Vicente de Paúl: la fe que dio sentido a su vida. V. Nuestro Señor mismo se hizo hombre para salvar a todos los hombres

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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Author: Jacques Delarue · Translator: Luis Huerga, C.M.. · Year of first publication: 1977.
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V. Nuestro Señor mismo se hizo hombre para salvar a todos los hombres

Vincent-de-Paul-and-bible-alternateHemos podido comprobar ya reiteradamente que el Se­ñor Vicente parece emplear casi indistintamente unas mis­mas expresiones para hablar de Dios y para hablar de Je­sucristo. Así es como, cuando recomienda a las Hijas de la Caridad «dejar hacer a Dios», añade unas frases más ade­lante:

«Y así no tenéis más que hacer, sino dejaros guiar por Nuestro Señor».

En la fe es para él evidente que Nuestro Señor es Dios.

Pero el conocimiento personal de Nuestro Señor Jesu­cristo allega una riqueza nueva e insustituible a su conoci­miento de Dios:

«Nuestro Señor mismo se hizo hombre para salvar a todos los hombres».

El sentido de Dios, ya lo hemos visto, se nutre en él de la experiencia y de la contemplación de la bondad de Dios

«quien nos ama con mayor ternura que un padre a su hijo»

y cuya adorable Providencia nos está activamente presente en todo instante.

Pero he aquí un nuevo motivo de admiración:

«Miremos al Hijo de Dios; ¡oh! ¡qué corazón de cari­dad! ¡qué llama de amor! Jesús mío, decidnos un poco, por favor, quién os sacó del cielo para venir a sufrir la maldición de la tierra, por tantas persecuciones y vai­venes como en ella pasasteis. ¡Oh Salvador! ¡Oh fuente del amor humillado hasta nosotros y hasta un suplicio infame!, ¿quién más que vos mismo, amó en eso más al prójimo? Vinisteis para exponeros a todas nuestras miserias, para tomar la forma de pecador, para llevar una vida doliente y sufrir una muerte vergonzosa por nosotros; ¿existe un amor semejante? Pero ¿quién po­dría amar de un modo tan eminente? Tan sólo Nuestro Señor está tan amorosamente prendado de las criatu­ras, que deja el trono de su Padre para venir a tomar un cuerpo sujeto a los padecimientos».

Esta manera ordinaria, quiere Jesucristo proseguirla sir­viéndose de nosotros como de instrumentos para proseguir su misión:

«¡Oh, qué dicha para vos, continúa el santo en esa carta que dirige a un sacerdote, estar empleado en lo que él hizo! El vino a evangelizar a los pobres, y eso es vuestra suerte y vuestra preocupación. Si nuestra perfección se halla en la caridad, como de hecho ocu­rre, no la hay mayor que cuando uno se entrega para salvar las almas y consumirse por ellas como Jesu­cristo».

Jesucristo nos salvó con una caridad perfecta

Esta elección del Hijo de Dios, de venir a compartir la condición humana, está, por cierto, en la línea de todo lo que habíamos descubierto ya de la bondad de Dios:

«No pudiendo el Hijo de Dios tener sentimientos de compasión en el estado de su gloria, quiso hacerse hom­bre y convertirse en Pontífice nuestro para compartir nuestras miserias».

La palabra compasión se toma aquí en su sentido fuerte:

«pues al sentir uno los padecimientos y tribulaciones, es uno más sensible a los demás»;

y el pensamiento del santo, al igual que su expresión, arrai­gan en la enseñanza del Apóstol:

«Ni ignoráis que quiso experimentar en sí mismo todas nuestras miserias: Tenemos un Pontífice, dice san Pa­blo, que sabe compartir nuestros padecimientos, porque los experimentó él mismo».

