Capítulo Tercero: Provincias Salvadas (cont.)
Artículo segundo: Picardía y Champaña
I. La Picardía antes de san Vicente de Paúl.
Apenas había acabado Vicente su obra de Lorena cuando tuvo que acudir en ayuda de otras provincias no menos desgraciadas; o más bien continuaba sosteniendo a los Loreneses, tanto en parís como en su patria, cuando Picardía, Champaña y otras comarcas desoladas por la guerra y todas las plagas que la acompañan, abrieron un campo más vasta todavía a su caridad. Repitámoslo, en efecto, ha habido casi siempre simultaneidad en las obras de este hombre que, aunque sucesivas serían un encadenamiento de prodigios y que, concordando forman una masa que la fe y la caridad solas en su más alta potencia han podido levantar y llevar.
Fue en 1650 cuando Vicente envió a Picardía sus grandes socorros y a todo un ejército de Misioneros. Pero hacía muchos años que había comenzado a asistirla, pues hacía quince años ya que estas provincias y todas las regiones limítrofes eran presa de males cuya revelación tardía nos encontrarían incrédulos, si no los declararan los más auténticos monumentos. Aquí también se buscaría vanamente el origen no solamente en nuestras historias generales ni siquiera en las historias particulares de nuestras ciudades; todo lo más una mención pasajera, fría, vaga y sin detalles, que hace suponer al lector que se trata simplemente del contingente ordinario y obligado de sufrimientos que lleva consigo la guerra en el país que se ha escogido como teatro. La publicación del Diario de un burgués de Marle, realizada en 1851 por el Sr. Am. Piette, ha dejado, la primera, dolores hasta entonces inauditos; qué será si este capítulo de historia local debe extenderse, aplicarse a más de seiscientas ciudades o pueblos, y enriquecido con detalles de la más salvaje barbarie, la más profunda miseria: En 1856, segunda revelación en la Revista de París, por el Sr. Alph Feillet sobre los sufrimientos del pueblo durante la Fronda, de 1650 a 1655. Pero el Sr. A. Feillet no hacía más que completar, plegar en provecho de la causa democrática los documentos mencionados o indicados ya por los historiadores de san Vicente de Paúl1. Además, a falta de luces, también él dejaba en la sombra todo lo que había precedido a ala guerra de la Fronda. Dos años después, el Sr. Édouard Fleury, corresponsal del ministerio de la instrucción pública, leía en la Sociedad académica de Laon un estudio sobre la Diócesis de Laon durante la Fronda, en la que abarca los últimos años de Richelieu y todo el ministerio de Mazarino, veinticinco años. En este estudio se leen detalles lamentables de lágrimas y de duelo, sacados de los archivos del departamento del Aisne. Son informaciones requeridas, bien por del clero de la diócesis, bien por los oficiales de la ciudad de Laon, en los raros intervalos de descanso del que gozaba este desdichado país, para pedir socorros o constatar la imposibilidad de pagar las contribuciones que les querían arrebatar a su agotamiento. Dos de estas informaciones son anteriores a la gran guerra de la Fronda y nos ilustran sobre su estado antes de la intervención caritativa de san Vicente de Paúl. Del estudio del Sr. E. Fleury tomaremos el cuadro de este primer periodo; le tomaremos también algunos rasgos del cuadro del segundo, de 1650 a la paz de los Pirineos, si bien nuestros documentos propios nos ofrecen aquí colores superabundantes.
De todas las comarcas que vamos a recorrer en busca de espantosas ruinas, la peor maltratada fue la de Laon, la de Soissons, es decir esta punta de la Isla de Francia que unía Picardía y Champaña, y que formaba las antiguas diócesis de Soissons y de Laon. Durante más de veinte años, fue destinada por su posición geográfica a ser tanto el centro de reunión de las tropas francesas, como la meta de las carreras o de las invasiones de los ejércitos enemigos; siempre el lugar de paso y como la gran ruta de estos cuerpos tan diversos por su origen como igualmente indisciplinados que se enfrentaban en esta frontera. Desde que Richelieu declaró la guerra a la casa de Austria-España y hasta la paz de Westfalia, rece largos años, Imperiales y Españoles parten o de los Países Bajos o del Franco Condado, o de Alemania; atraviesan Picardía y Champaña, y las orillas del Aisne son siempre el lugar de cita de los ejércitos para el ataque o la defensa, allí está a la vez la llave de Francia y de los Países Bajos españoles; por allí se avanza hacia París, o hacia Flandes.
El 26 de mayo de 1635, facha de la declaración de la guerra a Austria, toda esta frontera se cubre de tropas; todas las plazas fuertes regurgitan de soldados. El campo en un principio empieza con suerte para nuestras armas, por la victoria de Avein. Bélgica parece perdida para España; pero los Holandeses, nuestros aliados, nos traicionan, y los Españoles ayudados de los Imperiales, reemprenden la ofensiva. La Capelle, Vervins todas nuestras fronteras de Picardía están amenazadas. Rechazados un instante, vuelven en 1636, conducidos por Jean de Verth, Piccolomini y el cardenal infante, gobernador de los Países Bajos, y penetran en Francia por la Thiérache, a la que saquean y roban. Toman la Câtelet, la Capelle, Vervins, amenazan Guisa y Ribemont, y llagan a Picardía para sitiar Roye y Corbie. No pretendiendo sino el demasiado ejército del conde de Soissons, sólo encuentran escasa resistencia, y Corbie se ve forzada a capitular. Si esta plaza es retomada pronto por los franceses, el enemigo sigue siendo, por La Capelle, dueño de Thiérache. Para desalojarle, todas las plazas vecinas se guarnecen de tropas y la región se ve atravesada. En las primavera del año siguiente, se forma un ejército más considerable alrededor de Laon, y se conquista La Capelle. Cada año ve este regreso monótono de invasiones recíprocas, de ciudades tomadas y recuperadas, y los éxitos y los reveses son igualmente desastrosos para la región que hace de teatro. Si el enemigo no lo saquea, es el Francés, siempre apostado allí para invadir a su vez, el que la mata de hambre, impidiendo todo cultivo. De 1843 a 1648, tan sólo, haciendo nuestros ejércitos sus campañas en país enemigo y viviendo a sus expensas se pueden sembrar algunas tierras y recoger una escasa cosecha. Por último, la batalla de Lens trae la paz con el Imperio, a la espera de la guerra civil y una primera investigación viene a desvelar las plagas y constatar las pérdidas. ¡Qué plagas y qué pérdidas! Masacres, violaciones en masa; castillos, iglesias y abadías derribados, caballos y animales robados, mieses segadas o más bien destruidas por el enemigo, abandono de los campos y huida de las poblaciones, peste que los diezma en los bosques como en las chozas, que despuebla en particular las ciudades; en San Quintín, tres mil víctimas se registran tan sólo en el 1636.
Tan despiadados como el Español y la peste, los Franceses, sin soldada, sin víveres, sin ropas, sobre todo sin disciplina viven allí a discreción como en país de conquista. Saquean lo que el enemigo ha dejado en granos o en animales, cometen los mismos horrores, se llevan a los pocos campesinos que quedan en los campos para servir o trabajar en sus ejércitos para acabar con la población y causar la ruina del país.
Por otra parte, la presencia de la gente de guerra ha interrumpido por completo el curso de la justicia; los delitos ya no son reprimidos, ni siquiera perseguidos, el bandido es en todas partes el amo; es el triunfo del estado salvaje.
Tal es el resumen de las primeras pesquisas, poco fecundas en detalles, y que no dejan entrever sino una ruina en masa. Sobriamente dictadas, fríamente escritas, las declaraciones no dejan de ser dignas de fe. Son, por lo demás, idénticas en cuanto al fondo y la forma. «Se diría, ha escrito el Sr. E. Feillet, circulares sucesivamente copiadas unas tras otras que se hubieran enviado a rellenar.»
Los informes que siguieron a la paz de Westfalia son menos discretos. Encierran preferentemente en los años 1648 y 1649, y sobre las abominaciones cometidas por las bandas del barón de Erlach, detalles que hacer estremecerse. D’Erlahc había sido uno de los lugartenientes del duque de Saxe-Weimar. A la muerte del duque, en 1639, viéndose como el principal director del ejército alemán, se lo había vendido al rey por 200 000 escudos, y había recibido en recompensa, cartas de naturaleza, una pensión, favores, títulos, mientras aguardaba el bastón de mariscal. Cuando la defección de Turenne, Luis XIV le había confiado el mando general de sus tropas. Fue en la última mitad de 1648, cuando este terrible condotiero se abatió sobre nuestras provincias con sus Alemanes luteranos que, en su feroz indisciplina y su furor anticatólico, trataron a nuestra región como salvajes. En el séquito del marqués de Saint-Mégrin, viceprovincial de Amiens , piden atravesar Aubenton, que pertenece al rey como ellos. El gobernador ha recibido la promesa que ellos no harán más que atravesar la plaza. Entran, la tratan como ciudad tomada al asalto, la saquean, la devastan, cometen tales atrocidades que el príncipe de Condé, habituado no obstante a los horrores de la guerra que él mismo permitía demasiado, «reprochando. algunos días después, estos saqueos al vidame(vice–dominus), le arrojó los guantes al rostro, lo que le hizo morir de tristeza2.»Pronto Erlach aparece en Marle, a la que perdona por un capricho excepcional de dulzura. Hacia el mes de julio entra en Laon por Neufchâtel, y ocupa varios de sus decanatos. Es entonces cuando la barbarie, sin conocer privilegios ningunos, ni sexo, ni rango, ni carácter sagrado, pasa, dice el Sr. É, Fleury, su nivel igualitario por encima de todas las cabezas. La noble dama y su hija sufren los últimos ultrajes en compañía de la campesina y de la pastora de rebaños. Son razzias de mujeres de toda condición, llevadas al campo para ser entregadas a la brutalidad de la soldadesca, y los que las quieren defender son inmediatamente colgados. El privilegio, -pues todavía quedan, -pero privilegio de un tratamiento más innoble y más atroz se reserva a las iglesias y a las gentes de iglesia. Todos los templos son saqueados, robados, arruinados, incendiados de manera que no queda ya en adelante monumento antiguo en todo la parte del noroeste de la diócesis de Laon. El juego de estos bárbaros e inmundos herejes es exponer a los sacerdotes desnudos del todo a las burlas de la multitud, o martirizarlos en sus presbiterios y al pie de sus altares. Antes de darles muerte, sin embargo, su avidez los somete a una cruel pregunta, para forzarlos a entregar el dinero que desde hace mucho no tienen ya. Sorprende que los fogoneros de 1797, a quienes se tenía por inventores, no hayan sido en esto más que plagiarios. En efecto, los soldados del barón de Erlach calentaban los pies de los párrocos para arrancarles alguna revelación imposible. Les ponían los dedos de las manos y de los pies en los muelles de los tornos de sus arcabuces para arrancarles rescates que no podían pagar. A los campesinos no se los trata mejor. En sus bienes y en su vida son tratados como el noble y el sacerdote. Después de verse forzados a entregar sus granos y animales, expulsados de sus pueblos por el incendio, se retiran a las iglesias bajo la protección de Dios. Los fuerzan a ello para degollarlos allí, para violar a sus mujeres sobre el mismo altar; y si ofrecen alguna resistencia, los ahuman allí como a animales salvajes en sus guaridas. Si quieren salir o precipitarse por las ventanas para escapar a las llamas, son recibidos por las picas de los soldados.
El ejército alemán había causado más ruinas que el español; había incendiado más de cuarenta pueblos y dado muerte a una parte de los habitantes después de robarles saciar con ellos una brutalidad inmunda. También la despoblación ha hecho espantosos progresos. Las investigaciones constantes, una disminución de los dos tercios; dos tercios también de las tierra en barbecho, y la mitad de las parroquias y aldeas se han quemado o son inhabitables. Pueblos compuestos antes de tres o cuatrocientos hogares están reducidos a cinco, seis, ocho, diez o doce habitantes.
He aquí las grandes azañas del barón Erlach, lugarteniente general de los ejércitos de Su Majestad Luis XIV: merecían una recompensa. Mazarino le quiso recibir con gran pompa en Saint-Quentin, escoltado por nuestros príncipes, por nuestros mariscales y los personajes más altos, y le llenó de honores y de presentes3. Después, las bandas del barón de Erlach regresaron por fin a Alemania.
No fue la liberación de nuestras comarcas; tras los Alemanes, los Ingleses; después del barón de Erlach, lord Digby, que traía de Flandes los ejércitos del rey para hacerles tomar los acantonamientos de invierno en las fronteras de Champaña, de Borgoña y de Lorena. Los Ingleses de Digby quisieron rivalizar con los Alemanes del barón de Erlach. Ellos también saquearon, incendiaron, violaron, asesinaron.
¿Qué quedaba para las poblaciones, cómo subsistieron los tristes supervivientes en medio de una país devastado y sin cultivos antes de la llegada de los hijos de Vicente de Paúl? Todo un misterio. Se los ve no obstante mendigar en grupos, sus párrocos a la cabeza, sembrando los caminos de cadáveres. Porque el clero, arruinado por el enemigo, se ha despojado voluntariamente del resto para por los pobres. Y, como lo constatan sus asambleas, ya no tiene nada ni para él ni para los miserables, menos aún para el rey que le pide sin cesar diezmos extraordinarios. Ofrece el abandono de todos sus beneficios, con la condición que se le libere de las cargas y, con ello, cree hacer un negocio ventajoso. Los agentes del fisco emplean inútiles coacciones: están allí para gestionar y por sus pagas, cuando no son perseguidos como enemigos por las poblaciones irritadas por estas exacciones intentadas sobre sus miserias.
¿Quién lo iba a creer? Y no es más que el principio de del sufrimiento para estas provincias desoladas, y el año 1650 encierra por sí solo más horrores que los quince precedentes. Felizmente que, ese mismo año, la misericordiosa Providencia les enviará a ángeles de consuelo y de entrega. Turenne. infiel a la regente, ha dado la mano a los Españoles e introducido a los Imperiales en Francia por Hirson y Aubenton. Conducidos por él, se llevan Le Câtelet, Vervins y Rethel. Fracasan ante Guise, que les opone durante, diecisiete días, una heroica resistencia. El archiduque Leopoldo, hermano del emperador, que manda el ejército en persona, debe retirarse a Étreux ante el ejército del rey. Pero éste, mandado por el mariscal du Plessis-Praslin, no hace sufrir menos al país mientras lo libra momentáneamente del extranjero. Es numeroso y cubre todos los alrededores de La Fére, donde espera al general Roce y al marqués de Senneterre. Todos estos cuerpos se reúnen por fin, después de machacar los campos. Si han desbloqueado a Guise, le han hecho pagar caro, como a toda esta comarca, la intervención de sus armas. Además, el enemigo se ha vengado con La Capelle. Hirson, Vervins y Marle que ha tomado y saqueado. Ha avanzado hasta Château-Thierry, desde donde amenaza al interior de Francia. El ejército francés, multiplicando bajo sus pasos los desastres, toma varias posiciones para cubrir París. después de una marcha victoriosa, el archiduque vuelve sobre sus pasos, toma a Rethel, sitia a Mouzon y, en diciembre solamente se vuelve a Flandes con un ejército disminuido, agotado de fatiga, pero deja una región cuya desolación, esta vez, el informe de la caridad nos contará, al mismo tiempo que la información oficial, la espantosa desolación.
