San Vicente de Paúl (Henri Lavedan) (10)

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

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Author: Henri Lavedan · Translator: I. Fernández. · Year of first publication: 1928.
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A las galeras

El camino que debía recorrer Vicente en pequeñas etapas (comenzaba a dejar de ser joven) los forzados lo hacían en menor tiempo, cuando según el reglamento par­tía la caravana de penados. De muy buena gana los hubie­ra acompañado. Si no lo hizo fue porque ello no estaba de acuerdo con el carácter oficial de su alta investidura.

Desde París hasta los puertos marítimos adonde se les destinaba, los galeotes marchaban a pié, encadenados por el cuello, correspondiendo a cada individuo ciento cin­cuenta libras de peso, (unos sesenta kilogramos). Por to­do alimento recibían una libra y media de pan y por be­bida un poco de agua estancada. Iban rodeados por un cuerpo de arqueros que además de sus armas llevaban ner­vios de buey y garrotes. Antes de la partida, los guardias según costumbre, desnudaban a los prisioneros sea cual fue­se la estación, para revisarles las ropas y despojarlos de las cosillas que en ellas guardaban. Terminada la opera­ción, les devolvían los harapos, endurecidos en invierno por la escarcha y ¡en marcha! El que no podía caminar con la rapidez exigida era inmediatamente maltratado a culatazos. Para los estropeados y los enfermos se disponía de carruajes, pero éstos se guardaban de manifestar sus dolencias, pues ello les hubiese valido una doble ración de golpes administrados con el fin de comprobar su veraci­dad, no fuera que alguno simulase incapacidad física para hacer el viaje en vehículo. Cuando llegaban al lugar don­de debían pasar la noche eran arrojados en los establos. Siempre amarrados a la larga cadena, se dejaban caer des­hechos de cansancio a la largo de la pared, donde se aco­modaban como podían para dormir, sobre el estiércol de las bestias. En general preferían esta cama de inmun­dicias porque los preservaba del frío. Algunos se hundían a propósito en ellas hasta el cuello. Al alba volvían a par­tir. Los que a más no poder requerían el auxilio de los carros no subían a ellos sino después de haber pasado por la prueba de los nervios de buey. Una vez libertados de la cadena de los pies se los arrastraba por la cadena del cuello hasta el carro en marcha, dentro del cual eran iza­dos como reses muertas Allí caían contra los adrales de madera erizados de gruesos clavos. Las piernas desnudas colgaban al exterior y se entrechocaban, sangrando. Se po­día seguir el itinerario de las caravanas por las huellas ro­jizas, como si se transportaran toneles de vino perforados. En ningún momento se permitía descender de los carros a quienes tenían la desgracia de pedir ser subidos. Si se quejaban diciendo que no querían o no podían más, se les contestaba: «¡Revienta de una vez!». Si gemían de­masiado a causa de sus sufrimientos, eran muertos a ga­rrotazos. Solían morir la quinta parte. Sus cuerpos eran arrojados a un lado del camino «¡Que los entierre el que quiera!». Al fin llegaban al Hávre, a Dunquerke, a Calais y la mayor parte a Marsella en un estado de agotamiento imposible de describir, cubiertos de sarna y de parásitos que no habían podido apartar de sí durante el trayecto por no disponer del tiempo ni de los movimientos necesa­rios para arrancárselos. «Se multiplicaban horrorosamente sobre nosotros, cuenta uno de estos infelices, de tal ma­nera, que necesitamos varias horas para quitarlos de nues­tros cuerpos a manos llenas». Marsella era el lugar prin­cipal, término de las grandes caravanas. Apenas llegados ocupaban su sitio en las treinta o cuarenta galeras que ocupaban el puerto.

El embarque significaba para ellos el término del via­je pero no de los sufrimientos. Una vida nueva, cuyo tér­mino ignoraban, comenzaba para ellos; vida tan terrible, que perdiendo por momentos la memoria del pasado, año­raban la anterior.

¿Qué era una galera? Vicente, obligado por su cargo a entrar continuamente en ellas, no las conocía aún. Es me­nester que nos enteremos de lo que era una de estas embar­caciones, no por vana curiosidad ni por placer de lo pin­toresco. Ante todo tengamos presente a nuestro santo y sea nuestro guía el interés de conocer su vida. Nos parece útil para apreciar en su plenitud los méritos y sacrificios del capellán describir con colores exactos el teatro de su próximo ministerio.

