Vicente de Paúl, Conferencia 128: Conferencia Del 16 De Mayo De 1659

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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SOBRE LA INDIFERENCIA

(Reglas comunes, cap. 2, art. 10)

Naturaleza de la indiferencia Razones para practicarla. Aprecio que nuestro Señor tiene de esta virtud. Medios para alcanzarla de Dios: la mortificación interna y externa.

Hermanos míos, ante la duda que ayer tenía de si podría hablaros esta tarde, os propusieron otro tema de conferencia: seguramente esa charla habría sido más útil, ya que cada uno de vosotros habría dicho lo que nuestro Señor le había inspirado, mientras que yo no hago otra cosa más que probar la paciencia de la compañía. Sin embargo, me he propuesto hablaros sobre la indiferencia, que es la regla contenida en el décimo artículo de las máximas evangélicas, capítulo 2.

Dice así esta regla:

Todos se afanarán con toda la diligencia posible en la virtud de la indiferencia, que tanto apreciaron y practicaron Jesucristo y los santos, de forma que no tengan ningún apego ni a los cargos, ni a las personas, ni a los lugares, sobre todo a su país, ni a ninguna otra cosa semejante, sino que estén siempre dispuestos y preparados a dejarlo todo de buen ánimo, apenas el superior les indique su voluntad, aunque sólo sea por una señal, y aceptarán las negativas o los cambios que le parezca conveniente hacer, reconociendo delante de Dios que todo lo que haga está bien hecho.

Vamos a hablar, por tanto, de la virtud de la indiferencia, que nos impone nuestra regla. Y tiene ciertamente razón pues, ¿cómo podría la compañía llegar a la perfección, si no adquiriese la indiferencia y el despego en todas las cosas? ¿Cómo llegaría al fin que se ha propuesto, de ir a instruir a los pobres del pueblo, a sacarles del pecado, a ponerlos en gracia con la gracia de Dios, si no tuviéramos la indiferencia, que nos atrae la misma gracia que queremos derramar sobre ellos? Si estamos apegados al mundo y a nosotros mismos, a nuestros gustos y a nuestra estima, ¿cómo podremos trabajar por la santificación del estado eclesiástico, que consiste precisamente en el alejamiento de todas estas cosas? Nadie puede dar lo que no tiene: Nemo dat quod non habet. Queremos llevar a los demás al despego de los deseos de la tierra y de las satisfacciones de la naturaleza; ¿y cómo podremos hacerlo, oh Salvador, si estamos nosotros mismos apegados a ello? ¿Cómo buscar el reino de Dios y su justicia, si estamos atados a cualquier cosa que nos quita los medios y la libertad para buscarlos? ¿Cómo hacer la voluntad divina, que es una de nuestras reglas, si seguimos la nuestra en las cosas que le disgustan, sobre todo en las comodidades, los honores y el aprecio maldito de nosotros mismos? ¿Cómo renunciar a nosotros mismos, según el consejo de nuestro Señor, si estamos apegados a nuestros gustos? ¿Cómo despegarnos de todo, si no renunciamos a esas cosillas que nos entretienen? Padres, ¿queréis un remedio para todo esto? Es preciso que la indiferencia ponga en libertad a la persona que está presa; ésta es la virtud que nos libera precisamente de la tiranía de los sentidos y del amor a las criaturas. Por eso, ya veis qué necesaria es y cuánta obligación tenemos de entregarnos a Dios para procurar adquirirla, si no queremos ser esclavos de nosotros mismos y esclavos de una bestia, ya que el que se deja llevar por su parte animal no merece ser llamado hombre, sino bestia.