II. Primera intervención de Vicente.
En 1643 o 1644, Vicente había comenzado a ayudar a la desdichada Picardía. En efecto, en el proceso de canonización, Nicolas Bouthillier, principal del colegio de Beauvais, ha declarado haber sido testigo en San Quintín, donde se hallaba en esta época, socorros temporales y espirituales que el santo preparó para esta ciudad, y a los pueblos vecinos arruinados por la guerra4. Pero no fue hasta el levantamiento del cerco de Guise, cuando conoció toda la desolación en sus proporciones, y extendió también y organizó el servicio de esta provincia. Franceses e Imperiales, con prisas por acudir a nuevos combates, habían dejado en los alrededores de Guise y en todas las rutas a sus numerosos heridos y enfermos que, en medio de pueblos despoblados, morían privados de todos los socorros y del cuerpo y del alma. De París o de otras ciudades nadie pensaba en volar en su ayuda. Sólo disfrutaban del regocijo causado por el cese del cerco y el retiro del enemigo, regocijo sin agradecimiento para los pobres soldados que habían comprado con su sangre este doble triunfo. Además, la continuidad de guerras que llevaban ya más de quince años había vuelto insensible sobre sus resultados acostumbrados, fuera el que fuese el horror, y cuando todo el mundo tenía que sufrir más o menos, cada uno se encerraba en su egoísmo.
Un solo hombre, uno sólo, se trazó el plan de llevar asistencia a los pobres asoldados. Apenas informado por algunos viajeros, Vicente va a encontrar a la presidenta de Herse y, de acuerdo con esta mujer caritativa, propone el plan de un pequeño convoy de socorros, al momento hace salir a dos de sus Misioneros, que llevaban unas quinientas libras, y conducían un caballo cargado con víveres.
Llegados a los lugares y después de medir la extensión de esta miseria comprendieron en seguida que su pequeño peculio y sus escasas provisiones eran muy poca cosa para unas inmensas necesidades. Por los caminos al descubierto, a lo largo de las cercas, eran millares de maltrechos soldados, agotados de hambre y de fatiga, esperando la mayor parte el golpe de la muerte. En un abrir y cerrar de ojos, los Misioneros habían distribuido todas sus provisiones. Les quedaban las quinientas libras, fueron volando a los pueblos a comprar algunos víveres: soledades, ruinas humeantes de allí a las ciudades más próximas, la misma desolación que en los campos, por todas partes lo mismo, el hambre, la miseria y la muerte!
Vieron al momento que no eran sólo soldados, sino provincias enteras, que era preciso organizar un servicio de salvamento. Solos, con algunos centenares de libras, qué podían hacer; comunicárselo a su padre y, esperar la respuesta, atendiendo a los moribundos.
Así lo hicieron. Algunos días después, sus cartas estaban en París. al leerlas, Vicente se estremeció ante la inmensa tumba de poblaciones enteras, que le mostraban de lejos. Como nuestro Señor a la vista de la tumba de Lázaro. Aquí, una vez más, la Providencia ponía una obra inmensa en lugar de la obra restringida que había imaginado al principio. No pensaba más que en socorrer a algunos soldados escapados al asedio de Guise como lo había hecho en el sitio de Corbie, y ahora Dios parecía poner en su caridad la salvación de de las ciudades y de las provincias. Era volver a la obra de Lorena pero en proporciones más grandes de intensidad y de dimensiones, porque su vista, ejercitada en medir la miseria y aplicar los socorros a las calamidades, había visto allí desde el primer informe de sus sacerdotes, más desgraciados que aliviar y por lo tanto más limosnas que recoger.
Su corazón no dudó. Pero ¿dónde encontrar las sumas que parecían necesarias aquí? París libre ya de la guerra civil, comenzaba a sufrir, y si bien la miseria fuera menor de lo que será dos años después, parecía capaz de absorber los recursos tan reducidos de la caridad. En efecto, ¿qué le podía quedar aún después de las sumas inmensas que había enviado a Lorena, después del gasto enorme que suponía doce años con los niños expósitos? Además qué otras obras tenía que sostener, la Misión de Berbería, la Misión de Madagascar, etc.
Pero la fe y la caridad de Vicente, no más que el valor y el genio del héroe, no conocen lo imposible, y este sentimiento generoso se lo ha inspirado a las Damas de su Asamblea. Les propone pues la nueva carga, y las fuertes mujeres la aceptan. Mas, para no abrumarlas, quiere que otras la compartan con ellas. Y así, ruega al arzobispo de París que recomiende a todos sus diocesanos las necesidades de la Picardía y de Champaña. El arzobispo publica, en efecto, un mandato, en virtud del cual todos los púlpitos de París resuenan pronto con los gritos de angustia de las dos desdichadas provincias. Vicente se dirige también a todos aquellos cuya voz puede llegar a los corazones, y pronto agrupa en torno a sí a una multitud de obreros caritativos.
Tal es el verdadero origen, tal es el verdadero autor de esta gran empresa. Recientemente, se ha querido desplazarlo todo, fechas, méritos, para atribuir al partido jansenista por lo menos el honor de la iniciativa5.
Antes incluso de todo examen, ¿no parece singular querer quitar le iniciativa de la obra de las provincias a Vicente de Paúl quien, desde hacía trece o catorce años se ocupaba de la desgraciada Lorena? ¿Y en qué se apoyan para sostener tal enormidad? En el prefacio de un libro en dos partes, publicado a mediados de 1651 bajo el título de Limosna cristiana y eclesiástica. Este libro no es sino un serie de extractos de la Escritura y de los Padres, recogidos por Saint-Cyran en la prisión de Vincennes. Por mucho tiempo inédita, la colección fue lanzada por el partido jansenista en medio de las grandes miserias de Francia. ¿Quién fue su editor? Se nombra al sobrino del doctor Arnauld, Antoine Lemaistre, al que algunos han llegado a querer hacerle autor. Pero las Memorias de Lancelot , la Necrología de Port-Royal, la Historia de Port-Royal de Besoigne, todos los libros del partido y el prefacio mismo, que discutimos, no dicen nada, en este punto, de Antoine Lemaistre, y atribuyen el honor de la publicación de la Limosna cristiana a Charles Maignart de Bernières, el propio magistrado a quien se quiere condecorar con los despojos de san Vicente de Paúl. Maignart de Bernières sería pues también el autor del famoso prefacio, en el que se le trata de «muy piadoso y de muy caritativo magistrado»! –A menos que no haya encargado de su panegírico al ex abogado Antoine Lemaistre, lo que explicaría las partes iguales que se atribuyen al magistrado y al abogado en la publicación de la Limosna cristiana. No sería imposible con todo que Maignart de Bernières se hubiera adjudicado a sí mismo el honor de la apología, ya que era costumbre no desusada de la gente de Port-Royal hacerse los propios elogios bajo el velo del anónimo, que ocultaba a los ojos del público el rubor de su modestia. Así las cosas, esto es lo que se lee en el prefacio de la Limosna cristiana: «Quedando desolada Francia por una gran hambre en 1649, un muy piadoso y caritativo magistrado se sintió conmovido de Dios y animado a consagrarse todo a la caridad, y a unirse en un comercio tan santo con algunos de sus amigos y algunas damas más ilustres todavía por su piedad sólida y su caridad ejemplar que por su condición y nacimiento…Pues, como no les era suficiente tener dinero, no tenían personas fieles para darlo fielmente, el mismo dios que sacó en otro tiempo a un santo diácono y un Padre de la Iglesia de la soledad (a san Efrén) para hacerle dispensador irreprochable de las caridades de toda una ciudad, les ha hecho encontrar en los lugares, en todas las provincias que han asistido, a diversos particulares muy píos que han sido como las manos de estos corazones los limosneros de estos laicos y los mediadores entre los ricos caritativos de París y los pobres miserables del campo. Estos siervos de Dios han actuado con tanto cuidado, vigilancia y exactitud, y han expuesto tan valerosamente sus vidas en las visitas de los enfermos, cuyo número era muy grande, que algunos de ellos han hallado allí la vida eterna muriendo por la cardad que no muere nunca.» El prefacio habla después de un gran concurso que se hizo en París de los pobres de Picardía y Champaña, de una sociedad que se formó para ayudarlos, de la esperanza que la aparición de una abundante mies daba de ver terminar la miseria con el año de 1650, de la recrudescencia de los males causada por las guerra y de la multiplicación necesitada de las personas asociadas para la caridad.
¿Qué vemos en este prefacio? Una fecha y una asociación caritativa. La fecha de 1649 no es, ay, anticipada, si se trata de fijar el origen de una miseria de hace ya más de quince años; pero lo es ciertamente, si se quiere unir la organización de la obra de las provincias, que hay que remitir a mediados del año siguiente. Lo que se habría ensayado e este respecto en 1649 no ha dejado ningún rastro en la historia y los informes oficiales no hace más mención de ello que los caritativos. Si se hubiera ensayado algo ya, habría que ver en ello también la mano principal de san Vicente de Paúl. A esta acción dominante de Vicente, se opone sin razón una coartada, cuando se pretende que el santo, ocupado entonces en visitar sus casas, no volvió a París hasta finales de 1649: estaba allí de regreso el 15 de junio demasiado pronto por consiguiente para ponerse al frente de lo que se habría emprendido en el invierno de aquel año. Además, habíamos visto que había comenzado a socorrer Picardía en 1643 o 1644. En cuanto a Champaña, no olvidemos que sus sacerdotes se habían establecido ya en 1636; que tenían varias casa en las diócesis de Troyes, de Sens, de Châlons-sur-Marne y de Reims, que estaban, por consiguiente, todos apostados para emprender, a la primera señal de su superior, la santa lucha contra la miseria. Y que habían debido de entrar en campaña a ejemplo de sus vecinos de Lorena. ¿Y no son ellos, evidentemente, a los que el prefacio de la Limosna cristiana designa hablando de esos particulares mediadores a quienes los ricos de París han encontrado «en los lugares en todas las provincias que ellos han asistido?»
No obstante, no había aún, en aquella época, más que esfuerzos aislados. Pues bien, aquí se trata de una gran organización de caridad, de un centro de acción, alrededor del cual todo viene a agruparse. Bueno pues, hay algo que ciertamente no tuvo lugar más que en 1650, y por la sola iniciativa y bajo la sola dirección de san Vicente de Paúl. Si hemos de creer el prefacio de la Limosna cristiana y a su reciente comentarista, este centro, formado en 1649, habría tenido en un principio, y bastante tiempo después, a Maignart de Bernières. Quien quiere probar demasiado no prueba nada. En este prefacio, no se dice una palabra de Vicente, y todo esto se carga a cuenta del piadoso magistrado. Como el prefacio es de mediados de 1651, es decir de una época en que, de acuerdo con todos, la obra jansenista, si alguna vez existió, había ido a perderse en la obra del Padre de la Misión. El escritor jansenista ha caído pues en flagrante delito de jactancia mentirosa. Y es que efectivamente, grandes charlatanes de caridad, los jansenistas hablaban, escribían más que actuar, se ocupaban de disputas más que de buenas obras, y no perdían la ocasión de darse los títulos pomposos de «procuradores generales de los pobres»!
¿Qué vemos también en el prefacio de la Limosna cristiana? Una fecha y una asociación compuesta, de una parte, de laicos y de damas, por otra parte, de ministros de sus limosnas, llevando la caridad hasta mori por el servicio de los pobres. Ahora bien, estas Damas ¿quiénes son sino las Damas de la Asamblea de san Vicente de Paúl establecida en 1634, cuyos nombres se leerán enseguida al pie de todas las narraciones caritativas? Estos ministros ¿quiénes son, sino los Misioneros de san Vicente de Paúl, muchos de los cuales, en efecto, murieron en el ejercicio de la caridad?
¿Queda por decir que nosotros queríamos desterrar de la asociación a los Maignart de Bernières, a los Gué de Bagnols, a los Lenain y demás laicos piadosos a su modo que han podido cooperar en la obra? No, sin duda, y su presencia en la asociación se explica del modo más natural. La mayor parte de las Damas de la Asamblea, que pertenecían a familias de alta magistratura, debían necesariamente dirigirse, para tener dinero, a los hombres caritativos de su clase. Bueno pues, se sabe que el jansenismo ha contado siempre con demasiados adeptos en la familia parlamentaria. De ahí la presencia de Maignart de Bernières y de algunos magistrados más entre los que participaron en la obra de las provincias. Pero ellos figuraban allí tan sólo a título de individuos caritativos y no de agentes de la secta, menos todavía de jefes y de directores de la obra. Ellos solos, ayudados por sus amigos, se atribuyeron un papel mayor, en contradicción manifiesta en este punto con todo el conjunto de los hechos, con todos los documentos verdaderamente oficiales.
