Vicente de Paúl, Conferencia 041: Sobre el amor de Dios

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Vicente de PaúlLeave a Comment

CREDITS
Author: .
Estimated Reading Time:

(19.09.49)

Hermanas mías, el tema de la presente conferencia será sobre el amor «de Dios, que se encuentra en el evangelio de hoy, donde nuestro Señor, al preguntarle un doctor de la ley cuál era el mayor de todos lo mandamientos, respondió: «Amarás a tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu pensamiento, etcétera»

Lo que permitió nuestro Señor que le preguntasen, para tener ocasión de darnos la instrucción que trae el evangelio de hoy, está en conformidad con lo que la señorita Le Gras ha creído conveniente que tratásemos en esta ocasión; y que se divide en tres puntos. En el primer punto, veremos las razones por las que las Hijas de la Caridad, como todos los cristianos, pero mucho más especialmente, están obligadas a amar a Dios con todo su corazón, con todo su entendimiento, con todo su pensamiento, etcétera. En el segundo punto veremos las señales por donde puede conocerse si se ama a Dios. El tercer punto será sobre los medios para adquirir este amor y aumentarlo en nosotros; porque no basta con tenerlo, sino que es preciso que vaya creciendo cada vez más. Bien, ¡bendito sea Dios! ¡Bendito sea Dios eternamente!

Dígame, hermana, las razones por las que una Hija de la Caridad está obligada a amar a Dios con todo su corazón.

– Porque es infinitamente bueno.

– Bien, hija mía, muy bien. Fijaos, hermanas mías, nuestra hermana dice que hay que amar a Dios porque es infinitamente bueno; este es un motivo muy poderoso; pues, al ser infinitamente bueno, tiene que ser infinitamente amado.

Pero ¿por qué una Hija de la Caridad tiene que amarlo más que todo el resto del mundo?

– Creo, padre, que en esta condición es donde me siento infinitamente obligada a amarlo, al considerar que su bondad me ha sacado de lo más corrompido del mundo para ponerme en un lugar tan santo, en donde todas las obras que se hacen son santas. Me he sentido confundida por haberme aprovechado tan mal hasta ahora. He pedido a nuestro Señor la gracia de ser más atenta y he tomado la resolución de esforzarme más en ello

– Fijaos, hijas mías, en el segundo motivo de amar a Dios que presenta nuestra hermana. El primero es que Dios es infinitamente bueno; ese es general y común a todos los hombres, que experimentan cada uno particularmente, los efectos de su bondad Pero una de las señales en que ella se ha fijado es que Dios la ha sacado de la masa corrompida del siglo y la ha escogido entre muchas otras que ha dejado, para traerla a un lugar tan santo. De forma que el motivo de su amor, como Hija de la Caridad, es la consideración de la obligación que tiene con Dios por el bien que le ha hecho de haberla llamado a la Compañía, esto es, por su vocación.

Hija mía, ¿y en qué podrá conocer una Hija de la Caridad que ama debidamente a Dios?

– Me parece, padre, que podrá reconocerlo si siente muchos deseos de agradarle.

– Esa es realmente una gran señal, hija mía; porque, si tiene muchas ganas de agradarle, se cuidará mucho de ofenderle; y a su vez, se mostrará muy atenta en hacer lo que sabe que es según su voluntad y sus deseos. Una persona que desea agradar a otra, intenta conocer sus sentimientos, conformarse con ellos, anticiparse a ellos, y no deja pasar ninguna ocasión sin testimoniarles su sumisión y su condescendencia con alegría y suavidad. En eso siente y conoce que ama. De igual manera, el alma que siente dentro de sí esa intención de agradar a Dios y esa fidelidad en no descuidar ninguna cosa de las que pueden darle gloria, podrá probablemente creer de esa forma que ama a Dios. Pero las demás, ¿en qué podrán verlo? Porque con frecuencia esa intención interior de agradar a Dios no la conoce más que el alma que la siente, pues es algo que pasa entre Dios y ella.

Hija mía, ¿en qué podrá reconocerse que una Hija de la Caridad ama debidamente a Dios?