Con colores exactos, hemos dicho. Es que la palabra «galera» provoca un sentimiento de extraña disparidad que asombra y aterra. Sobre cubierta se veía el brillar del oro y el serpentear de las oriflamas, el resplandor de los faroles en lo alto de los mástiles, el curvarse de las quime­ras y los mascarones de proa, azotando contra el viento los pabellones marinos recamados de flores de lis.

En el interior se veían erguirse, curvarse, las filas de espaldas desnudas, amarillentas, morenas, oscuras, visco­sas de espuma y relucientes de sudor, cárdenas de more­tones y rayadas en todo sentido por el cuero de los látigos.

Pífanos y oboes… se escuchan aires de danza, mú­sica, silbidos estridentes, chirriar de dientes y de remos. Las maderas y los huesos crujen a cada esfuerzo. El ho­nor y el horror «encimados» separan y reúnen en esta embarcación fina y robusta, potente y ligera, la más alta nobleza y la más baja canalla. Se piensa en ambos al mis­mo tiempo. Idéntico grito las evoca: «¡A las galeras!»: implacable decisión de la justicia, maldición lanzada por el populacho cruel al rostro de los condenados mientras pa­sa la caravana, vulgar insulto callejero, deseo maligno es­cupido en el curso de cualquier reyerta: «¡A las galeras!» corno se dijo en otros tiempos: «¡A Montfaucon! ¡A la hoguera!» Como se diría más tarde: «¡A la guillotina!».

Y aquel otro : «¡A las galeras!», solemne, relumbrante, pomposo, impregnado de orgullo que proclamaba la glo­ria del rey, su poder en los mares, los privilegios de su casa, el ansia de sus gentileshombres embriagados al poder responder a sus damas : «¿Yo, señora? ¿Que adónde iré a servir? ¡A las galeras!».

Fuera de las palabras, en la realidad, esta dualidad se tornaba, como es natural más rigurosa e impresionan­te a bordo de las naves.

Una embarcación estrecha y aplanada, de 125 a 160 pies de largo por 18 a 30 de ancho, de bajo bordo, sobre todo en su parte media ocupada por los remeros, de sólo tres pies de elevación sobre el nivel del agua: tal se pre­sentaba a primera vista una galera con sus dos mástiles de grandes velas latinas, de ordinario recogidas. A proa, cinco piezas de artillería. A popa la carroza pequeña tien­da de seda, de brocado o de terciopelo, según la fortuna del capitán, para quien estaba destinada. De popa a proa se extendía sobre el eje del navío un pasadizo central li­geramente elevado. Este pasadizo sirve para maniobrar las velas y en él se pasean incesantemente los oficiales: es como la calle de la galera. A cada lado de esta calle, en otro pasadizo, sobre la borda, se sientan los soldados. Los bancos de los remeros, situados perpendicularmente al pa­sadizo central están acolchados por un saco de cuero de vaca relleno de lana. Debajo del banco hay una platafor­ma sobre la que va encadenado el pié izquierdo del re­mero; el derecho, puestos los remos en movimiento, se apo­ya sobre un sostén colocado delante del banco. Cada remero sólo disponía de 45 centímetros de emplazamiento y es de notar que en el intervalo de dos bancos dormía el galeote molido, sobre la madera.

Lo descripto se encontraba sobre cubierta; en cuanto aI interior no hay para qué describirlo.