Aquí tenemos un ejemplo perentorio. San Vicente de Paúl recurría a todos los medios para animar a la piedad pública. Pero el requerimiento más eficaz que haya hecho a la caridad a favor de nuestras provincias desoladas, consistió en la publicación de las cartas que le escribían los primeros Misioneros. En ellas se veía el cuadro de una miseria que la imaginación más fecunda jamás hubiera soñado; cuadro tomado en vivo, pintado sin pretensión, sin sobre carga, ofreciendo a pesar de todo una pincelada, una realidad más espantosa que el ideal del arte más sombrío. Entonces, si hemos de creer siempre al prefacio de la Limosna cristiana, seríamos deudores de estos Relatos, y del libro de la Limosna, a Maignart de Bernières. En él leemos, en efecto: «A este magistrado… se le ocurrió dar a conocer estas miserias a todo París, incluso a todas las grandes ciudades de Francia, por unos Relatos muy verdaderos y muy exactos que él mismo se molestó en hacer, componiendo un relato de varios extractos de cartas de todos los que asisten a los pobres en los lugares le dirigen todas las semanas6.» Bueno, sabemos, por una carta de Vicente, cómo fueron publicados estos Relatos. Hablando más tarde de las Damas de la Caridad y de las Damas de su Asamblea, dice él de éstas: «Ellas asisten desde hace algunos años, a la pobre gente de las fronteras… Se ha servido y se sirven todavía de algunos sacerdotes y hermanos de la Compañía que visitan los lugares arruinados…Y como escriben las miserias espirituales y temporales que encuentran, de ellas se hacen Relaciones que se mandan imprimir, y las Damas las distribuyen en las casa buenas y van a pedir la limosnanote]Carta a Martín, Turín, del 28 de julio de 1656.[/note].» Así, los sacerdotes enviados por Vicente a las fronteras, le dirigían, como todos sus Misioneros, informes de sus trabajos. Se los leía a las Damas de su Asamblea, como nos lo ha dicho en su carta antes citada (p. 106) a Du Coudray, y éstas se encargaban de mandarlos imprimir, echando mano de la ayuda de éste o aquél, de Maignart de Bernières o de otro, distribuyéndolos ellas mismas en París y en provincias. Maignart de Bernières y algunos personajes más de la secta podían deslizar en ellos -y no perdieron la ocasión- muchas palabras en alabanza propia, seguros por adelantado que el humilde Vicente no reclamaría nunca; ellos se podían dar, con esto o de otras formas, una gran importancia: pero, en la verdad de la historia no han jugado nunca más que un papel de instrumentos al servicio de la obra de san Vicente de Paúl. Sí, la obra de san Vicente de Paúl es de san Vicente de Paúl solamente, tanto en su origen como en su continuación. Esta obra, en efecto, no nos es bien conocida más que por los Relatos, de los que el primero se de setiembre de 1650. Pues, las cartas de que se compone son todas enviadas por los Misioneros, prueba irrecusable de la parte principal, y en un sentido exclusiva, que Vicente ha tomado en la obra desde el comienzo. La información oficial para 1650 no habla del mismo modo más que de los sacerdotes de la misión. Y así será siempre, siempre serán cartas de Misioneros, con las que se mezclarán de vez en cuando algunas cartas de párrocos o de oficiales de las ciudades uniendo a la voz de los hijos de Vicente sus gritos de extrema necesidad. La uniformidad misma de esta colección prueba que la obra se prosiguió exactamente como había comenzado, sin ningún cambio de método ni de dirección. Entonces si, según opinión general, tuvo pronto a Vicente de Paúl por director único, es que le había tenido también por único fundador.
Pensemos entonces en nuestra Colección de Relatos.
Después de un breve prefacio y algunos extractos de la Escritura y de los Padres a favor de la limosna, ofrece una Instrucción para el alivio de los pobres, «ya practicado, dice, por algunas personas tan ilustres en piedad como lo son por su condición.» Todos los consejos que encierra esta Instrucción, «en lo que se refiere a los enfermos, los que tienen salud, los que pueden trabajar,» sienten la inspiración de Vicente de Paúl y más aún porque a él se acude en el cuidado de los enfermos y sobre las Cofradías de la Caridad establecidas por él solo. Además, el orden y la cantidad de las distribuciones, la distinción entre los días de carne y días de abstinencia, la instrucción que se debe hacer a los pobres en el momento que reciben la limosna, todo ello está conforme a su práctica y está tomado casi textualmente de sus reglamentos de caridad.
Sigue una receta para hacer estos potajes económicos que serán el principal alimento de las poblaciones hambrientas y arrancarán tantas víctimas a la muerte. No demos un paso atrás ante estos detalles en los que se manifiesta cada vez más el espíritu positivo del santo sacerdote, tan relevantes por lo demás por la grandeza de los resultados; no se trataba con ello de halagar la sensualidad de algunos ricos gastrónomos, sino de salvar la vida a miles de de pobres.
Alimento para cien pobres.
«Habrá que llenar de agua una marmita o caldero conteniendo cinco cubos, en los cuales se echarán, en trozos, unas veinticinco libras de pan, siete cuartos de grasa en los días de carne y siete cuartos de mantequilla para los de abstinencia, cuatro litrones de guisantes o de habas con verduras o medio celemín de nabos, o berzas, puerros o cebollas u otras verduras de huerta, sal en proporción por unos catorce céntimos; todo cocido a la vez, total cuatro cubos, bastará para cien personas, y les será distribuido con una cuchara y escudilla, que es una porción, y se les dará a cada familia tantas porciones como cabezas que alimentar, y todo este alimento vendrá a ser cien céntimos por cien personas, incluso este año en que el trigo está muy caro.
«Este método se puede observar también en la ciudad, guardando la misma regla y la proporción para según el número; se puede practicar también en cada familia pobre echando en una olla lo que puede ser suficiente para tantas personas, cuyo precio puede ser un sueldo o 18 diezmos por barba.
«Se podrá añadir o cambiar el método según los géneros que cada país puede ofrecer. Se pueden echar en las marmitas algunas carnes, como entrañas de buey, cordero o ternera, que suplirán a la grasa, guisantes y nabos, y no saldrán más caras.»
Vienen entonces los Relatos propiamente dichos. Aquí era de temer, no que el lector se quedara frío e insensible ante el espectáculo tan horroroso, sino que se negara a darle fe, por increíble. Por eso se escribió a la cabeza de estos relatos: «Si se advierten en esta historia cosas no comunes y que sobrepasan la creencia ordinaria, tenemos los originales para constatar la verdad.»
La primera Relación está fechada en setiembre de 1650. las Damas la difundieron en París y por las provincias. Les valió socorros considerables. Hacía presente y ponía a la vista, en un lenguaje natural y pintoresco, una miseria, cuya distancia hubiera aminorado la impresión; forzaba a los más insensibles a privarse a favor de tanto sufrimientos; era como una vara de Moisés que hacía saltar las lágrimas y la limosna de la roca del egoísmo; por otro lado, para las personas caritativas que habían hecho los primeros donativos por la fe del santo sacerdote un informe que justificaba el empleo de su oro y los animaba a seguir entregando más todavía7.
Este primer éxito animó a Vicente. En los meses que siguieron, aparecieron otros Relatos, cartas de Misioneros, de pobres párrocos, de oficiales de las ciudades, todas llenas de lágrimas y de gratitud, de llamadas más urgentes hechas a la caridad. Desde entonces se había fundado una especie de diario mensual, Anales de la miseria y de la caridad, cuya lectura produjo las sumas inmensas que señalaremos. Se imprimía ordinariamente en cuatro páginas in-4º, de tres o cuatro mil ejemplares, y se extendió en número cada vez mayor. Pronto hubo que reimprimir los primeros números, como nos dice una especie de prefacio que nos habla también del origen y del fin:
«Algunos particulares de París, habiendo seguido el movimiento que les había dado Dios para aliviar a los pobres de las fronteras en su apremiante tribulación, unos dedicados al ministerio de los altares, creyeron que no les podían hacer un regalo más hermoso que el de entregarse totalmente a ellos. Esto les obligó a dejar la tranquilidad de la ciudad para meterse en el tumulto de las fronteras; los otros se inclinaron a asistirlos con sus bienes y sus cuidados y, al ver que no podían llegar a sumas tan inmensas, recurrieron a personas de piedad que no tenían el conocimiento particular del estado de los pobres. Con este fin, se vieron obligados a comunicarles cartas que estos buenos eclesiásticos les escribían; la necesidad de escribirlas se convirtió en una necesidad de imprimirlas, y Dios que hace aparecer los efectos de su bondad cuando los hombres menos lo piensan, ha derramado una bendición tan grande sobre este trabajo que la mayor parte de los que han leído u oído estos Relatos han abierto las manos para aliviar a sus hermanos. Han sido enviados incluso a las provincias del reino, de una de las cuales procedió una suma respetable, se ha deseado que se hicieran reimprimir las primeras Relaciones para enseñar el orden y la continuidad de este empleo, que es uno de los más considerables que se den en nuestros días, ya que se refiere no sólo a la vida temporal de un gran número de personas, sino también a la vida espiritual; que debe ser el principal objeto de un cristiano, cuya ley soberana es amar a Dios con todo su corazón, y al prójimo como a sí mismo.»
Esta publicación se continuó, a intervalos más o menos regulares, durante más de cinco años, hasta diciembre de 16558. Pronto tuvo que añadir París y sus alrededores, arrasados igualmente por la guerra civil, a las fronteras de Picardía y de Champaña. A estas piezas es a las que nosotros añadiremos algunas declaraciones de las informaciones oficiales publicadas por el Sr. Fleury y algún otro documento, que vamos a pedir la revelación de prodigios de miserias y de caridad.
Antes de nada, dejemos claro que Vicente no se limitó su papel al de mendicante y recogedor de limosnas, que no se contentó siquiera con contribuir al alivio de las provincias por la persona de sus Misioneros y de sus Hijas de la Caridad. Prohibió todo gasto que no era absolutamente necesario: «La miseria pública nos rodea por todas partes, escribía a todas sus casas, es de temer que llegue hasta nosotros; y aunque no viniera, debemos sentir compasión por los que la sufren9.»
Yendo más lejos todavía, condenó, en aquel tiempo sobre todo, su casa a las privaciones más duras; agotó la bolsa de San Lázaro pera los pobres, y asignó a su alivio todas las sumas que le daban para su congregación. También, hacia el principio de la obra de las provincias, la señora de Lamoignon, en nombre de las Damas de la Caridad, había ofrecido 800 000 libras para edificar una casa y una iglesia en San Lázaro. «Esta suma, respondió Vicente estará mejor empleada en socorrer al pobre pueblo de Picardía y de Champaña.» Y, en efecto, la suma fue entregada para este uso10.
III. Primeras Relaciones de los Misioneros (1650).
Como el mal acosaba y una hora de retraso podía costar la vida a muchos desgraciados, Vicente, una vez que recibió las primeras cartas de sus Misioneros, no esperó el éxito de todas sus gestiones, pero, con los primeros socorros que pudo reunir, mandó salir, en diferentes ocasiones, hasta dieciséis o dieciocho de los suyos11, que se repartieron por el Vermand, Aisne y la Thiérache, en una gran parte de Soissons y de Reims, Marne, por Rethel y Laon, comarcas más necesitadas. Los hizo seguir por algunas Hijas de la Caridad, únicas capaces de vendar tantas heridas, y suavizar tantas miserias.
Nada más llegar, el 26 de setiembre, el de Guisa escribe: «Ahora os escribo de Guisa, donde la pobreza, miseria y abandono sobrepasan todo lo que yo os diga. Han muerto cerca de quinientos desde el sitio, y hay otros tantos enfermos y languideciendo, una gran parte de los cuales se han retirado a cuevas y cavernas , más propias para alojar animales que a hombres. He ido a verlos hoy: no se sabe por dónde entrar; se encuentran abandonados de todo auxilio, y hoy apenas se ve una casa en Guisa donde puedan recibir socorro, ni un pedazo de pan; razón por la cual se mueren tantos, entre doce y quince al día, Pienso, Señor, que es urgente para conmover las entrañas de los que poseen para los pobres, los cuales morirán la mayor parte de hambre por falta de socorro. Confieso que se necesita mucho dinero; pero qué, ¿se abandonará a tantos pobres desventurados que se hallan en la impotencia de vivir más, si no se continúa socorriéndolos?»
En Ribemont, paso importante, desolado, durante todos estos años, por movimientos continuos de tropas, frecuentes alojamientos militares y guarniciones de manera estable, se contaban hasta ciento cincuenta pobres enfermos, sin otra asistencia que la que les podía venir de París. Los años 1649 1650 habían sido particularmente desastrosos para Ribemont, que no respiró siquiera con la paz de los Pirineos y tuvo que sufrir también por la guerra llamada de Devolución. En 1649, la abadía había sido arruinada por el ejército del barón d’Erlach que había llevado su furor hasta los muertos, pues había desterrado al prior Dupont, fallecido seis semanas después, para darse la satisfacción salvaje de atravesar el cadáver a golpes de estada. No había perdonado menos a los vivos. Así hizo, al año siguiente, el ejército del archiduque, compuesto en gran parte de Loreneses. El prior dom Michel de la Mer fue apresado en las bóvedas de su iglesia, despojado de sus ropas y colgado de las axilas de una viga12.
El Misionero de San Quintín escribía por su parte:
«Se descubren cada día nuevas miserias, y tan grandes, que apenas me atrevería a señalarlas, si no fueran conocidas de todos los del lugar. todos los días, después de decir la santa Misa, y distribuir el potaje a los enfermos que son ahora más de doscientos, me voy por las calles a descubrir a los que caen enfermos de nuevo, y poner a cubierto a los que están echados en las calles, y no dejar que nadie se muera sin alivio, espiritual o corporal. Ayer fui a dos barrios donde, en lugar de casas que se han derruido, hay unas veinticinco casuchas que no se habían visitado por miedo a las gentes de guerra que merodeaban sin cesar por allí y se llevaban todo lo que encontraban, en cada una de las cuales me he encontrado con dos o tres enfermos, y en una sola he visto a diez enfermos, a saber, a dos mujeres viudas cada una con cuatro niños echados en el suelo juntos, sin nada y sin ninguna ropa. No tenemos nada para asistirlos; si la caridad de París no continúa socorriéndolos, todo perecerá.
«Uno de los eclesiásticos, que hizo ayer la visita a los pobres, al encontrarse con varias puertas cerradas, se abrió paso después de llamar muchas veces, y encontró que los enfermos estaban tan débiles que no podían abrirle la puerta, que no habían comido hacía tres días y no tenían más unas pajas medio podridas. El número de estos enfermos refugiados ha sido tan grande que, sin el socorro que ha llegado de París, cuando el temor por el sitio, los burgueses, al no los poder alimentarlos, habían resuelto arrojarlos por encima de las murallas de la ciudad.
«Tenemos un monasterio de Hijas de la Orden de San Francisco, en número de cincuenta, cuya necesidad es tal que no comen más que pan de hierbas, cebada y cebollas.»
Las mismas miserias y los mismos socorros en La Fère y en Ham. El Misionero a quien habían correspondido estos parajes esperaba arrebatar a muchos enfermos a la muerte, si continuaban ayudándole; «pues, decía él, tan pronto como se deje de ayudarles, se ponen gravísimos.» En La Fère también había religiosas benedictinas enfermas todas de hambre; apenas tenían pan como se daba a los soldados.
Esta primera Relación de setiembre anunciaba en conclusión que se había logrado salvar hasta el momento las vidas de más de dos mil personas. Pero se veían obligados por el momento a limitarse a la asistencia de los enfermos, más de mil quinientos, y costaban al menos novecientas libras a la semana. Era necesario pues continuar, multiplicar las limosnas para poder continuar también y extender el servicio caritativo.
Esta llamada fue escuchada y, al mes siguiente, los Misioneros pudieron escribir de San Quintín:
«Hemos reconocido una providencia de Dios muy particular sobre nuestros pobres por el incremento de las limosnas que nos han llegado de París. No nos pueden llegar de otra parte, las mejores familias de estos barrios, que han cosechado apenas para alimentarse y los que daban tienen necesidad de recibir.