– Me parece, padre, que podrá reconocerlo en que guarda sus mandamientos.

– Tiene usted razón, hija mía; es la misma señal que nos dio nuestro Señor cuando dijo: «Si alguien me ama, guardará mis mandamientos». Una de las señales más verdaderas de que se ama a una persona, es la sumisión a sus mandamientos. Si tenéis una persona cumplidora y deseosa de no hacer nada en contra de los mandamientos de Dios, podréis decir: «He aquí una hermana que ama debidamente a Dios».

Y usted, hermana, ¿por qué razón cree que una hermana de la Caridad está obligada a amar a Dios?

Después de haber escuchado pacientemente todas las razones que la hermana le dijo, el padre Vicente las repitió de esta forma:

Nuestra hermana dice que ha visto muchas razones, pero que le han impresionado especialmente los beneficios de Dios por su vocación, al considerar que en este género de vida no solamente se observan los mandamientos de Dios, sino también los consejos, pues es una vocación en donde se hace profesión de amar a Dios y al prójimo. Evidentemente, mis queridas hijas, nuestra hermana tiene razón al ver aquí un motivo poderoso para incitarnos a amar a Dios.

– ¿Y en qué se puede reconocer, hija mía, que una Hija de la Caridad ama a Dios?

Cuando la hermana terminó, el padre Vicente añadió:

– – Nuestra hermana nos acaba de dar una gran señal para conocer si una hermana ama a Dios: Si tiene cuidado, nos ha dicho, de guardar las reglas. ¡De verdad, qué gran señal es esta! Es lo que le hizo decir a un papa, y a ese papa lo vi yo mismo, pues era Clemente VIII: «Si me traen a un religioso que haya guardado sus reglas, no necesito milagros para canonizarlo. Si me demuestran que las ha guardado, esto basta para que lo ponga en el catálogo de los santos». ¡Cómo estimaba este santo papa una cosa tan estimada y excelente como es observar las reglas! De forma, hijas mías, que nuestra hermana tiene toda la razón al decir que la que se muestre cuidadosa en observar las reglas, no sólo las reglas de la Casa, sino también las de fuera, esto es el cuidado de los enfermos, en esto se conocerá que ama a Dios. ¿Y quién podrá dudar de que esa hermana ama a Dios, si se la ve fiel al levantarse por la mañana, al hacer bien su oración, atenta a que los enfermos tomen sus remedios, a que la comida esté b-en preparada, y que si después de haber violado la regla en algún punto por fragilidad, o quizás por alguna necesidad aparente, se acusa enseguida y pide penitencia? Hermanas mías, estad seguras de que la que obra de esta manera ama a Dios.

Dígame, hija mía; la que tiene ya amor a Dios, ¿qué medios habrá de utilizar para perfeccionarse y progresar en ese amor?

Después de contestar la hermana, el padre Vicente añadió:

– Nuestra hermana quiere decir que el medio para crecer y perfeccionarse en el amor a Dios consiste en estar sometida a Dios y a los superiores; y tiene razón. Sometida a Dios, ¡qué medio tan excelente para crecer en su amor! Si me cambian, si me mandan a otra parte, es Dios quien lo permite. Yo lo recibo de su mano y lo quiero así por su amor. Aunque el superior haga de mí todo lo que quiera, yo sé que es el espíritu de Dios el que lo conduce, y como amo a Dios, me someto a todo lo que él quiera de mí. Hijas mías, ¡qué bella y excelente es esta práctica del amor a Dios! Nuestra hermana lo ha dicho bien: es el mejor medio para perfeccionarse y crecer en él. El alma que está en esta situación hace continuamente actos de amor, y entonces hace algo que es suyo. Porque lo propio de nuestro corazón es amar alguna cosa. Es preciso que ame necesariamente a Dios, si no ama al mundo; porque no puede existir sin amar. Amar al mundo, Dios mío, ¡qué desdicha! Hemos renunciado a él por la gracia de Dios, desde el bautismo, y luego cuando Dios con su infinita misericordia nos llamó a su servicio, de forma que es propio de nosotros amar a Dios. Y para amarle no tenemos que hacer más que lo que nuestra hermana acaba de decir. A ello añadiría, hermanas mías, que no hay en el mundo ningún lugar en donde se pueda conseguir la salvación mejor que en vuestra Compañía; no, no lo hay, con tal que hagáis lo que os pertenece y de la manera que Dios os lo pide. Decidme, por favor, si puede alcanzarse un grado más alto de virtud como el que consiguieron nuestras hermanas que se han ido con Dios, que nos edificaron tanto y nos dejaron un olor tan bueno y un ejemplo tan grande con su santa vida. No, no conozco ningún lugar donde uno se pueda entregar más a Dios, donde pueda hacer tantas cosas por su amor, tener mejores medios para crecer y perfeccionarse en él, que entre vosotras, con tal que hagáis lo que se debe.