Pero no podemos pasar por alto el modo inhumano con que los forzados desempeñaban sus tareas. Los 250 hom­bres de la chusma estaban distribuidos de a cinco en cada uno de los veinticinco bancos de cada lado, encadenados noche y día. Los cinco galeotes de cada banco manejaban un mismo remo, pues estos remos de sesenta pies de largo o sea de unos diecisiete metros de largo, eran de tal peso que su difícil manejo reclamaba tanta fuerza como maestría. La chusma, aunque estaba continuamente frente a los oficiales, vivía tan distanciado de éstos como si los separara la inmen­sidad. El cómitre, jefe de la chusma, permanecía en popa junto al capitán. Los dos subcómitres vigilaban, uno en me­dio del pasadizo central y el otro en proa empuñando un ner­vio de buey, un látigo o un garrote. ¿Pero a qué tres ins­trumentos cuando hubiera bastado uno sólo? Debiéndose distribuir los numerosos golpes de manera continua era necesario que no fuesen siempre de la misma naturaleza, ni causasen siempre la misma clase de heridas porque en ese caso los galeotes, o bien no los hubieran podido so­portar a la larga, o hubieran acabado por sentirse insen­sibles a ellos y ambos inconvenientes eran contrarios al buen orden de las cosas. Un teniente y un subteniente forma­ban con el piloto la plana mayor. Sucedíanles, menos im­portantes que el cómitre y el subcómitre, los capataces y subcapataces encargados de aherrojar y desaherrojar los galeotes, de hacerlos rapar, azotar, atormentar y si morían sepultarlos. Después seguían el escribano, el mayordomo, los artilleros y el capellán de la galera «que debía estar adornado de la sencillez y bondad requeridas por su pro­fesión, ser docto y caritativo y diligente, asistir tanto a los libres como a los forzados, pues todas las almas son igualmente amadas de Dios». También le incumbía aten­der las confesiones y celebrar los divinos oficios, salvo en el mar, pues entonces nunca se decía misa.

He aquí que una galera se dispone a salir. El capitán da la orden de bogar, el cómitre y subcómitre se lanzan con el silbato de plata suspendido al cuello; inmediatamente todos los galeotes, sentados en los bancos, con un pié sobre la plataforma y el otro en el sostén delantero, se yerguen, extienden los brazos, respiran profundamente, inclinan sus cuerpos hacia adelante cuanto les es posible y golpean todos a la vez. La acción se desarrolla en tres tiempos.

En el primero se levantan del banco, en el segundo empujan a fondo el remo hacia popa y en el tercero se dejan caer sobre el banco, echándose hacia proa con toda sus fuerzas. Entonces la pala del remo se hunde suave­mente en el mar e impulsa a la nave apoyándose en el agua. La precisión de los golpes es tal que los cincuenta remos no parecen ser… no son más que uno. Orden perfecto. Candencia amplia y serenamente vigorosa con la regula­ridad de un reloj y la solidez de un corazón sincronizados en un pecho robusto. Ni hay prisa ni nerviosidad, ni brus­quedades inútiles. La galera se desliza sobre la cresta de las olas como un gran pez volador que emerge del agua agitando sus aletas y rasando apenas la superficie.

Imaginemos ahora en lugar de una, cuatro, cinco, sie­te, diez, toda una escuadra de galeras en el momento de partir formando, como se decía «una caravana». Rompía la marcha la más hermosa de todas, la galera real, en la que viajaba precisamente en 1620 el señor de Gondi, «pa­ra perseguir en tierras berberiscas a los corsarios que aso­laban las costas de España», y el año siguiente, en 1621, dirigir la expedición al mar océano.

A la salida del puerto, una inmensa multitud inunda los muelles. Ventanas y balcones desbordan de racimos hu­manos. Se da la señal. Se rinden honores, resuenan las campanas y el cañón entre el delirio del pueblo y la ale­gría de las mujeres y de los niños encaramados en los sa­lientes y techos de las casas. En la rada, bajo su tienda, a un tiro de mosquete, los capitanes y oficiales que se distinguen por sus galones de oro sobre casacas rojas, saludan agitando con una mano el sombrero y con la otra el espontón que sostienen elegantemente como una caña.

