CONTIGO ha hablado mi corazón;
en busca de Ti han andado mis ojos.
¡Oh. Señor, Tu rostro es lo que yo deseo contemplar!
(Salmo 26, 8.)
HAY almas que, determinadas a seguir la voz de la gracia divina que se insinúa en su corazón, van directamente, sin titubeos, hacia el fin que se proponen alcanzar, viendo clara, evidente, la senda que deben seguir en este peregrinar hacia el cielo que es
nuestra vida. Otras, por el contrario, oscilan hasta hallarse definitivamente en el centro que la divina providencia ha deparado a su salvación.
En la vía de la santidad hay quienes, como Santa Teresa del Niño Jesús, encuentran su camino fijo, inalterable, desde los primeros años de su edad, y corren por él con la agilidad de los que divisan una meta cercana. Hay almas que buscan al Señor tras un preámbulo más o menos tortuoso, pero siempre providencial, tal como la vida de Santa Juana Fremiot de Chantal, contemporánea de Santa Luisa, que fue felicísima en su matrimonio, vivido íntimamente en las delicias de un hogar aristocrático. El barón de Chantal, su esposo, muere en una cacería y Juana Francisca, truncadas sus ilusiones, encuentra un amor mucho más sublime en su consagración a Dios, llevada de la mano por el Santo Obispo de Ginebra, Francisco de Sales.
La baronesa, mundana en un principio, ve trocarse las ilusiones de su alma en algo más santo. ¿Podría creerse en una evasión al fracaso brusco de su vida conyugal? Humanamente hablando así lo parece, puesto que ella nunca hubiera pensado en consagrarse al Señor si la desgracia no hubiera llamado a su puerta. Providencialmente, y del lado de la mirada divina, ese proceso estaba preparado en el alma de Santa Juana Francisca de Chantal para hacer eclosión, de acuerdo con su fidelidad a la gracia, en aquella su amorosa entrega a Dios, a la que arrastró definitivamente a sus propias hijas, que vivieron como religiosas en el Monasterio de la Visitación que ella fundara.
En su adolescencia Luisa de Marillac sintió incesantemente el aguijón de su entrega a Dios. Mas, por misterios que sólo Él conoce, se vio privada de la luz necesaria para seguir su verdadero camino hasta bien entrada su alma en las vías de la santidad. Luisa está en los diecinueve años y se prepara a sus tareas futuras en su modesto pensionado o en la familia de Attichy, sus parientes próximos. De su porvenir, prácticamente, lo ignora todo; lo que desea es la vida religiosa, claustrada, contemplativa.
Su alma se abrió voluntariamente a su tío Miguel según las cinco cartas que este gran cristiano dirigió a su sobrina, y que aún se conservan; en ellas se descubre una gran intimidad espiritual que no se deja ver en el resto de la correspondencia de la joven huérfana con sus parientes. Miguel de Marillac no fue ajeno a la fundación del Carmelo en Francia, en 1602, ni a la instalación de las ursulinas y de los padres del Oratorio.
La preferencia personal de Luisa se fija en las capuchinas, también llamadas Hijas de la Pasión, que la duquesa de Mercoeur acababa de establecer en París en 1606. Estas religiosas viven bajo la dependencia de la nobleza del reino, sin la que ningún monasterio hubiera subsistido. Era la forma de toda vida claustrada de la época, pues el Carmelo, única excepción, al llegar de España necesitó que madame de Longue ville pusiese todo su esfuerzo en su establecimiento.
La pobreza material y la labor manual eran los distintivos de la Comunidad recientemente establecida. La instalación de las Hijas de la Pasión se desplegó en ceremonias espectaculares que no habrían podido menos que despertar la admiración de las jóvenes de la capital. Luisa no debió ignorar la solemne procesión que desde el patio del hotel de la duquesa de Mercoeur pudo contemplar todo París en sus calles. Veinticuatro capuchinos precedían a las religiosas y las conducían en medio de la gente que se apiñaba a su paso hasta la iglesia, donde las aguardaban dos prelados revestidos de ornamentos litúrgicos.
Las religiosas se situaron en semicírculo en el santuario. Después cada una tomó un cirio de cera blanca mientras los acólitos entonaban la antífona Accipe lumen, y al terminar, el Arzobispo de París les dirigió la palabra, y al fin de su exhortación depositó sobre las cabezas de cada una de las religiosas, arrodilladas, una corona de espinas, al canto del Veni Sponsa Christi.
En la iglesia de los Capuchinos se desarrolló la ceremonia de vestidura del hábito, mientras que el sermón estuvo a cargo de uno de los más célebres predicadores de París.
