VI. El encuentro con Luisa de Marillac (1624-1630)
El encuentro con la Marillac
Hacía unos quince años que florecían aquellas confréries de la charité, en las que las mujeres servían a los pobres por amor a Dios y se santificaban sirviendo a los pobres.
Surgían colaboradores del clero de gran valor, tanto entre las clases nobles como entre las masas trabajadoras: y se encontraban en el servicio de los pobres.
El secreto del éxito estuvo en esta colaboración de las «siervas de los pobres», en aquel poner en común sus almas para unirlas, en aquel deliberar sobre todo de común acuerdo poniendo entre ellas, con la caridad, a Dios. Si santificaban a los demás era porque antes atendían a santificarse a sí mismas, con un proceso de renuncia constante y de entrega progresiva. «Se visitarán y se consolarán en sus aflicciones y enfermedades, asistirán todas juntas a los funerales de las que mueran; comulgarán y mandarán cantar una Misa por cada una de ellas…» Así prescribía Vicente.
Y, como regla de cada una y de todas: «ofrecerán su corazón a Dios por la mañana al despertarse, invocando el santo Nombre de Jesús y el de su Santísima Madre ; dirán las oraciones tan pronto como salgan del lecho ; si es posible asistirán todos los días a Misa; se mantendrán en gran humildad y se esforzarán por realizar sus acciones a lo largo de la jornada en unión con las que realizó Nuestro Señor sobre la tierra. Todas las noches, cada una por su cuenta, harán el examen de conciencia».
Era una santidad bien cimentada que iba invadiendo toda la sociedad. Aún las mujeres ricas se hacían «siervas»: base.
Grandes nombres realzaron la institución: Madame de Herse, pariente de Olier, por quien sentía afecto Francisco de Sales, padrino del hijo de aquélla, futuro obispo de Chálons. Donó a San Lázaro como legado, dos cortijos, con la obligación de dar periódicamente una misión a sus campesinos.
Con la duquesa de Aiguillon y con Mademoiselle de IVIarillac, las dos más geniales, generosas y fecundas colaboradoras, después de la muerte de la buena Madame Gondi, hay que alinear otra acaudalada y generosa señora, Madame Goussault. Como aquéllas, también ésta puso a disposición de Vicente casas y riquezas, tiempo e inteligencia, toda su vida.
Pues Vicente encarnaba la caridad de Cristo en la forma más heroica, no sorprende que giraran a su alrededor almas ávidas de heroísmo, La Marillac —aristócrata— se acercó a él porque creyó ver realizado en él aquel tipo de vida religiosa, hecho de unión interior con Dios y de servicio exterior a los hermanos, en el que ella misma había sido educada, entre las dominicas de Poissy, cuando, huérfana de madre, ingresó en aquel monasterio real como pensionista. Su padre, Luis de Marillac, había servido, como alto funcionario, en la Corte, mientras que tíos y parientes desempeñaban algunos de los cargos más elevados del reino: un tío suyo era guardasellos y otro mariscal de Francia.
De jovencita se había educado en la piedad, en el estudio y también en la pintura, y al mismo tiempo en las obras de misericordia, llegando hasta las prestaciones personales más humildes.
Nacida el 12 de agosto de 1591, en París, se había casado allí, el 5 de febrero de 1613, con Antonio Le Gras, secretario de Estado de María de Medici, reina regente. Sus parientes la habían inducido a casarse, después que la muerte de su piadoso padre y motivos de salud la habían impedido hacerse capuchina, como hubiera deseado.
De esta vocación le quedó el voto hecho de servir a Dios durante toda la vida.
Habiendo llegado a ser madre de un niño, Miguel Antonio, gastaba el tiempo libre en servir a los pobres y enfermos del barrio, junto con otras señoras, atraídas por el entusiasmo y virtud de la Mademoiselle, titulo a que tenía derecho por el matrimonio con Marillac. Aquella virtud se fortalecía con una ascesis hecha de mortificaciones, silicios, vigilias y ayunos. Todos los días meditaba sobre el Evangelio, sobre las obras de Francisco de Sales y Fray Luis de Granada y sobre la Imitación de Cristo.
Se había encontrado con Francisco de Sales en París, entre el año 1618 y 1619 ; y como enfermó, el santo le hizo varias visitas, cultivando y dirigiendo aquel su anhelo de Dios. En este oficio le ayudó mucho el tío Miguel de la Marillac, uno de aquellos seglares que, en el siglo XVII, oyeron la llamada y comprendieron la obligación de la perfección. Y Luisa tenía necesidad de un guía para su alma atormentada de escrúpulos: temía continuamente que el no haber mantenido el voto de hacerse capuchina le atrajera los castigos del Señor ; y entre estos ponía la pésima salud de su marido. En una especie de rapto, un día, en la iglesia, vio su futuro de sierva de los pobres, ligada con los tres votos y asistida por un guía espiritual.