La hermana que habló a continuación dio cuatro razones, de las que algunas ya se habían comentado.

– Cuando repitáis lo que han dicho ya las otras anteriormente, observó el padre Vicente, os bastará con decir: «A mí se me ha ocurrido lo mismo que a la hermana tal». Así pues, hermana mía, dice usted que está obligada a amar a Dios, porque es infinitamente bueno, y de esto ya hemos hablado; porque es amable; pues bien, ser bueno y ser amable, hija mía, es lo mismo y no hacen más que una misma cosa, de forma que el que dice bueno dice amable, y el que dice que Dios es amable presupone que es bueno. Añade usted: «Porque nos ha creado y nos ha redimido». Se trata de dos poderosos motivos que podemos reducir a uno solo, es decir, que nos ha creado, que su bondad infinita nos ha sacado de la nada para hacernos criaturas racionales, capaces de conocerle, de amarle y de poseer eternamente su gloria. ¡Qué motivo tan poderoso! Yo amaré a Dios, sí, le amaré y estoy obligada a hacerlo, puesto que soy su criatura y él es mi creador y mi redentor.

El padre Vicente preguntó a la hermana sobre las señales; y después de hablar, añadió él:

– Nuestra hermana dice que se podrá reconocer que una hermana ama a Dios, si hace todas sus acciones por complacerle, esto es, si no se preocupa de lo que dirá el mundo; porque siempre habrá algunas, hijas mías, que criticarán lo que hacen los siervos de Dios; pero importa poco lo que diga el mundo de las almas santas, con tal que sus acciones sean agradables a su divina Majestad. ¿Qué creéis, hijas mías, que hacéis cuando lleváis la comida por las calles? Alegráis a muchas personas con ese puchero; alegráis a las personas buenas, que se dan cuenta de que vais a trabajar por Dios; alegráis a los pobres, que están esperando su alimento; pero sobre todo alegráis a Dios que os ve y conoce el deseo que tenéis de agradarle al llevar a cabo su obra. Un padre, que tiene un hijo mayor y de buen aspecto se complace en contemplar la apostura de su hijo desde la ventana que da a la calle, y experimenta una alegría inimaginable. De la misma forma, hijas mías, Dios os ve, no ya por una ventana, sino por todas partes por donde vais, y observa de qué manera vais a hacer un servicio a sus pobres miembros, y siente un gozo indecible, cuando ve que vais de buena manera y deseando solamente hacerle ese servicio. ¡Ese es su gran gozo, su alegría, sus delicias! ¡Qué felicidad, mis queridas hijas, el poder llenar de alegría a nuestro Creador!

Después de haber preguntado sobre los medios para amar debidamente a Dios, el padre Vicente prosiguió de esta manera:

– Nuestra hermana nos habla de un medio para amar a Dios, que es casi infalible; nos dice que es caminar siempre en su presencia; y es verdad; cuanto más se contempla un bien perfecto, más se lo ama. Pues bien, si nos imaginamos que tenemos con frecuencia ante nuestros ojos a Dios, que es la belleza y la perfección misma, indudablemente, cuanto más lo miremos, más lo amaremos.

Otra hermana, preguntada sobre las razones para amar a Dios, respondió que había pensado en algunas de las razones ya dichas, pero que especialmente se sentía obligada ante Dios por haberla llamado tan joven. Nuestro veneradísimo padre lo señaló y repitió esto varias veces.