La contemplación de Jesucristo, de su amor por el Pa­dre y por los hombres, nos provoca a una nueva experiencia de la bondad de Dios, nos hace descubrir nuevamente su amor, nos estimula a que entremos nosotros mismos, con toda nuestra humana vida, en este movimiento de amor, y a que de ese modo demos gloria a Dios. Nos hace tender como Nuestro Señor al cumplimiento de la voluntad del Padre como al alimento de un hambre siempre insatisfecha: el amor de Dios.

«¿Cuál es el espíritu de Nuestro Señor? Es un espíritu de caridad perfecta, lleno de una estima maravillosa por la bondad divina y de un deseo infinito de honrar­la dignamente, un conocimiento de las grandezas de su Padre para admirarlas y ensalzarlas sin cesar. A él se lo atribuía todo. No quería decir que su doctrina fuese suya, sino que la refería a su Padre. ¿Hay una estima más alta que la del Hijo de Dios, el cual es igual al Padre, y que, sin embargo, reconoce al Padre por autor y único principio de todo el bien que hay en él? ¿Y cuál era su amor? ¡Oh Salvador mío, qué amor no tri­butasteis a vuestro Padre! ¿Podía él mostrarle uno ma­yor, hermanos míos, que el de aniquilarse por él? Pues san Pablo, hablando del nacimiento del Hijo de Dios en la tierra, dice que se aniquiló. ¿Podrá testimoniar un amor más grande que el de morir por amor del mo­do que murió? ¡Oh amor de mi Salvador! ¡Oh amor, érais incomparablemente mayor de cuanto los ángeles pudieron comprender ni comprenderán jamás! Sus hu­millaciones no eran más que amor, sus trabajos amor, sus sufrimientos amor, y todas sus acciones interiores y exteriores no eran sino actos reiterados de amor. Su amor le dio un gran desprecio del mundo, desprecio de la estima del mundo, desprecio de los bienes, des­precio de los placeres y de los honores. He aquí una descripción del espíritu de Nuestro Señor, del que de­bemos estar revestidos, que es, en un palabra, tener siempre una gran estima y un gran amor por Dios. De éste estaba él tan lleno, que nada hacía por sí mismo, ni para satisfacer: Hago siempre lo que le agrada, realizo siempre las acciones y las obras que le son agradables».

Contemplando a Jesucristo, aprende el Señor Vicente a amar a Dios y a amar a los hombres con un único movi­miento. No se limita en efecto a las elevadas consideraciones que acabamos de leer. Alimenta su conocimiento y su amor con una atención muy concreta a los comportamientos hu­manos tan sencillos que nos manifiesta el Evangelio. Allí aprende él lo que es Dios y cómo nos vino a salvar. Y allí descubre él un modelo al que una y otra vez debemos volver.

Jesucristo nos salvó en la humildad

Jesucristo es Salvador. Esa es para el Señor Vicente la afirmación esencial:

«Nuestro Señor Jesucristo es el único Redentor verda­dero, y el que cumplió perfectamente con ese amable nombre de Jesús, es decir, Salvador. Vino del cielo a la tierra para ejercer esa función, de ella hizo el ob­jeto de su vida y de su muerte, y actúa sin cesar en esa calidad de Salvador mediante la comunicación de los méritos de la sangre que derramó».

Ese es el título por el que el santo le llama habitual­mente:

«¡Oh Salvador! ¡Oh Salvador mío!»

exclama en todo momento.

Lo que le confunde, son los medios elegidos por Nuestro Señor para llevar a cabo su misión de salvación: la pobreza y la muerte:

«¿Quién querrá ser rico, después que el Hijo de Dios quiso ser pobre? Jesucristo murió por nosotros, ¿no es bastante para hacer que estimemos su persona? Nues­tro Señor no tenía siquiera una piedra donde apoyar la cabeza, e iba y venía de un lugar a otro para ganar almas para Dios, y finalmente murió por ellas».

La pobreza de Jesucristo introduce en el mundo una novedad radical:

«Nuestro Señor, el soberano Señor, el creador y el poseedor legítimo de todos los bienes, al ver el gran desorden que el deseo y la posesión de riquezas habían causado en la tierra, quiso ponerle remedio practicando lo contrario».