El guía espiritual fue Vicente de Paúl, que habitaba en su misma parroquia de San Salvador. Quizás se encontró con él en el monasterio de la Visitación, que Vicente frecuentaba.
Lo cierto es que, al hallarse frente a Vicente, vió en él al guía que Dios le enviaba: y un guía no común, como no era común la exigencia de su alma, sobre todo después que la muerte de su marido (21 de diciembre de 1625) la dejó dueña y árbitro de su propia existencia.
Entre Vicente de Paúl y Luisa de Marillac los designios de Dios suscitaron uno de aquellos encuentros de almas que, inflamados y envueltos en el amor sobrenatural, sobre el completo aniquilamiento del amor terreno, ofrecen a la Iglesia energías inesperadas.
Tal había sido el encuentro entre Chantal, que todavía vivía y trabajaba y Francisco de Sales, que hacía poco había muerto. Tal el encuentro de Clara con Francisco, de Catalina con Raimundo, cuya colaboración, en una época de desorden espiritual, había hecho brotar una caridad purificadora.
Del encuentro de Luisa con el ideal de Vicente surgió la hermana de la caridad: «esa demostración completa del cristianismo» (Lacordaire), una de las creaciones más geniales del amor de Dios, que en las generaciones del racionalismo y del escepticismo, debía representar, quizás más que ninguna otra, la perennidad del mensaje evangélico.
Se quería una criatura, que se asemejara a la Señora contemplada, en el siglo del humanismo cristiano, en toda su plenitud, como virgen y como esposa, como madre y como viuda : y Luisa, de alma pura como una virgen —que había permanecido como tal por el voto hecho desde niña—, había recogido los dones del matrimonio y de la maternidad: y había pasado por la experiencia mística y por la experiencia activa ; María y a la vez Marta, conocían los coloquios con Jesús y el trato con la gente pobre : Dios y hombres, cielo y tierra. Lo que se quería, desde el momento en que Vicente se había lanzado al ministerio de restituir al Padre una masa huérfana, era llevar de nuevo un trozo de paraíso sobre los campos desolados.
Luisa se asoció rápidamente a la obra apostólica de San Vicente atraída por su vigorosa santidad. Su alma, aristocrática, delicada, dirigida enteramente a la contemplación de las propias miserias (que por otra parte constituiría para ella un placer refinado del que no era plenamente consciente), sintió enseguida los beneficios de una disciplina, si no áspera (pues Vicente era de una delicadeza humilde y suave en el trato con todos), ciertamente firme y directa y casi proletaria. Comprendió en cuántos embrollos se estaba metiendo su alma, encerrada sobre sí misma ; y empezó aquel proceso de liberación, que consistió en proyectar sus afectos fuera de sí misma, sobre los hermanos y más concretamente sobre los pobres.
Y se asió de aquella mano firme, tanto que tuvo mucho que sufrir cuando, después de la muerte de la Gondi, Vicente se dedicó a recorrer los campos de Francia dando misiones, lejos de París.
La formación de santa Luisa
En un programa de vida, redactado tal vez eñ 1629, Mademoiselle Le Gras-Marillac resume para sí los ideales de Vicente de esta manera: «Esté en mi corazón siempre el deseo de la santa pobreza para que, libre de todo, pueda seguir a Jesucristo, y servir con toda humildad y dulzura a mi prójimo, viviendo en la obediencia y en la castidad durante toda mi vida, honrando la pobreza de Jesucristo».
De esta manera Luisa subía hacia Dios y anhelaba, cada vez más, darse a alguna obra sistemática ; y, puesto que había renunciado definivamente a toda idea de casarse de nuevo, en fuerza del voto del 4 de mayo de 1623, esperaba de Dios, por boca de Vicente, la determinación de un nuevo estado. Vicente, que en todas las cosas procedía con prudencia y tomaba todas sus decisiones por una llamada explícita de Dios, la invitaba a conservarse serenamente indiferente, dispuesta a todo, de modo que «honrara siempre el no-hacer y el estado de escondimiento del Hijo de Dios».