Ella añadió que podía reconocerse que un alma tiene amor a Dios cuando observa sus mandamientos, y que un medio para adquirir este amor era guardarse mucho de ofenderlo.

Otra hermana dijo sobre el primer punto:

La primera razón que nos obliga especialísimamente a amar a Dios, es que este amor es la más excelente de todas las virtudes, la que da peso y valor a todas las demás, y que la bondad de Dios nos eligió para amarle, a llamarnos a ser Hijas de la Caridad.

La segunda razón es que, si no nos esforzamos en este santo amor, pasaremos inútilmente nuestra vida, y nuestras obras no valdrán para nada.

La tercera es que muy difícilmente podremos sin el amor a Dios perseverar en nuestra vocación y cumplir como debemos con la obligación de nuestras reglas y del servicio a los enfermos.

Sobre el segundo punto, me parece que reconoceremos que amamos a Dios si, por su amor, superamos las dificultades con que nos encontramos y todas las cosas contrarias a nuestros sentidos, a nuestra razón y a nuestra voluntad, y si tenemos mucho cuidado de agradar a Dios y mucho miedo de ofenderle.

Sobre el tercer punto, he visto que un medio para adquirir el amor de Dios era desearlo con todo nuestro corazón y pedírselo insistentemente y con perseverancia; y un medio para aumentarlo era hacer con frecuencia estos actos de amor, porque se hacen con mayor perfección las cosas en que una se ejercita más.

Después de haber dicho varias razones ya señaladas por otras, una hermana añadió que podemos ver si amamos a Dios si tenemos pena de haberle ofendido, si nos complacemos en hablar de él, y finalmente si no tenemos en todas nuestras acciones más intención que la de agradarle, principalmente en la que se refiere al servicio que hemos de hacer al prójimo, que es su imagen.

Sobre el tercer punto, indicó que un medio para adquirir y acrecentar también el amor a Dios es la recepción de los santos sacramentos, especialmente de la santa eucaristía. Es imposible que nos acerquemos al fuego sin quemarnos, con tal que lo hagamos con las disposiciones requeridas, esto es, con el deseo de entregarnos enteramente a Dios y de pedirle ardientemente su amor.

Mis queridas hermanas, doy gracias a Dios con todo mi corazón por las luces que os ha dado sobre este tema. Son tan grandes que los mismos doctores difícilmente podrían decir más. Quizás dirían cosas más bonitas, pero no mejores.

Entre las razones que habéis enumerado, y que son todas de mucho peso, muy grandes, muy poderosas, muy insistentes, me voy a detener solamente en una, que me parece la más impresionante: que Dios nos lo ha mandado. ¿No sería ya bastante que lo hubiese permitido? No, no era bastante para su amor permitírnoslo; era menester que nos obligase a ello por un mandamiento absoluto, que supone la pena de pecado mortal a los que se atrevan a traspasarlo.

Si un aldeano fuese llamado por un rey para que fuera su favorito y el rey le ordenase que le diese su amor, ¡cuán obligado se sentiría! Diría sin duda: «¡Ay, señor! Yo no soy digno de ser mirado por vos; no soy más que un pobre aldeano». «No importa, quiero que tú me ames». ¿Cuánto le obligaría la bondad de ese rey a aquel pobre hombre para que lo amase, y amase con todo su corazón? No tendría presente en su espíritu más que la gracia que el rey le había concedido.

Pues bien, Dios, que es infinitamente más grande que todos los reyes de la tierra y ante el cual nosotros somos menos que los átomos, hace sin embargo tanto caso de nuestro amor, que quiere tenerlo por entero solamente él. Dice la Sagrada Escritura: «Amarás al Señor tu Dios con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con todo tu entendimiento, con toda tu voluntad» Fijaos, hijas mías, se lo reserva todo. Hay que observar que este mandamiento no es un apremio ni una violencia, sino dulzura y amor. Lo comprenderéis por esta consideración. Si la reina mandase llamar a alguna de vosotras y le dijese: «Venga, hermana. He oído hablar de usted. Me han dicho que es usted una buena hermana, por eso la he mandado llamar para decirle que quiero que me ame usted, pero que me ame muy bien. No deje de hacerlo». Decidme, hijas mías, ¿qué es lo que no haríais para demostrar a la reina la gratitud que tendríais por este favor?

