San Vicente de Paúl, héroe y apóstol de la Caridad

Mitxel OlabuénagaFormación Vicenciana, Vicente de PaúlLeave a Comment

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En aquel tiernísimo epitalamio místico que conocemos con el poético nombre de «Cantar de los Cantares», enco­miando la Esposa las gracias de su Esposo celestial, dice que éste tiene las manos bellísimas y torneadas, llenas de jacintos: en cuyas expresiones, singularmente en la men­cionada piedra preciosa, a la que los antiguos, y entre éstos sobre todo los pueblos del Oriente, atribuían propie­dades medicinales, se simbolizan la misericordia y la cari­dad en sus múltiples y delicadas manifestaciones.

Aun cuando el Catolicismo no hubiese producido otro héroe de caridad que Vicente de Paúl, era por ello sobra­damente acreedor a la admiración y reconocimiento de la inmensa muchedumbre de cuantos gimen bajo la pesada coyunda del dolor y del infortunio; su nombre, no sólo pasmó a su siglo, sino que tuvo la virtud de uncir el ve­leidoso tiempo a la triunfal carroza de su fama universal; como el Divino Maestro vaticinó de la Magdalena: que doquiera fuese predicado el Evangelio se celebraría el sublime acto realizado por la misma con su sacrosanta humanidad durante la Cena en casa de Simón el leproso, en Betania, así en todas partes donde sea conocido el Catolicismo se admirará la figura fascinadora del Apóstol de la Caridad, derramando sobre cuantos en los áridos caminos del destierro sienten taladradas sus plantas por las punzantes espinas del dolor físico o moral, los inefables consuelos de la Religión y las fortificantes esperanzas de ultratumba.

Varón grande sobre toda ponderación, cuyas obras jamás emulará, ni aun de lejos, la filosofía racionalista, y cuyos heroísmos nunca podrá igualar esa vana compasión que se llama filantropía y que, como dijo nuestro insigne Donoso Cortés, es la moneda falsa de la caridad.

¡Imagen arrobadora la de Vicente de Paúl! Las obras de ese hombre de corazón tan grande como los extensos dominios del mal, levantan el abatido espíritu de cuantos padecen, como la aurora al sacudir su rubia cabellera y asomar su rostro purpurino por los balcones del Oriente alegra con su rosicler la naturaleza aletargada por el sopo­rífero influjo de las sombras nocturnales.

La Congregación de Sacerdotes de la Misión, llamados también «Lazaristas» (Paules en España), por haberla esta­blecido el Santo en la Casa de San Lázaro de París, matriz de todas las del Instituto, después de haber ejercido el pro­fesorado en Buzet, formando discípulos tan ilustres como La Vallete, defensor de Malta, y después de haber conocido a fondo las necesidades espirituales de los pueblos desem­peñando el tan noble como espinoso ministerio parroquial en dos curatos, Clichy y Chatillón de Dombes, fué aprobada por Urbano VIII, y ciñó a sus sienes la aureola de Funda­dor, puesto que creó un nuevo Instituto, y de Apóstol, toda vez que lo instituyó para catequizar los pueblos y aldeas, para instruir y evangelizar a los pobres, ya directamente, ya de un modo indirecto y remoto, reformando el Clero secular mediante la dirección de los Seminarios, las confe­rencias eclesiásticas y los Ejercicios espirituales antes de la recepción de las sagradas órdenes, prácticas que Alejan­dro VII extendió a todas las Diócesis de la Cristiandad.

Y si las tareas evangélicas de su Instituto en Italia, Polonia, Escocia, Inglaterra y hasta en la India orlaron su cabeza con el doble nimbo ya citado, la Institución de las Hijas de la Caridad, madre fecundísima de innumerable multitud de entidades y organismos, que participando del espíritu de Vicente derraman por doquier los dulces eflu­vios de la Reina de las Virtudes, nos pone también de re­lieve su abnegación de Apóstol y la creadora energía del Fundador.

De él nos dice la Iglesia, con el severo y sublime laco­nismo que la caracteriza, que no hubo ninguna clase de calamidad que no tratase de remediar paternalmente; omi­tiendo aquél hermosísimo rasgo, digno de un poema, que legó a la admiración de la posteridad, cuando siendo limosnero general de las galeras por el Rey de Francia Enrique IV y su esposa Margarita de Valois, y viendo llorar amargamente a un galeote que abandonaba a su mujer e hijos, tocado del fervor de la caridad evangélica, sustituyó al preso y se cargó con sus cadenas; su caridad no reconoció fronteras ni distinguió sexos, edades o con­diciones.

Favoreció y alivió, por cuantos medios estuvieron a su alcance, a los cautivos en poder de sarracenos, a los niños expósitos, a los jóvenes díscolos, a las jóvenes cuya hones­tidad peligraba, a las mujeres sumidas en el fango del vi­cio, a las Monjas dispersas, a los condenados a galeras, a los peregrinos, a los enfermos, a los menestrales sin tra­bajo, a los apocados y pusilánimes, a los mendigos y aun a los mismos dementes, con multitud de establecimientos de caridad, que, salvando los tiempos y las distancias, perpetúan su espíritu y son una como feliz y perdurable prolongación de su existencia, por entero consagrada a remediar el infortunio por medio de sus Hijas y de otros Institutos más modernos, Hermanitas de los pobres, de los ancianos desamparados, Siervas de María, Hermanas de la Caridad de Santa Ana, Instituto de origen zarago­zano y que en 1904 cumplió un siglo de existencia, y otros varios que, en mayor o menor escala, participan del espí­ritu de caridad de nuestro Santo.