«Hemos aumentado y dado fuerza a nuestros potajes con algo de carne y multiplicado las porciones, cada enfermo tiene una, en vez de darla para dos o tres. Esto les da la vida y les devuelve la esperanza de ganársela con su trabajo. Pero nuestros gastos aumentan si tenemos en cuenta la carestía del trigo que es muy raro en esta parte: ascienden a 300 libras para San Quintín.
«Hemos realizado una revisión general de nuestros pobres de la ciudad y barrios con un canónigo y un burgués de por aquí; el número tanto de los refugiados como de los originarios es de doscientos cincuenta, de los cuales hay más de ciento veinte afectados de disentería, y los demás de fiebres ordinarias. Los polvos que les hemos dado les han servido de alivio. Vamos a necesitar más. Lo que va a multiplicar nuestros gastos es que necesitamos darles leñas para algo de fuego, y algunas camisas y mantas para salvarles la vida; ya que la humedad de sus cabañas medio abiertas, la paja podrida, la desnudez en la que se ven, les hace arrecirse de frío, y esta plaga no es menor que la del hambre y les impide curarse. Veis que es necesario que vuestra caridad se encienda para enviarnos dinero. Las religiosas de la Orden de San Francisco han recibido gran alivio en sus miserias por el socorro de sus bienhechores; se lo imploran para que las ayude a compran un poco de trigo».
En Guisa, los Misioneros, desprovistos de todos los utensilios necesarios, habían buscado durante quince días los medios de establecer allí los potajes. Acababan de lograrlo por fin, y la primera distribución se había hecho a trescientas personas, la mayor parte enfermos de disentería.. el número crecía de día en día, sin contar más de cien familias vergonzantes a las que asistían según sus fuerzas. «Por fin, escribían a Vicente, para dibujaros en pocas palabras la miseria de este lugar, algunos de los nuestros, que han estado en Lorena durante la gran aflicción, consideran ésta mayor. Juzgad por ahí qué necesidad tenemos de vuestro socorro.» Para Guisa solamente necesitaban 400 libras a la semana.
Se habían arriesgado hasta Marle, no sin gran peligro de ser robados como a tantos otros. El párroco les había asegurado que, desde hacía dos meses, había enterrado a más de trescientas personas, más de cien de las cuales por falta de asistencia.
En Laon, habían aumentado y enriquecido los potajes, incluyendo incluso carne y huevos a los enfermos, cuya miseria, allí como en otras partes, y siempre por falta de ropas y de mantas, se duplicaba con el frío. La misma muerte no podía disminuir el número, ya que los vacíos que dejaba eran cubierto enseguida por refugiados de los campos.
En Ham, en Ribemont, en La Fère, continuaban su resistencia con éxitos desiguales. Necesitaban para aquellos lugares, sin incluir en ellos San Quintín, 800 libras por semana. Pensaban en extender su asistencia a Vervin, donde el desamparo no era menor que en otros sitios.
Un nuevo departamento se iba a crear también a petición de los pobres párrocos de Bazoches, Fismes, Braine y lugares circunvecinos. Éstos escribían el 15 y 17 de octubre:
«Nuestras aldeas se han hecho demasiado célebres por el campamento de los ejércitos enemigos que hemos sufrido durante un mes. No puede caber duda sobre nuestras miserias; pero es inconcebible el trato que hemos recibido. Nuestras iglesias han sido profanadas, los cálices y ornamentos robados, los santos copones arrancados de nuestros altares; nuestros pobres parroquianos han vivido en los bosques y en las cavernas, donde unos han sido masacrados por el enemigo, los otros ahumados como zorros, y de esta forma familias enteras han sido ahogadas; algunos han sido llevados a su ejército para saciar su brutalidad; el resto sufre ahora el hambre, el frío y la enfermedad, ya que no les queda un grano de trigo; apenas les han dejado la camisa. Es preciso que mueran, si Dios no suscita a algunas personas para aliviarlos con sus limosnas. Se nos muere un número tan grande que, sólo en el lugar de Bazoches hemos enterrado a cincuenta en tres días. Nosotros no llegamos a todo, y nuestros cohermanos de los pueblos vecinos han muerto o están enfermos, o se encuentran sin ropa y sin pan. Significa que nuestro pueblo está sin pastores, sin sacramentos, sin pan y sin ningún auxilio; ya que lo más rico de estas comarcas no puede dar cinco centavos. Os exponemos nuestras miserias, esperando que Dios ponga remedio a nuestros males, y que el bien que nos deis os impida caer en una desgracia parecida.»
A pesar de los más de dos mil seiscientos enfermos de quienes tenían a su cargo, y de más de 6 000 libras al mes que costaba asistirlos, Vicente respondió a la llamada de estos pobres párrocos, y les envió a algunos Misioneros. Éstos, en noviembre, le dirigieron esta lúgubre confirmación del informe anterior:
«Para informaros debidamente de lo que hemos hecho desde que llegamos de París: nosotros llegamos a Bazoches el tres de los corrientes, por la mañana. Hemos visitado a los pobres del lugar, y de otros pueblos de este valle, en los que hemos visto sobrepasa cuanto os han dicho ya, Pues, comenzando por las iglesias, , han sido profanadas, el Santísimo Sacramento hollado con los pies, robados los cálices, los copones, y los ornamentos, las fuentes bautismales deshechas, de manera que hay veinticinco iglesias en esta pequeña comarca donde no se puede celebrar la santa misa. No me atrevo a hablaros del trato que las mujeres y jóvenes han recibido; pero diré para gloria de algunas que han perdido la vida por salvar su honor.
«Los habitantes de estos lugares han muerto en los bosques, mientras que el enemigo ocupaba sus casas. Los demás han regresado a ellas para acabar su vida; ya que no vemos por todas partes más que enfermos de fiebres calientes y disenterías echados en el suelo y en casas medio derruidas y descubiertas, sin ninguna ayuda, ni pan, ni leñas ni mantas. Nos encontramos a los vivos con los muertos, a niños pequeños junto a sus padres muertos, no teniendo otro auxilio que el que les ha llegado por nuestro ministerio. Por último es un golpe de la Providencia divina haber suscitado a personas para aliviar a estos enfermos. Son más de mil doscientos: juzgad cuál será el gasto. Dadles vuestro dinero; que nosotros les dedicaremos nuestras vidas».
Al mismo tiempo, los de Guisa, de Ribemont, de Laon, de La Fêre, de Marne, de Vervins –adonde acababan de entrar- y de varios lugares más, constataban dolorosamente el aumento de sus enfermos en la estación de las lluvias y del frío. Había quinientos solamente en Guisa, y otros tantos en el resto de los lugares. Los que más dolía a estos buenos sacerdotes, es la privación de casi todo socorro espiritual donde se hallaban estos desdichados. Todas las iglesias estaban arruinadas y saqueadas, la mayor parte de los párrocos muertos o enfermos; en la sola diócesis de Laon había ya cien parroquias en las se había interrumpido el culto. Los pobres Misioneros lo suplían de la mejor manera posible. Pero era un trabajo infinito. Tenía que ir por caminos expuestos al peligro de los merodeadores para asistir a más de mil trescientos enfermos extendidos por todo el departamento.
Más sombrío todavía era el informe de noviembre enviado por los Misioneros de San Quintín:
«No tenemos palabras, decían, para explicar las miserias que hemos visto después de nuestras últimas Relaciones. Pero si somos incapaces en esto, no lo somos menos para dar gracias a Dios por el socorro que ha llegado de París, sin el cual todos los enfermos habrían perecido de hambre y si llegara a faltar esta limosna, sería el fin de su vida triste.
«Hemos acudido a los burgueses de esta ciudad para animarles a contribuir, pero nos han dicho que era imposible y que, cuando les falte el socorro, se verán obligados a hacer salir a todos los forasteros, sanos o enfermos, para no morirse ellos mismos. Lo que nos hace creer que dicen la verdad es que uno de los más importantes, y que posee un fondo de más de 25 000 escudos en propiedad, habiendo venido a pedirnos confituras para su hija enferma; a lo que respondimos que no eran enviadas de parís más que para los pobres, nos replicó que él era de ese número t que su hija, en ese estado, no había tomado, desde hacía dos días más que un poco de agua por todo alimento. Nos encontramos el otro día a un sacerdote de la ciudad muerto en la cama y descubrimos que era por no haberse atrevido a pedir. Ved así cómo necesitamos la ayuda de París; pues ahora no nos es suficiente dar de comer a los enfermos, sino que nos falta n leñas para que se calienten, que se hielan de frío, acostados sobre paja podrida, sin manta y sin camisa, no teniendo más que harapos para cubrirse, lo que aumenta nuestros gastos y la escasez de víveres. Y más si se piensa que, debido a la captura que ha hecho el enemigo de la Capelle y Câtelet, llegan corriendo hasta las puertas de esta ciudad, asaltan y lo roban todo, se llevan en rescate, a pesar de la contribución: lo que hace que no les llevemos productos sino con alto riesgo. El trigo resulta muy caro. Los huevos valen 6 libras 10 centavos el ciento, y la libra de mantequilla 14 centavos, y la leña a proporción; ved qué calamidad. Os pedimos pues limosna en nombre de Jesucristo, que os dará el céntuplo en esta vida y, y la vida eterna en la otra.»
Después de comunicar estos relatos lamentables, Vicente de Paúl redoblaba instancias caritativas. Se lee en la conclusión de la Relación de noviembre:
«Los eclesiásticos, cuyo relato habéis oído, dedican su vida al servicio de los pobres; os pedimos algo de dinero; se trata de salvar la vida de sus hermanos rescatados por la sangre de Jesucristo; todo el mundo se siente obligado; de otra forma se deja morir a los que no se alimenta, cuando se puede hacer razonablemente, como dijo un Padre de la Iglesia.
«Se necesitan 6.000 libras para la alimentación de dos mil seiscientos enfermos; no se pierden los ánimos; se espera que Dios os hará que logréis un generoso esfuerzo.
«Nuestros enfermos necesitan de alguna dulzura, un poco de confituras les produciría gran alivio.
«No tienen ropas ni camisas: se os pide tela.
«Están transidos de frío, tumbados en el suelo o en la paja podrida; alguna mala manta los resguardará; se pueden cambiar las viejas de la casa y poner nuevas: los enfermos por una parte y los criados por otra, sacarán ventaja.
«Los que comienzan a mejorar vuelven a caer pronto por falta de calzas para cubrirse los pies; un mal par de 12 centavos con zapatos los guardará.
«Las pobres iglesias están desiertas y abandonadas; se os piden unos ornamentos para celebrar la santa misa; como sea, se recibirán.»
Estas urgentes peticiones ocupaban, fecundaban la caridad, y en el mes de diciembre se pudo hacer frente todavía al enorme gasto de más de 1.500 libras a la semana. Es verdad que no menos acuciantes eran las miserias, con las que los Misioneros de Guisa, Laon, La Fère, Marle, Vervins, Ribemont y otros lugares pudieron trazar este cuadro horroroso:
Hemos hecho un repaso general de los enfermos de nuestro departamento. El número es casi siempre igual, ya que, si uno se restablece, cae otro. Son cerca de novecientos, sin incluir a los que no se puede conocer en los pueblos distantes, de los que se han muerto en cuatro meses más de cuatro mil por falta de asistencia. Y, si el socorro que se les da a los que quedan no lo hubiera enviado Dios, se habrían muerto tantos como los que caen enfermos. Da pena verlos, a unos cubiertos de sarna, a otros moteados de púrpura; unos cargados de diviesos, otros de apostemas; uno con la cabeza hinchada, el otro el vientre, éste los pies; otro se encuentra hinchado de los pies a la cabeza; y cuan eso revienta, sale una cantidad de pus, y el olor es tal que es el objeto más horrible lastimoso que se pueda ver; la causa de estos males viene de su mala alimentación, sin comer en todo el año más que raíces de hierbas y frutos malos, y un pan de centeno que ni los perros lo querrían. Procede también de los lugares subterráneos donde viven, estando llenas todas las cueva de Guisa de estos pobres refugiados; se acuestan allí la mayor parte en el suelo sin paja ni manta; y siendo la estación húmeda ésta, yo no sé qué será mejor, o pasar la noche en los campos o dentro de estos lugares en los que se filtra el agua continuamente.
«Cuando vamos de un lugar a otro sólo oímos lamentaciones. Unos se quejan de estar abandonados en sus enfermedades, otros lloran la muerte de sus padres muertos de hambre y de necesidad. La pobre mujer se queja a nuestros pies exclamando que su marido y sus hijos se le han muerto a falta de un trozo de pan que darles; otra llora que si hubiéramos llegado antes no habría visto morir a su padre y a su madre de necesidad. Estas pobres gentes gritan tras nosotros como personas hambrientas. Uno pide pan, otro un poco de vino, el otro un poco de carne. La necesidad apremia de tal forma a los enfermos, que llegan con la lluvia y malos caminos de dos o tres leguas para recibir nuestros potajes en Guisa. Esto nos va a obligar a ir más a menudo por los pueblos a llevarles algo que comer, y mucho más para socorrerlos en su almas, Puesto que estando todos los pueblos de las fronteras sin párrocos, se mueren sin confesión y sin sacramentos, y no tienen ni sepultura. Lo que os enviamos es tan verdad que, hallándome hace tres días en un pueblo llamado Lesquielle, junto a Guisa por la parte de Landrecy, para visitar a los enfermos, había allí en una casa la carcasa de una persona muerta falta de asistencia. Este pobre cuerpo estaba todo despiezado y roído por las personas que habían entrado en el cobijo. ¿No es esto acaso una desolación extraña, la de ver a los cristiano abandonados durante su vida y después de su muerte? Es de temer que sigamos viendo otros más este invierno, pues las lluvias y el frío no dejarán de producir muertes tanto como el hambre, la falta de leñas, mantas y ropa.»
Los de Bazoches, Fismes, Brainne, etc., daban detalles parecidos, su carta de diciembre es particularmente curiosa. Nos inicia en la organización, diríamos mejor en la táctica de su caridad. a ejemplo de los ejércitos que, al mismo tiempo, ocupaban los diversos puntos de este desdichado país, habían establecido diferentes puestos en el valle de la Vesle, de donde partían para llevar a todas partes el alimento y la vida, como los soldados el pillaje y la muerte. En esta carta también, las Hijas de la Caridad, por primera vez, hacen su dulce aparición:
«Nosotros no podríamos decir cuáles son los resentimientos para sus bienhechores; elevan las manos al cielo por su prosperidad; piden la vida eterna para los que les han salvado la temporal; pues podemos asegurar a los que les han dado limosna que, después de nuestra llegada a estos lugares, ellos han impedido que perezcan de hambre a más de siete u ochocientas personas.