Antes de él

«No se sabía lo que era la pobreza; era desconocida. Dios no quiso enseñárnosla por los profetas; se la re­servó y vino a enseñárnosla él mismo. En la Antigua Ley no se la conocía; sólo las riquezas se estimaban; no se hacía caso alguno de la pobreza, no se conocía su mérito».

Esta pobreza es primeramente la de la vida oculta:

«Ahí hay algún tesoro escondido, pues antes de mani­festarse, el Hijo de Dios vivió en la tierra treinta años como un pobre artesano».

En la vida pública la forma de pobreza que choca al Señor Vicente es la elección humanamente desconcertante que hizo de sus Apóstoles. Tratábase de una elección capital para el porvenir de su misión, como lo demuestra bien el tiempo que les consagró:

«Durante su vida mortal, Jesucristo parece haberse pro­puesto la tarea de hacerse doce buenos apóstoles, que son los Apóstoles, queriendo a este fin permanecer varios años con ellos para instruirles y para formarles en ese divino ministerio».

Pero ¿a quiénes escoge? A hombres del todo ordinarios.

«De las piedras sabe Dios hacer hijos de Abrahán; y Nuestro Señor, que eligió como discípulos a personas torpes, hizo de ellas hombres apostólicos que, sin tener ciencia adquirida, ni espíritu elevado, ni notable pres­tancia, sirvieron sin embargo, a su divino Maestro para convertir a todo el mundo».

Pero eso no fue fácil, y Vicente recuerda a menudo lo que Jesucristo hubo de sufrir por ello.

«Los Apóstoles no siempre se avenían; Nuestro Señor tenía mucho que sufrir entre ellos. Oh Salvador, ¿no es un buen ejemplo el sufrimiento de vuestros Apóstoles que murmuraban entre sí y disputaban sobre la prima­cía? ¡Ah! hermanos míos, ¡qué sufrimiento en Nuestro Señor, que veía que le iban a abandonar, que el pri­mero de ellos iba a renegar de él y el desdichado Judas iba a negarle!».

Estas observaciones vienen con frecuencia a afianzar a aquellos o aquellas que se desaniman ante las dificultades que encuentran en sus comunidades:

«Esto os hará ver lo grande que fue la bondad de Nues­tro Señor al soportar a sus Apóstoles y a sus discípulos, cuando estaba en la tierra, y cuánto tuvo que sufrir de los buenos y de los malos. Según eso, Señor, démonos a Dios para servirle sin pretensión de satisfacción algu­na de parte de los hombres. Oh Señor, ¡lo grande que es la miseria humana y lo necesaria que es a los supe­riores la paciencia!».

De hecho, subraya el santo,

«Nuestro Señor no despidió a Pedro por haberle nega­do varias veces, ni a Judas, aunque hubo de morir en su pecado».

Se lo recuerda a Luisa de Marillac, que estaba inquieta por la falta de perseverancia de ciertas Hijas de la Caridad:

«Honremos la disposición de Nuestro Señor, cuando sus discípulos le abandonaban. A los que quedaban decíales: ¿No queréis marchar con ellos? Hay que aceptar la guía de Dios en vuestras hijas, ofrecérsela y quedar en paz. El Hijo de Dios vio su compañía dis­persada y casi disipada en todo tiempo».

Y a un superior, inquieto porque un sacerdote, tras ha­ber abandonado la Congregación de la Misión, había des­aparecido sin que se supiera lo que había sido de él, res­ponde:

«Hemos de consolarnos con la esperanza de que nunca sobrevenga tanto mal a nuestra familia como a la de Nuestro Señor».