Pues bien, estad seguras de que Dios quiere que le améis: nos lo ha dicho expresamente por su mandamiento, y también, como hemos indicado, por la elección que ha hecho de vosotras para que seáis Hijas de la Caridad, que quiere decir hijas del amor de Dios, o hijas llamadas y escogidas para amar a Dios.

Otro motivo es lo que habéis dicho, que Dios lanza su maldición contra los que no lo aman. «¡Que sean anatematizados, dice san Pablo (3), todos los que no aman a Dios!». ¡Maldición sobre el que no ama a Dios! Sí, hijas mías, Dios ha hecho tanto caso y aprecia tanto el amor de los hombres, que ha querido absolutamente que lo amen y que, si no lo hacen, sean malditos.

¡Ved qué grandes amenazas!

He aquí pues, hermanas mías, dos motivos que os presento, por no repetir todos los que habéis dicho: uno, el mandamiento que Dios nos ha dado de amarle; el otro, la maldición con que amenaza a los que no lo hagan.

Pero, me dirá alguna, todo eso está muy b en; estamos ya convencidas de que hay que amar a Dios; pero, ¿qué es amar? ¿Cómo se puede amar? A esto respondo, mis queridas hijas, que amar es querer bien a alguien, desear que todos conozcan sus méritos, que los estimen, proporcionarle todo el amor y la satisfacción que de nosotros dependa, desear que todos hagan otro tanto y que la persona amada no se vea amenazada por ninguna desgracia. Cuanto más perfecto es el amor, más sublime y elevado es el bien que se quiere para la persona amada. Pues bien, como no hay nada tan perfecto como Dios, de ahí se sigue que el amor que se le tiene es un amor sano y que tiende a querer su mayor gloria y todo lo que pueda ceder en su honor.

Para entender bien todo esto, hermanas mías, hay que saber que hay dos clases de amor: uno se llama afectivo y el otro efectivo.

El amor afectivo procede del corazón. La persona que ama está llena de gusto y de ternura, ve continuamente presente a Dios, encuentra su satisfacción en pensar en él y pasa insensiblemente su vida en esta contemplación. Gracias a este mismo amor cumple sin esfuerzo, e incluso con gusto, las cosas más difíciles y se muestra cuidadosa y vigilante en todo lo que puede hacerla agradable a Dios; finalmente, se sumerge en este divino amor y no encuentra ninguna satisfacción en otros pensamientos.

Hay amor efectivo cuando se obra por Dios sin sentir sus dulzuras. Este amor no es perceptible al alma; no lo siente; pero no deja de producir su efecto y de cumplir su misión. Esta diferencia se conoce, dice el bienaventurado obispo de Ginebra, en el ejemplo de un padre que tiene dos hijos. Uno es todavía pequeño. El padre lo acaricia, se divierte jugando con él, le gusta oírle balbucear, piensa en él cuando no le ve, siente vivamente sus pequeños dolores. Si sale de casa, sigue pensando en aquel niño; si vuelve, va enseguida a verlo y lo acaricia lo mismo que Jacob hacía con su pequeño Benjamín. El otro hijo es ya un hombre de 25 o 30 años, dueño de su voluntad, que va adonde quiere, que vuelve cuando le parece bien, que está al frente de todos los asuntos de la casa; y parece que su padre no le acaricia nunca, ni que lo ame mucho. Si hay alguna preocupación, el hijo es el que tiene que cargar con ella; si el padre es labrador, el hijo se cuidará de todo el ajetreo de los campos y pondrá manos a la obra; si el padre es comerciante, el hijo trabajará en su negocio; si el padre es abogado, el hijo le ayudará en las prácticas judiciales. Y en nada se conocerá que lo ama su padre.