Leía esta mañana el pensamiento de un santo, que dice que la indiferencia es el grado más alto de la perfección, la suma de todas las virtudes y la ruina de los vicios. Necesariamente tiene que participar la indiferencia de la naturaleza del amor perfecto, ya que es una actividad amorosa que inclina el corazón a todo lo que es mejor y destruye todo lo que impide llegar a él, lo mismo que el fuego, que no sólo tiende a su centro, sino que consume todo lo que intenta detenerlo. Del mismo modo, hermanos míos, vuestros corazones se verán totalmente inflamados en la práctica de la voluntad de Dios, si la indiferencia los despega de la tierra. Necesariamente se sentirán llenos de amor a Dios cuando dejen de amar otra cosa. En este sentido puede decirse que la indiferencia es el origen de todas las virtudes y la muerte de todos los vicios.

Digamos en qué consiste. Hay que distinguirla en dos partes: primero, la acción de indiferencia; y segundo, el estado de indiferencia.

La acción indiferente es una acción moral voluntaria que no es ni buena ni mala. Algunos juzgan que no existe semejante acción, pues dicen que si una acción no es buena, es mala. Sea lo que fuere, vamos a suponer aquí que existe el término medio: una acción voluntaria que no se refiere ni al bien ni al mal. Existe la obligación de alimentarse; por eso comemos. Esa acción no se sitúa entre las acciones virtuosas. Mala tampoco es, con tal que no se estropee la acción por algún exceso o por alguna prohibición. Pasearse, estar sentado o en pie, pasar por un camino o por otro, son cosas de suyo indiferentes, que no son de ningún mérito, pero tampoco son dignas de reprensión, a no ser que haya alguna circunstancia mala. Eso es la acción indiferente.

En cuanto al estado de indiferencia, es un estado en que se encuentra una virtud por la que el hombre se despega de las criaturas para unirse al Creador. No se trata solamente de una virtud; en cierto modo, se trata de un estado que la comprende y en donde ella opera; es un estado, pero es menester que esta virtud sea activa en él y que, mediante ella, el corazón se despegue de las cosas que lo tienen cautivo. ¿Dónde está el corazón que ama? En la cosa amada. Por consiguiente, donde está nuestro amor, allí está cautivo nuestro corazón; no puede salir de allí, ni puede elevarse más arriba, ni puede ir a la derecha o a la izquierda; allí está detenido. Donde está el tesoro del avaro, allí está su corazón; y donde está nuestro corazón, allí está nuestro tesoro, y lo que resulta deplorable es que estas cosas que nos mantienen cautivos son ordinariamente cosas indignas: una tontería, una imaginación, una palabra seca que nos han dicho, una pequeña falta de atención, una negativa, el solo pensamiento de que no nos hacen gran caso, todo esto nos hiere y nos indispone hasta el punto de que ya no podemos curarnos de ello. El amor propio nos apega a todas esas lesiones imaginarias; imposible librarse de ello; estamos allí metidos. ¿Por qué? Porque estamos presos de esa pasión.

Lo propio de la indiferencia es quitarnos todo resentimiento y todo deseo, despegarnos de nosotros mismos y de toda criatura; tal es su oficio, tal es la dicha que nos proporciona, con tal que sea activa, que trabaje. ¿Y cómo? Hay que procurar conocerse; hay que decirse: «¡Ea, alma mía!, ¿cuáles son tus afectos? ¿a qué nos agarramos? ¿qué hay en nosotros que nos tenga cautivos? ¿gozamos de la libertad de los hijos de Dios o estamos atados a los bienes, a los caprichos, a los honores?». Examinarse para descubrir nuestras ataduras, para romperlas. Realmente, hermanos míos, la eficacia de la oración debe tender a conocer bien nuestras inclinaciones y apegos, decidir nos a luchar contra ellas y enmendarnos, y luego a ejecutar bien lo que hemos resuelto. En primer lugar estudiarse, y cuando uno se sienta apegado a algo, esforzarse en desprenderse de eso y en hacerse libre por medio de resoluciones y de actos contrarios. Ciertamente, tenemos muchos motivos para que temamos caer en esos lazos miserables, de los que no podríamos salir. ¡Oh Salvador! ¡Qué miseria!.

