EL Señor echará la bendición
sobre todas las obras de tus manos.
(Deuteronomio, XXVIII.)
LOS territorios que primero visitó Santa Luisa en sus funciones de caridad fueron los establecidos en los dominios de la casa de Gondi, en Montmirail. En su porte distinguido podría adivinarse algo de la belleza delicada de su alma. Vestida con
el luto de la viudez, sencillamente ataviada al uso de las damas de su época, desconocida de sus compañeros de viaje, se lanza por los caminos del Señor, pleno el corazón de confianza en la misión que se le ha encomendado. Su equipaje es reducido, pero práctico: algunos medicamentos, ropas, y ciertos socorros materiales que no pudieran encontrarse fácilmente en una aldea; el reglamento de las Cofradías, y una memoria escrita por San Vicente sobre el modo de establecerlas y visitarlas.
¿Quién de los que pasaron a su lado pudieron adivinar en la pálida figura de la señorita el alma santa que llevaba en germen una de las obras más grandes que todos los tiempos han contemplado? Envuelta en su sencillo manto sube modestamente a la diligencia que va a llevarla a su primera misión de caridad. Rueda el vehículo por las tortuosas carreteras que lo alejan de París; se entablan las conversaciones en torno. Las paradas hacen a la gente más afectuosa, gente que apenas se ha conocido y traba conocimiento en ese trance de simpatía que es todo viaje. Se levanta el velo de la discreción en torno a los mil asuntillos de la vida privada; rondan los intereses y las desazones.
A las paradas de la diligencia sucede la animación de los recién llegados. Igual que en nuestros modernos medios de locomoción, vemos que los viajeros a veces se apasionan por futilidades que toman en ciertas ocasiones un tinte agrio y en otras se mantienen en una sencilla alegría. Así era el ambiente de las diligencias en las que viajaba la señorita Legras. Veámosla en su primera salida y consultemos los sentimientos de su corazón.
¿Podríamos captar toda la riqueza interior que se desborda de la suave mirada que dirige a su alrededor? En su alma reina soberanamente eI amor de Dios pero aquel sentimiento debe traducirse ahora en obras exteriores. De San Vicente es la siguiente frase: «Si el amor es un fuego, el celo es la llama». Luisa de Marillac, la que sintió en el alma los vagos escrúpulos que la atormentaron horriblemente, la de las suaves direcciones de conciencia, ya hoy, por primera vez, en busca del pobre. Su misión es altamente delicada. De ella depende el que la Cofradía de la Caridad que va a visitar quede sólidamente establecida.
Ahora ya no puede contentarse con mirar exclusivamente al Señor en sí mismo; ahora debe mirarlo en todas las personas que la rodean. Y el cántico de la caridad empieza a sonar armonioso dentro de aquel corazón tan debatido antes por la incertidumbre, por los escrúpulos y por el miedo.
Es suave la mirada que Luisa de Marillac dirige en torno a aquellos sus primeros acompañantes de viaje: hombres y mujeres que ya no debían serle indiferentes; hombres vulgares, mujeres más vulgares todavía, riendo bajo sus cofias de lino, ajenas por completo a los sentimientos de aquella dama que empezaba a vivir su hermosa aventura de santidad. Dios miró con infinita complacencia a su sierva, que, entre aquellas gentes, ignorantes completamente de su misión, iba a buscar lo que en ellas había de más valioso, es decir, su alma.
Luisa dejaba vagar su mirada por entre los campos que se abrían sonrientes entre la bruma de la ciudad para dejar ver los campanarios de las iglesias; a su vista, adivinando cercana la morada del Dios del Amor, fue cuando por primera vez brotó del corazón de Santa Luisa aquella hermosa oración que sus Hijas recogieron como legado precioso del amor de su Santa Fundadora al misterio de la Eucaristía:
«Angel mío muy amado, id, os lo suplico, al Tabernáculo donde Jesús reposa y decidle que le adoro y le amo con toda mi alma. Suplicadle a ese Divino Prisionero del Sagrario que venga a mi corazón y fije en él su morada. Mi corazón es demasiado pequeño para contener tan gran Rey, pero lo agrandarán mi amor y mi fe.»
