JUNTA GENERAL CELEBRADA EN MADRID EL 30 DE ABRIL DE 1865.
A continuación el Sr. Presidente del Consejo Superior pidió la venia del Excmo. Sr. Prelado Presidente para leer un discurso que traía escrito: y obtenida leyó el siguiente.
Excmo. Sr.: Previa la venia de V. E. voy a someter a la atención de mis queridos hermanos en Jesucristo, los socios activos presentes, algunas breves reflexiones sobre los errores en que más comúnmente solemos incurrir al practicar las obras de caridad, propias de nuestra humilde Sociedad, las consecuencias que de ellos dimanan, y la necesidad de rectificar los juicios falsos que los producen. Mucho pudiera decirse sobre este punto, pues parece como que el enemigo de nuestra salvación, irritado por la tendencia de nuestras obras caritativas, procura vengarse logrando con sus astucias, ya privarnos de una parte, acaso la mayor, de su verdadero mérito, y a inducirnos a torcer la dirección que debemos darlas. Sabido es el medio que emplea para conseguir lo primero, que es el de bastardear nuestra intención, pues que si esta no es pura, poco o ningún fruto reportaremos de todas nuestras obras, por buenas y santas que parezcan a los ojos de los hombres.
Para lograr lo segundo, esto es, que se tuerza la dirección de estas mismas obras nuestras, procura sugerirnos ideas falsas que admitimos sin el suficiente examen, o que sujetemos a él las que nos están recomendadas por nuestras regías y la experiencia de nuestros hermanos mayores, en vez de concretarnos tranquilamente a su esmerado cumplimiento. De un modo o de otro consigue que hagamos mucho menos bien del que nos proponemos hacer, y a veces hasta que hagamos mal creyendo que estamos haciendo bien.
Parece por lo tanto conveniente que nos fijemos un poco sobre este punto y consideremos la importancia de estar en guardia contra las dichas sugestiones, descubriendo los resultados que acarrean.
Nuestra visita a domicilio; esta visita continuada, afectuosa, puramente caritativa, no puede menos de granjearnos la confianza del pobre al cabo de más o menos tiempo, y la experiencia lo está probando constantemente.
Más obtenida la confianza del pobre visitado, y lo mismo decimos del rico, pues podemos muy bien visitar a un rico por caridad, ¿cuál no debe ser nuestro esmero y cuidado en hacer el mejor uso posible de esta confianza que se nos dispensa, no solo aconsejando bien, sino probando por todos los medios a nuestro alcance que la merecemos y que en verdad correspondemos a ella?
Pues bien; para hacerlo así, para poderlo hacer, necesitamos tener ideas muy exactas de las verdaderas necesidades de nuestro visitado y de los remedios más oportunos que se las puede aplicar; y aquí empiezan ya los errores, las falsas apreciaciones, dimanadas casi siempre de olvidarnos del espíritu por atender a la materia, de mirar al necesitado y no al hombre, de atender al alivio de su cuerpo más bien que al de su alma con la debida preferencia.
Decimos a menudo que nuestro verdadero objeto debe ser el bien espiritual de nosotros mismos en primer lugar, y en segundo el de nuestros queridos pobres. Así lo dice el Reglamento, y así lo repetimos muchas veces: pero ¿probamos con la práctica que estamos bien penetrados de este principio? ¿En qué consiste que ese suele dar tanta importancia al socorro material? ¿Cómo es que cuando no se encuentra al pobre en su casa, ocurre la tentación (y ojalá no hiciera más que ocurrir) de dejar los bonos que se le llevan, al vecino o al compañero de vivienda? ¿Por qué es tan común entre nosotros la creencia, la persuasión de que habiendo llevado los bonos a la familia cuya visita nos está encomendada, ya no hay más que hacer, al menos por aquella semana?
¿Prueba todo esto que estamos bien persuadidos de que el objeto de nuestra visita no debe ser el socorro del cuerpo, y que el del alma es el que realmente merece llamar toda nuestra principal atención?
Ocurren casos en que el socorro material dificulta el espiritual, o en que si se atiende más de lo debido al primero, se expone al que lo recibe a carecer del segundo; y en tales caso e ¿quién duda la conducta que debe seguir un hombre de verdadera caridad?
Vamos a hacerlo ver palpablemente, y acaso nos admiraremos al descubrir los errores en que hemos incurrido nosotros mismos, y visto incurrir con frecuencia a nuestros amados consocios.