Conferencia a un señor, del que ya os he hablado en otras ocasiones: un señor de Bresse, llamado señor de Rougemont, que había sido un conocido espadachín; era alto, arrogante, que se había encontrado muchas veces en esa situación rogado por otros nobles que querellaban entre sí o él mismo retaba a duelo a cualquiera que le hiciera un agravio. El mismo me lo dijo y es imposible contar con cuántos peleó y a cuántos hirió o dio muerte. Finalmente, Dios le movió de tal modo que entró dentro de sí mismo y, al ver la triste situación en que se encontraba, se decidió a cambiar de vida y lo hizo. Después de aquel cambio, tras ir progresando poco a poco, llegó tan adelante en la vida del espíritu que pidió al señor obispo de Lion permiso para tener el Santísimo en su capilla, para poder honrar allí a nuestro Señor y entretener mejor su piedad, que era singular y conocida de todos; esto me dio el deseo de ir a verle un día en su casa, donde me contó sus prácticas de devoción y, entre otras, la del despego de las criaturas. «Estoy seguro, me decía, de que si no estoy atado a nada, me dirigiré a Dios, que es mi único anhelo; para ello miro si me detiene la amistad con tal señor, con tal pariente, con tal vecino, si me impide avanzar el amor a mí mismo, si me atan los bienes o la vanidad, si me retrasan mis asuntos o mis placeres; y cuando me doy cuenta de que hay algo que me aparta de mi soberano bien, rezo, corto, sajo, me libro de aquella atadura. Estos son mis ejercicios».

Siempre me acuerdo de una cosa que me dijo: un día, yendo de viaje, estaba pensando en Dios, como solía hacerlo, y se examinaba sobre si le había quedado, desde su conversión, o le había sobrevenido alguna cosa que lo mantuviera apegado; estuvo recorriendo sus negocios, sus bienes, sus amistades, su reputación, sus grandezas, los pequeños entretenimientos del corazón humano; piensa, cavila, y finalmente se fija en su espada.

«¿Por qué la llevas?, pensó, ¿podrías pasar sin ella? ¡Cómo! ¡Dejar esta querida espada que tan bien me ha servido en tantas ocasiones y que, después de Dios, me ha sacado de mil peligros! Si alguien me atacara, me vería perdido sin ella. Pero también es verdad que podría surgir algún agravio y tú no tendrías el valor, llevando una espada, de no servirte de ella, y ofenderías a Dios enseguida. ¿Qué haré, Dios mío?, se dijo; ¿es posible que me trabe el corazón este instrumento de mi vergüenza y de mi pecado? No encuentro ninguna otra cosa que me tenga atado más que esta espada; sería un cobarde si no me desprendiera de ella». Y en aquel momento vio una piedra grande, se bajó del caballo, tomó la espada, empezó a golpear contra aquella piedra, y tris tras, tris tras: la rompió finalmente, la hizo pedazos y se marchó. Me dijo que aquel acto de desprendimiento, al romper aquella cadena de hierro que lo tenía preso, le dio una libertad tan grande que, a pesar de ser contra la inclinación de su corazón, que amaba a esa espada, ya nunca tuvo ningún afecto a las cosas perecederas; solamente buscaba a Dios.

¡Qué gran lección, hermanos míos! ¡Qué confusión para un miserable como yo, que me apego unas veces a una cosa y otras a otra! No pongo atención en ello o, si me fijo, no hago un esfuerzo suficiente para salir de allí. Es este un gran motivo de confusión para mí y para los que son como yo, que no se examinan para ver a qué están agarrados ni se preguntan jamás: «¿Qué es lo que domina en mí y qué es ese montón de cosas y de afectos que ocupan inútilmente mi pensamiento y mi tiempo?». O bien, si algunas veces lo piensan, no logran salir de allí y, en vez de deshacerse de esa servidumbre, cada vez se someten más a ella de modo que ya no son capaces de librarse. ¡Qué pena, hermanos míos, ver cómo nos arrastramos, siempre con el vientre en la tierra, hundidos siempre en nuestros defectos y en nuestras miserias! Es lo que debe decirse de los que no se esfuerzan en la indiferencia: no hacen ningún progreso en la virtud, se encuentran siempre con el mismo obstáculo y no lo quieren quitar. ¿Cómo no temer que Dios nos abandone? ¿Ha habido alguna vez un esclavo semejante? ¿Por qué no tenemos su amor a la libertad? ¡Oh Salvador! Tú nos has abierto la puerta; enséñanos a encontrarla, danos a conocer la importancia de nuestra emancipación, haznos recurrir a ti para conseguirla; ilumínanos, Salvador mío, para que veamos a qué estamos apegados y ponnos in libertatem filiorum Dei.

