I.- Introducción
Jesús escandalizaba a las buenas almas de su tiempo tratando a veces con personas de muy poca virtud; con los publicanos (Jn 7, 49 y Mat 21, 31), con la gentuza, con los malditos, como decían los fariseos; y aquel iluminado tenía el atrevimiento de añadir que aquellos miserables nos precederían en el reino de los cielos.
Cada época tiene su gentuza, sus almas buenas y sus fariseos. Cada fachada por muy esplendorosa que sea, posee su envés, y la sociedad francesa del siglo XVII tenía, más de la cuenta, marginados y vagabundos. El anonimato de las ciudades favorecía la proliferación de una fauna viva de expedientes. El número de mendigos en París se calculaba que era superior a los 30.000: muchos eran mendigos durante el día, y elementos peligrosos durante la noche. En cuanto anochecía, la ciudad no ofrecía seguridad a pesar de las rondas de las patrullas. Casi todas las ciudades sufrían los mismos males y, en las tierras llanas, largos arios de revueltas habían mantenido el bandidaje y la inseguridad. Pero se ejercía la represión, y no era tierna: las cárceles eran, lejos de ser esas jaulas doradas de las que hablan hoy en día los que critican las mejoras del régimen penitenciario. Eran tugurios infames, donde se pudrían corporal y espiritualmente los que eran arrojados allí. El asesino era vecino del deudor insolvente y el ratero asistía a la escuela del timador o del rufián experimentado, cuando el exceso de población de los lugares de detención obligaba a internar en los mismos locales a hombres, mujeres y adolescentes, convirtiendo la prisión en un lugar de desenfreno. Los presos estaban a merced de sus guardianes, los cuales abusaban de la parcela de poder que ejercían para hacer pagar caro a los detenidos el menor favor, como una cadena más larga, una visita esperada o un bodrio más sustancioso.
Para cierto número de individuos la cárcel únicamente era la sala de espera antes de que saliera la cuerda (de presos) para las galeras. La armada de su Majestad necesitaba remeros, pero el oficio era tan duro que, a falta de voluntarios, se veía obligada a lanzarse sobre los detenidos condenados a penas largas. Se les retenía incluso más allá del tiempo previsto, y se enviaban a las galeras a los prisioneros capturados en alguna expedición contra los turcos o los berberiscos. Éstos pagaban con la misma moneda a los cristianos para equipar sus propias galeras.
Ciertamente, la vida en las galeras, cuando los remeros estaban en sus bancos, era más sana a la luz y al aire del mar que no detrás de los tragaluces de las cárceles, mazmorras donde fermentaba y se agriaba el vino de la desesperación. Mas el esfuerzo físico exigido a los galeotes era tan agotador y el trato tan duro que sólo los más robustos podían resistir.
A este mundo penitenciario inhumano fueron los cristianos a poner una nota de humanidad. La compañía del Santísimo Sacramento, animada por el Sr. Vicente quien formaba parte de ella, se encargó de la asistencia en las cárceles. Los magistrados, pertenecientes a la Compañía, cuidaron de la gestión de los establecimientos penitenciarios con el fin de eliminar de ellos las injusticias y los desórdenes. Se preocupaban de las condiciones materiales de la detención: alimentación, lechos, cuidados a los presos enfermos, creando para ellos un hospital. Su apoyo moral y espiritual no quedó descuidado: visitas regulares, misiones organizadas, función religiosa todos los domingos.
A cierto número de asociaciones de caridad, masculinas o femeninas, fundada por él o por los suyos, san Vicente les asigna entre sus objetivos la visita de la cárceles y la asistencia a los presos; algunas Hijas de la Caridad quedan también integradas en esa actividad. En su solicitud, los reglamentos que impone contiene una ternura que conmueve: prevé la sustitución de la paja de los calabozos, distribución de la ropa blanca semanalmente, para que el preso pueda cambiar al menos de camisa los domingos.
Pero es en la asistencia a los galeotes, y por extensión a los esclavos cautivos de Berbería, donde actúa con plena libertad el genio organizador del Sr. Vicente. En ese dominio obra con autoridad; ha sido nombrado «capellán de las galeras». Tanto él como sus sucesores podrán delegar sus poderes al superior de la Misión de Marsella, porque Marsella es el principal fondeadero de las galeras del Rey de Francia.