Sabemos de un pobre muy digno, muy necesitado, pero que la Conferencia del barrio en que habita no le adopta porque es solo, y decimos que es una injusticia no adoptar cabalmente al que más lo necesita, mientras se adoptan otros, que si bien tienen hijos, estos mismos les ayudan a ganar: nos figuramos que el Consejo al prevenir la no adopción de personas solas, obra con ligereza, y lo criticamos.
Pero si atendiésemos al bien espiritual del pobre que conocemos o se nos ha recomendado, con la debida preferencia, comprenderíamos fácilmente alguna de las razones que el Consejo puede tener para hacer la dicha prevención, sin que debamos tampoco olvidarnos de que el Consejo merece nuestra confianza, y que por lo tanto, lo mejor es seguir fielmente sus indicaciones en esto como en todo, sin escudriñar los motivos que las ocasionan.
Pero vamos a ver lo que sucede adoptando y visitando a un pobre solo.
Si no se le encuentra en casa, como es muy fácil que suceda por lo mismo que es solo, la visita es enteramente perdida, y la tentación de dejar sus bonos al vecino tanto más fuerte por consiguiente.
Si se le encuentra, podemos, no hay duda, darle algún consuelo, aconsejarle bien, proporcionarle ocupación, etc.; pero ¿quién nos asegura de que al salir nosotros de allí no será nuestro pobre atacado de un accidente, de una enfermedad más o menos grave, de la muerte misma, sin recibir auxilio alguno, ni espiritual ni corporal, a causa de su soledad, como tantas veces ha sucedido?
Una de nuestras pobres, visitada con toda regularidad, se abrasó una noche por encender un fósforo que prendió el fuego a la colcha de la, cama, y las llamas la envolvieron inmediatamente» chamuscando hasta las paredes y el ‘techo de la buhardilla.
Otra, visitada también con regularidad, murió sin saberse cómo ni cuándo, hasta que el hedor del cadáver hizo conocer a la vecindad que había fallecido, y se acudió a la autoridad para descerrajar la puerta.
Había un ancianito que muchos queríamos en extremo, y que por más instancias que se le habían hecho, nunca se logró accediese a retirarse al Hospicio, o a vivir con alguna familia. Se ideó en su beneficio un plan que parecía al pronto muy acertado, pues consistía en que la portera de la casa, mujer muy buena y esmerada, le subiese lodos los días un cocido a las doce, y se enterase de paso de su estado, etc. Así se verificó por espacio de algunas semanas, con gran satisfacción de todos los que en ello entendían, hasta que un día, cuando menos se pensaba, al subirla portera con su cocido, como de costumbre, se encontró con el pobre anciano muerto, y de mucho tiempo, porque estaba frío y duro como una piedra. ¡Qué desengaño, señores, para los socios, que con la mejor voluntad sin duda, pero atendiendo más a la necesidad material que a la espiritual, habían ideado aquel plan y le habían puesto en ejecución!
Siempre visitamos a personas solas, y no puede menos de suceder así, porque cuando por ausencias o muertes queda solamente una persona en la familia adoptada, no la hemos de abandonar. Pero atendamos con la debida preferencia a su bien espiritual, y esto nos inducirá a amonestarle para que procure ingresar en un establecimiento de caridad, si le hay, o al menos, vivir con otra familia, o con otro solitario; y no extrañemos que se nos prevenga la no adopción de personas solas, cuya visita ocuparía la atención y el tiempo que, empleado en el cuidado de una familia, puede producir un bien incalculablemente mayor.
Cuando encontramos niños en las familias que visitamos, se nos figura que todo está hecho con recomendarles la asistencia a la escuela o proporcionarles la admisión en ella. Bueno es en general hacerlo así con tal que se procure que sean acompañados al ir y al volver, que tengan los padres o mayores con quienes viven, medios de asegurarse de que permanecen efectivamente en la escuela todo el tiempo debido; y en fin, que se vigile su conducta en ella. Pero nada de esto suele hacerse, y es muy posible que el niño o la niña, que con pretexto de ir a la escuela sale de su casa, se vaya a jugar con otros por las calles, como sucede desgraciadamente, y aprenda en un día lo que acaso le perjudique más que le aproveche todo lo que en la escuela le enseñen en un año.
