Aunque uno no sea admirador del alpinismo, no deja de deslumbrar la constancia y valentía de aquel que se traza el desafío de subir a lo más alto de una montaña sintiendo, al alcanzar su objetivo, una sensación de poder y de mucho orgullo por haberlo obtenido. El problema es que generalmente uno no apela a quedarse allá; tiene que bajar y nuevamente, se prepara para buscar otro objetivo tal vez más exigente que el anterior. Esto de seguro, muchos de nosotros también lo hemos experimentado, salvando las diferencias con el ejemplo anterior o lo hemos visto en otros: ese constante subir y bajar cotidiano de tantos que se ven obligados a hacerlo, en esos deseos de poder subir para descansar y bajar para trabajar; escalar bregando fuerte para intentar alcanzar metas y bajar pronto para sentirse complacido y festejar los éxitos. Este ritmo siempre ha acompañado la vida del hombre y ese mismo movimiento adquiere un matiz exhortativo en la Sagrada Escritura, en un contexto donde la montaña pasa a ser un lugar especial, un espacio sagrado, una oportunidad para acceder al pedestal de lo divino. Aquel nivel misterioso de lo sagrado siempre ha intentado ser accesible al ser humano desde la Revelación bíblica. El temor de Dios era la distancia del respeto necesaria que el corazón del hombre debía poseer, pero nunca pretendió ser un obstáculo para alejar al hombre de Dios. Por ello, el subir al monte pasa a ser un elemento importante en la vida del creyente pero más aún el bajar del mismo se convierte en una señal necesaria de compromiso por haberse encontrado con su Dios. Uno no puede bajar con la misma actitud con la que subió. Desde esta perspectiva hay algo en el relato del sacrificio de Isaac que narra el Génesis que puede llegar a sorprendernos.
Quiero saltarme un poco las obvias reflexiones en torno a este pasaje y quiero centrarme solo en la dinámica de este movimiento de subir y bajar. Indistintamente de lo que pueda pasar, Abraham reconoce que Dios tiene que manifestarse en aquel monte pues es él quien se lo está ordenando ya que el sacrificio es para el Señor. Ese subir, se hace muy largo, cuesta mucho a Abraham, pero tiene que hacerlo. Abraham también sabe que después de subir tendrá que bajar y la vida tendrá que seguir, con o sin su hijo, pero tendrá que regresar. Allí le esperan aquellos dos jóvenes que dejaron en la falda del cerro. Este es el verdadero drama de alguien que quiere confiar y se enfrenta al dilema de cómo enfrentarse a un futuro incierto y duro: el de perder no solo al hijo que ya es mucho sino dejar trunca la promesa hecha por el mismo Dios para él. Es difícil aceptar de por sí el sacrificio de Isaac, pero resulta conmovedor el sacrificio que está haciendo el propio Abraham. Esto es lo que realmente se pone en el crisol del creyente: hasta en lo que parece incomprensible se le pide confiar. Aquel momento de incertidumbre se hace sagrado. Se traza la lucha por confiar cuando parece más cómodo ser indiferente; se abre el conflicto de tener que subir cuando resulta mejor quedarse abajo. Y entonces, Dios se revela a Abraham, el que en definitiva, ha optado por Dios y en Isaac también ha elegido a Dios. No se vuelve a citar a Isaac cuando Abraham baja de la montaña. El hijo de la promesa pertenece a Dios, Isaac pasa a ser el referente para que Abraham siga creyendo. Su ciclo ha terminado, se abre el de Isaac y en él, la extensión de las promesas a sus descendientes, un pueblo que tendrá que aprender desde el sacrificio a encontrarse con su Dios. Es preciso tener cuidado en esto: el verdadero sacrificio no está en el grado de dolor o sufrimiento; sino en cómo poder lograr hacer sagrado aquellos momentos que no parecen tener connotación religiosa alguna; convertir en espacio santo aquello que parece no podría serlo. Y es justamente en la terrible confrontación con la propia muerte o su cercanía, donde se nos invita a revestirlo de sacralidad. En algún momento de nuestra vida nos veremos obligados a ello. Y en esto, el Hijo de Dios ha querido solidarizarse con el hombre y ha querido convertir esa instancia determinante de la propia muerte en lugar de salvación.
El evangelista Marcos, precisa en tres oportunidades que Jesús tiene que subir a Jerusalén causando conflicto entre sus propios discípulos que parecen preferir el quedarse abajo, entre la admiración de los milagros y la satisfacción de las curaciones y enseñanzas del agradable Maestro. Los discípulos no comprenden aquella subida, les crea conflicto, apelan a sus intereses o guardan silencio ante lo que sienten los va sobrepasar. Pero las cosas se invierten cuando en esta experiencia de la transfiguración son invitados a subir para contemplar la gloria del Hijo Amado de Dios. Ese lugar de revelación es gratificante, es sagrado, y hay deseos de quedarse allí para siempre. ¿Es que la cruz no puede ser también un lugar sagrado? Es Jesús quien está allí al igual que estuvo en la Transfiguración. Resulta tan incomprensible, como incomprensible es ver cómo está nuestro mundo y deseamos construir sociedades alternativas, pretensiones de crear bienestar y satisfacer hasta lo que cabalmente no nos parece necesario, soñar con lograr todo lo que nos propongamos, y de pronto, ante nuestra imposibilidad podemos llegar a ser capaces de dejar a Dios mal parado apelando a un conformismo y una resignación vana. Jesús nos pide no solo subir a la montaña de la transfiguración sino también subir a la montaña del Gólgota y allí también confiar en él con fortaleza y esperanza. Esta es la propuesta del camino de la cuaresma. Para Pablo la garantía es Cristo. Pablo reconoce que tendremos que pasar por momentos difíciles pero hay algo más, tiene que haber algo más. Allí cobra sentido su afirmación: «Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros?».
Estos son los votos auténticos, los que no se quedan solo en decirlos o prometerlos sino en ofrecerlos «sacrificio» delante de todo el pueblo. Es tu experiencia más profunda la que pasa a ser llevada en la subida del Templo de Dios como ofrenda sacrificial y pasa a ser signo de salvación para los hermanos. Que Dios nos permite caminar en su presencia en el país de la vida.