San Vicente: Las raíces Familiares

Mitxel OlabuénagaSin categoríaLeave a Comment

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Algunos hijos del campo arrastran hasta su muerte el sello y la memoria del terruño natal. Nada les podrá arrebatar, en el futuro, a estos labriegos la estampa originaria. Vicente de Paúl es un ejemplo más, entre otros muchos; todo lo que so­brevenga a los años decisivos de su infancia y adolescencia no podrá diluir de su conciencia el vestido natural. Las conquis­tas de la nueva psicología evolutiva nos confirman en la opi­nión acerca de la radical influencia que ejerce en las conductas humanas la herencia recibida de los padres y de los primeros ambientes. Allí donde se dan los pasos iniciales de la vida, se elabora también el germen de la futura idiosincrasia.

«Soy hijo de un labrador»

Cuando Vicente de Paúl hubo superado la vergüenza de abrirse sinceramente a los demás, confesó en público y repeti­das veces que era hijo del campo. Miembro de una familia cam­pesina, compuesta de seis vástagos, cuatro varones y dos hem­bras, Vicente ocupó el tercer puesto entre los hermanos. Sus pa­dres se llamaban Juan de Paúl y Bertranda de Moras. No se sabe con exactitud la fecha de su nacimiento, pero es probable que coincidiera con la fiesta de san Vicente Ferrer, el 5 de abril de 1580, un martes de Pascua.

Los primeros pasos del niño Vicente transcurrieron en el campo y al abrigo de la casa paterna. Crece y se desarrolla al aire libre y rompe a hablar acompasado por la fiesta diaria de una granja. Los animales forman parte de la vida de los «Ranquine», apodo con que es conocida la familia por todo el con­torno, debido a la cojera de Juan de Paúl.

Apenas Vicente fue capaz de sostenerse sobre unos zancos, su padre le encomendó la guarda y vigilancia de los rebaños de ovejas, vacas y cerdos. Por aquel entonces, extensas llanuras pantanosas, amenazadas por las crecidas del río Adour, cubrían la región de Gascuña, ofreciendo ricos pastos a los animales. Las excursiones del zagal Vicente alcanzaban varios kilómetros a la redonda. Tantas idas y venidas dieron al joven pastor co­nocimiento y experiencia de la vida del campo.

Tal vez haya que buscar en el contacto continuo con la na­turaleza el sentido de fina observación que distinguió al joven Vicente de Paúl, como también su capacidad de sufrimiento, de trabajo y de paciencia. Durante la adolescencia aprendió a saber esperar la sazón de los frutos: no fue ésta la menos útil de las lecciones aprendidas.

Envuelto en múltiples faenas del campo, Vicente se com­portaba como un aldeano más, listo para trabajar desde el orto hasta el ocaso del sol. Los ambientes campesinos, vividos por los gascones, se encargaron de modelar la idiosincrasia de Vi­cente, como el humus prepara la tierra. En cualquier momento de su vida aflorará el subyacente genio natal. Así parece, además, confirmarlo la iconografía de nuestro labriego.

El pincel de Juan Francisco de Tours nos ha dejado dos re­tratos del Santo, que parecen arrancados de la gleba; se diría que son todo un producto genuino de las landas. La figura de Vicente es inconfundible: frente espaciosa, surcada de arrugas quemada por las inclemencias del campo; ojos vivarachos, marcados por cejas bien pobladas; mirada penetrante; nariz alargada hasta el labio superior; boca levemente arqueada dibujando una sonrisa misteriosa, mitad bondad y mitad ironía; orejas de grandes pabellones, y mentón pronuncia­do, cubierto de barbas canosas. Sobre su cabeza, un amplio so­lideo negro.

Nadie que contemple fríamente este retrato pensará que está delante de un modelo de belleza masculina. La causa de su atractivo se esconde en el corazón. Fueron los valores espi­rituales más que las formas un tanto rústicas lo que le atrajo la amistad y la admiración de sus contemporáneos. El día de Pentecostés del año 1623, Luisa de Marillac «sintió repugnan­cia en aceptarlo» como director; pero al poco de tratar con él, la misma Sta. Le Gras no soportaba fácilmente su ausencia de París: quería tenerlo siempre a su lado para cualquier consul­ta. Dos siglos más tarde, Catalina Labouré, futura Hija de la Caridad, quedó vivamente impresionada por la mirada escru­tadora de un anciano sacerdote, que no era otro que Vicente de Paúl. Durante un sueño le pareció que, mientras ella trata­ba de escapar asustada, el clérigo le decía: «Ahora huyes de mí, pero un día tú te sentirás feliz a mi lado». La historia dio la razón al viejo cura.