«Para informaros de nuestra actitud desde la llegada de los otros eclesiásticos para ayudarnos, este es el orden que guardamos en medio de una confusión tan grande; ya que si quisiéramos recibir a todos los que se nos presentan, se necesitarían cantidades inmensas. Tenemos más de dos mil pobres enfermos o discapacitados, más de seiscientos de lo cuales debemos visitar a diario, si no queremos dejarlos morir.
«Nos hemos repartido para asistir a todo el valle, que cuenta con más treinta pueblos en completa ruina. Una de los sacerdotes se halla en un extremo del valle, en Magneux, y cuida de un cierto número de pueblos; el otro, en el otro extremo, en el pueblo de Pars, tiene también a su cargo algunos pueblos; en cuanto a mí, yo sigo en Bazoches, que es como el centro. Hacemos lo que podemos para que nadie se muera sin sacramentos. Las Hijas de la Caridad se alojan en el priorato Saint-Thibaut-lès-Bazoches. Allí hacen los potajes y los remedios para los enfermos. Vienen por turno con los billetes que les damos, para tomar su pitanza o, si no pueden caminar, se los enviamos. Las Hijas de la Caridad van a donde ellas pueden; los sangran y dan los remedios convenientes a su mal, del que vemos un cambio visible en su salud. Lo que retrasa su curación es el frío y la lluvia, por carecer de leñas, etc.»
Los Misioneros de San Quintín repiten que sus pobres no resisten sino por la asistencia de París; no hay entre los burgueses seis personas que puedan dar tan sólo dos centavos a la semana. Los habitantes de la ciudad, con mayor razón los refugiados, no comen más que un poco de salvado cocido bajo ceniza y, a falta de leñas, queman el puñado de paja que les sirve de cama. Los pobres alojados en chozas medio destapadas, en una estación de lluvias continuas, se ven obligados a levantarse de noche, alcanzando la lluvia a media pierna. Los Misioneros se admiran de que no se mueran más. Su más tierna solicitud es para treinta y cinco niños de leche, cuyas madres han muerto. «Nuestra única esperanza, dicen, está en Dios protector de los huérfanos.» Y en su Conclusión, especie de post scriptum que Vicente añadió siempre a las cartas de los Misioneros, el padre de los huérfanos y de los pobres, aprovechando la Navidad no deja de pedir «en nombre de Aquél que se hizo semejante a ellos naciendo en un pesebre.»
IV. Informe oficial (1650).
Por espantosos que sean, estos detalle sobre la miseria de nuestras provincias son de una exactitud rigurosa pies están confirmados por los informes oficiales. Los Misioneros no han exagerado nada, ni siquiera en la intención de conmover más la compasión pública; se han quedado más bien por debajo de la triste verdad. Menos aún los hijos del humilde Vicente de Paúl han querido presumir con sus servicios, cuando nos han dicho que una multitud de desdichados les debían exclusivamente la vida: los informes oficiales los señalan igualmente como la única providencia del país.
Así, el 7 de marzo de 1651, una información sobre las pérdidas experimentadas en 1650 por la diócesis de Laon, tuvo lugar ante el el señor Louis de Hérissart, consejero del rey en la elección de Laon. Pues bien, en ella se ven las mismas escenas de bandidaje de los ejércitos, de la ruina y de la miseria de las ciudades y de los campos, de la despoblación causada por la huida o por la muerte; se leen los mismos testimonios de los servicio prestados por los Misioneros. son los testimonios de La Fère que exponen «que en dicha ciudad y barrios de La Fère, que no está compuesta más que de quinientos a seiscientos hogares, han fallecido más de mil doscientas personas donde, si no fuera por las limosnas y caridades que se han hecho a diario por un Padre de la Misión de la ciudad de París a los pobres habitantes de la ciudad y de los barrios como de los pueblos, el resto del pueblo no podría subsistir, por no tener ninguna cosecha en la tierra en la que todos los granos no tienen ninguna posibilidad, por este año, de trabajarlo sin labradores.» Los de Montaigu dicen los mismo, que «de unos seiscientos hogares, hay veinte o dieciocho, la mayor parte ocupados por pobre gente mendicante y reducidos a tales extremos que, a no ser por las caridades que se dan a diario ya en dicho barrio ya en los pueblos vecinos por un Padre de la Misión que ha llegado de la ciudad de París, la mayor parte que queda se moriría de hambre y que pasa lo mismo hasta las orillas del Aisne.»
A lo largo de este río y en las cercanías de Neufchâtel, los testigos declaran las mismas desdichas y las mismas caridades. Todas las casas son demolidas para servir a la construcción de las barracas de los soldados o para alimentar los fuegos de los campamentos, algunas veces simplemente para darse el gusto de un fuego de diversión; los granos son segados en verde y las cosechas asaltadas, estropeadas en las trojes; los viñedos son vendimiados, arrancados; y esto no sólo para matar el hambre de los hombres o alimentar a los caballos sino para venderlo todo a ínfimo precio y ganarse algo de dinero. Los oficiales también ordenan este pillaje y lo organizan en provecho propio; y lo que hacen los enemigos, lo hacen los Franceses sin vergüenza alguna; se mata por venganza, se mata para abrirse paso, se mata por no haber rescate, se mata por pasatiempo. Y sin embargo no es necesario adelantarse a la muerte, que anda bien ligera, ni ayudarla en su terrible tarea, ya que tiene lo suficiente con el hambre y las enfermedades. «La calamidad y la miseria, dicen los testigos de Neufchâtel, han hecho morir a la mitad de los pueblos de los alrededores. De lo que ha quedado, hay todavía más de la mitad enfermos por las necesidades, y se verían obligados a maldecir la vida sin las caridades que tienen lugar en dicho burgo y en muchas partes por un Padre de la Misión de París que hace grandes limosnas; sin lo cual muchos se morirían de hambre.»
En Prouvais, las casas que han escapado a las llamas de los Imperiales no se ocupan más que por «los pobres reducidos a la mendicidad y que no sobreviven sino por las limosnas que hacen Padres de la Misión de París.»
Inútil presentar más citas de éstas, todas, ya se ve, de una desoladora concordancia y uniformidad. El notario Lehault, el Burgués de Marle, relata más fríamente y más sumariamente; simple, en el fondo, habla como el informe oficial y como los Misioneros. En Marle, ciudad que, en esta época, no llegaba a los 1 200 habitantes, el total de las cargas, pérdidas, gastos se elevó en doca años (1636-1648), 667 080 libras, o sea 55 590 libras de media por año y, un poco más tarde, en nueve meses, de julio de 1648 a abril de 16649, ascendió a 199 100 libras. En Marle también, como en otras partes, además, los soldados se calientan con las casas de los barrios que destruyen; en los cuatro últimos meses de 1650, murieron más de ocho mil personas de toda edad, y entre otros cuarenta habitantes de los mejor acomodados. «Cantidad de otros se marcharon por no poder vivir allí; y lo que quedó en aquella ciudad era tan pobre que los tres cuartos se han visto obligados a comer pan de salvado, avena y otros granos parecidos; aún así, no podían tener la mitad de su necesidad, y había más de seiscientos pobres diariamente por las calles en necesidades que no se pueden describir.»
En una Historia de Braine y de su entorno (1846), el Sr. Stanislas Prioux, uno de los raros escritores que han conocido y contado algunos detalles de las fechorías de esta época, después de narrar el pillaje de la abadía de Saint-Yved, la violación y la destrucción de las ricas tumbas de los señores de Braine, monumentos de un arte admirable, añade a los sufrimientos de la poblaciones: «A cada paso se hallaban gentes mutiladas, miembros esparcidos, mujeres seccionadas en trozos después de ser violadas, hombres muriéndose bajo las ruinas de las casas incendiadas, otros conservando aún un aliento de vida en un cuerpo desgarrado, otros por último, atravesados con espetones o estacas afiladas. Se ve, en un relato del tiempo, que un pobre cultivador de Braine, habiendo negado a unos soldados una suma de dinero que no tenía, fue atado por los pies a la cola de un caballo fogoso; pegaron unos latigazos al animal que echó a galopar por senderos tortuosos. Los miembros de este desdichado fueron dislocados y deshechos; los encontraron esparcidos y los pies todavía atados a la cola del caballo cuando lo encontraron.»
La Colección de las deliberaciones de la Asamblea general del clero de Francia añade el último rasgo a esta lamentable historia del año 1650, en el mes de julio de este año, el rey va partir para la Guienne, Mazarino quiere que le siga por la Asamblea, cuya oposición se teme. Para cubrir los gastos de este viaje, manda votar una suma de 200 000 libras que se perciben de todos los beneficiarios del reino. El arzobispo de Reims pide enérgicamente exención para su provincia arruinada por la gente de la guerra; no es escuchado. El pueblo de Soissons se dispone entonces pata la resistencia. El obispo hace saber al receptor general del clero que los beneficiarios de su diócesis son incapaces de contribuir con su parte con 1 657 libras 10 centavos a la suma total de 200 000 libras , propuesta que fue apoyada por el abad de Lesseville, abad de Saint-Crépin-en-Chaye, cerca de Soisssons, uno de los diputados de la provincia de Reims a la Asamblea. El abad afirmaba «que el campamento que habían hecho los ejércitos del rey y los del enemigo en la diócesis de Soissons, había desolado de tal manera el campo, que no quedaba nadie; que todos los párrocos se habían arruinado, y que estaba seguro que no existía posibilidad de que se les pudiera sacar el pago de los diezmos, muy lejos de poder pagar una tasa extraordinaria.»
Así pues, clero, nobleza, como el pobre pueblo, todas las clases estaban decididamente confundidas en la misma ruina en esta fecha de 1650, y no tenían otros recursos que la caridad de san Vicente de Paúl.
V. Champaña y Picardía (1651).
Y así sucedió los años siguientes. La Relación de enero de 1651 anuncia que la caridad, «que no tiene límites,» se ha extendido con los desastres de los ejércitos y que a la Picardía acaba de unir la Champaña, «la cual, habiendo sostenido durante seis meses el pesado yugo de un despiadado enemigo y el paso de los ejércitos, está en situación de decir lo que se dice del Hijo de Dios llamado el Hombre de dolores: «Oh vosotros todos, los que escucháis este relato, ved y considerad si hay dolor semejante al mío.» Y la Relación añade en su prefacio: «No diremos nada exagerado. Los originales de nuestras cartas justifican lo que nosotros alegamos. Nuestra dificultad es de expresaros en pocas palabras lo que hemos aprendido en un mes, y publicar al mismo tiempo los efectos de la divina Providencia, la cual nos compromete a redoblar nuestro gasto y a deciros que es ahora de 3 000 libras por semana. Deberíamos dejar una empresa así si Quien ha multiplicado los cinco panes en el desierto para alimentar a cinco mil hombres no nos hiciera creer que multiplicará vuestras limosnas para asistir a un número mayor en estas dos provincias.»
Vicente parece haber querido, por esta época, juzgar por sí mismo de la extensión de la miseria, ya que diversos historiadores constatan su presencia en las ciudades de Noyon, de Chauny y en toda esta diócesis. Fue, sin duda, al regreso de esta visita y por su informe, cuando él obtuvo de Ana de Austria una ordenanza que es a la vez una declaración del mal, una especie de patente y de salvoconducto para él y sus sacerdotes: «Habiéndose informado Su Majestad de que los habitantes de la mayor parte de los pueblos de estas fronteras de Picardía y de Champaña están reducidos a la mendicidad y a una completa miseria, por haber estado expuestos al pillaje y hostilidades de los enemigos y al tránsito y alojamientos de todos los ejércitos; que muchas iglesias han sido asaltadas y despojadas de sus ornamentos, y que, para sustentarse y alimentar a los pobres y reparar las iglesias, muchas personas de esta buena ciudad de Paris hacen grandes y abundantes limosnas, que son empleadas muy útilmente por los sacerdotes de la Misión del Sr. Vicente y otras personas caritativas enviadas a los lugares donde ha habido más ruinas y más males, de manera que un gran número de esta pobre gente se ha visto aliviada en la necesidad y la enfermedad, pero que al hacer esto, la gente de la guerra al pasar o alojarse en los lugares en que dichos Misioneros se encontraron, se apoderaron y saltearon los ornamentos de iglesia y las provisiones de víveres, ropas y otras cosas que estaban destinadas para los pobres, así que, si no tienen seguridad por parte de Su Majestad, les resultaría imposible continuar una obra caritativa y tan importante para la gloria de Dios y alivio de los súbditos de Su Majestad; deseando contribuir a ella con todo lo que está a su alcance, Su Majestad, por consejo de la reina regente, prohíbe muy expresamente a los gobernadores y a sus lugartenientes generales en sus provincias y ejércitos, mariscales y maestros de campo, coroneles, capitanes y demás oficiales que mandan sus tropas, tanto a caballo como a pie, Franceses y extranjeros, sean de la nación que sean, alojarse ni permitir que se aloje ninguna gente de guerra en los pueblos de dichas fronteras de Picardía y de Champaña, para las que los dichos sacerdotes de la Misión les pidan salvaguardia para asistir a los pobres y a los enfermos, y hacerla distribución de las provisiones que les lleven, de manera que estén en plena y entera libertad de ejercer su caridad del modo y a aquellos les parezca; prohíbe además Su Majestad a toda la gente de guerra quitar nada a los sacerdotes de la Misión y a las personas empleadas con ellos o por ellos, bajo pena de muerte, teniéndoles bajo su proyección y salvaguarda especial, encomendando muy expresamente a todos los magistrados, senescales, jueces, prebostes de los mariscales y otros oficiales a quienes pertenezca, ser exactos en la ejecución y publicación de la presente, y perseguir a los contraventores, para que el castigo les sirva de ejemplo13.»De esta forma, el monopolio del salvamento se concedía a la compañía de la Misión por la autoridad real, y Vicente de Paúl, a quien ella le había investido ya con el título de capellán general de las galeras, parecía, como bien lo ha dicho el Sr. Feillet, proclamado por ella gran limosnero de Francia. En posesión de esta función pública y oficial, protegido por las autoridades civiles y militares en el ejercicio de su cargo, pudo incluir en su celo otra nueva provincia.