Pero, entre todos los desgraciados, ocupaban un lugar de preferencia en su corazón los niños expósitos, los en­fermos y los pobres.

Para los primeros, inocentes víctimas de la desgracia o del crimen, de una lujuria desenfrenada o de una avaricia repugnante, desconfiada y recelosa, existen, merced al pa­ternal espíritu de Vicente, multitud de Orfanatorios, Hospi­cios y Casas de Misericordia, donde las esclarecidas Hijas del Apóstol de la Caridad, mujeres por su sexo, hermanas por el afecto y madres por la sublime abnegación que sólo la Religión cristiana puede comunicar a las que no lo son por naturaleza, ejercitan, para con esos seres que el día de mañana engrosarán las filas de la sociedad, todas las obras de misericordia, espirituales y corporales, enseñándoles a llamar a su Dios con el dulce nombre de Padre.

Para consuelo y alivio de los enfermos, cualquiera que sea su nacionalidad o su religión, sexo o edad, o justos que se purifican o pecadores que expían sus prevaricacio­nes a los duros golpes del dolor, de cruentas operaciones quirúrgicas, con los ardores de la fiebre, la depresión mo­ral o las quimeras del delirio, ha puesto en esos templos del dolor que se llaman Hospitales, a esos ángeles de paz y de consuelo, que justifican su dulce nombre de Hijas o Hermanas de la Caridad, de mantos negros como el dolor y de tocas blanquísimas como el bello ideal del Cristia­nismo realizado sobre la burda y amazacotada prosa de las miserias del mundo, que levantan el abatido espíritu del paciente, presentándole la imagen fascinadora de un Dios pendiente de tres clavos «Varón de dolores, que sabe por experiencia lo que es padecer» 1; la abnegación de esas Heroínas anónimas nos predica continuamente la compasión cristiana que merecen a todo corazón noble los que sufren, y nos pone de relieve el respeto que me­recen los Hospitales, mansiones sagradas, donde el Divino

Artífice de las almas ha cincelado muchas esculturas de santidad, y en las que, resignados y tranquilos, han paga­do su tributo a la muerte grandes hombres, ilustres sabios y renombrados artistas; lugares creados y favorecidos con paternal munificencia por la Iglesia cuando no había expe­rimentado en su administración modelo el yugo de la in­gerencia liberalesca, favorecidos por Monarcas y magnates, indulgenciados por Pontífices y Prelados, visitados por Sacerdotes, religiosos y piadosos seglares, y solamente mirados con horror, o al menos con desprecio, por espíritus mezquinos, adoradores de lo que brilla, aunque sea un pedazo de hojadelata, hombres mundanos que, por ele­vados que estén en la sociedad, desconocen el espíritu del Cristianismo.

Y para los pobres la obra de las Conferencias que llevan el nombre de nuestro Santo; los óptimos frutos que produce los tesoros espirituales con que la han enriquecido los Pon­tífices y Prelados de la Iglesia, y los merecidos prestigios de que goza entre los católicos tan benemérita institución, nos dispensan de tributarle nuestros pobrísimos elogios; milicia de ambos sexos y de heterogéneas condiciones so­ciales dominadas y dirigidas por las reina de las virtudes, pacífico ejército de caridad, diseminado por todos los ám­bitos del mundo cristiano, llenos de ojos, como los anima­les descritos por San Juan en el Apocalipsis, para enterarse de las necesidades de los pobres y remediarlas; especie de red telefónica de múltiples hilos por los que la caridad cris­tiana se pone en comunicación con la miseria para amino­rarla en lo posible, usando del socorro material como me­dio para remediar las necesidades espirituales, dando la preferencia a éstas, pero sin descuidar las de la materia, y mejorando así en las clases pobres la condición del su­puesto humano, que llamamos hombre.

Digno por muchos títulos es Vicente de que su alabanza no cese en los labios de cuantos sienten mitigados sus padecimientos físicos o morales por los benéficos influjos de la caridad cristiana; acreedor de la admiración del mundo entero, y León XIII, de gratísima y perdurable memoria, interpretó a maravilla los deseos de la Iglesia y de la hu­manidad civilizada al declararlo Patrono universal de las obras de caridad.

La filosofía estoica, fría e insensible corno el mármol, dice con gesto de indiferencia: «no existe el dolor»; el Ma­niqueísmo afirma con el énfasis propio de ascetismo apara­toso: «el dolor es creación del genio del mal, del principio de las tinieblas»; la filosofía cristiana, condenando como afectada la insensibilidad de la primera, y como absurdo el dualismo de los principios que profesa el segundo, enseña, con la serenidad admirable del que está en posesión de la verdad, que el dolor (físico o moral) es uno de los tristí­simos efectos de la prevaricación del primer hombre, ca­beza moral de la humanidad; pero permitido por Dios, y tolerado pacientemente por el hombre corno medio de ex­piación, no es el mal, es el cauterio que el Cielo aplica a nuestra naturaleza corrompida, para sacar de sus crueles entrañas heroicas virtudes y los inefables consuelos y deli­cadas expansiones de la caridad cristiana, corno de las avaras entrañas de la tierra extrae el minero preciosos me­tales, y como del fondo del caos hizo el Creador brotar la luz que derrama torrentes de vida y alegría sobre los tres reinos de la naturaleza.

Sin el dolor y el infortunio no existirían las obras de ca­ridad para con el prójimo, virtud excelentísima de la que dijo nuestro ilustre novelista Fernán Caballero: «El saber es algo; el genio es más, pero hacer el bien es más que ambos, y la única superioridad que no crea envidiosos.»

JOSÉ ERICE, Pbro.

ANALES 1907

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