Contra lo que podría suponerse, Vicente de Paúl se esfor­zaba en presentar un rostro atractivo para no alejar a nadie, «una acogida cordial, dulce y amable, por la que daba la im­presión de ofrecer su corazón y pedir el de los demás». Pro­fundamente enraizado en las costumbres del pueblo, Vicente profesó la mayor devoción a los aldeanos: a éstos se entregó para evangelizarlos y dejarse evangelizar de ellos. Hablando a las Hijas de la Caridad, el 25 de enero de 1643, sobre la imi­tación de las jóvenes campesinas, comentaba entusiasmado:

«Os hablaré con mayor gusto todavía de lac virtudes de las buenas aldeanas por el conocimiento que de ellas ten­go por experiencia y por nacimiento, ya que soy hijo de un pobre labrador, y he vivido en el campo hasta los quin­ce años. Además, nuestro trabajo durante largos años ha sido entre los aldeanos, hasta el punto de que nadie los conoce mejor que los sacerdotes de la Misión. No hay nada que valga tanto como las personas que verdadera­mente tienen el espíritu de los aldeanos; en ningún sitio se encuentra tanta fe, tanto acudir a Dios en las necesi­dades, tanta gratitud para con Dios en medio de la pros­peridad».

«Natural de la parroquia de Pouy, diócesis de Dax, en Gascuña»

La región de Gascuña se asienta al suroeste de Francia, ra­yando con los límites de España. A finales del siglo xvi, Dax era una pequeña ciudad de las Landas con sede episcopal, cuyo patrono y primer obispo fue san Vicente de Xaintes. A cinco kilómetros de Dax está situado el pueblecito de Pouy. Aquí na­ció y fue bautizado Vicente de Paúl, aunque no consta por do­cumentos escritos. La mansión familiar de «Ranquine» se en­cuentra a kilómetro y medio de la pequeña población. Llama­do a declarar en distintas ocasiones y por motivos diversos, Vi­cente dice ser oriundo de Pouy. En el Acta notarial, por ejem­plo, de la donación de los bienes patrimoniales a sus parientes, del 4 de septiembre de 1626, consta la siguiente declaración: «Presente el señor Vicente… natural de Pouy, diócegis de Dax, en Gascuña…»

De niño, Vicente rompió a hablar en gascón landés, «pa-tois» del grupo lingüistico de OC, que dominaba toda la región de Gascuña. Se sabe que una línea divisoria, partiendo aproxi­madamente del norte de Poitiers y atravesando el macizo cen­tral, hasta perderse en los Alpes, separaba las dos lenguas ga­lo romanas: la lengua de OIL y la de OC, llamadas así por la manera diferente de pronunciar «oui» (sí), que en el sur sona­ba oc y en el norte oil. De ambos grupos lingüísticos nacieron en Francia numerosos dialectos. Pertenecen a la lengua de OIL los dialectos: walon, picardo, normando y de la Isla de Francia. Este último llegó a imponerse como lengua oficial: el fran­cés. A la lengua de OC corresponden los dialectos: lemosín, gas­cón y provenzal, conocido este último con el nombre de occitano. El dialecto gascón presenta modalidades en otros patois, como el bearnés, el landés y el girondino.

No es nuestro propósito, ahora, fijar las diferencias fonéti­cas entre las lenguas de OIL y de OC. Sólo una noticia general puede bastar para adivinar el tono de voz y la pronunciación que acompañaron la palabra hablada del Sr. Vicente. Fonéti­camente, «las vocales occitanas son independientes del carác­ter de las sílabas, mientras que las vocales francesas sufren en sílaba abierta ciertas modificaciones que son desconocidas en sílaba cerrada». No sabemos si el Sr. Vicente conservó, de mayor, el acento tonal del gascón landés. Pero de lo que no se duda es de su temperamento abierto, muy común entre los pai­sanos de Gascuña.

El temperamento gascón, charlatán, bravucón, dio origen, ya en el siglo XVI, al término «gasconada», sinónimo de fan­farronada y exageración. En contacto con las gentes del pue­blo, Vicente aprendió a expresarse con acento cantarín, abul­tando las noticias unas veces, ponderándolas realísticamente otras. Realismo e imaginación, caridad y fina ironía, son notas que acompañarán de ordinario la palabra directa del hombre más ilustre de Gascuña. Sin esta advertencia es fácil interpre­tar deficiente e incorrectamente sus palabras.