La ayuda a los galeotes se inicia en la prisión, donde han sido internados, en París, antes de la salida de la cuerda de presos; sigue en el presidio de Marsella; después, en las galeras, donde los capellanes, bajo la responsabilidad del superior de la Misión, aseguran la atención espiritual a los galeotes y procuran suavizar materialmente la suerte de aquéllos. Gracias a la generosidad de la duquesa de Aiguillon y a la ayuda del obispo de Marsella se construyó un hospital en la ciudad para acoger en él a los galeotes enfermos.
Los que se están pudriendo en las cárceles del reino y los que reman bajo el sol del Mediterráneo, por muy dura que sea su suerte, purgan, téngase presente, su pena por ser culpables, salvo, evidentemente, los desgraciados musulmanes capturados y enviados a las galeras. Pero el corazón de san Vicente se conmueve al pensar en tantos otros, hombres y mujeres, que han tenido la desgracia de ser capturados por los piratas y vendidos como esclavos, como ganado, en los mercados de Argel, de Salé, de Túnez, Bizerta o Trípoli. Son decenas de miles los que se encuentran en este caso. Unos han acabado en las galeras de los piratas como remeros, otros encerrados en los baños municipales son obligados a trabajos públicos: construcción, extracción de piedra, otros, finalmente, han sido vendidos a particulares y su suerte es con frecuencia mejor. Todos quedan sometidos a la arbitrariedad de su dueño o de sus cómitres, que no dudan en vapuleamos o a abusar de ellos. Entre éstos se cuentan numerosos mártires de la fe o del honor, quemados vivos o azotados hasta la muerte.
San Vicente envía sacerdotes a Argel, Túnez y Bizerta para atender a aquellos desgraciados, para fortalecerlos en su fe, para interponerse entre sus verdugos y ellos. Con el fin de proveer de autoridad a los misioneros y protección oficial a su acción, consigue para ellos el consulado de Argel y de Túnez. Un sacerdote o un hermano desempeñan la difícil misión de representante del Rey de Francia y de protector de los cristianos. Misioneros y cónsules se dedican a aliviar la miseria de los esclavos en las galeras fondeadas o en los baños, comprando para ello la benevolencia o el silencio de los guardianes. Organizan verdaderas misiones que terminan con una fiesta. Se esfuerzan por redimir o de hacer redimir a aquéllos cuya fe o virtud está más expuesta.
Desde Francia san Vicente organiza para ellos un auténtico servicio financiero, que permite enviar a Marsella, a Argel o a Túnez, para galeotes o esclavos, las cantidades depositadas en París o en otras partes por su familia, y así procurarles algún alivio, o incluso redimirles. Poseemos todavía unas verdaderas letras de cambio; en ellas san Vicente hace remitir a tal o cual galeote de Marsella o tal esclavo de Túnez la menor cantidad de dinero reunida por una anciana madre, que quizás no verá nunca a su hijo.
Misioneros y cónsules desempeñan su función con peligro de su vida, algunos mueren demasiado pronto agotados por su abnegación, otros son el blanco de los insultos de las autoridades turcas. Uno de ellos, Juan Le Vacher, morirá mártir en Argel en la boca de un cañón.
No se amenaza a nadie en las galeras, y ya no hay más esclavos a orillas del Mediterráneo, o cuando menos no se trata de las mismas servidumbres. Numerosas medidas tomadas por san Vicente y la Compañía del Santísimo Sacramento han sido adoptadas para la humanización del sistema penitenciario, pero la cárcel, por muy cómoda que sea, sigue siendo una jaula con toda clase de limitaciones, y los allí encerrados son unos pobres entre los pobres.
Representan el reverso de nuestra sociedad, con sus rasgos y fallos subrayados hasta salir del común de los mortales. Nos reflejan, como en un espejo, nuestra propia imagen; son como los personajes de un cuadro de Jerónimo Bosco; en ellos vemos remedar hasta lo horrible nuestros propios defectos. No serviría de nada ignorarlos o suprimirlos, como ni tampoco le serviría a una mujer fea romper el espejo.
Si nuestro mundo debe ser evangelizado son ellos quienes deberían ser los primeros, ya que acusan en sí mismos las faltas y los defectos más graves.