Y así pasó el trienio de 1626 a 1628. Entonces, viéndola cada vez más inclinada a darse a los pobres, la invitó a ponerse a disposición de las confraternidades de la caridad, yendo a visitarlas donde fuera necesario. Marillac aceptó alegre ; y a la menor indicación del Santo subía a su carroza, llevándo consigo vestidos, medicinas, personas de servicio y amigas de iguales sentimientos, todo a sus espensas ; y durante días recorría los campos, reuniendo a las hermanas de las confraternidades, visitando a los enfermos e instruyendo a los niños y campesinos en las verdades de la fe. Para esta última actividad, por la que se interesaba santa Luisa no menos que San Vicente, había escrito de su puño y letra un pequeño catecismo, sencillo y popular.
De esta manera visitó los centros caritativos de numerosas diócesis : desde París a Beauvais, desde Senlis a Soissons, desde Meaux a Chartres… Y al verla y oírla aquellas hermanas, entregada a los pobres, y aquellos pobres, ávidos de doble vida, volvían a ver a Vicente, al apóstol de la caridad.
Luisa hizo su primera inspección en Montmirail. Y Montmirail era un lugar muy querido de Vicente, no tanto por los recuerdos cuanto por sus miserias.
Para este primer viaje le escribió el 6 de mayo deseándole que la protegiera Dios contra el frío y el calor, la lluvia y el cansancio.
En 1630 Luisa se halló en Saint-Cloud, precisamente el aniversario de sus bodas. Vicente, que estaba en aquel lugar, intuyó el deseo de aquella criatura que, aun habiendo vivido el matrimonio con corazón virginal, había sido esposa fiel: y celebró la Misa de los esposos». Sólo que ahora era ya esposa del Señor.
Aquel año Luisa misma fundó una «Caridad» (así se llamaban las «Confréries») en París, en su parroquia de san Nicolás, a la que pertenecía también Vicente.
Otra cosa que le prescibió fue que no descargara a las damas aristócratas de los trabajos más viles : cada una, en un día determinado, debía preparar a espensas propias la comida para los enfermos, cocinar por sí misma la carne y llevar personalmente la marmita. Después la nombró superiora.
Superiora quería decir que tenía que trabajar más, visitar a más enfermos, prestarse a todos los oficios. Para empezar, asistió a una apestada: cosa que conmovió a su padre espiritual, que descubrió aún mejor la heroicidad de aquella criz tura: prototipo de la Hija de la Caridad, que ya anhelaba.
Por su celo, mientras que hasta el año 1630 no había habido más que una Caridad en todo París, en un año se fundaron diez. Y esto mientras que, a pesar de su salud enfermiza, y a pesar de los sufrimientos de sus pulmones delicados, seguía recorriendo las provincias, inspeccionando y reanimando las confraternidades de la caridad en los centros más lejanos. Entre ellos Villepreux.
La aventura de Beauvais
Con la ayuda de Marillac, Vicente de Paul prestó la asistencia a los mendigos de Beauvais, llamado por el obispo de aquella ciudad. Para suprimir la mendicidad, erigió en cada una de las 18 parroquias una confraternidad de la caridad. La confraternidad servía de instrumento de redistribución y circulación de bienes y de bien, socorriendo necesidades donde enfermedades y desgracias habían abatido las energías de los hermanos y proporcionando medios morales y materiales donde la mendicidad era producto de un juicio torcido de los hombres.
La autoridad local, representada por el lugarteniente del rey, entró en sospecha. En una sociedad en que cada uno miraba a sus negocios, el caso de uno que miraba por los intereses ajenos despertó legítima sospecha ; sin decir que aquellas reuniones de personas para discutir y actuar subvertía la norma de gobierno de aquel régimen y de todos los regímenes de la tierra para los que reunirse era fomentar la subversión.
Vicente no reparó en aquella hostilidad ; y encargó a Mademoiselle que llevara a término la obra. Hacía un frío riguroso; y la viuda delicada sufría de los pulmones y se exponía sin cuidados. Pero cuidaba de ella Vicente que no cesaba de invitarla a la moderación, asegurándole que, entre las astucias del diablo, una era excitar a las almas buenas a hacer más de lo que pueden, para que no hagan nada. En cambio —decía— «el espíritu de Dios invita dulcemente a hacer el bien que razonablemente podemos hacer…»
Mademoiselle Marillac, con su heroísmo, impresionó a la población tanto que a su partida, su carruaje tuvo que abrirse paso entre una muchedumbre que aplaudía. Por esto no se ensoberbeció ; había aprendido de su maestro a unir su espíritu, durante las posibles fiestas y honores, con las burlas, escarnios y malos tratos de Jesús.