Como nos lo ha dicho la Relación de enero de 1651, el norte de Champaña había tenido que sufrir, durante seis meses, tanto como las fronteras de Picardía. Turenne, entregado a los Españoles, quería marchar sobre París. Para seguir su plan, se adelantó a Champaña, donde tomó Château-Porcien y Rethel (18 de marzo de 1650). Entonces invitó a los Españoles a penetrar más profundamente con él en el reino, atrajo bajo su mando a todo su ejército, mientras que el del mariscal du Plessis se encerraba en Reims. Mazarino vino a ver a du Plessis para animarle a tener suerte. el 9 de diciembre, el ministro y el mariscal se presentaron delante de Rethel, que capituló. Los dos siguieron al enemigo en su retirada, que tenía lugar por Champaña hacia le Barrois, y alcanzaron el 15, a unas leguas de Rethel, donde el ejército de Turenne fue aplastado, o tomado, o dispersado. Las poblaciones de Champaña, ya maltratadas por los Españoles, habían pagado caro, como siempre, esta victoria de los ejércitos reales. Todas emprendieron la fuga para poner bien sus personas bien sus muebles al abrigo del furor del soldado. Vicente escribió a sus sacerdotes de Montmirail que se pusieran ellos y su casa a disposición de aquellas pobres gentes. Éstos le respondieron que habría peligro para ellos mismos en ello, y que correrían riesgo de atraer la ruina a su establecimiento. «Se ha de asistir siempre a su prójimo afligido, replicó Vicente. Habiéndoos dado Dios las comodidades que tenéis, su divina majestad tiene derecho a quitároslas cuando a él le plazca. Pero aliviad sin temor a esta pobre ciudad en todo lo que podáis.» Los Misioneros obedecieron a esta caritativa orden, y recogieron en su casa la mayor parte de los muebles de estos pobres, encomendándose en cuanto a las consecuencias de su generosidad a la Providencia.
Pero aquello no era más que un servicio de alguna forma negativo, había que actuar más directamente y con más eficacia a favor de las poblaciones de la Champaña. Los Misioneros enviados sin interrupción en su socorro escribían de Reims, Rethel y pueblos adyacentes, en los primeros días de enero de 1651: «Habiendo seguido el movimiento de Dios que nos hizo dejar París para la asistencia de esta comarca, llegamos a ella principios de este año. No hay lengua que pueda decir, ni pluma que pueda expresar ni oído que pueda oír lo que hemos visto desde el primer día de nuestras visitas. De ello ofrecemos un ligero croquis: todas las iglesias profanadas y los más santos misterios, los ornamentos robados, las fuentes bautismales rotas, los sacerdotes o asesinados o maltratados, o huidos; todas las casas demolidas; toda la cosecha robada; las tierras sin labor y sin sementera; el hambre y la mortalidad casi totales; los cuerpos sin sepultura y expuestos, la mayor parte, a servir de pasto a los lobos; los pobres que quedan de estos restos están reducidos, después de perder cuanto poseían, a recoger por los campos trigo o avena, germinados o a medio podrirse; el pan que hacen es como barro, y tan malsano que la vida que llevan es una muerte en vida; están casi todos enfermos, escondidos en cabañas al descubierto, o en agujeros que no se podrían apenas abordar; tendidos, la mayor parte en el santo suelo, o en paja podrida, sin otra ropa y vestidos que unos jirones; sus rostros están negros y desfigurados, que se dirían fantasmas más que hombres, su paciencia es admirable; algunos bendicen a Dios como el santo Job en el estercolero.»
Al mismo tiempo, los párrocos de los alrededores de Sainte-Menehould y de diferentes parroquias de la diócesis de Châlons-sur-Marne escribían por su parte: «Nosotros somos ahora pastores sin rebaño: el hambre nos lo ha quitado casi todo; los que nos quedan han huido o acaban poco a poco su vida languideciendo, expuestos a la inhumanidad de los soldados de todas las naciones, pero mucho más a la rabia despiadada de los Alemanes, los cuales nos lo han arrebatado todo y, no perdonando ni a los templos materiales y a los vivos, han saqueado a los primeros, de manera que no podemos celebrar la santa misa y, persiguiendo a los otros para saciar su brutalidad, nos han dado mártires: dos mujeres una vez quemadas vivas en una casa donde ellos habían hecho fuego, y otro ahogándose al querer atravesar un río. Véase el estado deplorable de estos barrios. Además de todas estas crueldades, los pobres se ven de tal forma obligados por el hambre que los devora, que se ven obligados a ir con sus hijos a pedir pan a las puertas de estos bárbaros.»
¿Cómo hacer frente a tantas miserias, más temibles que los Alemanes y los Españoles? Una asamblea de mujeres caritativas y un pobre sacerdote son alma y son guía, sin otra cosa que oponer a este enemigo que unos pobres sacerdotes y hermanos de la Misión, lograron no obstante más victorias sobre él que las tropas reales sobre los ejércitos coaligados. Sin abandonar ninguno de los puestos de Picardía, se resolvieron a ocupar también los puestos más amenazados de Champaña.
En todas las fronteras de Picardía, recorridas hace un momento, se dirigieron convoys de mulos cargados de víveres para los hambrientos, de ornamentos para las iglesias, de vestidos y de mantas para los enfermos, aunque todos estuvieran llamados a tomar parte en estos socorros, todos, ay, no pudieron ser elegidos. Sin embargo, era de todas partes un concierto de alabanza y de agradecimiento. «No se puede decir, escribían también los Misioneros, qué alborozo estalla en nuestras fronteras; no se habla de otra cosa; y aquellos de nuestros enfermos que se curan por este socorro lanzan gritos al cielo por sus bienhechores. Ha habido tantos que en el solo lugar de Guisa de quinientos enfermos que teníamos, se han curado trescientos, a los que hemos comprado unos útiles para ganarse la vida según cada uno.» Pero el gasto no disminuía por ello, porque los Misioneros habían transportado a treinta y cinco pueblos del decanato de Guisa los socorros que la curación de los enfermos de la ciudad dejaba a su disposición. Allí, en efecto, habían encontrado a más de seiscientas personas reducidas a una miseria tal que habiéndose comido ya los escasos granos de su cosecha, se tiraban a las carcasas de perros y de caballos, que habían dejado los lobos. Ellos recorrían todos estos pueblos con un caballito siempre cargado de víveres, y mientras que los Hermanos distribuían todas estas limosnas, cuidaban, vendaban a los enfermos, ellos confesaban a todos estos desdichados. Lo mismo en los pueblos de las cercanías de Laon donde, algunos días antes, se habían encontrado muertos en el pavimento a tres pobres del campo.
En San Quintín, el gasto no había podido disminuir como en Guisa, por causa del gran número d los enfermos y refugiados. Los artesanos, en su mayor parte sin trabajo. Abandonaban a mujeres e hijos para buscarse la vida en otra parte. Pero eran seguidamente remplazados por grupos de campesinos que venían a morir en los brazos de los misioneros, después de llevar una vida de muerte. Y sin embargo, por esta parte había que ir más lejos por los pueblos, de los que los Misioneros decían:
«En cuanto a los pueblos donde hemos entrado, no hay nada que pueda expresar lo que vemos. Más de cincuenta pueblos están abandonadas de los pastores; los pobres no saben lo que es pan; si tienen, está compuesto sólo de paja de avena mezclada con salvado, después de comerse a los caballos y a los perros, ellos rascan la tierra en busca de raicillas para calmar su hambre. Cuatro buenos párrocos, a quienes se presta asistencia que ha sido enviada de París, se han unido a nosotros; vamos a estos cincuenta pueblos, haciendo lo que podemos por sus almas y por sus cuerpos. Pero ¿qué se puede hacer con un número tan grande? Hallándonos hace unos días en un pueblo de Vaudancour, nos aseguraron que habían muerto doscientos habitantes en ocho meses sin confesión, tres de los cuales habían sido pasto de lobos y perros.» Había mil ochocientas personas asistidas en ciento veinte pueblos de los dos gobiernos de San Quintín y de Câtelet.
La misma miseria en los treinta y cinco pueblos del valle de la Vesle, donde un niño de ocho años no había vivido en quince días más que con tronchos de berza.
Fue conjuntamente con la obra de Picardía como se comenzó la obra de Champaña. En Rethel y otras partes se vio llegar con grande júbilo a las Hijas de la Caridad, En Reims, se organizó una distribución de sopa, pero solamente para los campesinos que se, en habían refugiado allí, después de comerse hasta los granos germinados en tierra; los pueblos de la ciudad se abandonaban a la caridad de los burgueses capaces aún de socorrerlos. Se fundaron algunos hospicios en Rethel, en Boult-sur-Suippe, desolada por los Alemanes y las inundaciones; en Sommepy; en Donchery, etc. En Neufchatel, donde el ejército del archiduque había acampado durante cuatro meses, la miseria era más grande aún. Casi todos sus habitantes estaban muertos sin ninguna asistencia, y sus cadáveres se habían encontrado yaciendo en las calles. Allí comenzó en mayor escala la obra de la sepultura cristiana, a la que veremos más adelante dedicarse a nuestros Misioneros con un celo respetuoso, digno de toda alabanza que la sagrada Escritura dedica a Tobías. En el campo de batalla de Rethel, entre Semide y Sommepy, habían quedado mil quinientos o dos mil cadáveres, al cabo de dos meses, sin otra sepultura que el vientre de los perros y de los lobos, que habían devorado a un gran número. Estos restos informes y horrorosos, desdeñados incluso por los animales, exhalaban un hedor que emponzoñaban toda la comarca. El Misionero Deschamps no retrocedió ante un deber sagrado, tan repugnante como era, y secundado por una heladita, que la envió muy acertadamente, hizo enterrar a todos estos cadáveres por la módica suma de 100 escudos que, diez días más tarde, llegado el deshielo, habría sido necesario doblar: así los muertos se habían llevado poco de la alimentación de los vivos.
Durante los meses de enero y febrero, el gasto ascendía a 3 000 libras por semana para las dos provincias, sin contar los ornamentos y las ropas enviadas a las iglesias y a los pobres. En la víspera de la Cuaresma, Vicente no se asustaba, y resolvió guardar silencio mientras que «el misterio de la Cruz, decía él, anunciaba la necesidad de dar limosna.» Pero la Cuaresma fue poco productiva y, durante el mes de marzo, había sido necesario a pesar de todo pagar 16 000 libras de letras de cambio. Así, al enviar después de Pascua la continuación de las Relaciones acostumbradas, mandó publicar, el 31 de marzo14, una Relación extraordinaria, en la que levantaba la voz a favor de «seis a siete mil moribundos, huérfanos o enfermos.» Solamente los obreros de San Quintín tenían al menos dos mil en ciento treinta pueblos. Además, eran quinientos huérfanos de padre y madre, desde niños de lecha a siete años, que había que alimentar y educar. Pero el objeto propio de esta Relación era la necesidad de comprar sin tardanza guisantes, habas, cebadas para sembrar las tierras. Cuatro particulares habían dado ya a este fin 12.000 libras. Suma considerable, sin duda, pero qué era esto para cuarenta leguas de regiones desiertas y sin cultivo! «Dad pues, decía Vicente; el dinero enterrado en la tierra se multiplicará al ciento por uno en esta vida!»
Después de Pascua, las Relaciones siguieron su curso. La de abril comprendía también el estado del me anterior. En esta época se contaba con nueve o diez mil enfermos, viudas, huérfanos. El gasto de los dos meses se había elevado a 32 000 libras, y se habían dado 20 000 libras para la siembra. Pero no quedaba ya nada en caja, y se estaba a la víspera de ver morirse a estos desdichados, si la caridad no resucitaba con Jesucristo. Y para animarla, se exponía el espectáculo acostumbrado de sus miserias. En Reims, donde los habitantes se habían marcado un impuesto, tenían que sufrir menos; pero las religiosas del campo no tenían más que la hierba de los campos por todo alimento. En Rethel, el pequeño resto de los habitantes había tenido que sufrir de la crueldad de los enemigos. Las mujeres se vendían, si no continuaba el socorro hasta la cosecha, más de ochocientas personas en este solo cantón, estaban condenadas a morir de hambre. Pasaba lo mismo en Espois, en Vandy, en Sommepy y en los diversos cantones de la Champaña. Se había comenzado en Pascua a socorrer en Sedan a los habitantes y a los extranjeros; se inclinaban a sostener a los católicos.
Todo había continuado en el valle de la Vesle y las demás estaciones de la Picardía. En el cantón de San Quintín, asistidos con 10 libras al mes habían podido velar por sus rebaños durante la Cuaresma. Sorprendidos por las liberalidades de París, los enemigos habían dado por sí mismo los salvoconductos para ir con seguridad a Câtelet y a los pueblos de este gobierno.
A medida que avanzamos, las limosnas aumentan. La Relación de mayo y de junio las eleva a 40 000 libras para estos dos meses y expresa la esperanza que el libro de la Limosna cristiana, sacado a luz hacía poco, aumentará más la cifra15. Gracias a estos socorros más abundantes, los Misioneros han podido extenderse por la Tierache, y vemos aparecer en sus cartas los nombres nuevos de Rosoy, Plomyon, HIrso, Aubenton, etc. Allí también, gran desolación causada por las tropas. Casi todos los habitantes murieron. Entre los supervivientes, sólo los mejor acomodados comen de salvado de cebada; los demás no viven más que de hierbas, de lagartos y de ranas.
En los cantones de Laon y de Guisa, se tiene cierta esperanza en la cosecha, que presenta hermoso aspecto; pero, entretanto, los propios ricos envían a sus hijos a pedir limosna. Los hospitales, en buen estado, son, según su destino, casas donde poder curarse, y ya no antecámaras de la muerte.
Las noticias de San Quintín y cercanías son peores. No sólo es imposible retraer nada de los gastos acostumbrados, 800 libras por semana, sino que al no aumentar la cifra, habrá que dejarlo todo. Hay que sostener a mil doscientos refugiados del país de Santerre, a los que la inhumanidad de nuestras tropas no ha dejado nada sin contar a trescientos cincuenta enfermos a quienes no se puede ya dar carne, a trescientas familias vergonzantes, a cincuenta desdichados sacerdotes, a tres mil pobres diseminados por ciento treinta pueblos, que no tienen desde hace unos meses más que el pan que se les lleva. Todo lo cual hace estremecedora la suma de siete u ocho mil pobres que alimentar.
Salidos de las manos de los soldados, los pobres del valle de la Vesle han caído en las de los arqueros de la sal, que se llevan hasta sus camisas y las ollas. ¿No es algo raro, se pregunta aquí el Misionero, que se obligue a tomar sal a los que no tienen un pedazo de pan?» En efecto, los desgraciados no comían más que ranas y caracoles, alimento que les hinchaba el vientre y, lejos de darles fuerza, los debilitaba hasta el punto de hacerles incapaces de trabajar.