Todos los que en la actualidad han relevado a las buenas voluntades suscitadas por san Vicente: capellanes, visitadores y visitadoras de cárceles, asistentas sociales y enfermeras de cárceles, educadores de libertad vigilada, miembros de comités postpenales, y tantos otros, se esfuerzan en devolverles un rostro humano, un rostro de hijo de Dios, a quienes el mal se lo había desfigurado, el mal que, como una peste maligna, ataca a los más débiles. Devolver un rostro de hijos de Dios a esos hijos perdidos, el rostro sosegado de quien ha abandonado los senderos del odio, porque se siente amado, por ahí es por donde comienza, por lo que toca a esos desgraciados, la evangelización.
Un día descubriremos juntos la cara divina del que ha sido desfigurado por las espinas, los bofetones, la sangre y los salivazos, hasta el punto de no tener más ni cara humana, y de quien apartaban la vista como de un maldito. Él tomó sobre sí ese horror y ese desprecio, para que los más desfigurados y los más despreciados de sus hermanos encuentre, gracias a Él, una cara radiante de hijo de Dios; pero hay que anunciárselo, porque todavía no lo conocen.
II.- San Vicente y los presos
1.- El señor Vicente, Capellán Real de las Galeras
La actividad caritativa y social de san Vicente se manifestó y organizó inicialmente en favor de los enfermos: enfermos a domicilio (X, 584), enfermos hospitalizados (X, 589).
Cronológicamente, a continuación e inmediatamente, son los galeotes y los presos los beneficiarios de la acción de san Vicente; más adelante los asistirán sus hijos y sus hijas. Efectivamete, cuando la Congregación de la Misión no estaba aún fundada, el año de fundación es 1625, el 8 de febrero de 1619, y gracias a la intervención del Sr. de Gondi, el Sr. Vicente es nombrado «Capellán real de las Galeras».
«Su Majestad (Luis XIII) movido a compasión por dichos forzados y deseando que puedan aprovecharse espiritualmente de sus penas corporales, ha decidido nombrar para dicho cargo de Capellán real al Sr. Vicente de Paúl, sacerdote, bachiller en teología, tras el testimonio que dicho Sr. Conde de Joigny ha dado de sus buenas costumbres, piedad e integridad de vida, para que ocupe y ejerza dicho cargo, con la nómina de seiscientas libras anuales y con los mismos honores y derechos de que disfrutan los demás oficiales de la marina de Levante» (X, 60).
Desde el momento de recibir y aceptar el cargo de capellán de las Galeras, san Vicente se dedica a ello activamente. Empieza por visitar a los galeotes, y desde el principio se preocupa de sus condiciones materiales de vida; después sugiere y lleva a cabo las mejoras necesarias y posibles; prevé las ayudas, crea un hospital y organiza de arriba a abajo la capellanía con misiones periódicas atendidas de forma permanente por los sacerdotes de la Misión. Con la ayuda financiera de Luis XIII y de la duquesa de Aiguillon, funda una casa en Marsella, casa que inicialmente constaba de cuatro sacerdotes dedicados a los galeotes, y, más adelante, cuando fue posible, a los esclavos de Berbería. Los frutos de esta acción fueron tales que el 16 de enero de 1644, el cargo de capellán real de las galeras se lo confirieron no sólo a san Vicente, sino también a sus sucesores y eso «para siempre».
«Con la fecha de hoy, 16 de enero de 1644, estando el Rey en París (Luis XIV: todavía no tiene 6 años), el señor duque de Richelieu, general de las galeras de Francia, ha indicado a Su Majestad que, viendo los grandes frutos y ventajas que se han recibido tanto para la gloria de Dios, como la instrucción, edificación y salvación de las almas de todos los que sirven en dichas galeras gracias a la excelente elección que ya anteriormente se hizo de la persona del Padre Vicente de Paúl, superior general de los sacerdotes de la Misión, para el cargo de capellán general de dichas galeras mediante decreto del 8 de febrero de 1619, con mando sobre los demás capellanes de galeras, y teniendo en cuenta además que, por sus grandes ocupaciones en el servicio del Rey y de su Madre, la Reina Regente, que le llama frecuentemente para aconsejarse de él, así como por su cargo de Superior General de dicha Congregación, es imposible que pueda estar siempre en Marsella para ejercer dicho cargo de capellán general de las galeras, sería necesario darle los debidos poderes, para que pudiera delegar en su ausencia al superior de los sacerdotes de la Misión de Marsella, para que ejerciera este cargo y confiar para siempre el mismo al superior general de dicha Congregación de la Misión presente y venidero. Su Majestad, viendo con agrado esta propuesta del señor General de las Galeras, y con el consejo de su Madre, la Reina Regente, ha confirmado a dicho Padre Vicente de Paúl en el cargo de capellán general de las galeras, con mando sobre todos los demás capellanes de dichas galeras, y además le ha confiado los debidos poderes para destituir a los capellanes que no considere idóneos y ponga a otros en su lugar, así como también de delegar sus funciones durante su ausencia en el superior de los sacerdotes de la Misión de Marsella, para que goce, junto con esas funciones, de la autoridad, privilegios, honores y derechos del mismo, y ha confirmado para siempre este cargo de Capellán real de las Galeras de Francia, con el mismo poder y autoridad, al Superior General de la Congregación de los sacerdotes de la Misión presente y futuro, deseando Su Majestad que, en calidad de tal, reciba albergue y sustento a cuenta de las galeras, en virtud del decreto que habrá de expedirse» (X, 368-369).
