-Pas, Saint-Germain-l’Auxerrois, Sainte-Valérie, Saint-Gervais, San Vicente de Paul, Santo Tomás de Aquino, Saint-Pierre de Chaillot, Sainte-Marie des Batignolles, Saint-Denis du Saint-Sacrement, San Eustaquio, les Quinze-Vingts (los Quince Veinte), Saint-Lambert de Vaugirard, San Juan del Colegio Estanislao, 4 de octubre de 1841. V. Orígenes de la Sociedad, p. 14, en. 1841.