En Champaña, Reims continúa sufriendo menos que las otras ciudades. Se tuvo una procesión general el lunes de Pentecostés, para dar gracias a Dios por las asistencias venidas de París y rogarle por los bienhechores. Todos los cuerpos de la ciudad la ha seguido con una multitud tan numerosa que esta ciudad, acostumbrada sin embargo a los grandes espectáculos, no había visto nunca otro semejante. Al mismo tiempo se anunció que se celebraría cada día una misa por los bienhechores ante la tumba de san Remi, y que se escribiría a Vicente para darle gracias en nombre de todos. Por consiguiente, un canónigo, que fue más tarde arcediano de Reims, le dirigió la siguiente carta:
«Con gran satisfacción me he encargado de daros acciones de gracias en nombre de los pobres de nuestro campo por todas vuestras liberalidades para con ellos sin las cuales, se habrían muerto de hambre. Querría poder expresaros la gratitud que sienten: os haría saber que esta pobre gente emplean las escasas fuerzas que les quedan en levantar las manos al cielo para atraer sobre sus bienhechores las gracias del Dios de las misericordias. No os podría decir como es debido la pobreza de esta provincia, pues todo lo que se dice queda muy por debajo de la verdad. Mucho más creeréis a los informes de los señores sacerdotes de vuestra congregación, cuyo celo y equidad se manifiestan de tal manera en la distribución de las limosnas, que todos se han edificado grandemente. Yo os agradezco en mi nombre particular por haberlos enviado por el buen ejemplo que nos han dado.»
Souyn, magistrado de Reims, escribía por su parte:
«Creo que os habrán mostrado la memoria que envié a París, sobre el estado en que hallé la obra de vuestra caridad, y las asistencias corporales y espirituales que procuráis a los pobres del campo, a imitación de nuestro divino Maestro y Salvador de quien os mostráis cada vez más el perfecto imitador. Dos de vuestros sacerdotes han llegado a esta ciudad, uno para encargarse del dinero de la limosna, por no poder encontrar a uno en los lugares de su residencia, desprovistos de todo, y el otro para tomar una parte de todos los granos que ha comprado aquí y llevarlos a Saont-Souplet para alimento de su pobres. Así todos trabajan felizmente bajo vuestros auspicios en el alivio de los miserables, mientras vos os empleáis ahí en inflamar ese fuego divino que produce este oro para Picardía y para Champaña socorriendo a los pobres afligidos. Espero aquí al Sr. N.,16 a quien vos habéis dado la dirección general de una obra tan grande para el establecimiento de nuestros cuarteles de invierno, entiendo de los hospitales y de la subsistencia de los pobres párrocos. Nuestro almacén de cebada que proviene de vuestras limosnas, se llena siempre para hacer las distribuciones durante el mal tiempo. Continuad, Señor, estos cuidados caritativos que conservan la vida mortal a tanta gente pobre, y que les procuran la felicidad de la eternidad por todas las asistencia espirituales que se les hacen, y en particular por la administración de los sacramentos, que cesarían sin duda en muchos lugares de nuestra diócesis sin vuestro auxilio.»
Hemos visto en esta carta la mención de un Misionero constituido por Vicente de Paúl intendente o inspector genera de la empresa caritativa. En efecto, fuera de los Misioneros distribuidos por las diferentes diócesis, Vicente había delegado muy tempranamente a otro lleno de tanta inteligencia como celo, a quien había confiado autoridad sobre sus cohermanos con la dirección de la obra. era su ojo y su brazo, su ministro en el departamento de la caridad extranjera. Este sacerdote tenía misión de recorrer continuamente las dos provincias para reconocer los puestos que debían ser ocupados y el verdadero estado de los pobres; para dirigir y supervisar el modo de obrar de los Misioneros, y buscarles suplentes, entre las personas caritativas en todos los lugares en los que no se podían establecer, para reglar en todas partes el gasto, aumentarlo o disminuirlo en la proporción del número y de la necesidad de los pobres y de los enfermos. De todo ello daba cuenta a Vicente, y éste, a su vez, se lo transmitía a las Damas de la Caridad en la asamblea que se tenía cada semana para las necesidades de la Obra de las provincias.
Las dos cartas de Champaña, citadas hace un momento, se han escogido al azar de entre otras cien parecidas. Se puede reproducir todavía la siguiente, escrita por Somonnet, presidente y teniente general de Rethel:
«Podemos, sin discusión, hallar en las caridades que ejercéis la primera forma de la devoción cristiana, puesto que, en la primitiva Iglesia, los Cristianos no tenían más que un solo corazón, y no permitían que hubiera ningún pobre en medio de ellos sin ser socorrido y asistido. Vos no lo permitís tampoco, Señor; sino que proveéis a sus necesidades con tanto orden y tanto celo, por los sacerdotes de vuestra congregación, a quienes empleáis en todos los lugares circunvecinos en los que los pobres están reducidos al pasto de las bestias, hasta comerse los perros, como yo he visto las pruebas. Ellos han salvado la vida a un número incontable de personas, y han consolado y atendido a los demás hasta la muerte.»
Inmenso debía ser el agradecimiento de Rethel, si se lo quería comparar con los sufrimientos y los servicios. En Rethel, en efecto, estaba, para Champaña, el fuerte de la calamidad. Muertes, pillajes, incendios, sacrilegios, violaciones, muertos por enfermedad o por hambre. A falta de carne muerta, única carne que hubiera, se comía el grano en tierra, lo que unido a los estragos causados por la caballería, debía traer la penuria.
En efecto, la cosecha es nula. Lo poco que queda será arruinado por las tropas. La guerra, suspendida en invierno, se reanuda en verano. Los príncipes no se han reconciliado con la reina. Marle es de Condé, y el mariscal de Aumont acampa a tres leguas de esta ciudad, a la que observa. El coronel Roze, a sueldo de la regente, recorre el Hainaut. Hirson es conquistado y reconquistado. El condado de Marle es un campo de batalla. El príncipe Wurtemberg cruza la frontera con tres mil hombres, amenaza a la Capelle, obliga a Vervins a rendirse y cañonea a esta ciudad inútilmente; luego vuelve en noviembre entre la Capelle y Avesnes, donde las inundaciones solas le impiden montar sus cuarteles de invierno. Mientras tanto Mazarino entra en Francia: era la señal de una guerra más encarnizada.
Ante tantos males presentes, de tantos males en perspectiva, qué hacer. En una año, se han gastado ya más de 60 000 escudos. La caridad se ha agotado como las bolsas. Se le han arrancado aún algunas limosnas, para los meses de julio y agosto, porque su cifra disminuida y la esperanza de una buena cosecha le hacía entrever el final de sus sacrificios. Pero otra vez lo mismo. La cosecha no se dio; las tasas y contribuciones exprimen al pueblo en seco; y con la esperanza en la Providencia ha tenido que comprometerse a pagar todavía 7 000 libras para el mes de setiembre. Y dónde tomarlas.
También las Relaciones, que se había esperado suspender con la miseria, vuelven . Siempre guerra, hambre más que nunca. Después de los recortes de las limosnas, aumento de la miseria. La guerra echa a los pobres de los pueblos a los bosques; el hambre los expulse de los bosques a las ciudades. Se refugiaron en gran número en San Quintín; han huido ante nuestro ejército, que no ha perdonado ni sagrado ni profano. Entre ellos, hay cuatrocientos o quinientos enfermos. Algo horrible, los habitantes de San Quintín, hambrientos otra ve por este aumento de población, ha expulsado a doscientos que han sembrado los caminos de cadáveres. Así poco más o menos en todas las fronteras de Picardía.
En Champaña, en Reims, en Sommepy, en Saint-Souplet, y sobre todo en Rethel, en Château-Porcien, en Vousigny, la estancia de tropas lo ha echado todo a perder. Lo poco que ha escapado a escapado a los soldados y a los caballos se lo han comido los ratones, esta otra plaga de Egipto, y los pobres se han visto reducidos a comerse los ratones a su vez.
Así ha acabado este desastroso año de 1651. Consultemos una vez más el informe oficial, tan sombrío como los relatos de los Misioneros, y luminoso, como siempre con los únicos rayos de su caridad. Constata la invasión de las ciudades por los campesinos, arrastrando tras ellos a sus mujeres y a sus hijos: ejército de la miseria detrás del ejército enemigo. «En la sola ciudad de Laon, declara la Sra. Tassart, gobernador de esta ciudad, se contaron más de dos mil quinientos que estaban sin cesar llamando a las puertas y languideciendo, y que los habitantes se vieron obligados a asistir para no dejarlos morir de hambre, y con todo una gran parte murió en los hospitales como en las calles.» Laon no quiso echar a estos desgraciados como lo hizo San Quintín; pero, temiendo que una invasión mayor le trajera el hambre y el contagio, mandó guardar sus puertas con gente de rechazar a los recién llegados.
En todas partes la misma miseria. «En Merle, escribe el notario Lebaut en su diario, una parte de los habitantes sólo vive de pan de avena y de salvado; el resto se muere de hambre; había más de seiscientos pobres a diario por las calles, con una necesidades que no se pueden describir, siendo cierto que, sin las caridades que allí se han hecho y distribuido por los RR. PP, de la Misión habrían muerto más de doscientas personas de hambre.» Cómo podría ser de otra manera, cuando el trigo, según nos informa una vez más el burgués de Marle, valía catorce libras el jallois, la cebada ocho libras, la avena cinco libras y el salvado tres libras! Y esta carestía espantosa de los granos se explica, cuando uno se acuerda que, todo este año de 1651, sin graves acontecimientos militares, esta región fue constantemente atravesada una y otra vez, batida y saqueada por las tropas españolas y francesas. Era por bandas de mil quinientos hombres, de infantería y de caballería, como los soldados iban al pillaje, oficiales en cabeza, tambores por delante, cañones por detrás. Se cosechaban los campos para vender el trigo, se saqueaba todo el pueblo que no quería o no podía pagar un fuerte rescate; y si las víctimas resolvían quejarse a los generales, éstos se contentaban con responder que la gente de guerra no recibiendo paga, se veían obligados a buscar cómo subsistir. Dichosos los querellantes cuando no se los trataba como mazarinos, y no les respondía con la espada.
No volvamos a estos detalles afrentosos de caballos muertos de sarna, podridos, malolientes, roídos ya por los gusanos, y aún así devorados por el hambre. A este cuadro añadamos tan sólo este último rasgo que nos proporciona el solo título de una mazarinada: «El relato verdadero del funesto accidente ocurrido en Picardía, en el pueblo de Mareuil-sur-Daules (Mareuil-en-Dôle), entre Soissons y Fesmes (Fismes), en el que se encontró a dos hijos alimentándose de los cadáveres o cuerpos de su padre y de su madre!»
VI. Champaña y Picardía (1652-1653).
Tras un verano desastroso, con una miseria creciente, limosnas reducidas, cómo se pudo pasar el invierno de 1651 a 1652. Las cartas escritas desde Châlons, Saint-Dizier, Sainte-Menehould, Dol-le-Conte o Perthois, son lamentables. En los alrededores de Reims, los pobres, sin víveres, sin asilo y huyendo hacia las ciudades, han sido enterrados en las nieves, y veinte personas parten de Reims, bastones en mano para encontrarlos. El Rethelois está todo desierto; no se ve ya más que a los enfermos, las viudas y los huérfanos. Y como si no fuera suficiente hambre y frío, estos desgraciados tienen que defenderse también de los soldados, de los gobernadores y de los recaudadores que los señalan rescate, impuestos y los tasan a su gusto.
En la región de San Quintín, en la que han entrado los borgoñones y nuestras tropas, las mujeres van a buscar un refugio contra el deshonor hasta en las aguas heladas; sus piernas se congelan, y deben abandonarlo. Para mitigar y engañar el hambre, los pobres pastan la hierba, arrancan la corteza de los árboles, se comen la tierra, desgarran sus harapos y acaban por roerse a sí mismos de desesperación.
Durante el mes de febrero, no transcurre un solo día en el que no se mueran más de doscientas personas de hambre en las dos provincias. Entre Reims y Rethel se ven rebaños de hombres y mujeres que rebuscan en la tierra como puercos en busca de alguna raíz. Paja cortada, podrida con tierra, ése es su único pan. Y como todos estos detalles son increíbles, los Misioneros sienten la necesidad de hacer confirmar su testimonio; en Rethel y en San Quintín, mandan escribir a los párrocos, a los magistrados y oficiales de justicia. Los de Rethel anuncian que acaban de celebrar un servicio «por la madre común de los afligidos», la Señora de Lamoignon, fallecida el mes de diciembre precedente,
Con la primavera llegan los ejércitos. El duque de Nemours ha llamado a los Españoles a Francia, vuelto al rey, trata vanamente de cubrir las fronteras de Picardía y el enemigo empuja hasta Ribemont y Chauny, de las que se apodera. El mariscal de La Ferté viene a recuperar esta ciudad, que los Españoles han dejado atrás para ir a juntarse al ejército del duque de Lorena. Todas estas tropas en número de veinticuatro mil hombres ocupan posiciones cerca de Fismes, justo en plena cosecha, y quieren romper al ejército real, que les cierra la ruta de París. se detienen sin embargo en Champaña para esperar el resultado de la querella del rey y de los príncipes y sacar provecho. El príncipe de Condé, abiertamente revolucionado, viene a unirse a ellos. Con todas sus tropas, aumentadas todavía con las del duque de Orléans, se sitúa entre Soissons y Fismes, donde los españoles y Loreneses le dejan entregándole un cuerpo de ejército. Se dirige a Château-Porcien y Rethel, que sólo le oponen leve resistencia, y va a sitiar Sainte-Menehould, de la que se apodera. Turena no ha podido nada contra el príncipe, cubierto por todas las fuerzas de España, y se ha contentado con marchar a lo largo del Marne. Abandonado por las tropas del duque de Orléans, tras la toma de Sainte-Menehould, Condé no se apodera de menos Bar-le-Duc, Ligny, Void, y Commercy. Allá, los Españoles una vez separados de él, Turena sale de Saint-Dizier y le persigue hasta la frontera de Luxemburgo la que le obliga repasar. Pero se han de tomar las ciudades de las que se había adueñado y, por lo tanto, de alguna forma, una ruinosa campaña, cuyo honor viene a compartir Mazarino con Turena y La Ferté, haciéndose anunciar como el libertador de la región!
Tales son los principales sucesos militares de este año de 1652. Lo que tuvieron que sufrir las poblaciones de Picardía y de Champaña, por parte de los franceses y del enemigo, ya se sabe por lo que precede y para qué repetirlo. Iglesias t abadías, ciudades y campos, vida y felicidad de los habitantes fueron presa de las mismas devastaciones, de las mismas violencias. . «Los pueblos, ha declarado un magistrado de Laon, muriéndose de hambre, no tenían siquiera la libertad de ir a buscar raíces y hojas de árboles de las cuales se servían para sustentarse.» Las ciudades, también esta vez, se atestaban: «Había en la ciudad de Laon tal desorden por la cantidad de pobres con sus mujeres e hijos, que la ciudad estaba infectada y muchos morían en el pavimento y en los hospitales,» dice un testigo; y otro afirma que, «en 1652, la infección fue tan grande en Laon y trajo tan malos aires que causó gran cantidad de enfermedades de las que murió un gran número.»