2.- Un servicio a la vez exaltante y difícil
Nombrado capellán general, san Vicente asume directa y enteramente sus responsabilidades por lo que toca a los galeotes, e interesa y compromete en ello a todas sus fundaciones: Damas de la Caridad (II, 165; V, 559; X, 934, 964); Sacerdotes de la Misión (II, 26, 305, 331; III, 241, 248; VI, 272; VII, 108); e Hijas de la Caridad (II, 26, 95, 217, 468; III, 55).
Por haberse acercado a menudo a los galeotes, por haberlos visto desde muy cerca, por haber vivido con ellos, está preparado para juzgar acerca de la dificultad de ese ministerio y de su alto valor. Así puede dar consejos adecuados a quienes se sientan llamados a él, o los destina.
Al Sr. Dufour, del que conoce la virtud, algo austera para él y seguramente también para los demás, le pide que reflexione ante Dios para examinar si posee la gracia para el servicio que ha de prestar a los esclavos y a los forzados.
– «Una vocación extraordinaria»
«Las cartas que de usted recibo me dan siempre un gran consuelo, al ver la buena disposición que Dios le da para con los esclavos y los forzados, que es una gracia tan preciosa, que no creo que haya otra mayor en la tierra; esto me obliga a darle gracias a Dios con un doble sentimiento de gratitud al ver la fidelidad de su corazón, que se dobla o se ensancha según la voluntad divina. Pues bien, como el servicio a esas pobres gentes es una vocación extraordinaria, hay que examinarla bien y rogar a Dios que nos de a conocer si está usted llamado a ella; le pido que así lo haga por su parte y yo procuraré hacerlo por la mía, no porque dude de su decisión, sino para aseguramos más de lo que Dios quiere» (III, 444).
El juicio que ha dado sobre la probable falta de vocación del P. Dufour, no impide a san Vicente ponderar altamente el valor de ese servicio y de esa llamada. A las Hijas de la Caridad aptas para ello les declara:
– «¡Qué felicidad! ¡Servir a los pobres forzados!»
«Las Hermanas del Hatel-Dieu, como les he dicho, tienen enfermos, pero no trabajan con los pobres condenados. ¿Quién tiene compasión de esos pobres criminales, abandonados de todos? Las pobres Hijas de la Caridad. ¿No es esto hacer lo que hemos dicho, honrar la gran caridad de nuestro Señor, que asistía a todos los pecadores, incluso a los más miserables, sin tener en cuenta sus delitos?» (IX, 740).
«¡Ah Hermanas mías!, ¡qué dicha servir a esos pobres presos, abandonados en manos de personas que no tenían piedad de ellos! Yo he visto a esas pobres gentes tratadas como bestias; esto fue lo que hizo que Dios se llenara de compasión. Le dieron lástima y luego su bondad hizo dos cosas en su favor: primero, hizo que compraran una casa para ellos; segundo, quiso disponer las cosas de tal modo que fueran servidos por sus propias hijas, puesto que decir una Hija de la Caridad es decir una hija de Dios» (IX, 749).
En el trato que había que tener con los forzados, esa gente tan ruda, san Vicente recomienda vivamente la mansedumbre y la bondad, como el mejor medio de hacerles un poco de bien. Su experiencia lo confirma.