No vayamos a imaginar por eso que el santo abrume a los Apóstoles: éstos tuvieron el mérito de seguir hasta el fin a quien con tanta humildad les había llamado:

«Nuestro Señor no fue solamente humilde en sí mismo, sino también en su pequeña compañía, la que formó poco a poco con pobre gente rústica, sin ciencia ni educación, que ni siquiera entre sí se avenía, que por último le abandonó toda y que, después de su muerte, fue tratada como él, perseguida, despreciada, acusada, condenada y llevada al suplicio».

Esos mismos Apóstoles, sin embargo, tuvieron más éxito en su misión que Nuestro Señor en la suya. Y ese es un nuevo motivo de asombro para el Señor Vicente.

La sencillez de la palabra de Jesucristo, y la humildad de sus éxitos apostólicos son para él un tema de meditación que se propone muchas veces; le choca el ejemplo de Nuestro Señor, Sabiduría eterna del Padre, hablando con toda senci­llez, empleando comparaciones familiares,

«de un labriego, de un viñador, de una viña, de un grano de mostaza».

«Tenía estos días pasados por sujeto de mi reflexión la vida común que Nuestro Señor quiso llevar en la tierra, y veía que había amado tanto esta vida común y abyecta de los demás hombres que, para ajustarse a ella, se había abajado tanto como había podido, hasta el punto mismo (¡oh cosa maravillosa, que sobrepasa toda la capacidad del entendimiento!) de que, aun sien­do la Sabiduría increada del Padre eterno, había que­rido, sin embargo, predicar su doctrina con un estilo mucho más bajo y gastado que lo fue el de sus Após­toles. Ved, os ruego, cuáles fueron los sermones de san Pedro, de san Pablo y de los demás Apóstoles. Parece­ría que el estilo del que se sirve es el de un hombre que tiene poca ciencia y que el de sus Apóstoles se asemeja al de personas que la tenían mayor que él; y lo que es todavía más chocante, es que quiso que sus sermones tuviesen mucho menor efecto que el de sus Apóstoles; pues se ve en el Evangelio que ganó a sus Apóstoles y a sus discípulos casi uno a uno y eso con mucho trabajo y fatiga; y hete aquí que san Pedro convierte a cinco mil en su primera predicación. Eso me ha dado ciertamente más luz y conocimiento, según me parece, sobre la grande y maravillosa humildad del Hijo de Dios, que consideración otra alguna que yo haya jamás hecho sobre este asunto».

De esta consideración saca siempre conclusiones prácti­cas, y cuando oye decir que la predicación debe hacerse en estilo elevado, y que predicar demasiado sencillamente es contrario al honor debido a la palabra sagrada, prorrumpe:

«¡Tratar la palabra sagrada como Jesucristo mismo la quiso tratar, eso es no tener honor! Que así se pierde el honor, hablando de Dios como el Hijo de Dios habló de él! ¡Oh Salvador! ¡Oh Salvador! Jesucristo, el Verbo del Padre, ¡no tenía pues honor!… ¿Qué es eso, Seño­res? ¿Decir que es perder el honor predicar al modo de Jesucristo? Antes diría yo que Jesucristo, que era la sabiduría eterna, no supo cómo tratar su palabra, que no la entendía bien, y que ahí habría que conducir­se de otro modo a como él lo hizo. ¡Oh Salvador! ¡qué blasfemia!».

Tras esta vehemencia se descubre una fe profunda, la fe en la Encarnación, la convicción de que, según palabras de Pascal, «Dios hable bien de Dios», y que no acertaríamos a concebir que haya una manera mejor de hablar de Dios que la de Dios mismo.

Jesucristo nos salvó por la cruz

La pobreza soberana de Jesucristo, es la pobreza de la cruz, misterio de amor para el Padre y de salvación para los hombres. Jesucristo es Salvador:

«Nuestro Señor, que parece haber amado y rescatado a los hombres más por el sufrimiento que por otros medios, mostró a sus servidores que es ahí donde ellos pueden servirle más útilmente».