Aun asistiendo con puntualidad es muy posible que pierda en la escuela un tiempo precioso, o que aprenda en ella a no hacer nada, si no se atiende con esmero a observar sus adelantos y a inquirir su modo de comportarse.
Hay asilos en que los niños permanecen desde la mañana hasta la tarde, y dejan por lo tanto a sus padres libres para que puedan trabajar, o para que hagan otro uso de su libertad durante, casi todo el día. Cuando se nos insta para que solicitemos el ingreso de un niño en alguno de estos establecimientos, debemos indagar con maña si su ausencia de la casa podrá ser perjudicial al padre o a la madre o a los parientes con quienes vive, pues muchas veces lo es en gran manera, y haremos un mal verdadero, creyendo que hacemos un bien, con lograr que el niño sea admitido en el asilo, y falte por consiguiente de su casa todo el día.
Para comprenderlo reflexionemos un poco sobre lo que es la familia, y la influencia incalculable que tiene su unión, en el bien, moral de los que la componen. Se conviene generalmente en que la mejor compañía para un hijo es la de su padre, y para una hija la de su madre; pero no se advierte por lo común que la mejor compañía para un padre es la de su hijo, y para una madre la de su hija; y tanto es así, que con dificultad se podrá decidir si los padres hacen más bien a los hijos que los hijos a los padres con solo su presencia, porque en esto como en todo brilla la sabiduría al par que la bondad infinita de Dios N. Señor, verdadero autor, de la familia.
Los niños no suelen desmandarse en presencia de sus padres; pero ¿hay padre alguno, por desalmado que sea, que se atreva a faltar a ciertos deberes en presencia de su hijo, como se atrevería a hacerlo delante de personas que le son indiferentes, o estando solo? ¿Hay alguna madre que se atreva a cometer ciertos desmanes en presencia de su hija?
El bien espiritual de nuestros visitados nos obliga por lo tanto a investigar la verdadera causa que les mueve a pretender que sus niños se coloquen en asilos, y muchas veces descubriremos que no es en efecto el deseo de trabajar como suelen decirlo, sino otro objeto muy diferente, cuyo logro debemos esmerarnos por frustrar.
Hallamos un enfermo o una enferma en la familia que visitamos, y al instante nos inclinamos a recomendar que se le lleve al hospital, porque allí, decimos, tendrá asistencia facultativa y medicinas, de que en su miserable buhardilla carece. El consejo sería muy acertado si el doliente estuviese solo; pero si no lo está, ¿llama nuestra atención el bien espiritual tanto del enfermo como de su familia, con la preferencia debida al darle? ¿Consideramos que los cuidados de una esposa, de una madre, de una hija, por pobres que sean, valen más que todos los hospitales del. mundo, y. que nada estrecha a veces los dulces vínculos de una familia como una enfermedad? ¿Cuántos rencores y animosidades inveteradas ha hecho desaparecer una enfermedad, y cuántas reconciliaciones sinceras se han verificado en el lecho del dolor? ¿Y no será una lástima que cuando la dolencia corporal de nuestro enfermo pueda conducir a la cura de la espiritual, mucho más peligrosa, nuestro celo indiscreto lo impida por atender al alivio de su cuerpo y olvidarnos del de su alma?
Descubrimos que aquel matrimonio que visitábamos hacía ya algún tiempo no lo es realmente, que aquellos hijos que hemos acariciado no son legítimos, y al momento buscamos el alivio de tan grave mal, y con la mejor intención, pero sin el suficiente examen; ¿y qué resulta? Que hacemos mal, creyendo hacer bien, con acelerar todo lo posible la unión legítima de aquellos pobres sin omitir medio alguno ni diligencia al efecto, pero olvidándonos de la verdadera importancia de lo que estamos procurando y de las consecuencias que podrá tener. Porque aquellos que viven mal y cuya unión, es verdad, se puede legitimar por medio del matrimonio, ¿sabrán lo que es este sacramento y las obligaciones que impone? ¿Tendrán la suficiente instrucción para contraerlo? ¿Podrán ser buenos casados? Es muy común el carecer de todos esos requisitos los que se hallan en tan desgraciada situación, y no basta para sacarles de ella el conseguir que se casen, pues si bien es verdad que viven en pecado, también lo’ es. que después de casados podrán vivir en pecado, y según nos lo enseñan los expositores de la doctrina de nuestra santa madre la Iglesia, de mayor gravedad. ¡Cuántos ejemplos se están viendo por desgracia, y qué fácil es contribuir a que se aumenten, si no se procede en tan delicada materia con el tino y la mesura que requiere! Nosotros hemos tenido que entender en bastantes casos de esta naturaleza, y raro, muy raro, ha sido aquel en que los amancebados no carecían de la instrucción más indispensable para contraer matrimonio, y en qué para dársela, no nosotros, sino los Señores miembros de honor que caritativamente se han prestado al efecto, han tenido que trascurrir menos de dos o tres meses. Durante este tiempo ha habido que separarlos, por supuesto, y para lograr que se prestasen a ello y. a recibir la instrucción dicha se ha necesitado poner en juego lodos los resortes de nuestro ascendiente, y todos los esfuerzos de nuestra persuasión.