Lo mismo sucedió en todas partes, como en todas partes no hubo recurso más que en la caridad de los Misioneros. El notario Lebault escribe en 1652: «Hace dos unos años que los RR. PP. de la Misión distribuyen grandes caridades a los pobres tanto de Marle como de lugares vecinos, van a vendar y curar a los enfermos en sus casas como en los Hôtels-Dieu y otras partes, eso ha causado un bien y provecho que no se puede encomiar lo suficiente ni expresar de manera alguna, siendo cierto que sus beneficios, cuidados y diligencias han logrado evitar la muerte a un gran número de personas que, sin sus asistencias, se habrían muerto de hambre. Aparte de esto muchas familias honradas, tanto de esta ciudad como de otro lado, que por vergüenza no se atrevían a descubrir sus miserias, han recibido también un socorro muy particular, así como muchos sacerdotes y párrocos que, por no recibir ninguna renta de sus beneficios, ni tampoco de su bienes patrimoniales necesitaban de la caridad pública y común.»
Maestro Nicolás de Francia, gran arcediano de Laon, atestigua los mismos socorros entregados por los Misioneros a los párrocos y a las iglesias de esta diócesis. De trescientas parroquias, había mas de ciento cincuenta abandonadas; y, dice el gran arcediano, «el resto de los párrocos que allí residen ahora no subsisten sino por las limosnas de París, según se puede saber por el señor Vicente, quien tiene un hombre de la Misión residiendo aquí para las necesidades susodichas, y no poseen otros muebles en sus casas que un poco de paja, en las iglesias que les quedan ningún ornamento, y algunos no tienen ni sobrepelliz, ni albas ni casullas que las que les han llegado por el Misionero, enviado a la diócesis de Laon para conocer la miseria de los párrocos y el estado deplorable de las iglesias.»
Y ahora escuchemos a los Misioneros, ya que ellos están siempre en sus puestos, donde no pueden, dicen ellos, abandonar a un gran número de enfermos que no esperan su curación sino por los socorros de las limosnas de París. estas limosnas crecen de mes en mes, gracias al cuadro que ellos han trazado de tantas necesidades a la caridad pública. Reducidas a 7 u 8 000 libras por mes hacia finales del año 1651, han ascendido a 10.000 en marzo, y a 13.000 en abril de 1652. Una buena parte de estas sumas ha sido empleada, como el año anterior, en comprar cebada para sembrar, enseñando la experiencia que es el mayor alivio que los pobres puedan recibir.
Después de una breve mención en el número de junio y julio, las relaciones no contienen nada, el resto de este año, en Picardía y champaña, estando llenas en adelante por el cuadro de las miserias de París y alrededores, que expondremos luego. Pero, a primeros del año siguiente, aparece una Relación sumaria que contiene el deplorable estado de las provincias de Picardía y Champaña, y lo que allí ha pasado hasta marzo de 1653. Se había guardado silencio, se dice, hace varios meses, para no perjudicar a los pobres de París. Pero la reanudación de la guerra fuerza a elevar de nuevo la voz.
En efecto, el año 1653, fue quizás el que trajo a la región al mayor número de gente de guerra. Durante todo el invierno, las tropas reales se habían quedado allí acampadas o de guarnición. En la primavera todo se trastorna. Mientras Condé se dispone, desde Bruselas, a invadir Francia, Turena parte de París para ir a tomar el mando del ejército de Champaña. Con el mariscal de La Ferté toma Rethel, y cierra la provincia a Condé en retraso. Sin embargo Condé se dirige a Picardía, adonde le sigue el ejército del rey. El rey en persona, acompañado de Mazarino, viene a visitar a los dos mariscales cerca de Laon. Vervins, que ha caído en manos de la gente de Condé, pasa de nuevo a las del rey sin combate. Los Franceses arrasan el campo, acampan en Marle y en Vervins vacíos, pasan seis semanas en Ribemont frente al enemigo acampado en Fonsomme. El rey que los ha acompañado, regresa a París. Los dos mariscales vigilan la marcha de Condé, superior en número sin pensar detenerlo ni guarneces las plazas, reservándose solamente molestarlo, si intenta algún asedio. Condé avanza hasta Roye, del que se apodera. El ejército real se lanza contra él y la región de donde saca su subsistencia, y le fuerza así a desandar el camino; la lentitud de los Españoles le ha hecho perder la ocasión de marchar sobre París. al menos busca ciudades que tomar, y hace pruebas sobre Guisa donde Turena lleva socorros. El archiduque Leopoldo llega entonces a compartir con él el mando: fuente de contrariedades de pareceres y de conflictos de autoridad. Condé se resuelve a sitiar Rocroy, diez años antes teatro de su gloria. Como sus primeros proyectos habían parecido amenazar al Boulonés, el rey parte otra vez de París para vigilar esta frontera. Mientras que el monarca visita Picardía, los dos ejército se siguen hacia Champaña. Sin poder disputar Rocroy a Condé, Turena va a tomar Mouzon. La reducción de Burdeos permite entonces llevar tropas nuevas a Flandes, Luxemburgo y Lorena, y multiplicar las bases de operaciones. Turena observa a los Españoles que amenazan las plazas de Flendre y de Artois; La Ferté se mantiene junto al Meuse para cubrir la Champaña. La corte y Mazarino, que se encuentran ya en Amiens, ya en Soissons o Laon deciden el sitio de Sainte-Menehould, defendida para Condé por un hábil gentilhombre burguiñón, el conde de Montal. Tras una larga resistencia, Sainte-Menehould capitula. El rey llega de Châlons para asistir al éxito, y sus tropas toman posesión de la plaza, cuya guarnición es llevada a Rocroy. Es el final del año y de la campaña: de un lado y del otro se vuela a los cuarteles de invierno
Lo que los Franceses mismos se permitían en cuanto a honores, algunas disposiciones tomadas este año de 1653, nos lo van a contar: «Iban, dice un magistrado de Laon, Charles de Vau, iban matando, saqueando, haciendo prisioneros y llevándose cuanto encontraban a su paso.» A ejemplo de los soldados luteranos del barón de Erlach, las tropas católicas de Turena quemaban a los desgraciados enfermos en las iglesias. La Sra. Tassart y otros diez testigos declaran sobre este hecho abominable, del que Thouars, lugarteniente del rey en el gobierno de Laon, da todos los detalles atroces: «El pueblo de Bièvre ha sido tratado con una crueldad inaudita por algunos regimientos de los ejércitos del rey, mandados por los señores del Bourg, de la Guillotière y otros, como lo ha sido también el pueblo de Saint-Julien, que han sido saqueados y devastados por dichos regimientos, que han prendido fuego y hasta en las iglesias de dichos lugares, y han violado a mujeres y jóvenes en la iglesia del dicho Saint-Julien, en la iglesia de dicho Bièvre, adonde todos los habitantes, mujeres y niños, se habían retirado. Los soldados, después de quemar el pueblo, pegaron fuego a la iglesia, y redijeron a esta pobre gente refugiada en el campanario a precipitarse de arriba abajo, por lo que la mayor parte se mataron o quedaron mutilados.»
No nos extrañe ya que las Relaciones de los misioneros hablen con tanta insistencia de los desastres causados por los ejércitos, del terror de los campesinos que se refugian en todas partes en las ciudades y obstruyen de tal forma los hospitales que los pobres párrocos mismos se ven obligados a permanecer en las plazas públicas.
«Esperamos, dice para concluir la primera Relación sumaria, que si Dios hace crecer las limosnas, el celo de los misioneros del Sr. Vicente se encenderá para distribuirlas,» Es la primera vez, creemos, que el nombre del Sr. Vicente se pronuncia en estas Realciones, e incluso que sus sacerdotes sean designados expresamente, tanta humildad y abnegación había en el Padre y en los hijos.
La guerra, como ya lo hemos dicho, habiendo durado hasta finales de este año, las Relaciones sumarias debieron seguirse de dos en dos meses más o menos, para mantener la caridad por las necesidades de Picardía y Champaña. En todas las llanuras de Corbie, de Péronne y de Santerre, la mies ha sido destruida por los enemigos o por las lluvias. El Vermandois, durante más de seis semanas, ha sufrido el yugo de los ejércitos y alimentado a más de cien mil bocas. Se escribe de Rethel, el 178 de octubre: «Los Padres de la Misión, que no han abandonado sus cuarteles, vuelven a comenzar sus trabajos con mayor generosidad que en el pasado, a la vista de sus nuevas miserias. Rethel, en tres años, ha sufrido cuatro asedios. Estos caritativos Padres van a visitar y animar a los pobres párrocos. Además de estos trabajos, tienen a su cargo a los soldados enfermos moribundos en los dos mercados de la ciudad y a los burgueses de Rocroy que se han salvado en este lugar, tras pérdida y toma de todo.» Se ha evacuado a un gran número a Reims con auxilios de ruta, pero el hospital no los puede recibir ya a menos de una fuerte indemnización mensual.
Los pueblos sufren más todavía, en la imposibilidad en que se está de ir a ellos, a causa de los salteadores. Y quedarán abandonados de los párrocos, si no se encuentran cinco o seis centavos por día para estos pobres sacerdotes, que consienten quedarse a ese precio.
Es siempre en las ciudades donde se concentra la miseria con la población de los campos. El sitio de Mouzón ha aumentado en Sedan, en retel, en Laon, en todas partes, el número de los pobres y de los refugiados. Se establece un ritmo; se los visita en las cabañas donde buscan un abrigo y se les distribuye billetes para la cocina de la caridad. Laon está tan llena de enfermos y de soldados que se han llevado a sesenta a una gruta fuera de la ciudad, por falta de sitio más cómodo.
- El Sr. A. Feillet ha publicado de su trabajo, en 1862, una segunda edición considerablemente enriquecida con documentos nuevos y oficiales. Bajo este título: La Misère au temps de la Fronde et saint Vincent de Paul, 1 vol. in-8º ; libro en el que haremos algunos préstamos, a la par que le refutamos muchas veces, pero sin pasión, a pesar de la pasión demasiado evidente que ha ejercido contra nosotros.
- Dom Nicolas Le Long, Hist. ecclésiastique et civile de du diocèse de Lâon, etc., in-4º, Châlons, 1783, p. 503. –El Sr. Feillet, que corre tras la novedad para no alcanzar a veces más que la paradoja, ha emprendido la rehabilitación del barón de Erlach,, según las cartas de este jefe bárbaro a su familia y su correspondencia con Mazarino, cartas que, demasiado evidentemente, no podrían prevalecer contra el grito unánime de las poblaciones y de los historiadores.
- Bibliographie des Mazarinades, tom. III.
- Sum., nº 86, p. 193.
- Libro ya citado: La France et saint Vincent de Paul, por el Sr. A. Feillet
- Citamos según el libro mismo, y no según el Sr. Feillet, quien cita muy libremente y muy inexactamente.
- Se ha de notar también que, por humildad y por delicadeza, Vicente no recibía las limosnas. Éstas debía ser depositadas en las manos de los párrocos de París, o de las Damas de la Caridad. Consignemos aquí los nombres o direcciones de estas mujeres admirables, pertenecientes casi todas a familias de alta magistratura, verdaderas madres del pobre y del pueblo, a las que remiten nuestros relatos: La presidenta de Lamoignon, y tras su muerte, ocurrida en 1651, la señorita de Lamoignon, su hija, primero corte del Palacio, luego Aubry-le-Boucher; las presidentas de Herse, calle Pavée, y Nicolaï, calle Bourtibourg; las señoras Fouquet, madre del superintendente, calle Richelieu, y Joly, calle de los Blancos-Manteaux; las señoras de Miramion, calle de los Bernardins, y de Traversay, calle Saint-Martin, con el Sr. presidente Méliaud, su hermano; Por último, la señorita Viole, calle La Harpe.
- Todas estas piezas reunidas, en número de veintinueve, forman un volumen in-4º titulado: Recueil des Relations contenant ce qui s’est passé pour l’assistance des pauvres, entre autres de ceux de Paris et des environs, et des provinces de Picardie et de Champagne, pendant les années 1650-1655, Paris, casa Savreux. –Si la Colección es más rica en piezas de este tiempo y de esta naturaleza que la colección Thoisy (Hôpitaux, in-4º, tom. I), por el contrario, el compendio Thoisy encierra varias piezas no menos interesantes dfe lo que se encuentra en la Colección, sobre todo de las Relaciones parecidas sobre las provincias de Berry, de Poitou, de beauce, de Perche, etc.; el Magasin charitable, etc., todas piezas que tendremos que invocar sucesivamente.
- A Gilles, en Crécy, 28 de noviembre de 1651.
- Declaración de Claude Daubensard, de San Quintín, quien lo sabía por F. Alexandre, procurador de San Lázaro. Sum., p. 176.
- Carta a Coglée, Sedan, del 6 de marzo de 1651.
- Abregé de l’Hist de la ville et de l’Abaye de Ribemont ; por dom Furey Baurin, religioso benedictino de la congregación de Saint-Maur, prior de la abadía real de Saint-Nicolas des Prés, bajo Ribemont; mss. de 1672, comunicado por el Sr. Alf Feillet. –En ese libro también es donde se puede juzgar lo que tuvieron que sufrir los eclesiásticos durante estas guerras, sobre todo cuando querían quedarse al servicio de las poblaciones desgraciadas.
- Tomado por el Sr. Feillet de la colección Cangé, ordonnances militaires, 6, XXVIII.
- Algunos días antes, el 20 de marzo, había escrito a los altos oficiales de Rethel que le gritaban: «Es increíble cuánto les cuesta a estas Damas sostener el peso de un gasto tan grande, que alcanza a más de 15 000 libras al mes para Champaña y Picardía.»
- Un año después, Antoine Godeau, obispo de Grasse, publicó una exhortación a los Parroquianos a favor de los socorros a los pobres de Champaña y de Picardía, donde se prueba por pasajes formales de la Escritura y razones irrefutables, que la limosna en aquel tiempo es de precepto y no de consejo (48 páginas).» Esta publicación se hizo tal vez a petición de Vicente de Paúl, quien había contado a Godeau entre los miembros de su conferencia de los Martes.
- Tal vez era ya Almeras, segundo superior de la Misión, que nosotros vemos mencionado en las cartas de Vicente del 28 de marzo de 1653, 8 de marzo, 8 de abril y 8 de mayo de 1654, como ejercía una función parecida en Picardía, donde estuvo a punto de morir víctima de la caridad. No regresó a Paris hasta julio de 1654.