Hermanos míos, Dios, al enviar su Hijo al mundo para redimirnos, nos ha hecho hijos suyos; el hombre cobarde, que se deja subyugar por las criaturas, se convierte en esclavo y, al perder esa libertad de los hijos de Dios, parece como si dijese una blasfemia eterna, como si dijese que Dios no es su padre o que es menos digno de amor que la cosa que ama y que ese placer que lo cautiva.

Pero el Hijo de Dios, ¿a qué estaba apegado? ¿No sabéis cómo estaba sometido a la voluntad de su Padre? El profeta rey lo dice con esta comparación: como un jumento a la de su amo. Compara su perfecta resignación con la de ese animal, que carece de deseos y de libertad para elegir; hacéis con él lo que queréis; está siempre dispuesta a salir y a caminar, a recibir una silla o unas albardas, o cargar con un carro, o estar parado; todo le es indiferente; deja que hagan con él lo que quieran, no se empeña en tener siempre el mismo establo, no siente inclinación a ir a un lado o al otro, no está apegado a nada. ¿No habéis visto por la calle a unos mulos detenidos ante una puerta? Están cinco o seis juntos aguardando a que salga el arriero y, cuando ha salido, caminan, tuercen a la derecha o a la izquierda, van adonde él quiere y se paran cuando él lo desea: no se obstinan en nada. Ut jumentum factus sum apud te, Así es como yo soy, dice nuestro Señor, para indicarnos cómo acataba todo lo que Dios quería de él. ¡Qué abandono! ¡Qué sumisión! ¿Y qué es lo que le pasó? Et ego sum semper tecum: siempre estuvo con Dios. Como siempre he hecho tu voluntad, Señor, y nunca la mía, por eso tú has estado conmigo.

¿Qué es lo que hace el que está totalmente sometido a las órdenes de la providencia? Hace como el jumento que obedece a todo lo que se quiere, cuando se quiere y de la manera que se quiere. ¿Y qué hago yo cuando me abandono de esa manera? Atraigo a Dios a mi lado, porque no he tenido voluntad propia. Tenuisti manum dexteram meam, et in voluntate tua deduxisti me, et cum gloria suscepisti me; me tuviste de la mano y me llevaste adonde quisiste. Si he hecho algún bien, eres tú el que me has llevado; me he dejado guiar por el más pequeño signo de tu voluntad. ¿Y por qué? Porque he sido contigo como una bestia de carga; me he entregado a los trabajos, a los desprecios, a los sufrimientos y a todo lo que te ha agradado; por eso, Señor, tú te has servido de mí en las cosas que has querido.

¿No veis, hermanos míos, los felices resultados de los que están en esta indiferencia? Sólo obedecen a Dios, y Dios los guía. Los veréis mañana, toda la semana, todo el año y toda su vida en paz, en entusiasmo y en tendencia continua hacia Dios, siempre derramando sobre las almas los efectos tan dulces saludables de las obras de Dios en ellos. Y si comparáis al indiferente con los que no lo son, veréis por un lado cómo su vida está llena de luz y produciendo abundantes frutos; no hay más que progresos en sus personas, fuerza en sus palabras, bendición en sus empresas, gracia en sus consejos y buen olor en sus obras. Et in voluntate tua deduxisti me: tú me has guiado, Señor, por el sendero de tu voluntad. Y veréis por otra parte cómo esas personas que están apegadas a sus satisfacciones no tienen más que pensamientos terrenos, palabras de esclavos y obras muertas. La diferencia que hay de unos a otros proviene de que éstos se unen a las criaturas y aquellos se separan de ellas, de que la naturaleza obra en las almas bajas y la gracia en las que se elevan a Dios y sólo respiran su voluntad. Por eso estos últimos podrán decir, en cierto modo, lo mismo que nuestro Señor: Et cum gloria suscepisti me: tú me has recibido con gloria, me has dado poder sobre el cielo y la tierra, porque me he portado con Dios y con los hombres lo mismo que el asno o la asna. Soy tan idiota que no sé si hay que decir el o la asna. En fin, ¡bendito sea nuestro Señor! El que tiene este espíritu de sumisión y de indiferencia, tiene a su Padre consigo, llevándolo de la mano por el camino de su voluntad y rodeándolo del esplendor de su gloria.