Pero, ¿y qué resulta cuando así no se hace? Que se casan más o menos gustosos y faltan luego a los deberes sagrados del matrimonio con la mayor facilidad, incurriendo en los pecados más graves, y acaso maldiciendo la hora en que contrajeron aquel santo nudo.
La separación se debe intentar casi siempre, y en muchos casos será el remedio más seguro del mal que tratamos de combatir, aun cuando no lo parezca a primera vista.
Referiremos solo un hecho por no molestar, entre los muchos que pudiéramos citar aquí en prueba de lo que venimos observando.
A una de las Conferencias de esta Corle recomendó un Señor Sacerdote un matrimonio muy necesitado, y por el que se interesaba vivamente como confesor de la mujer. Tenían dos hijos, y en efecto su necesidad era extrema. Sus visitadores se esforzaron por procurarles socorros extraordinarios y ocupación, logrando por fin colocarlos con bastantes ventajas y sin dejar por eso de visitarlos, con la mira de mantener en ellos la buena armonía, porque habían observado que reñían a veces. Un día, la riña pasó a más de lo acostumbrado, y se descubrió que no estaban casados con asombro de los visitadores, que nunca habían tenido la menor sospecha de su triste situación. Se trató inmediatamente, como era natural, de legitimar su unión, de darles la instrucción necesaria, de buscar los documentos, etc.; pero el futuro marido averiguó la casa de uno de los visitadores, y presentándose a él le dijo poco masó menos las siguientes palabras. «Yo debo a ustedes tantos favores que nada les puedo negar. Ustedes quieren que me case, y estoy pronto a hacerlo: pero debo advertirles que me van a hacer el hombre más desgraciado del mundo, porque la mujer a la que me voy a unir para siempre es una verdadera arpía, y si hasta aquí se ha conducido conmigo como tal (refirió algunos hechos que lo probaban demasiado), es evidente que cuando sea mujer propia se conducirá peor si cabe. Sin embargo, haré lo que ustedes me digan y mañana mismo, si así lo quieren, voy a la vicaría.
El socio, conmovido por la declaración de este hombre, y asombrado a la vez de su deferencia y abnegación, le dijo que esperase, que tenía que meditar y consultar antes de resolver una cosa tan delicada, y que entre tanto no podía menos de agradecerle mucho la confianza que le dispensaba.
Se meditó el caso, se consultó, y pareció más acertada la separación; pero se halló la dificultad de conseguirla por el pronto y fue preciso suspender la visita.
A poco tiempo murieron los dos niños, ella le dejó por otro y el hombre se encontró libre como por encanto, y no acaba de temblar al recordar el peligro en que se halló de verse unido para siempre con tan depravada mujer.
Pero sigamos indicando otros errores en que solemos incurrir con frecuencia, pues nos interesa sobre manera reconocerlos.
El Reglamento prescribe que nuestros socorros sean en especie y que se escaseen todo lo posible los en metálico. Además nos está también muy encargado que no demos dinero de nuestro bolsillo a las familias que visitamos. Se comprenden fácilmente algunas sino todas las razones de estas prescripciones, dimanadas de la observación y de la experiencia de muchos años; pero el amor propio, más o menos disfrazado para engañarnos, se resiste a su fiel observancia, y llegan casos en que aprendemos de un modo demasiado terrible, que hemos obrado mal creyendo obrar bien al atrevernos a proceder de otro modo.
Citaremos uno solo, pero que vale por diez, con la mira de fijar bien la importancia de atenernos en esto como en todo a nuestro Reglamento con escrupulosidad.