Miguel de Marillac se sintió atraído por los ejemplos de santidad de los capuchinos y revistió la túnica gris de la Orden Tercera de San Francisco.
No es extraño que Luisa, adolescente, tuviese abiertas las puertas del convento de las Hijas de la Pasión, puesto que los más destacados miembros de su familia estaban ligados a la Orden franciscana.
Pero Dios, que tiene sus designios sobre las almas, rehusó, por medio del padre De Champigny, la propuesta que las religiosas le hicieron por su parte de que la joven Luisa de Marillac pasara a formar parte de la Comunidad recientemente fundada. El mencionado padre, autoridad suprema en estas cuestiones, aducía la complexión algo débil de Luisa, que de momento hacía considerarla poco a propósito para llevar una vida de austera penitencia dentro del claustro, y que sin duda Dios quería otra cosa de ella.
Aconsejada por su tío Miguel, se decidió a contraer matrimonio con Antonio Legras, hombre de estimables condiciones, empleado en la Secretaría de la reina María de Médicis.
Esta determinación parece desconcertante en el camino de un alma llamada a pertenecer al Señor, como se desprende de su ardiente deseo da contarse entre las Hijas de la Pasión.
Una renuncia al estado de consagración exclusiva a Dios debía llevar aparejada para Luisa la desaparición de uno de los más bellos ideales de su vida. Su espíritu inclinado a la oración y a la penitencia, como lo indica la elección de una Comunidad que tenía por divisa estas dos virtudes, lo afirma claramente.
Hay que tener en cuenta que dondequiera que Luisa se hubiera vuelto a buscar otra comunidad hubiera encontrado parecidos inconvenientes. La vida religiosa activa no se conocía como tal en el siglo XVII. A ella, junto con San Vicente de Paúl, le ha cabido la gloria de inaugurarla en la forma que hoy la caracteriza. Existían efectivamente comunidades dedicadas a la enseñanza, en la forma que llamaríamos mixta como era el Instituto de las Ursulinas. Luisa no pudo ignorarlo, pero no tenía vocación de enseñanza. El Carmelo podía atraerla, mas no hay ningún indicio que nos señale que ni un solo instante tuvo el pensamiento de entrar en él. La vida activa en general, para las comunidades de su siglo, se concretaba a la forma que hemos visto que se daba en el Monasterio de Poissy, donde no constituía sino una prolongación de la vida monacal de las religiosas. Existían además algunas formas esporádicas de caridad, sujetas igualmente al régimen monástico, como el socorro alimenticio a los pobres en las abadías benedictinas y dominicanas, todas ellas ajenas al carácter general del instituto religioso.
Además, Luisa de Marillac tenía vocación decidida por la vida de penitencia y austeridad que las capuchinas inauguraron en Francia; la negativa de aquel que, en este asunto, podía significar la voz de Dios la hizo apartarse de dicho pensamiento y le cerró, por decirlo así, las puertas de la vida religiosa.
Su primer biógrafo Gobillon, afirma que Luisa se decidió por el matrimonio con el único fin de buscar «un modo de establecerse en la vida». Y asegura que su enlace con Antonio Legras, en febrero de 1613, cuando ella contaba veintidós años, fue una escuela que alentó su virtud, dadas las ejemplares condiciones del hombre que se unía a ella, puesto que la ponía en perfecto estado de ejercer una vida auténticamente cristiana.
El complejo de un alma en la situación en que se encontraba la de Luisa en esta ocasión implicaba, o un retroceso notable en la vida del espíritu, o un avance en el camino de Dios. Si, efectivamente, Luisa tomó esta determinación de establecerse—terrible panorama de la mujer del XVII—, pudo seguir un doble proceso: por una parte, el de renunciar al Señor, pasando tangencialmente por los caminos del espíritu para tomar los de una vida más calculadora y acomodaticia, adormeciendo sus propios sentimientos y decidiéndose por la previsión del mañana, por lo más fácil para su desenvolvimiento social en un mundo sin alternativas para una joven huérfana ; en este caso las líneas de su perfil se trocarían en las agobiantes sinuosidades de una materialización de sentimientos. O tal vez Luisa, contando con la renuncia a la vida religiosa, que efectivamente se le cerraba, no claudicó en sus ideales al contraer matrimonio ni los mantuvo en la misma forma en su desenvolvimiento y proceso posterior. Sino que, afirmando una vez más su energía de espíritu para seguir la gracia del consejo que se le otorgaba, se unió a Antonio Legras para hacer de su matrimonio un alentador sustitutivo de la vida religiosa, no en la forma, puesto que Dios le pediría nuevas obligaciones, sino en el fondo, aunque a ella, por el momento, no se lo confesara así.