– «Cuando en alguna ocasión les hablé secamente, todo se perdió»
(San Vicente acaba de hacer la confidencia de que había ganado algunos herejes con paciencia y cordialidad):
«Los mismos condenados a galeras, con los que estuve algún tiempo, se ganan con ese medio; cuando en alguna ocasión les hablé secamente, todo se perdió; por el contrario, cuando alabé su resignación, cuando me compadecí de sus sufrimientos, cuando les dije que eran felices de poder tener su purgatorio en este mundo, (sobre este punto, véase la presentación de los textos, en la primera hoja), cuando besé sus cadenas, cuando compartí sus dolores y mostré aflicción por sus desgracias, entonces fue cuando me escucharon, dieron gloria a Dios y se pusieron en estado de salvación» (IV, 54-55).
A Felipe le Vacher, misionero en Argel, san Vicente se permite dirigirle algunas recomendaciones para contener su celo dentro de unos límites más justos: de ese modo se asegurará más su eficacia. Que el «Vicario General» de Cartago no se muestre demasiado exigente en su trato con los pobres sacerdotes y religiosos esclavos, que han olvidado sus obligaciones.
– «Muéstrese condescendiente con la debilidad humana en todo cuanto pueda»
«No tiene que tener ningún miramiento con los abusos, cuando vea que de ellos puede seguirse algún mal; saque todo el bien que pueda de los sacerdotes y religiosos esclavos, de los mercaderes y de los cautivos, por caminos de mansedumbre, sin acudir a la severidad más que en casos extremos, no sea que el mal que ya sufren por culpa de su cautividad, junto con el rigor que usted practicase en virtud de sus poderes, los lleve a la desesperación…» «Le ruego, pues, que se muestre condescendiente con la debilidad humana en todo cuanto pueda; ganará mejor a los eclesiásticos esclavos compadeciéndose de ellos que corrigiéndolos y siendo severo con ellos. Ellos no carecen de luces, sino de fuerzas, y esa fuerza se les puede dar mejor con la unción de las palabras y del buen ejemplo. No digo que sea menester aprobar o permitir sus desórdenes; lo que digo es que los remedios tienen que ser suaves y benignos en la situación en que están, y aplicados con gran precaución» «Tenemos muchos motivos para dar gracias a Dios por el celo que le da a usted por la salvación de los pobres esclavos, pero ese celo no es bueno, si no es discreto. Parece ser que ha emprendido demasiadas cosas al principio, como querer celebrar una misión en los barios, intentar poner allí su residencia e introducir entre esas pobres gentes nuevas prácticas de devoción. Por eso, le ruego, que siga las costumbres de nuestros sacerdotes difuntos que le han precedido. Muchas veces se estropean las buenas obras por ir demasiado aprisa, ya que obra uno según sus inclinaciones, que dominan sobre el espíritu y la razón, y hacen ver que el bien que se ve como posible es hacedero. Sea usted más bien paciente que agente; así es como Dios hará por medio de usted solo lo que todos los hombres juntos no podrían hacer sin él» (IV, 497-499).
3.- Un desvelo por la promoción y la evangelización
Aunque no usa, seguramente, esta terminología, san Vicente, tanto en sus consig-nas como en su acción, no separa nunca lo que él llama «el servicio corporal» del «servicio espiritual».
– «Hacerles cambiar de camisa»
Muy espontáneamente, en el reglamento de las Cofradías, se detiene en las preo-cupaciones más concretas, como la limpieza en la ropa:
(Las Damas de la Caridad) «Se preocuparán de visitar a los pobres presos para dar-les alguna limosna, consolarles y hacer que se cambien de ropa todos los domingos» (X, 622).
San Vicente no ha creído rebajarse al redactar un reglamento detallado para los sacerdotes de la Misión de Marsella encargados de los galeotes. Traemos aquí algunos puntos:
«Deberán informarse de si se hacen en las galeras las oraciones de la tarde y de la mañana y si, durante ellas, permanecen todos con la debida compostura para escucharlas. De si los capellanes se preocupan de visitar y consolar a los enfermos a menudo, de confesarles, de ayudar a los moribundos; y de si, en los días de fiesta mayor, están allí desde el día anterior para confesar a la gente. De si los capellanes dicen la santa Misa todos los domingos y días de fiesta, si acuden a vísperas, o si las dicen sin ellos. Hay que tener cuidado de que todos los galeotes tengan camisa, calzones, casaca, abrigos, gorros y medias; observar también si hay doble tienda en dichas galeras, preguntar si se les da el pan en la cantidad que es preciso, si es bueno, si les dan habichuelas todos los días. Sin embargo, hay que informarse de este artículo y de los dos anteriores lejos de la presencia de los oficiales. Informarse de los inválidos que haya en las galeras y procurar estar en las visitas de los comisarios para solicitar su benignidad» (X, 376-377).