Pero se trata de hacer testamento, y entonces el padre demostrará que lo ama más que al pequeño, a quien acariciaba tanto, porque le concederá la mejor parte de sus bienes y le dará lo mejor. Y se observa en las costumbres de algunos países, que los mayores se quedan con todos los bienes de la casa, mientras, que los pequeños sólo tienen una pequeña legítima. Y de esta forma se ve que, aunque aquel padre tenga un amor más sensible y más tierno al pequeño, tiene un amor más efectivo al mayor.

Pues bien, mis queridas hermanas, así es como el bienaventurado obispo de Ginebra explica estos dos amores. Hay algunas de vosotras que quieren mucho a Dios, que sienten gran dulzura en la oración, gran suavidad en todos los ejercicios, gran consuelo en la frecuencia de los sacramentos, que no tienen ninguna contradicción en su interior, debido al amor que sienten por Dios, que les hace recibir con alegría y sumisión todo lo que le viene de su mano.

Hay también otras que no sienten a Dios. No lo han sentido jamás, ni saben lo que es tener gusto en la oración, ni sienten devoción, según creen; pero no por ello dejan de hacer oración, de practicar las reglas y las virtudes, de trabajar mucho, aunque con repugnancia. ¿Dejan acaso de amar a Dios? Ni mucho menos, porque hacen lo mismo que las demás, y con un amor mucho más fuerte, aunque lo sientan menos. Es el amor efectivo, que no deja de obrar, aunque no aparezca.

Hay algunas pobres hermanas que se desaniman. Oyen decir que unas sienten gran afecto, que otra hace muy bien su oración, que la de más allá tiene mucho amor a Dios. Ellas no sienten nada de esto, creen que todo está perdido, que no tienen nada que hacer en la Compañía, ya que no son como las demás, y que sería mejor para ellas salirse, ya que están sin amor a Dios.

Pues bien, mis queridas hermanas, es una equivocación. Si cumplís con todas las cosas de vuestra vocación, estad seguras de que amáis a Dios, y de que lo amáis con mayor perfección que aquéllas que lo sienten mucho y que no hacen lo que vosotras hacéis. Observad bien lo que os digo: si hacéis las cosas de vuestra vocación.

Estoy viendo que algunas me dirán: «Padre, yo no hago nada, no experimento ningún progreso; no me impresiona nada de lo que se hace o de lo que se dice. Veo a mis hermanas tan recogidas en la oración, y yo estoy siempre distraída; si leen alguna cosa, las demás sienten mucho gusto en ello, pero yo me aburro. Me parece que esto es una señal de que Dios no me quiere aquí, ya que no me da su espíritu como lo hace con las demás. No sirvo nada más que para dar mal ejemplo». Mis queridas hermanas, esto es una seducción del espíritu maligno, que se esfuerza en ocultaros el bien que realizáis cuando hacéis lo que podéis, aunque no sintáis ningún consuelo.

Hay otras que se preocupan al ver que las demás dejan su vocación. «Esa se ha salido; ¿para qué quiero yo seguir aquí? Tampoco yo hago nada. Si ella consigue su salvación en otra parte, también la podré conseguir yo». Sin embargo, aunque se ven agitadas por estas preocupaciones, no dejan de hacer todo lo que de ellas dependen. Hermanas mías, no os preocupéis. Dios os quiere aquí. No dejáis de estar en su amor, ya que obráis de esta manera; y ésta es una de las señales más grandes que podéis darle.

El mandamiento que Dios nos ha dado de amarlo con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con todo nuestro pensamiento, etcétera, no significa que él quiera que nuestro corazón y nuestra alma sientan siempre ese amor. Se trata de una gracia que su bondad concede a quien le parece. Lo que él quiere es que, por un acto de la voluntad, todas nuestras acciones se hagan por su amor. Al entrar en la Compañía, habéis visto cuáles eran esas obligaciones; os habéis entregado a Dios para cumplirlas en su amor, y todos los días habéis renovado este acto. Estad seguras, hermanas mías, de que, aunque no gocéis del consuelo de sentir la dulzura de ese amor, no dejáis de tenerlo, cuando hacéis lo que hacéis por ese amor.

Pero, padre, ¿cuál es el medio para estar en perpetuo acto de amor? Es preciso que sepáis, hermanas mías, que lo conseguiréis muy fácilmente por cuatro medios, que os voy a decir.