Pidámosle, hermanos míos, que nos conceda la gracia de ponernos en ese estado, para estar siempre bajo la dirección de Dios, que nos lleva de su mano y nos conduce hasta su divina majestad. Salvador mío, haz no que estemos apegados a nada, lo mismo que una bestia de carga, que le da lo mismo llevar una carga que otra, pertenecer a un amo rico o a un amo pobre, estar en este país que en otro; todo le parece bien; aguarda, camina, sufre, trabaja de día y de noche; nada le sorprende.

¡Dios mío! Todo esto me parece muy hermoso; tengo ganas de hacer lo mismo, pero me doy cuenta de que soy muy ruin; me cuesta separarme de las cosas que estimo, no predicar, no tener ningún cargo, no estar bien colocado, no tener buena fama; siento una gran dificultad en sujetarme a toda clase de personas; sin embargo, con tu gracia, Dios mío, lo podré todo. No te pido ser un ángel, ni como un apóstol; en cierto modo ya lo soy; lo que deseo solamente, Dios mío, es tener esa disposición servicial que les das a las bestias, ese coraje para sufrir que les das a los guerreros y la firmeza que tienen en su vida militar. Hermanos míos, deberían confundirse nuestros rostros al ver cómo nos superan unos ruines soldados y unas pobres bestias en cosas tan agradables a Dios, que su mismo Hijo quiso llevar a cabo en su propia persona. ¡Qué confusión, hermanos míos! No escuchéis a este miserable que os está hablando; es el más indigno de los hombres de aspirar a ese estado bienaventurado, por el abuso que he hecho de mi libertad y de las gracias de Dios, amando a las cosas más que a él. Entreguémonos a su bondad infinita, hermanos míos, con la confianza de que nos purificará de estos afectos terrenos en los que estamos hundidos. Hemos de esforzarnos en la indiferencia despegándonos de nuestro propio juicio, de nuestra voluntad, de nuestras inclinaciones y de todo lo que no es Dios; una virtud es activa y, si no actúa, no es virtud. Hay que esforzarse, hermanos míos, hay que insistir una y muchas veces, día tras día, en la oración; ¿por qué no?

Así pues, la regla nos dice que nuestro Señor estimó mucho y practicó la indiferencia, como acabamos de ver; habla también de que los santos nos la han enseñado con su ejemplo. Tú lo decías muy bien, san Pedro, tú que lo habías dejado todo (9), y nos lo enseñaste cuando reconociste a Jesucristo en la orilla del mar: Dominus est! (10). Inmediatamente este apóstol dejó su ropa, saltó de la barca y se echó a nadar; no llevaba nada. Dominus est! Llega hasta él despojado de todo. ¡Salvador mío! ¡Qué desprendimiento! Sólo busca a su maestro, sin pensar en el barco, ni en la ropa, ni en la vida.

¡Oh san Pablo! ¡Oh gran san Pablo! Desde tu conversión has tenido esta gracia infusa de la indiferencia: Domine quid me vis facere?: «estoy dispuesto a hacer lo que quieras; nada me importa». ¡Qué lenguaje éste tan admirable! «Señor, ¿qué quieres que haga?» Supone un desprendimiento no menos repentino que completo. ¡Qué abundancia de gracias cayó de pronto en este vaso de elección! ¡Qué instante tan maravilloso que cambia a un perseguidor en un apóstol! ¡Y cuánta fue la luz que en él se produjo y que, al despegarle de la ley, de su comisión, de su fortuna y de sus sentimientos, le hizo decir de golpe: Domine, quid me vis facere?