4.- En la escuela de san Vicente
A ejemplo de san Vicente, las Damas de la Caridad, las Hijas de la Caridad, los Sacerdotes y Hermanos de la misión, se comprometen resueltamente en el servicio de los presos, de los galeotes y de los cautivos de Berbería. Algunos de ellos con tal entrega y tal eficacia que san ‘Vicente los propone como ejemplo.
– «¡He ahí nuestro libertador!»
«He recibido una carta del Padre Le Vacher, que está en Túnez, en la que me indica que, habiendo llegado una galera de Argel a Bizerta, que está a diez o doce leguas de allí, no sabía qué hacer para llegar hasta allá, ya que ordinariamente los visita para atenderlos, no sólo espiritual, sino corporalmente; y como se veía privado de dinero, estaba muy preocupado, sin saber si debería ir o no, ya que esas pobres gentes tienen muchas necesidades cor-porales, así como también espirituales; pero él se veía sin recursos, como he dicho, porque había enviado al cónsul de Argel (Barreau) todo el dinero que tenía para librar a aquel buen cónsul del castigo de los bastonazos y de la tiranía que se veía obligado a soportar. Sin embargo, superando todas estas preocupaciones, no pensó más que en que tenía que ayudar a aquellos pobres forzados. Reunió todo el dinero que pudo, tomó consigo a un intérprete y a otro criado, que le ayudase, y se fue para allá; cuando llegó, apenas pudo ser visto desde la galera y reconocido por el hábito, aquellas pobres gentes empezaron a dar señales de júbilo con grandes gritos y a decir: «¡ Allí está nuestro libertador, nuestro pastor, nuestro padre!»; y habiendo subido a la galera, todos aquellos pobres esclavos se echaron sobre él, llorando de cariño y de alegría al ver a su libertador espiritual y corporal; se echaban de rodillas de sus pies y le cogían, uno por la sotana, otro por el manteo, de forma que lo dejaron desgarrado por sus deseos de acercarse a él. Tardó más de una hora en atravesar la galera para ir a saludar al comandante, ya que le estorbaban el paso y no podía avanzar, en medio del aplauso y regocijo de aquellas gentes. El comandante mandó que cada uno volviera a su lugar y acogió con toda cortesía a aquel buen sacerdote, indicándole que alababa mucho la caridad y la manera de ser de los cristianos, que de esta forma se socorrían mutuamente en sus aflicciones. Luego el Padre Le Vacher compró tres toros, los más cebados que pudo encontrar, los mandó matar y se los distribuyó; también hizo que cocieran mucho pan y de esta forma trató a aquellos pobres esclavos corporalmente, mientras que hacía todo lo posible por darles el alimento espiritual, que es mucho más necesario para la gloria de Dios, catequizándolos e instruyéndoles en los misterios de nuestra santa fe, y finalmente, confortándoles con mucha caridad. Esto duró ocho días, con gran bendición y singular consuelo de aquellos pobres galeotes, que le llamaban su libertador, su consolador, el que les saciaba espiritual y corporalmente» (XI, 319-320).
En la conferencia sobre las virtudes de sor Bárbara Angiboust, una de sus compa-ñeras da sobre ella este testimonio, que provoca la admiración de san Vicente:
«Padre, yo viví en los Galeotes con ella. Tenía mucha paciencia para soportar las dificultades con que allí se tropieza por causa del mal humor de aquellas personas. Pues, a pesar de que algunas veces se irritaban con ella hasta llegar a echarle por tierra el caldo y la carne, diciéndole todo lo que les sugería la impaciencia, ella lo sufría sin decir nada y lo volvía a recoger con mansedumbre, poniéndoles tan buena cara como si no le hubieran dicho ni hecho nada. Eso está muy bien hecho: ponerles la misma cara que antes. Padre, y no solamente eso, sino que en cinco o seis ocasiones impidió que les pegaran los guardias.