El primer medio para estar en un acto continuo de amor a Dios consiste en no tolerar los malos pensamientos, en tener el espíritu limpio; porque esto disgusta mucho a Dios, que es totalmente puro y santo. Si os viene alguno de esos pensamientos, echadlo fuera lo antes que podáis, pensando en que vuestro corazón es de Dios, que no quiere nada sucio ni manchado. Para esto disponéis de un medio muy fácil. Cuando suene el reloj, pensad en vuestro espíritu que Dios os llama y os dice: «Hija mía, ámame; hija mía, el tiempo pasa y se acerca la eternidad; dame tu corazón». Esto, hermanas mías, con una visión interior y sencilla, os pondrá en la presencia de Dios, limpiará vuestro corazón y os hará producir un acto de amor.

El segundo acto, ya que se trata de que las Hijas de la Caridad amen todas a Dios y siempre a Dios, el segundo medio, digo, consiste en no decir nada que esté mal, en no quejarse jamás, en no murmurar jamás, en no divertirse a costa de las demás, ni de las del fuera ni de las de dentro, en hablar bien de Dios y del prójimo, y de esta manera vuestro corazón se mantendrá en el amor de Dios.

Pero, padre, ¿Es necesario que yo hable siempre de Dios? No. Pero cuando habléis de él, que sea con respeto y devoción.

Cuando estéis juntas en un lugar en donde podáis conversar, hablad del bien que habéis visto en unos y en otros, decid lo bueno que es Dios, que conviene amarlo, o bien explicad cómo le servís, para edificación de aquellos que os escuchan e incluso para la vuestra; si os oyen hablar así, no se permitirán conversaciones impropias.

El otro medio para amar a Dios consiste en seguir fielmente las reglas, que son actos continuos del amor a Dios: apenas levantarse, entregar el corazón a Dios para cumplir su regla y su santísima voluntad; vestirse con este pensamiento; ir a la oración con este deseo y este sentimiento; cuando se sale, servir a los pobres de la forma que nos ordena la regla. Estad seguras, hijas mías, de que si no faltáis a esto, amáis a Dios en un continuo acto de amor.

El último medio para amar a Dios continuamente y siempre, consiste en sufrir: sufrir las enfermedades, si Dios nos las envía; sufrir la calumnia, si cae alguna sobre nosotros; sufrir en nosotros mismos las penas que nos envía para probar nuestra fidelidad. El buen hermano Antonio 4, un santo varón, un gran siervo de Dios, a quien hemos conocido, tenía esta práctica. Cuando se ponía enfermo, decía inmediatamente: «Sé bien venida, hermana enfermedad, ya que vienes de parte de Dios». Si le decían: «Hermano Antonio, dicen que es usted un hipócrita, que está engañando a los demás, que no hace lo que dice» «Sé bienvenida, hermana difamación». Le decían: «Hermano Antonio, hay mucha gente descontenta de usted; se dice que es usted un tramposo, que está engañando al mundo, etcétera». «Sé bienvenida, hermana difamación». Es el hombre más santo que hemos visto en nuestros tiempos. Todos los motivos de aflicción que tenía, los daba como enviados de Dios. De la misma forma, hijas mías, cuando os digan que hay alguien descontento de vosotras, cuando se os atribuyan falsamente ciertas palabras o acciones, decid: «Sé bienvenida de parte de mi Dios». Si os ponéis enfermas, y os veis impedidas para hacer vuestros ejercicios como desearíais, alabad a Dios, que así lo permite. Que ocurra lo mismo con todo lo que os acontezca de contrario o de difícil, acordándoos, hermanas mías, de que no podríais hacer a Dios un sacrificio más agradable de vosotras mismas que entregándoos a él para sufrir lo que él quiera enviaros.

Así que aquí tenéis cuatro medios por los que las Hijas de la Caridad estarán, si los practican, en un acto continuo de amor a Dios.