«Visitaba una de nuestras Conferencias de Madrid a un matrimonio modeló, jóvenes ambos, trabajadores, con hijos sanos y bien criados; en fin, una de aquellas familias que tanto se goza en visitar. Cayó enfermo el marido, y por la mala disposición de la habitación que ocupaban y otras causas fue preciso trasladarlo al santo hospital. Visitado allí de continuo por la esposa y por nosotros mismos, fue asistido con bastante esmero, y unido esto a su buena constitución, se logró pronto que entrase en la convalecencia. En este estado se hallaba cuando uno de los visitadores recibió el encargo de dar a aquella buena mujer un pequeño socorro en dinero (10 rs.), o tal vez se lo dio de su bolsillo y sin contar con la Conferencia. Las consecuencias no pudieron ser más fatales. Con aquellos 10 reales compró la mujer una empanada de ternera que logró introducir en el hospital y hacer comer al pobre marido, llevada de la idea, tan general entre las gentes necesitadas, de que los enfermos padecen de hambre, no considerando la dieta que se les impone como una medida higiénica, sino figurándose que es por economía que con ellos se usa. Se la comió sin gana, y cuando todavía estaba a media dieta, resultando que no la pudo digerir y murió a la mañana siguiente. Asombrado el médico de la sala al advertir el cambio tan repentino que el enfermo había experimentado, él mismo declaró lo que lo había ocasionado, y aun cuando se trató de evitar los efectos, no fue posible lograrlo.
No hay regla sin excepcion, y ya se sabe que ocurren necesidades de tal naturaleza y tan perentorias que el socorro en metálico es el único que puede aliviarlas; pero estos casos son muy raros, y aun en ellos mismos hay que mirar mucho lo que se da, y cómo se da, según nos lo encarga el Reglamento.
Repárese que en el que se acaba de citar la cantidad no fue excesiva, ni dada a persona que no se conociese bien. Era una buena mujer, una buena madre de familia; y sin embargo mató, se puede decir, a su marido, no por supuesto con intención, pero por ignorancia que no hubiera producido semejante resultado si no hubiera sido por aquellos fatales 10 reales.
La enumeración de todos los errores en que incurrimos en la práctica de las obras de caridad nos llevaría mucho más tiempo del que podemos emplear aquí; y así preciso será suspenderla, señalando para concluir el más grave tal vez; y al mismo tiempo el más común que solemos padecer.
Confundimos fácilmente el deber de la caridad con el consejo de la misma virtud, esto es, nos figuramos que la limosna, tanto espiritual como material, es más bien de consejo que de precepto, y de esta equivocación dimanan las más perniciosas consecuencias para nuestros pobres y para nosotros mismos, como se ve por desgracia con harta frecuencia.
Todos sabemos que la santa Ley de Dios nos obliga a amarle sobre todas las cosas y a amar al prójimo como a nosotros mismos; pero no consideramos hasta dónde nos debe llevar uno y otro amor, y es muy de temer que en el día de la cuenta nos hallemos, aunque tarde, con el más cruel desengaño en esta parte, que es cabalmente en la que se resume toda la ley.
Porque, señores, el amor al prójimo bien entendido, ¿permitirá que el prójimo padezca, sea moral sea físicamente, sin que se procure su consuelo y alivio con eficacia? ¿Aman al prójimo los que no dan limosna, y aun los que no la dan en la debida proporción con su haber? ¿Se comprende que ame al prójimo el que gasta con profusión en procurar goces a su miserable cuerpo, o satisfacciones a su loco orgullo, mientras que sus hermanos padecen hambre, frío, y todas las privaciones de la pobreza?
Los pobres que tanto bien nos pueden hacer, los pobres que nos pueden salvar, ¿no es bien sensible que por nuestra falta de amor nos hayan de condenar? ¿Dónde está nuestro juicio cuando les volvemos la espalda, cuando los despreciamos, cuando no los socorremos con nuestro tiempo, con nuestro dinero, y sobre todo con nuestro corazón? ¡Ah, y cuánto lo lloraremos algún día! ¡Cuánto nos arrepentiremos de no habernos sabido aprovechar, durante nuestra peregrinación por este valle de lágrimas, de las incomparables ventajas que el amor al prójimo nos ofrecía!