Sobre el puente de las embarcaciones ondean los es­tandartes, flámulas y gallardetes, adornos de púrpura que azotan el aire desde las antenas hasta la cubierta. Mien­tras la escuadra permanecía en el puerto ante la ciudad de fiesta, la maniobra presentaba el aspecto solemne de una ceremonia. Pero a penas en alta mar lejos de las miradas deseosas de espectáculo, volvía la galera a ofrecer su ver­dadero aspecto de cárcel. Concluido el desfile, los oficia­les abandonaban su ceremoniosidad y volvían a la tienda o a la cámara de Consejo. El cómitre y sus subordinados entraban en funciones reinando soberanos sobre la tripu­lación. «¡Se nos viene el chubasco!» pensaban por su par­te los galeotes con la piel erizada. —`¡Aumentar la velo­cidad !». Esta llegaba pronto a la de un caballo ‘de posta y para obtenerla los garrotes y nervios de buey empuñados enérgicamente caían sobre las espaldas pasivas, numeradas, impersonales, que de la nuca a la cintura se estremecían y vibraban como atabales. «¡Acelerar!», ordenaba el capi­tán. Notificados por estas palabras que era necesario bo­gar, un redoblamiento de energía feroz conmovía a la chus­ma, desencadenándola, si es permitida la expresión, y de­volviendo un instante, para este supremo esfuerzo, la li­bertad y agilidad a los miembros agotados. Para animarse y no prorrumpir en exclamaciones coléricas emitían cla­mores acompasados al compás de los remos, cantando, voci­ferando, riendo a carcajadas… Entonces resonaba el te­rrible grito: «¡los tapabocas!» Del cuello de los galeotes pendía un trozo de corcho que debían mantener en la bo­ca a modo de mordaza para evitar que hablaran. Este su­plicio era el más temido por ellos, pero estaban tan escar­mentados que inmediatamente se amordazaban sin esperar la acción del garrote para continuar su tarea en silencio. Sus juramentos y blasfemias inexpresadas los ahogaban, pero asimismo remaban. Sabían que el tormento no duraba mucho pues hubieran sucumbido a la asfixia Era cuestión de paciencia. ¡Y cuánta les era menester!… Pero por du­ra que fuera su suerte a bordo, la preferían mil veces al régimen de los presidios. Por lo menos en el mar podían respirar, durante el día a la luz del sol y por la noche ba­jo la claridad de las estrellas. Sufrían las ardientes que­maduras del sol, pero también su tibia caricia. El látigo de los inspectores les hacía sufrir menos al aire libre que entre los muros de una prisión. Además podían contemplar los cielos lejanos cuya nostalgia guardaba más de uno y podían moverse y cambiar de postura. Los furores del mar les causaban placer y los consolaban como si fuesen eco e imagen de los suyos.

El en su cabrilleo los llevaba hacia la batalla y lo desconocido, parecía comprenderlos. cubriéndolos de espu­ma los lavaba, los curaba, los fortificaba. Sus movimientos, un regulados e impuestos y disciplinados por el azote, les causaban cierta sensación de libertad. Cada golpe de remo, hábil, perfecto, profundo, desesperado, era para ellos co­mo un impulso hacia la liberación. Se curvaban pero para volverse a erguir; penaban, vivían una vida horrible, pero al fin vivían…

Los galeotes estaban imposibilitados de ver lo que desde la parte superior se contemplaba. La depresión que ocu­paban entre los bordes del navío y su postura de esclavos, siempre doblados en dos, los mantenía con sus cadenas de hierro, amarrados a la parte inferior de donde difícil­mente podían levantarse en busca de panoramas. Sólo po­dían ver claramente a los que estaban sobre cubierta y los dominaban al capitán y demás oficiales, al cómitre y los subcómitres. El capitán y sus subalternos para quienes es­tos miserables eran menos que perros, bestias aherrojadas, un simple engranaje animal, ¿cómo habrían de consentir dirigir su mirada desde lo alto de su poder hacia aque lla turba encadenada a sus pies? Ya era demasiado tener que soportar su inmunda cercanía. Lejos de buscar sus miradas, procuraban evitarlos, olvidarlos. ¿Qué decir del miradas, procuraban evitarlos, olvidarlos? ¿Qué decir del cómitre? Un artículo del reglamento prescribe: «A su or­den, es menester que la chusma tiemble». Vigila, acecha, distribuye golpes. A su vez se lo vigila; no debe tener un momento de distracción y su descanso es escaso. «Le está prohibido dormir de noche cuando se navega». Nada digamos de los subcómitres y de sus maneras.

Estos estaban más al tanto de sus galeotes que el ca­pitán y los oficiales, pero lo que mejor conocían de ellos no era el rostro, sino las espaldas, aquellas espaldas so­bre las cuales se veían obligados a hacer restallar el nervio de buey, cada una con su fisonomía especial de muscu­latura y cicatrices que les sugería el nombre del penado con más rapidez y exactitud que el propio rostro. Las lla­gas y los cardenales eran para ellos los rasgos del sem­blante. Este apenas se tenía en cuenta. Con los cráneos rapados del cual sólo pendía un penacho de cabellos y sus bigotes largos y enteros, se asemejaban, ya estuvieran semi­desnudos, ya vestidos de la casaca de esparto y del bonete rojo, pues esta era la nota dominante de la galera tanto en los oficiales como en la chusma, en aquellos de seda, en éstos de lana, pero siempre el rojo el color y librea de toda la tripulación. ¿ Cómo, pues,’ podría exteriorizarse la per­sonalidad de estos hombres tan despreciados que ni siquie­ra eran considerados como tales y a quienes se les prohibía como a leprosos «mirar al jefe qué les hablaba»? He aquí por qué a bordo de la galera eran único objeto de admi­ración y salutación la nobleza, el oro, el relumbrón, el fas­to y las quimeras…

Lo que los ojos no veían, lo bajo, el sudor, la sangre y las llagas, los hierros, el sufrimiento y el odio, era lo que Vicente quería ver.