Bien, Hijas mías, si hay aquí algunas que han vivido en los Galeotes y que hayan querido enfrentarse con esa pobre gente, devolviéndoles mal por mal e injurias por injurias, llenaos de pena al ver cómo una de vuestras Hermanas, que llevaba el mismo hábito que vosotras, cuando le tiraban la carne que llevaba, no les decía nada, y cuando querían golpearles, no podía tolerarlo. ¡Qué gran motivo de aflicción para las que obraron de otro modo, queriendo replicar a las palabras de aquellos pobres forzados o llamando a los guardias! Hijas mías, como todas las que estáis aquí podéis ser llamadas a servir a esas pobres gentes, aprended de vuestra Hermana la lección de cómo tenéis que portaros, no solamente en los Galeotes, sino en cualquier otro sitio; aprended de nuestra Hermana cómo hay que soportar a los pobres con paciencia» (IX, 1165).
– «¡Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia!»
Juan Barreau, clérigo de la Misión y cónsul en Argel, fue, también él, encarcelado en dos ocasiones por ser abnegado hasta la imprudencia en el servicio de los esclavos y presos. El 16 de septiembre de 1650, san Vicente le escribía:
«Con gran dolor me hago cargo del estado en que está, que es motivo de pena para la Compañía, y para usted de mérito ante Dios, ya que sufre como inocente. He sentido gran consuelo, mayor que cualquier otro, por la mansedumbre de espíritu con que ha recibido este golpe y aprovecha su estado de prisionero. Doy gracias a Dios con un sentimiento de incomparable gratitud. Nuestro Señor, que bajó del cielo a la tierra para redimir a los hombres, fue hecho prisionero por ellos. ¡Qué dicha, querido Hermano, poder ser tratado casi de igual forma! Se fue de aquí como de un lugar de alegría y de reposo para asistir a los esclavos de Argel; y ahí sois tratados de forma similar a ellos, y no de otra forma. Cuanta más relación tengan nuestras acciones con las hechas y sufridas en esta vida por nuestro Salvador, más le serán agradables. En tanto vuestra prisión se asemeja a la suya, en cuanto honráis su paciencia, ruego que él os mantenga en esa actitud. Le aseguro que su carta me ha conmovido mucho, tanto, que estoy resuelto a hacerla leer en el comedor, después que pasen las presentes ordenaciones, para edificación de la comunidad. Ya he hecho a la misma partícipe de la opresión que sufrís y de la dulce resignación de vestro corazón, a fin de excitarla a que pida a Dios vuestra liberación, y a agradecerle la libertad de vuestro espíritu. Seguid, querido Hermano, conservándoos en la santa sumisión a la voluntad divina, pues así se cumplirá en usted la promesa de nuestro Señor de que ni uno solo de vuestros cabellos se perderá y de que en vuestra paciencia poseeréis vuestra alma. Sobrelleve con alegría su soledad y no se haga ilusiones. Tenga paciencia. Confíe en nuestro Señor recordando lo que él ha sufrido en su vida y muerte. «El servidor no es mayor que su maestro, se decía; si me han perseguido a mí, a vosotros también os perseguirán». «Bienaventurados los que son perseguidos a causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos!». Según estas divinas palabras, querido Hermano, sois dichoso. Adiós, Hermano. Soy, en su amor, su muy humilde y afectísimo servidor» (IV, 81-83).
III.- Cuestiones para la reflexión y el diálogo
1. De una forma o de otra, san Vicente aplica a los miembros de todas sus fundaciones: Sacerdotes y Hermanos de la Misión, Damas de la Caridad, Hijas de la Caridad al servicio de los marginados de la sociedad: presos, galeotes, esclavos, etc. Y nosotros, depositarios del carisma vicenciano.
- ¿Qué hemos hecho de este mundo de las cárceles que nos ha sido confiado?
- ¿Nos sentimos solidarios y responsables? ¿nos hemos planteado la cuestión: cómo puedo aportar mi ayuda?
2. Si según la estadística el «60% de los detenidos tienen de 20 a 30 años» Ante la delincuencia vista a través de los mass – media, delante de los jóvenes considerados delincuentes:
- ¿Cuáles son las reacciones que oigo alrededor de mí?
- ¿Cuál es mi reacción y por qué?
3. Ante un detenido que sale de la cárcel, ante una mujer que tiene a su marido en la cárcel:
- ¿Cuál es mi actitud? ¿es evangélica?