Al señor Vicente Depaul superior de los sacerdotes de la Misión en París
Señor:
Dos razones me mueven a dedicarle Le Bon Laboureur; la primera es la acción de gracias que le debo en nombre de todos los buenos labradores, por el provecho que sacan de sus santas misiones, las cuales obligan a todos cuantos las oyen o tienen algún conocimiento de ellas a bendecir a Dios por haberle trasmitido, gracias a una metempsscosis que sólo a él pertenece, el espíritu, los afectos y el designio, juntamente con el nombre, del gran patrono de los misioneros san Vicente Ferrer, para el bien de nuestro siglo, en el que las misiones apostólicas que él instituyó en SU tiempo son notoriamente más necesarias que jamás lo fueron. Bendito sea Dios por haberle dado este espíritu y la ardiente caridad de Jesucristo que le apremia, tal como vemos, a correr en ayuda de las almas por las que El derramó toda su sangre; y benditos los que, impulsados por la misma caridad, le ayudan en una empresa realmente fatigosa, pero tan honorable y tan noble que no hay otra tan excelente, ya que es la que diviniza a los hombres, asociándolos a los trabajos del Salvador y haciéndoles sus cooperadores en la salvación de aquellos mismos hombres por los que murió. Hombres entre los cuales yo no dudo que han de considerarse todos los primeramente nacidos, a los que el mundo casi no se digna mirar, los labradores y los demás habitantes de las aldeas, ya que han sido singularmente distinguidos por Nuestro Señor, que para demostrarles su particular amor quiso que fueran los primeros en recibir la nueva de su nacimiento en el mundo, como si hubiera nacido primeramente por ellos, y durante los años de su manifestación fue a buscarlos de acá para allá por los pueblos y aldeas para anunciarles el Reino de Dios; y finalmente se dignó por una prerrogativa de favor incomparable hacerlos sus compañeros en los trabajos de su pasión. Porque Simón Cirineo, que le ayudó a llevar la cruz, nos dice el evangelista que era un hombre que venía de una aldea; todas estas consideraciones son dignas de ese celo ardiente que tiene usted por los pobres aldeanos; por eso, ciertamente, tiene ese consuelo y esa predilección en sus planes, que, aunque nuestro siglo sea indiscretamente crítico, y aunque boy la mayor parte del mundo, midiendo por sus sentimientos los proyectos de devoción de los demás, se complace en censurar todas las nuevas fundaciones, bien sea de órdenes religiosas, bien de otras congregaciones o comunidades, sin embargo la de usted, por cierto privilegio secreto, que es una manifiesta bendición de Dios, sigue a cubierto de la contradicción de las lenguas y obtiene una aprobación general en el espíritu y en la boca de los que saben lo que es, y que se sienten inundados por el buen perfume con que impregna todos los lugares adonde va, y reconocen en la abundancia y suavidad de los frutos que el árbol que los produce tiene que ser necesariamente muy bueno.
Pues bien, además de esta razón general, tengo otra especial para dedicarle Le Bon Laboureur: es la acogida que ha tributado a su primera edición, que le obliga a acudir a usted cuando está a punto de aparecer por segunda vez. Y como no ha venido al mundo más que para servir a la instrucción de las personas campesinas, acude a ofrecerse todo lo que es y todo lo que puede, mendigando ante usted todo el crédito que necesita para ser útilmente empleado. No es que necesite en adelante nuevos impulsos, ya que, gracias a Dios, ha superado todas las esperanzas de su autor, recibido en todas partes en las que se ha presentado mejor de lo que merecía; sino porque la recomendación que hasta el presente ha gozado por su parte le ha dado mayor crédito y está convencido de que, confesándose completamente suyo, usted le tratará precisamente como tal y suplirá con su extraordinaria caridad sus demasiados defectos.
Mejor hubiera sido para él que, antes de emprender la instrucción de los demás, hubiese aprendido de usted; pero, en fin de cuentas, me ha sucedido algo parecido a lo que ocurrió hace tiempo a un gran eclesiástico de España, el Maestro Avila, cuando vio a la Compañía de Jesús fundada por san Ignacio: «He aquí, se dijo, un proyecto que yo había concebido, pero con tanta confusión que mi espíritu no pudo darlo a luz». En cierto sentido, yo digo lo mismo sin querer entrar por ello en comparación con aquel gran hombre. Realmente creo que es ésta una verdad que creo haberle confesado otras veces: que habiendo pensado durante muchos años en contribuir todo lo posible a la ayuda de los pobres aldeanos, obligado a ello por mi nacimiento, por mi condición de eclesiástico y por las necesidades que tan claramente vemos por doquier, al ver la obligación que tenía de proseguir este proyecto según mis alcances! conocí afortunadamente la institución de su congregación, dedicada a bajar, y fue esa simpatía de inclinación y de búsqueda de la misma finalidad lo que me hizo buscar ardientemente el honor de conocerle, que yo apreciaré durante toda mi vida, y el medio para aprender prácticamente las misiones, en las que me hizo usted el favor de ocuparme como buen misionero, en la medida que permitan mis ocupaciones, y que me hicieron confesar que encontraba especialmente en sus misiones todo lo que había buscado con tanta fatiga y que no había podido encontrar en ninguna parte, esto es, la forma verdadera de asistir útilmente a los labradores. Y si no hubiese sido porque el pobre Bon Laboureur ya se había asomado a la mitad y su impresión estaba ya casi acabada, lo hubiese mantenido en casa, sin salir, hasta que hubiese aprendido en su escuela lo que luego hubiera de repetir a los aldeanos: sin embargo, como estaba ya muy adelantado, le permití, tal como me ordenó, que se dejase ver, con la condición de que otra vez, si volviese de nuevo a la imprenta, haría la caridad de corregir sus defectos. Ha sido la ejecución de esta promesa lo que le ha hecho esperar, y sus ocupaciones serias y continuas, según creo, lo han mantenido atado hasta el presente. No obstante, no han faltado las presiones para que salga tal como está, y así sale para contentar a los premiosos. Pero no quiere hacerlo sin llevar los rasgos de usted, para tener más motivos de confesarse suyo, ya que ha tomado prestadas de sus misiones las reglas y la institución de la cofradía de la Caridad, para darlas a conocer por todas partes adonde llegare, como prácticas muy aptas para los labradores, y de piedad ejemplar y muy necesaria para las aldeas: siempre con la esperanza de que alguno de estos días le conceda enteramente su caridad y cumpla con su promesa, a fin de que parezca menos defectuoso la tercera vez que salga, si sale adelante. Eso es lo que le suplico, señor, y que me siga concediendo el honor de sus favores, con el lugar que me ha dado entre sus misioneros, y el favor de ser, señor, su muy humilde y muy querido servidor,
R. DOGNON