Vicente entre la chusma

Llegado a un puerto se hace conducir al muelle de las galeras, sube y descendiendo del pasadizo central, se mezcla con los galeotes fila por fila sin temor ni vergüen­za de tratarse con ellos. Los contempla uno a uno confun­didos sus ojos en mirada recíproca, pues les pide que lo miren para poder penetrar mejor hasta el fondo de las almas, hasta «la rada donde sabe que están los víveres». Ellos no comprenden. El espera. «¿Qué hará con nos­otros?». Vicente les hace preguntas, y hace más: los escu­cha. ¡Y con qué paciencia! Acepta sus quejas, sobrelleva la mala acogida. Se inclina conmovido: ha visto las cade­nas. —¡Ah, mis pobres hijos, éstos son vuestros hierros? —¡ Sí, contestan ellos, levantadlas, mirad qué peso !» Y se las muestran con la complacencia y el orgullo del escla­vo, dejando adivinar su pensamiento: «¿Quién más que nosotros sería capaz de llevar tamaño peso? ¡Nadie! Se necesita mucha fuerza, tanta como la nuestra, la de los ga­leotes». Vicente aprueba, admira, levanta las cadenas y las besa. Al llegar este instante los penados se asombran y hacen señas. «iBesar nuestras cadenas! ¡Las cadenas de un galeote! ¡Mientras esté en su sano juicio! ¡No! ¡Esto jamás se ha visto! O se burla, o está loco!». Sin embar­go parecen ser ellos y no las cadenas a quienes besa e] sa­cerdote. Pero viendo Vicente que aquello no basta, los aca­ricia, los abraza, con palabras de dulzura desconcertante. Algunos de los más criminales que jamás han llorado, sien­ten correr por sus mejillas lágrimas ardientes y ver al «señor Capellán de las Galeras» llorando con ellos. Du­rante la comida gusta su pitanza y bebe el agua que en­cuentra buena. Cuando llegaba en el momento del castigo exclamaba: «¡Deteneos!» Pide y obtiene gracia. Una vez sobre cubierta nadie se atreverá a golpear, ni siquiera a aplicar un castigo merecido a uno de sus hijos. El y ellos lo saben. Quieren retenerlo, pero está demás que lo ex­presen, porque se queda con ellos por voluntad propia lo más posible; al despedirse les promete volver pronto. Des­de lo alto del pasadizo contempla los doscientos rostros feroces que resplandecen con su luz. Ahora ofrece sus hu­mildes servicios al capitán y a los oficiales, sin olvidar el motivo de sus preocupaciones, «la chusma de su alma». La entrevista, larga, breve, se refiere a ellos. Los recomienda. El capitán es un personaje humano, capaz de bondad. ¡Pe­ro cuánto le cuesta practicarla desde el abrigo de su tien­da, sobre todo en palabras! El cómitre y el subcómitre, en­durecidos en el oficio, eran rocas difíciles de tallar. Pero Vicente logró desbastarlas. Los llama aparte y les habla confidencialmente. Les estrecha la mano y los abraza como a amigos. Del mismo modo que lo hiciera abajo con las cadenas, toca el garrote y el látigo pero no los besa. Úni­camente suspira: «¡Ah, mis amigos, palpad este leño de encina, sus gruesos nudos, tocad el látigo, y sus ramales, cuán duros y cortantes! ¡Cuán duros han de ser sus gol­pes!… «Exhorta a los capataces a ser más moderados: «¡Vamos, no tan fuerte! ¡Vosotros mismos os fatigáis!» Pero se dirige al cómitre, el más importante de todos, con especial energía «¡Os ruego, mi hombre, dejad en paz a esas pobres gentes, compadeceos de ellas!». Y sirviéndose cortésmente del término con que los galeotes deben llamar al cómitre, le observa que el rey en sus órdenes ha escogi­do muy de propósito esta palabra amiga, con el fin de crear entre la chusma y sus inspectores cierto lazo familiar que dé confianza al galeote y recuerde a los guardianes que han de comportarse sin maldad siendo su hombre y no su verdugo.