Distingamos con cuidado el precepto del consejo.—No todos seguramente estamos llamados a vender cuanto tenemos y a darlo de limosna. Pero ¿hay alguno que no esté obligado a amar al prójimo como a sí mismo? Pues si todos estamos Obligados a este amor, ¿qué hacemos de más cuando visitamos al pobre, cuando le consolamos, cuando asistimos a la Conferencia para tratar con nuestros consocios de su socorro y alivio, y en fin, cuando practicamos todas las obras propias de nuestra humilde Sociedad? ¿Qu e derecho tenemos a la alabanza de los hombres, y por qué nos engríen sus elogios? ¿por qué nos hieren sus calumnias o desprecios?¿No se está viendo aquí claramente el efecto pernicioso del error en que incurrimos al persuadirnos, o más bien al dejarnos persuadir por el enemigo de nuestra salvación, de que estamos haciendo grandes cosas, grandes actos de virtud, cuando solo somos en verdad siervos inútiles y llenos de imperfecciones, que nos hemos unido para cumplir más fácilmente un deber y nada más?
Señores y amados hermanos en Jesucristo. Reconocer el error es dar el primer paso hacia su corrección. Nos interesa por lo tanto sobremanera fijar bien nuestra atención sobre las equivocaciones que padecemos, y animarnos a corregirlas. Las que se acabando indicar brevemente no son las únicas en que solemos incurrir. Otras hay que, como dijimos al principio, nos falta tiempo para hablar de ellas; pero de unas y de otras nos podemos librar con el auxilio de la divina gracia, que no nos faltará seguramente si le pedimos de corazón. Venimos, pues, a parar como siempre en la necesidad de la oración, que es la principal de todas las que tenemos, y en que su importancia supera a todo encarecimiento. Más como las obras buenas hechas con pureza de intención, son por sí ya una especie de oración, confiemos en que la misericordia del Señor se nos concederá si practicamos fielmente y con verdadera humildad todo lo que nuestro reglamento nos prescribe. Esmerémonos particularmente en decir con el mayor fervor las oraciones que usamos al principiar y al terminar nuestras reuniones semanales, poniendo en ellas más confianza que en el número de Socios que componen la Conferencia a que asistimos, o en el estado de su caja.
Si la Conferencia es poco numerosa, acordémonos de que cuando se reúnen dos o tres en el nombre de Jesús, allí está el mismo Jesús en medio de ellos para animarlos, iluminarlos y fortalecerlos.
Si los recursos escasean, recordemos el dicho de Santa Teresa, en ocasión de no tener dinero para una obra que se proyectaba: «Teresa y una moneda nada valen, pero no es calculable el valor de Dios, Teresa y una moneda.»
Señores, estas reuniones de Reglamento que tenemos en los cuatro días del año que en el mismo se fijan, no fueron seguramente establecidas para elogiarnos, ni para recibir en ellas encomios por a lo poco que hacemos en la práctica de la santa caridad.
Muchas veces, sin embargo, se dicen aquí cosas que podrían halagar demasiado nuestro amor propio, siempre inclinado a recibir bien lo que le nutre, y es de temer que si examinamos concienzudamente nuestras faltas, nuestras debilidades y los errores en que incurrimos, hallemos que mientras nos figuramos que estamos sacrificándonos en el servicio del pobre, realmente hacemos muy poco por él, y aun eso poco muy imperfectamente.
Persuadámonos, pues, de que los elogios que se hacen de nosotros tanto en estas juntas como en cualquiera otra ocasión; estamos lejos de merecerlos, al paso que la crítica más o menos amarga que de nuestros actos e intenciones se haga, podrá no ser justa, pero siempre nos será provechosa, si acertamos a recibirla bien y a aplicarla i a la cura de nuestro orgullo.
La Sociedad hace algún bien, gracias a la bondad de Dios que inspiró a sus humildes fundadores su instalación y su organización; y que la sostiene y protege visiblemente; pero guardémonos mucho de confundir la Sociedad con los socios, y de atribuirnos lo que a ella, pertenece. Admiremos más bien lo que hace Dios Nuestro Señor por su medio, a pesar de nuestras muchas imperfecciones, y que esto mismo nos haga reconocer la verdadera mano que la conduce y guía, repitiendo con el corazón más que con la boca: «No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu santo nombre sea dada la gloria por todos los siglos de los siglos.»