Ciertamente, la regla tiene razón al decir que nuestro Señor y los santos quisieron y practicaron la indiferencia y que todos nosotros estamos obligados a imitarles. Sí, hermanos míos, esta virtud es necesaria a los misioneros, ya que no se pertenecen a sí mismos, sino a nuestro Señor, que es quien los ha enviado y quiere disponer de ellos. ¿Y para qué? Para que hagan lo que el ha hecho y sufran como él. «Lo mismo que mi Padre me ha enviado, les decía a los apóstoles, os envío yo a vosotros; lo mismo que me han perseguido a mí, os perseguirán a vosotros».

Ostendam illi, dice en otro lugar, hablando de san Pablo, quanta oporteat eum pro nomine meo pati: le indicaré que mi voluntad es que padezca por mi nombre. En efecto, ¡cuánto tuvo que soportar! Es algo prodigioso. Cuesta trabajo creer todo lo que sufrió en su persona, en su honor y en su ministerio. Aquel corazón generoso y tan resignado de san Pablo se vio perseguido en muchos lugares. En Damasco tuvo que salvarse por una ventana (15); en otras partes recibió azotes, fue arrojado al mar, apedreado, encarcelado varias veces, despreciado, expulsado y finalmente martirizado. Estaba destinado al sufrimiento: Ostendam illi quanta oporteat eum pro nomine meo pati: yo le mostraré cuánto tiene que sufrir. Y así lo hizo. Sí, es prodigioso lo que tuvo que sufrir, prodigioso, prodigioso.

¿Y qué diremos de Abrahán, el corifeo de los verdaderos obedientes y de los perfectamente desprendidos? Dios le manda salir de su país y dejar a sus parientes. «Sal de tu tierra, déjalo todo y vete» (17). Lo hace sin replicar, sin retrasarse un minuto. ¡Qué sumisión, hermanos míos! ¡Qué desprendimiento! Pero, Dios mío, no te contentas con eso; fue un primer sondeo que hiciste en su corazón para ver si era capaz de llegar más allá. «Sí, le dijo Dios a este su siervo, deseo otro testimonio de tu amor; quiero que me sacrifiques a tu hijo», y este patriarca ni siquiera duda de si lo ha de hacer. «Vamos», dijo. Toma todo lo necesario para el sacrificio; coge a Isaac y la espada; se marchan hasta llegar al lugar destinado. Ya está la hoguera preparada; ya está levantado el brazo del padre y el niño a sus pies, esperando el golpe. ¡Qué indiferencia la de Abrahán! ¡Cuán por encima de los sentimientos naturales, cuán libre en sus acciones y en sus afectos y cuán pronto a someterlos a las órdenes de Dios más extrañas y más inesperadas!

¿Y no admiráis también la obediencia del hijo lo mismo que la de su padre? Fijaos en su virtud; no pregunta sobre lo que le va a pasar; se deja conducir; se pone de rodillas; ofrece su vida; para él hay bastante con saber que así lo quiere su padre. ¡Oh Dios mío! Hermanos míos, ¡cuánto hemos de temer que los hijos de nuestro entendimiento estén muy lejos de este abandono! Estas luces, estos conocimientos y esta ciencia que tenemos, o pretendemos tener, ¿tienen esta misma sumisión? ¿Estáis dispuestos, hermanos míos, a sacrificarlos a Dios? Examinémonos bien y supongamos que un superior nos dice: «Ya está bien; ya basta de estudiar; cambie usted de casa, haga otra cosa»; Podría pasarle esto a alguno. ¿Qué hacer? ¿Dónde estarán vuestros sentimientos, si se os pide a vuestro Isaac? ¿Cortáis la garganta a ese deseo vuestro de saber, a esa afición de estar aquí mejor que allí, a ese afán por querer una cosa y desechar otra? Poned la mano en vuestra conciencia y veréis que no hay allí nada de indiferencia. ¡Dios mío! Ha habido algunos en la compañía que, al no poder estudiar después de sus años de seminario todo lo que ellos esperaban, han empezado a murmurar, a quejarse y con un disgusto tan grande que daba lástima. Pero, padre, pero, hermano, ¿no ha venido usted aquí para hacer la voluntad de Dios y no la suya, para obedecer y no para estudiar? Bien, pues no estudie. Ese hijo de su espíritu lo tiene atado, esa afición desordenada de su espíritu lo tiene cautivo; vaya, aprenda a ser libre e indiferente; que sea ésa su lección.