Cuando medita la Pasión, admira el santo la humildad y mansedumbre del Señor:

«Permitió que se le reprochara públicamente el mal que no hizo». «Oh hermanos míos, si el Hijo de Dios pare­cía tan bueno en su trato, cuánto más no hizo brillar su mansedumbre en la pasión. Amigo mío, dice a Ju­das, que le entregaba a sus enemigos. ¡Oh, qué amigo! Veíalo a cien pasos de distancia, a veinte pasos; aún más, había visto a este traidor todos los días desde su concepción, y se le adelanta con esa dulce palabra: Amigo. Según ese mismo estilo trataba a todos los demás. ¿A quién buscáis?, les dice, heme aquí. Medite­mos todo eso, Señores; encontraremos actos prodigiosos de mansedumbre que sobrepasan el entendimiento humano; y consideremos cómo conservó esa manse­dumbre en todo. Se le corona de espinas, se le carga con la cruz, se le extiende sobre ella, se le hincan con fuerza los clavos en pies y manos; se le alza, se deja caer la cruz con violencia en el hoyo que tenía prepa­rado, se le trata con la mayor crueldad posible, bien lejos de poner dulzura en todo aquello.

Helo ahí en ese terrible tormento, tormento que ruego a la Compañía pondere, por el peso de su cuerpo, la distensión de sus brazos, la dureza de los clavos, el nú­mero y la calidad de los nervios traspasados. ¡Qué do­lor, Señores! ¡Quién puede imaginárselo mayor! Si que­réis saborear todas las demasías de la pasión, tan amar­ga, os admiraréis de cómo pudo o quiso padecerlas, él, que no debía sino transfigurarse en el Calvario, como en el Tabor, para hacerse temer y hacerse adorar. Y después de esta admiración, diréis, como este dulce Redentor: ¡Ved si hay dolor semejante al mío!

¿Qué dice en la cruz? Cinco palabras, de las que ni una delata impaciencia. Dice por cierto: Elí, Elí, Pa­dre mío, Padre mío, ¿por qué me has abandonado? Pero eso no es una queja, es una expresión de la natu­raleza sufriente que padece hasta el límite sin consuelo alguno; cosa en la cual consiente con mansedumbre la parte superior de su alma; de otro modo, teniendo po­der para repeler a aquella canalla y hacerlos perecer a todos para escapar a sus manos, hubiéralo hecho y no lo hizo. ¡Oh Jesús, Dios mío, qué ejemplo para nosotros que nos hemos comprometido a imitaros! ¡qué lección para los que nada quieren sufrir!».

Entregándose voluntariamente a la pasión en la humil­dad y la mansedumbre, Nuestro Señor nos salvó:

«Sabéis que la gracia de nuestra Redención debe atri­buirse a los méritos de su pasión».

Sin él, estamos perdidos, «infaliblemente condenados»:

«Salvo el que conozca el rigor de Dios en los infiernos y sepa el precio de la sangre de Jesucristo derramada por un alma, nadie podrá comprender la grandeza de este bien».

Esta misión de salvación, se nos pide hoy a nosotros proseguirla en la Iglesia:

«En qué debemos nosotros pensar, sino en ganar un alma para Dios, ¡sobre todo cuando viene a nosotros! ¡No debemos tener otro fin, no mirar sino a eso tan sólo! ¡Ay! costaron tanto a Nuestro Señor, y es a no­sotros a quienes las envía para que las restauremos en su gracia».

Dirígese aquí el Señor Vicente de manera más particular a los sacerdotes que disponen de la gracia de Dios en los sacramentos. Pero no podría limitarse su ministerio a esos gestos sacramentales en los que obra la omnipotencia de la misericordia divina. Es toda su vida la que ha de confor­marse a la pasión de Jesucristo; no podrían ser salvadores por medios distintos a los del Salvador mismo:

«¿No debe morir de vergüenza un sacerdote que, en el servicio que presta a Dios pretende reputación, y quiere morir en su lecho, mientras ve a Jesucristo re­compensado por sus trabajos con el oprobio y el patí­bulo? Acordémonos, Señor, de que vivimos en Jesu­cristo por la muerte de Jesucristo, y de que nuestra vida debe estar escondida en Jesucristo y llena de Jesucristo, y de que para morir como Jesucristo, hace falta vivir como Jesucristo».