Llegada a la Cofradía de la Caridad, Luisa se reunía con las señoras o damas de dicha Cofradía, que comenzaban sus caritativos ministerios siguiendo las iniciativas y consejos que de ella recibían. La primera visita a los dominios de la familia, Gondi no podía por menos de ser ventajosa a las intenciones de la señorita, puesto que las almas de los vasallos de dicha familia estaban trilladas por la incansable labor de Vicente, capellán de la casa en otro tiempo; su estancia en ellos no fue para Luisa sino un gran consuelo, una verdadera compenetración de corazones. Lejos de (presentar a la visitante oficial, mandada por Vicente de Paúl, que venía de París a revisar la marcha de un organismo incipiente todavía, Luisa me hizo pobre entre los pobres, y, en lugar de escoger como residencia la señorial morada, que se abría de buen grado para darle confortable acogida, amó más el trato sencillo de las gentes a quienes venía a visitar, para que nada ajeno a la caridad se mezclase en la hermosa obra que iba a hacer en nombre de Dios. De este personal comportamiento entre las pobres gentes del campo había de tomar los principales fundamentos que más tarde daría a sus Hijas para el servicio de los menesterosos a que se consagraban;
«Una verdadera Hija de la Caridad es de Dios por el servicio de los pobres. Por tanto, debe estar más con los pobres que con los ricos.»
Su misión caritativa no era, pues, ordenancista ni burocrática. Nada más ajeno a su afán incontenible de darse a los pobres enteramente, puesto que a ellos quería consagrar lo mejor de sí misma. Visitaba las chozas más miserables, donde se albergaban familias enteras junto a un hogar pobre, en el que ardían, crepitantes, algunos troncos de leña, cuyas llamas hacían nacer en las pupilas de los pobres vagas iluminaciones. Se inclinaban sobre los lechos malolientes, donde estaba postrado algún enfermo, torturado el semblante por la enfermedad o el abandono. Se sentaba en los pequeños troncos que, mal tallados en la madera de los bosques cercanos, servían de silla a aquellas pobres gentes. Daba las medicinas y los remedios a los enfermos; servía la pobre comida, aún humeante, a los que se hallaban imposibilitados de alimentarse por sí solos.
La fina intuición de la señorita Legras sabía captar el mundo doliente de aquellos desgraciados, sujetos para siempre a la miseria por los reveses de una hacienda mal administrada, por la enfermedad que había hecho vender los pocos bienes heredados del patrimonio familiar, cuyos frutos pasaban intactos a las manos del señor. Esa letanía dolorosa que atenazaba el corazón de cada uno de los pobres venía a los labios en presencia de aquella amable dama que les había tendido una mano caritativa.
Luisa escuchaba pacientemente aquella cadena de dolores ajenos, siguiendo el consejo del Apóstol, enfermando con el enfermo, sufriendo con el que sufría, llorando con el que lloraba. Aquí hicieron crisis aquellos escrúpulos incoherentes que la martirizaron durante tantos años. El ser testigo de estas miserias no podía por menos de elevar su corazón a Dios, despreocupándose de sí misma, y pedirle misericordia para los desgraciados. Ella misma debía ser, con sus oraciones, el canal por donde les llegara el socorro divino. Animaba al propio tiempo las almas de los pobres, haciéndoles pensar en los consuelos eternos;
«¡Qué frágil y corta es esta vida, y qué larga, amable y deseable la eternidad dichosa! Pero no podemos llegar a ésta si no seguimos a Jesús, que pasó toda su vida en trabajos y padecimientos.»
Luisa de Marillac debió de sentir las más puras alegrías al aliviar los dolores de aquellas almas que veían a Dios en ella, que recibían con mano agradecida los favores de su caridad. Era el intercambio admirable por el que Dios se acercaba a ella. Luisa daba a Cristo a los pobres; Cristo se daba a ella, mirándola agradecido a través de los ojos de los desgraciados, sonriendo en el rostro de los niños harapientos y temblando en la mano descarnada de los ancianos.
