No tiene razón, mi querida hija, al pensar que yo he creído que no había aceptado con agrado la propuesta de la señorita, porque no he pensado nunca en ello. Y no he pensado, porque estoy seguro de que usted quiere y no quiere lo mismo que Dios quiere o no quiere, y que no está jamás en disposición de querer y no querer más que lo que nosotros le digamos que nos parece que Dios quiere o no quiere. Reconozca, pues, su culpa en ese pensamiento y nunca le vuelva a dar entrada en adelante. Procure vivir contenta en medio de sus motivos de descontento y honre siempre el no-hacer y el estado desconocido del Hijo de Dios. Allí está su centro y lo que El espera de usted para el presente y para el porvenir, por siempre. Si su divina Majestad no le hace conocer, de una forma inequívoca que El quiere otra cosa de usted, no piense ni ocupe su espíritu en esa otra cosa. Déjelo a mi cuenta; yo pensaré en ella por los dos.
Pero pasemos al pequeño hermano Miguel. Cierto, querida hija, que esto me afecta; sus sufrimientos me son sensibles, y también los que usted tiene por amor a él. (Pues bien, todo será para un bien mayor!
)Qué le diré ahora de aquél a quien su corazón quiere tanto en Nuestro Señor? Va un poco mejor, al parecer, aunque siempre con alguna pequeña impresión de sus escalofríos. Por lo demás, le han propuesto y le apremian a que marche a Forges y que parta mañana, y el señor médico le aconseja que aproveche la ocasión que ahora se ha presentado de ir en carroza. Ciertamente, mi querida hija, todo esto me afecta mucho más de lo que podría expresar: ¡que se haga tanto por un pobre esqueleto! Pero, si no lo hago, se quejarán de mí nuestros padres, que me apremian mucho porque les han dicho que esas aguas minerales me vinieron muy bien otros años en semejantes enfermedades. En fin, me he propuesto dejar hacer en la forma que me parece que haría nuestro bienaventurado padre. Así pues, si me marcho, le digo adiós, mi querida hija, y me encomiendo a sus oraciones y le ruego se mantenga como hasta ahora. No diga nada de esto a nadie, por favor, porque no sé si las cosas saldrán bien. Mi corazón no ha podido ocultárselo al suyo, ni tampoco a nuestra madre de Santa María ni a la señorita du Fay
Animo; ya le he dicho bastante a mi hija. He de acabar diciéndole que mi corazón guardará un tierno recuerdo del suyo en el de Nuestro Señor y por el de Nuestro Señor solamente, en cuyo amor y en el de su santa Madre quedo su humilde servidor.