El recuerdo de la pasión de Cristo es un estimulante.

«¿Llevó Nuestro Señor una vida grata? ¿No experimen­tó en sí mismo las dificultades y tribulaciones que no­sotros tememos? Era el varón de dolores, ¿y queremos nosotros eximirnos de sufrir? No puede ser».

«El espíritu maligno y la naturaleza corrompida se alían para oponerse al bien que queréis hacer. Susci­tarán hombres que os contradirán y perseguirán; y puede que sean aquéllos a quienes tenéis por vuestros mejores amigos y que debieran sosteneros y consolaros. Si eso os acaece, Señor, debéis cobrar ánimos y con­siderarlo como una buena señal, pues tendréis por este medio más relación con Nuestro Señor, el cual, es­tando abrumado de dolores, se vio abandonado, rene­gado y traicionado por los suyos, y como abandonado por su propio Padre. ¡Oh, lo dichosos que son los que llevan amorosamente su cruz siguiendo a un Maes­tro semejante! Acordaos, Señor, y creed firmemente que cualquier cosa que os ocurra, jamás seréis tentados más allá de vuestras fuerzas, y de que Dios mismo será vuestro apoyo y vuestra virtud, tanto más perfectamen­te, cuanto que no tendréis ni refugio ni consuelo más que en él solo».

El discípulo debe estar dispuesto a seguir el camino que su Maestro, muriendo a sí mismo para vivir en Dios:

«Es por la mortificación como hay que quitar de no­sotros lo que disgusta a Dios, ella hace que llevemos la cruz en pos de Nuestro Señor, y que la llevemos cada día como él lo manda, si cada día nos mortificamos. Haciendo esto habrá verdad en decir que seguimos a Nuestro Señor; haciendo eso seremos dignos de la cua­lidad de ser sus discípulos. ¿Qué hicísteis toda vuestra vida, Señor mío, más que combatir continuamente al mundo, a la carne, al demonio? ¿Hicísteis jamás vues­tra voluntad, mirásteis nunca a vuestro juicio, escu­chásteis jamás a la sensualidad? No, nunca, en vos no había sino una mortificación continua y una renuncia absoluta a todas las cosas».

Escuchando lo que aquí nos dice el santo, es preciso no separarlo de lo que nos dejó ya oír. En Jesucristo era todo renuncia porque todo era amor; renuncia por amor.

Y así es como el Señor Vicente quiere que vayamos:

«Es preciso, Señor, que os vaciéis de vos mismo para revestiros de Jesucristo. Para comenzar bien y tener éxito, acordaos de obrar en el espíritu de Nuestro Se­ñor, de unir vuestras acciones a las suyas, y de darles un fin del todo noble y divino, dedicándolas a su mayor gloria; mediante lo cual Dios derramará toda suerte de bendiciones sobre vos y sobre vuestras obras».

Conocemos lo bastante a nuestro santo como para saber que no es necesario, para llegar a ello, vivir en una continua tensión de espíritu; basta con permanecer en un trato habi­tual y familiar con el Hijo de Dios:

«Si estuviéseis en mi lugar, Señor, ¿cómo obraríais ea esta ocasión?».

Bien sabía él mismo aclarárnoslo; hay que

«abandonarse al espíritu de Dios que habla en esas situaciones».

Entonces, según una de las ideas maestras del Señor Vi­cente, Dios podrá servirse de nosotros para sus propósitos, y seremos los fieles instrumentos de su amor cerca de todos aquellos a quienes le plazca enviarnos, comenzando por los pobres.

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