Otros tienen la pasión de ordenarse de sacerdotes antes de tiempo; otros, de predicar, de discutir, de tener una ocupación, de ir y venir; hay pocos que no tengan a su Isaac preferido; pero hay que deshacerse de él, hay que vaciar nuestro corazón de todo otro amor que no sea el de Dios y toda otra voluntad qué no sea la de la obediencia. Bien, me parece que estáis todos dispuestos a ello, y espero que Dios os concederá esta gracia. Sí, Dios mío, espero de tu bondad, que conoce todos mis apegos, que me hablarás a mí el primero; y yo, que me siento sin fuerzas para enmendarme, te diré en mi ancianidad como David: «Señor, ten piedad de mí» (19). Y vosotros, hermanos míos, que estáis en situación de trabajar en la adquisición de las virtudes, esforzaos en la de la indiferencia ya que, si Dios quiere que la tengáis alguna vez, alcanzaréis la muerte de vuestros vicios y la fuente de vuestras virtudes.

Y si queréis otro motivo para aficionaros a ella, antes de pasar a los medios de practicarla, es que el hombre indiferente pertenece por completo a Dios. Dios lo es todo para él, y todo lo demás no es nada. Si le decís blanco, es blanco; si le decís negro, es negro; si le mandáis ir, va; si le mandáis trabajar, trabaja; está siempre dispuesto a todo sin que se le ordene. ¿Sabéis qué es lo que pienso cuando oigo hablar de esas necesidades tan lejanas de las misiones extranjeras? Todos hemos oído hablar y sentimos cierto deseo de ir allá; juzgamos felices al padre Nacquart, al padre Gondrée, a todos los demás misioneros que han muerto como hombres apostólicos por la fundación de una nueva Iglesia. Y efectivamente, son felices porque han salvado sus almas al entregarlas por la fe y por la caridad cristiana. Todo esto es muy hermoso, muy santo: todos alaban su celo y su entusiasmo; y ahí se queda todo. Pero si tuviésemos esa indiferencia, si no nos apegásemos a esa tontería y estuviésemos dispuestos a todo, ¿quién no se ofrecería para ir a Madagascar, a Berbería, a Polonia o a cualquier otro sitio donde Dios desea que le sirva la compañía? Si no lo hacemos así, es porque estamos apegados a alguna cosa. Hay algunos ancianos que han pedido que les enviemos allá y que lo han solicitado a pesar de su mucha debilidad. ¡Es que tienen el corazón libre! Van con su afecto a todos los sitios en donde Dios desea ser conocido, y no hay nada que los detenga aquí más que la voluntad divina. Si no estuviésemos tan aferrados a nuestros miserables caprichos, diríamos todos: «Dios mío, envíame, estoy dispuesto a ir a cualquier lugar del mundo adonde mis superiores crean oportuno que vaya a anunciar a Jesucristo; y aunque tuviese que morir allí, me dispondría a ir allá y me presentaría a ellos para eso, sabiendo que mi salvación está en la obediencia, y la obediencia en tu voluntad».