El primero es, como hemos dicho y lo repito una vez más, habituar nuestro corazón a formar buenos pensamientos, no tolerar que nos veamos distraídos por mil fantasías vanas e inútiles o por pensamientos sucios. Gracias a Dios, no creo que vosotras os veáis atacadas de ellos, pero sí de pensamientos de envidia, de murmuraciones, de descontentos secretos. ¡Cuánto os alejaría esto del amor a Dios y cómo os metería dentro pensamientos de dejar la vocación y de romper con Dios! Mis queridas hijas, tened mucho cuidado con esto, porque es muy peligroso. Si los sentís, procurad rechazarlos y guardaros mucho de consentir en ellos.

Otra manera de demostrar a Dios que le amamos consiste en sufrir las injurias, las calumnias, las penas, a veces muy molestas, que se encuentran en nuestra vocación, y que el santo amor de Dios podrá endulzar. A propósito de esto, hijas mías, cuando oigáis decir (en este momento el padre Vicente cambió de tono de voz y se llenaron de lágrimas sus ojos), cuando oigáis decir que se ha salido una hermana, despreciando las gracias que Dios le ha concedido, no os extrañéis, llorad su pérdida, lamentad el deplorable estado en que ha caído y tomad vosotras nuevas fuerzas con esta ocasión.

¡Pero, Dios mío! ¡Si era una hermana que hacía tanto bien! ¡Nos prometíamos tanto de ella! ¡Seguramente habrá sido por culpa de la compañera y de los superiores! ¡Ay! Guardaos mucho de pensar así, hermanas mías.

Pero voy aún más lejos, pues creo que yo también podría salirme como ella; yo no soy mejor que ella, e incluso soy más imperfecta; tampoco podré durar mucho. Guardaos mucho, hijas mías, de hablar de esta manera, pase lo que pase. Es jugar con Dios, es jugar con vosotras mismas. Aunque así fuera, y aunque fuera peor, no tendríais que preocuparos ni hablar entre vosotras, ni poneros a considerar las razones que hayan podido tener las que se hayan salido, porque nunca les faltará ninguna razón, sino renovad en vosotras el amor a Dios y decid en vuestro corazón: «Dios mío, es verdad que esta hermana, a la que habías llamado tan misericordiosamente, ha abandonado tu servicio. ¡Ay! ¡A dónde vamos a parar cuando tú nos dejas! Si no me sostienes, Dios mío, yo haré otro tanto; pero espero que no me abandonarás; y por mi parte pondré todo mi esfuerzo en ser fiel a tu voluntad. Desde ahora evitaré esos tratos y esos afectos particulares que me han causado tanto daño, y me acercaré a las que tu has dado más fuerzas, para que sus buenos ejemplos y sus instrucciones me puedan aprovechar».

Así es como tenéis que hacer, hijas mías.

¿Sabéis lo que se hace cuando un príncipe se levanta contra un rey, cuando reúne un ejército y se subleva y toma las armas contra él? Cuando hace eso, todos los demás príncipes que no son de su partido van a buscar al rey y le dicen: «Majestad, sabemos que ese príncipe ha roto el juramento de fidelidad que debía a vuestra Majestad; nosotros hemos venido para declararos que no queremos saber nada con él y que por el contrario estamos dispuestos a exponer nuestras vidas en vuestro servicio». De esta forma renuevan las promesas de su fidelidad. Los que están lejos y no pueden venir envían algún mensajero.

De la misma forma, mis queridas hijas, si veis lo que acabo de deciros, aunque una haya fallado a su vocación, tenéis que animaros más a la fidelidad y decir: «No, Dios mío, aunque todas fallen, yo, con la ayuda de tu gracia me mantendré firme».

Y basta por ahora. Tengo prisa y no puedo detenerme más tiempo en explicaros los demás medios, con la esperanza de que la bondad de Dios que os los ha sugerido, os concederá la gracia de serviros de ellos siempre que lo necesitéis. Entre tanto, le suplico con todo mi corazón que os llene de su santo y verdadero amor, que nos conceda las señales infalibles del mismo y nos dé la gracia de ir creciendo en él cada vez más, para que, ayudados de esta gracia, podamos empezar en este mundo lo que hemos de hacer eternamente en el otro, adonde espero que nos conduzca el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *