Abril 1655
El padre Le Blanc ha sido encarcelado. Está expuesto a morir. Hemos de mantener en nosotros el deseo del martirio y compadecer sus sufrimientos. Trabajos y sufrimientos del padre Le Blanc.
Encomendaremos a Dios a nuestro buen padre Le Blanc, que trabajada en las montañas de Escocia, y que ha sido hecho prisionero por los ingleses herejes, junto con un padre jesuita. Los han llevado a la ciudad de Aberdeen, de donde es el padre Lumsden, que no dejara de verlo y ayudarle. En aquel país hay muchos católicos que visitan y asisten a ]os sacerdotes que sufren. Entretanto ese buen misionero está en camino hacia el martirio. No sé si hemos de alegrarnos o de afligirnos por ello; pues, por una parte, Dios recibe honor por su detención, ya que lo ha hecho por su amor; y la compañía podría sentirse dichosa si Dios la encontrase digna de darle un mártir, y él está contento de sufrir por su nombre y de ofrecerse, como lo hace, a cuanto Dios quiera hacer con su persona y su vida. ¡Cuántos actos de virtud estará practicando ahora, de fe, de esperanza, de amor a Dios, de resignación y de oblación, disponiéndose cada vez mejor para merecer esa corona! Todo esto nos mueve, en Dios, a sentir gran alegría y gratitud.
Mas, por otra parte, es nuestro hermano el que sufre; ¿no tenemos que sufrir con él? De mí confieso que, según la naturaleza, me siento muy afligido y con un dolor muy sensible; pero, según el espíritu, me parece que hemos de bendecir por ello a Dios como si se tratara de una gracia muy especial. Es lo que Dios hace cuando uno le ha hecho notables servicios: lo carga de cruces, de aflicciones y de oprobios. Padres y hermanos míos, tiene que haber algo muy grande, incomprensible al entendimiento humano, en las cruces y en los sufrimientos, ya que Dios suele pagar el servicio que se le hace con aflicciones, persecuciones, cárceles y martirio, a fin de elevar a un alto grado de perfección y de gloria a los que se entregan perfectamente a su servicio. El que quiera ser discípulo de Jesucristo tiene que esperar todo esto; pero debe esperar también que, cuando se presente la ocasión, Dios le dará fuerzas para soportar las aflicciones y superar los tormentos.
El padre Le Vacher me escribía un día desde Túnez que un sacerdote de Calabria, donde los espíritus son rudos y toscos, concibió un gran deseo de sufrir el martirio por su nombre, como en otros tiempos el gran san Francisco de Paula, a quien también inspiró Dios ese mismo anhelo, pero sin que llegara a ejecutarlo, por destinarlo Dios a otra cosa; pero aquel buen sacerdote se vio tan movido por este deseo, que cruzó los mares para encontrar ocasión de ser martirizado en Berbería, donde finalmente murió confesando el nombre de Jesucristo. ¡Oh, si quisiese Dios inspirarnos ese mismo anhelo de morir por Jesucristo, de cualquier forma que sea, cuántas bendiciones atraeríamos sobre nosotros! Ya sabéis que hay varias clases de martirio: pues, además del que acabamos de mencionar, está el de mortificar incesantemente nuestras pasiones, y también el de perseverar en nuestra vocación, en el cumplimiento de nuestras obligaciones y de nuestros ejercicios. San Juan Bautista, por haber tenido el coraje de reprender al rey un pecado de incesto y de adulterio que había cometido, y haber sido matado por este motivo, es honrado como mártir, aunque no murió por la fe, sino por defender la virtud, contra la que había pecado aquel incestuoso. Por consiguiente, consumirse por la virtud es una especie de martirio. Un misionero, que es muy mortificado y muy obediente, que cumple perfectamente sus obligaciones y vive según las reglas de su estado, hace ver, por medio de ese sacrificio de su cuerpo y de su alma, que Dios merece ser el único servido y que merece ser incomparablemente preferido a todas las ventajas y placeres de la tierra. Obrar de este modo es publicar las verdades y las máximas del evangelio de Jesucristo, no con las palabras, sino con la conformidad de vida con Jesucristo, y dar testimonio de su verdad y de su santidad ante fieles e infieles; por tanto, vivir y morir de esta forma es ser mártir.
Pero volvamos a nuestro buen padre Le Blanc, y consideremos cómo lo trata Dios, después de haber hecho tantas cosas buenas en su misión. He aquí una cosa maravillosa a la que algunos le querrían dar el nombre de milagro. Hace algún tiempo, hubo en el mar una especie de mal tiempo que hacía la pesca muy infructuosa y puso al pueblo en una extrema necesidad; le pidieron que hiciera algunas preces y echase agua bendita en el mar, pues se imaginaban que la perturbación atmosférica se debía a algún maleficio; así lo hizo, y Dios quiso que volviera enseguida la serenidad y que abundase de nuevo la pesca.
El mismo fue el que me lo escribió. Otros me han hablado también de los grandes trabajos que sufría en aquellas montañas para animar a los católicos y convertir a los herejes, los continuos peligros a que se exponía y la escasez que padecía, no comiendo más que pan de avena. Por consiguiente, si a un obrero que ama tanto a Dios le corresponde hacer y sufrir estas cosas por su servicio y, después de esto, Dios permite que le vengan otras cruces mayores todavía y que lo encarcelen por Jesucristo y hagan de él un mártir, ¿no hemos de adorar esta voluntad de Dios y, sometiéndonos amorosamente a ella, ofrecernos a él para que cumpla en nosotros su santísima voluntad? Pues bien, le pediremos a Dios esta gracia, le daremos las gracias por la última prueba que quiere hacer de la fidelidad de este servidor suyo y le rogaremos que, si no quiere dejárnoslo, le dé al menos fuerza en los malos tratos que está sufriendo o que pueda sufrir en adelante.