Por lo demás, nadie mejor que el Sr. Vicente conocía su pro­pio temperamento, el de sus paisanos y el de otros hombres na­cidos fuera de Gascuña. Cuando lo creía conveniente, delataba los fallos de unos y otros con toda naturalidad. Vicente escribe al P. Fermín Get, de su Congregación, por haberle ocultado un asunto económico:

«Si fuera usted gascón o normando, no me parecería ex­traño; pero que un picardo y una persona de las más sinceras que conozco en la Compañía me haya ocultado esto, es algo que no puedo imaginarme».

La proximidad con los vascos facilitó al pastorcito Vicente el conocimiento elemental del euskera. No es improbable que, en sus correrías, coincidiera con otros pastores vascos parlan­tes. La forma romanceada de Gascuña, proveniente de Vasconia, nos remonta al bajo Imperio romano, momento en que se forman los dos grandes grupos de lenguas en la Gallia. El euskera se conservó impermeable a las influencias romanas en nú­cleos de población reducida y diseminada por caseríos. Más puro en la Vasconia sur (España) que en la Vasconia norte (Francia), el euskera se intercambiaba en la conversación de pastores vascos y gascones.

Luis Abelly, primer biógrafo del Santo, ponderando la facili­dad del Sr. Vicente para las lenguas, afirma: «Obraba con ma­ravillosa condescendencia, haciéndose todo a todos y acomo-dándosea sus disposiciones, hasta imitar frecuentemente la len­gua de sus respectivos países, hablando picardo con el que era de Picardía, gascón con uno de la provincia de Guyena, a ve­ces vasco con un vasco, y algunas palabras alemanas con los ale­manes». Pedro Collet añadirá un siglo más tarde: «En Chatillón estudió (Vicente) particularmente el «patois» especial que hablaba la gente del pueblo. Lo aprendió en poco tiempo, y a veces se servía de él para predicar el catecismo». En efec­to, cierta corriente de simpatía por las lenguas hechizó a Vi­cente de Paúl, que deseaba darse a entender a las gentes en el idioma propio de cada uno.

Pero ni en gascón ni en éuskera, como tampoco en otras len­guas o dialectos, conservamos textos vicencianos, fuera del la­tín y del francés. Ni siquiera la carta que escribió a su madre, el 17 de febrero de 1610, está escrita en gascón, sino en correc­to francés. Conoció, además, la lengua italiana, y es probable que también la española y algunas palabras árabes. Para un es­píritu tan abierto como el de Vicente de Paúl, el uso de las len­guas significó un medio eficacísimo de evangelización. ¡Cuán­tas veces exhortará a los Misioneros a que aprendan la lengua del país, adonde son enviados!

No obstante su apertura al mundo entero, el amor al pue­blo natal y a la familia arraigó tan profundamente en Vicente que hubo de hacer esfuerzos gigantescos para desprenderse de lo más querido que tenía en la tierra. A partir de 1623, nunca más volvió a pisar suelo gascón, pese a las muchas oportuni­dades que se le brindaron. La escena de la última despedida fa­miliar fue emotiva hasta el extremo, pero aquel aquel desgarro del corazón le hizo luego hombre libre para dedicarse plena­mente a la evangelización de los pobres. Dejémosle la palabra a él mismo, que, después de treinta y seis años, evoca una de las luchas más dolorosas y enternecedoras de su vida:

«El día de mi partida sentí tanto dolor al dejar a mis po­bres parientes que no hice más que llorar durante todo el camino, derramando lágrimas casi sin cesar. Tras estas lá­grimas, me entró el deseo de ayudarles a que mejorasen de situación, de darles a éste esto y aquello al otro. De este modo, mi espíritu enternecido les repartía lo que te­nía y lo que no tenía. Estuve tres meses con esta pasión importuna de mejorar la suerte de mis hermanos y her­manas; era un peso continuo en mi pobre espíritu. En me­dio de todo esto, cuando me veía un poco más libre, le pedía a Dios que me librase de esta tentación; se lo pedí tanto, que finalmente tuvo compasión de mí; me quitó es­tos cariños por mis parientes; y aunque andaban pidien­do limosna, y todavía siguen lo mismo, me ha concedido la gracia de confiarlos a su providencia y de tenerlos por más felices que si hubieran estado en buen acomo­do».

 

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