El medio para alcanzar de Dios esta indiferencia es la mortificación continua, interior y exterior. No os indicaré ningún otro. Primero, el examen, para reconocer si sentimos más inclinación a una cosa que a otra y cuáles son las que más nos atraen, para que, fijaos bien, andemos con cuidado y esforcémonos en apartarnos incesantemente de ellas, cortando y sajando todo lo que ata nuestro corazón, a fin de despojarnos de todas las criaturas y mortificar nuestros sentidos y nuestras pasiones siempre y en todas partes.

Propongámonos hoy y empecemos desde mañana a combatir nuestras satisfacciones y nuestros gustos, uno tras otro, y no dudéis de que, si sois fieles a ello, hermanos míos, nuestro Señor os concederá llegar a la meta; de esta forma, en vez de ser esclavos de nosotros mismos y de las cosas que amamos  fuera de Dios, alcanzaremos la libertad de hijos y estaremos sujetos únicamente a la voluntad del Padre celestial. Lex justo non est posita. Los hombres indiferentes están por encima de toda ley; son de una categoría distinta de los demás y, lo mismo que los cuerpos gloriosos, pasan a través de todo, van a todas partes, sin que nada les impida ni les retrase. ¡Oh Salvador, qué felices seríamos si estuviésemos tan desprendidos, como las bestias de carga, lo mismo que tú, Señor, que te quisiste comparar con un jumento (21), para hacer tuya la disponibilidad del espíritu más grande que imaginarse pueda! Concédenos al menos la gracia de participar de esa disposición; así te lo suplicamos, libertador nuestro, con la confianza de que jamás perderemos con ello nuestra libertad y permaneceremos firmes en el ejercicio de la santa indiferencia. Siempre tendremos esta virtud en nuestro entendimiento y en nuestra voluntad, en donde no entrará nada que pueda separarnos de ejecutar todo lo que tú ordenes. Y al obrar así, tú nos tomarás de la mano (22) y nos harás cumplir tu voluntad, hasta conducirnos a la gloria. Amén.

Encomiendo a vuestras oraciones al señor obispo de Meaux (23); hace dos días que está en la agonía y sufre muchos dolores en ese estado. Será en la Iglesia como una lámpara extinguida, que iluminaba a los pueblos y al clero con su gran mansedumbre, sabiduría, dotes de gobierno y firmeza. Quería mucho a nuestra compañía, y hemos tenido la dicha de que nos llamara a su diócesis y nos mantuviera en ella. La providencia permitió que saliéramos de Crécy; y este buen prelado, al ver aquello, tomó nuestra causa en sus manos. Como Dios le ha concedido a la compañía la gracia de preferir dejarlo todo antes que disgustar al que nos había fundado en aquel sitio, quisimos salir de allí para contentarle; se hizo esto solo por amor de Dios, y sin ningún otro motivo. Durante aquel proceso, este señor obispo me indicó que deberíamos intervenir para volver de nuevo; le pedí que nos excusase de no querer pleitear contra nuestro bienhechor. «Nos puso allí por iniciativa propia y ahora quiere disponer de otra forma de su fundación; nos parece bien; queremos que haga lo que mejor le parezca». «Entonces, haga usted ese papel; pero yo representaré otro y procuraré impedir los planes de ese individuo». En efecto, sostuvo los gastos de aquel proceso, los sostuvo y apoyó hasta que se consiguió lo que era justo. Nos quedamos allí y se nos adjudicaron los fondos, que se querían destinar al hospital mayor. La misma providencia ha permitido que la persona fundadora, al ver que por respeto hacia él preferíamos retirarnos en vez de defendernos, ha venido a presentar excusas por lo que había hecho; y no sólo esto, sino que me añadió también… Pero más vale que nos lo callemos.

Así pues, tenemos muchos motivos para pedir a Dios por ese buen prelado. Desde esta tarde le rezaremos para que quiera recibirlo en su gracia. Mañana temprano mandaremos a preguntar si ha fallecido y, en ese caso, ofreceremos nuestros sacrificios por su alma.

También les ruego que pidan por las necesidades de la compañía, que no son pocas. Dios la está probando de la manera que su bondad bien conoce; ¡quiera su bondad infinita que haga buen uso de todo esto!

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