La Iglesia ha puesto en la Comunión de la misa propia de Santa Luisa un texto del Profeta Isaías que anuncia la hermosa amplitud de la caridad: «Ensancha tus tiendas, busca lugar más espacioso para tus pabellones, porque tu prole se enseñoreará de las naciones». Esta prole, este ejército pacífico que forman hoy las Hijas de la Caridad extendidas por el mundo entero, ¿estuvieron presentes al corazón de Santa Luisa en aquellos momentos en que se dedicó a sus primeros trabajos de caridad? Es algo aventurado suponerlo, porque nada se deja traslucir en los escritos de la Santa, y San Vicente siempre atribuyó la fundación de la Compañía de las Hijas de la Caridad a Dios mismo, manifestando repetidas veces que ni él ni la señorita habían querido fundarla.
¿Acaso Dios, por medio de una iluminación poderosa en el alma de Santa Luisa, quiso darle a conocer que esos humildes principios habrían de coronarse con una expansión formidable de caridad?
Jamás había manifestado ella nada sobre este particular, lo cual nos hace pensar que se entregó a la caridad sin otra mira que la caridad misma. Obediente siempre a las directrices de Vicente de Paúl, hizo sencillamente lo que la prudencia de este santo sacerdote le indicaba y se dejó guiar por su alma de fuego, que era capaz de transformar al mundo con el incendio de la caridad. Luisa quedó igualmente prendida en la llama divina que, consumiendo los pobres restos de su nada, la hizo aspirar únicamente a Aquel que, desde los primeros años, la persiguió en amoroso trance hasta hacerla suya de la manera más insospechada, pero más perfecta.
Este «dejar a Dios por Dios», en frase de San Vicente, exigió desde el primer momento una aplicación práctica en los mil detalles necesarios a toda caridad organizada. Ese vivir ininterrumpidamente en la presencia de Dios—Dios en el alma, Dios en la Eucaristía, Dios en el pobre—no es un arrebato místico al que se llega por la ascensión apresurada del éxtasis, sino una subida cotidiana por los peldaños del sacrificio personal.
Imaginemos por un momento la administración de los remedios a los enfermos, remedios caseros en su mayor parte, que exigían un cuidado exquisito en su aplicación, precisamente por lo rudimentarios. Equiparemos nuestras modernas técnicas en el servicio del enfermo y, comparándolas con las del siglo XVII, veamos que la aplicación era aventurada muchas veces, y, por tanto, exigía grandes cuidados, si de cuidar con caridad se trataba.
A estos quehaceres en la persona del pobre y del enfermo se unían los de la organización de la Cofradía. Las aptitudes de Luisa de Marillac como organizadora están patentes en sus avisos, en sus cartas, en el testimonio de las hermanas y damas que la conocieron. Supo inspirar a las damas de las Cofradías la confianza necesaria para dejarse reorganizar por ella, tras las primitivas directrices de San Vicente, de quien les comentaba las advertencias y avisos. Entraba en los delicados detalles de la administración, rectificando todo lo que no estaba bien organizado. Todas estas gestiones no hubiera podido llevarlas a cabo sin un verdadero don de gentes, sin esa delicadeza de espíritu que corrige sin herir.
Esta actividad que desbordaba del alma de Luisa no se convirtió nunca en estériles afanes. Nada más ajeno a la contextura espiritual de nuestra santa. Dios estaba presente a sus idas y venidas, bendecía de manera especial sus correrías apostólicas y hacía de ella un instrumento dócil, cada vez más entregado a Él. Así lo consigna ella en el cuaderno en que anotaba sus pensamientos:
«Partí el día de Santa Águeda, el 5 de febrero de 1630—nos dice en cierta ocasión—, para ir a San Claudio. En la Sagrada Comunión me pareció que Nuestro Señor me inspiraba el pensamiento de recibirle •como al esposo de mi alma, y asimismo que esto era una manera de esponsales, y me sentí profundamente unida a Dios en esta consideración que fue extraordinaria para mí; tuve el pensamiento de abandonarlo todo para seguir a mi Esposo Celestial, mirarlo de ahora en adelante como tal, y considerar de ahora en adelante las dificultades que encontrara en mi camino como recibidas de la participación de sus bienes.»