La renunciación forzosa de su vocación a la vida contemplativa, su unión con el caballero Legras, no representan para Santa Luisa una tortuosa revuelta de su ascensión a Dios. Mirada con los ojos humanos, habríamos de trasladarnos a su siglo para conocer la situación de una mujer en su esfera social, la influencia del consejo familiar, las formas peculiares de la vida femenina, limitadas, rígidas, uniformes, para que pudiéramos comprender su situación. Mirada con los ojos de lo divino, y con la perspectiva que los siglos nos señalan, precisa y claramente, aquella decisión no podía menos de ser providencial, puesto que abría nuevos horizontes a la visión panorámica de Luisa e iba a ser para ella una nueva escuela de amor y sufrimiento, donde se tamizara provechosamente su alma.
Luisa quedó convertida por su matrimonio en Mademoiselle Legras. La categoría social de su esposo, aunque destacada en la corte, no alcanzaba el rango que hubiera dado el tratamiento de Madama a nuestra santa.
La vida matrimonial mostró a Luisa un amplio panorama en la práctica de las virtudes. A nadie se le escapa que, en la mayoría de los casos, la entrega mutua de los esposos supone también un mutuo renunciamiento en pro del bienestar de esa pequeña pero importantísima célula social que es la familia. Quienquiera que analice con los ojos del espíritu la renuncia que supone el cumplir adecuadamente los deberes de esposa verá que para llenarlos se necesita un acopio de virtudes nada fáciles; la falta de ellas, sobre todo en la esposa, convierte al matrimonio en yugo estéril para la vida eterna. De ahí el vacío de muchos hogares.
Luisa de Marillac llevó al matrimonio las más espléndidas dotes que puede aportar una mujer: su espíritu y su corazón. Inútil sería pensar que se replegaron ante sus nuevas ocupaciones, quedando en el fondo de lo inconsciente en su nueva vida. Luisa de Marillac se dio completamente a su matrimonio, porque así se desprende del celo con que llevó a cabo la marcha de su hogar, el amor santo que sintió por su esposo y por el hijo que Dios les había dado, las tareas caritativas en torno a los parientes cuya fortuna se había desvanecido y el amoroso cuidado con que atendió a su esposo cuando Dios, que quería probar el alma de su siervo, le quitó la salud.
Las alternativas de su espíritu en esta época nos presentan ese combate definitivo que Dios pide a todas las almas. Lo que parece patrimonio de los santos no está hecho para ellos exclusivamente; cualquier hombre puede notar el toque divino de la gracia en los acontecimientos de su vida, y en sí tiene la indiscutida libertad de aplicar a ellos la voz amiga, la voz de Dios, que se hará sentir allá en el fondo de su alma.
Luisa de Marillac, entregada por completo a la vida de su hogar, amorosamente inclinada hacia los pobres, cooperando con su marido a la educación de su hijo y a esos mil detalles que hacen la vida amable, va a oír, acuciante, la llamada del cielo. Y esta vez por las sendas tortuosas de la tentación, de la incertidumbre y del dolor.
Esposa y madre modelo, tenía un alma de grandes aspiraciones—compensación de lo cotidiano—, y su espíritu, preparado por el Señor para una obra gigante, estuvo oscilando entre quedar anclado en esas formas cerradas de sus obligaciones familiares o desplegarse, en busca de su Dios, de manera más directa.
De ahí que la ascensión de su espíritu fuera constante durante el período de su matrimonio, y que los distintos movimientos de su alma se dirigieran siempre a buscar el bien. De tal modo se inclinaba a la oración y a la piedad—balance exacto de un alma equilibrada—que su director hubo de disuadirla muchas veces de su excesivo recogimiento: «Me complace—le decía en una carta—que vuestros ejercicios espirituales y retiros os sean tan provechosos y agradables. Pero hace falta que los toméis como la miel: muy sobriamente. Vos tenéis una cierta avidez espiritual que es necesario que sea moderada.»
Esta avidez, que el juicio del prudente director quería templar, era en ciertos momentos fruto de una reconcentración excesiva. Su vida, mortificada en cuanto al alimento y las disciplinas corporales, no cayó, sin embargo, en esas lamentables angustias personales que hacen insoportables a veces los obligados roces del hogar.
Hay un testimonio valiosísimo de que la hermosa armonía de su alma no se rompió nunca en perjuicio de los demás: brotaba ya, en compensación del fracaso de la vida contemplativa, un germen de caridad.