Dios, que había querido que Luisa participara de la vida de matrimonio, le había hecho conocer hasta dónde la esposa debe consagrar completamente la vida al esposo, ser una con él en aspiraciones, dejarse tratar como tal en las vicisitudes de la vida conyugal. No era otra cosa lo que el Esposo Celestial le pedía en esos momentos; le pedía el vínculo sobrenatural más fuerte con que unirse a ella para poder reclamar de su corazón todos los pequeños cuidados, todas las grandes atenciones que el esposo reclama de la esposa.
«Esta vida es corta—diría más tarde—y la recompensa de nuestros trabajos es eterna; pero no se da sino a los que hubieren peleado con valor. Deseo que triunfe el amor de Jesucristo, por quien se vencen todas las dificultades, confiando más en Él que en las criaturas.»
Alguien ha hecho un paralelo entre Santa Teresa de Jesús, la monja andariega del siglo XVI, y Santa Luisa de Marillac, la caritativa andariega del siglo XVII. Es indudable que estas dos almas, celosas del amor divino, quisieron llevarlo a las almas de los demás, aunque por caminos distintos.
En Teresa arde la llama de la contemplación, y ahonda el interior de su alma hasta descubrírnosla toda palpitante en sus escritos. Teresa no es un alma huraña, a fuer de contemplativa; tiene ese inconfundible atractivo que ejercen a su alrededor las almas grandes. Teresa no se contenta con medianías a flor de labio; los recintos de la Encarnación son pequeños a su vasto corazón, no por angostos, sino por la pequeñez de las almas que allí se encierran, envueltas aún en mil cuidados de este mundo. Por eso emprende la gigantesca obra de la reforma carmelitana, que iba a ser una de sus mayores glorias de santa y de mujer. Y para comunicar su llama a otras almas no vacila en tomar los caminos de España y recorrerlos todos a despecho de los enemigos de sus andanzas de fundadora.
Que sus contrariedades fueron considerables nos lo hace patente su vida, escrita por ella misma. De vez en vez solía decir: «¡Válame el Señor, y cómo trata Dios a sus amigos !»
Teresa trabajó más por la gloria de Dios en los caminos de España, abriendo monasterios, vistiendo pobres hábitos, cantando alegremente junto al pesebre de Navidad, que muchos misioneros enarbolando la cruz en los países de infieles.
Luisa de Marillac tiene la santa osadía de lanzarse al servicio de los pobres con el apresuramiento del que es llevado en alas del amor al prójimo. Recorre los caminos de Francia, alivia las necesidades, extiende la doctrina de Jesucristo, prepara a los enfermos a una muerte santa, se rodea de pobres que escuchan sus palabras de aliento y lleva como lema de todas sus acciones la caridad.
Teresa de Jesús anhela fundar en todo el reino sus palomarcicos, donde unas almas puras, alegres, sacrificadas, vivan solamente para Dios y con el fin exclusivo de darle gloria, ofreciéndose a Él como víctimas voluntarias por este mundo de pecado. Luisa de Marillac tiene un anhelo parejo en sublimidad al de Teresa de Ávila: quiere extender el amor de Dios en las almas que lo desconocen. Y más tarde lanzará a sus Hijas humildemente, sencillamente, a una tarea heroica, insospechada en sacrificios, total, abandonada en la Providencia.
Las dos santas renovaron en su siglo la vida religiosa. Teresa de Jesús hizo la vida contemplativa más austera, vaciándola de los moldes viejos en que se hallaba como anquilosada y dándole nuevas alas para volar a Dios. Luisa de Marillac hará una revolución más radical todavía: Si sus hijas se hallaran sujetas a la vida monacal no podrían ejercer el ministerio de la caridad hacia el prójimo, o tendrían que contentarse con ayudarlo con limosnas aisladas. Por esto ellas habrían de darse, no en la limosna, sino en sí mismas, sirviendo al Señor—en frase de San Vicente—»con el sudor de su rostro y el esfuerzo de su brazo». Estas dos santas, encarnación viviente de la mujer fuerte de la Sagrada Escritura, tienen una sublime semejanza en la potencia de su amor a Dios y en el celo infatigable que mostraron por su gloria en el seno de la Iglesia.