Esto sucedía de 1620 a 1623, época heroica en que las escuadras de galeazas, galeotas y bergantines, daban sin tregua caza despiadada a los caramuzales, polacras, tar­tanas y demás barcos del Gran Turco, cuando en los ma­res surcados en todo sentido por las flotas de Génova y Venecia, los galeones cargados hacia Levante, las carracas de Portugal, las urcas de Inglaterra… eran saludados y respetados nuestros estandartes al volver de la victoria. No había día en que «no tronara el cañón con diligencia o no humease la mosquetería». A veces yacían sobre el puen­te tal número de muertos, que se los cubrían con un lienzo, pues su vista espantaba a los soldados bisoños «poco acos­tumbrados a esta música».

El señor de Gondi procuraba, siempre que podía, to­mar parte personalmente en estas expediciones, ocupando la que le correspondía, la galera real con los colores del rey.

En 1620 con seis galeras de España, efectuó una in­cursión contra Berbería y otra en 1621; en 1622 se se­ñala en el sitio de la Rochela. Aquí se plantea una cues­tión interesante.

¿Estuvo el señor Vicente en estas campañas? Podemos afirmar que no, pues de lo contrario, por escaso que hu­biera sido el empeño de su modestia en ocultarlo, lo dela­taría. Pero sería un error creer que no abandonó la tie­rra firme, preocupándole siempre el afán de justificar su título de Capellán de las Galeras. Parece imposible, que cuidadoso como siempre de la experiencia directa, no haya querido, al menos de vez en cuando, ver remar a su chus­ma y formarse una idea exacta de visu acerca del funcio­namiento de una galera en marcha. No temía el mar ni los piratas; ambos eran para él viejos amigos. Se embar­có, pues, y navegó sin duda alguna. E hizo más La histo­ria es famosa en el mundo entero: no se ha de temer, pues, repetirla. Vicente al llegar a Marsella no quiso ser recibi­do con honores propios de su dignidad, prefiriendo guardar el incógnito para juzgar con mayor seguridad el es­tado de las cosas. Un día, recorriendo las galeras advirtió que un galeote era arrancado de los brazos de su mujer y de sus hijos a quienes su ausencia condenaría a la última miseria. ¿Cómo ayudaría a este pobre hombre? Ansioso y desolado tanto o más que el preso discurre el medio de socorrerlo.

No encuentra ninguno. Iluminado de pronto por el ar­co iris de una idea divina conjura al oficial le permita ocupar el puesto del penado. El oficial sorprendido, inti­midado o quizás conmovido, acepta el cambio. Inmediata­mente los hierros pasan, tibios aún, a los pies y al cuello de Vicente quien se sienta en el banco y empuña el remo como los demás galeotes, asombrados cómplices del sacri­ficio. El galeote liberado, en la exaltación de su recono­cimiento que no osa testimoniar al incógnito salvador por temor de perderlo todo, es arrebatado por los suyos con aparente ingratitud, mientras Vicente maneja con sus cua­tro vecinos el remo de 17 metros. ¡Cuán dichoso debió sentirse y hasta divertido, perdónese la palabra, por el éxito!… La malicia gascona con la cual encaraba placen­teramente el bien para atenuarlo y disminuirlo a sus ojos y a los ajenos, quitándole toda apariencia de mérito, se impuso una vez más en su corazón. «¡Quién iba a pensar­lo, decía ejecutando sus tres movimientos: después de ha­ber estado encadenado en Túnez creí que lo relativo a pri­siones se había terminado para mí! Pero me equivocaba. Dios me ha devuelto las antiguas cadenas. Quiera que ha­biendo sido una vez esclavo sea otra galeote, sin duda pa­ra que yo, capellán de las galeras, sepa por experiencia lo que es manejar el remo del forzado. Este remo es mi cruz que he de llevar, ¡bendita sea! ¡A bogar!». La ga­lera se deslizaba velozmente. Los oriflamas danzaban en el viento. Bajo la tienda de los oficiales el pífano reía al compás del tambor. Veamos a Vicente martirizado por las argollas de los brazaletes, tocado del sucio bonete rojo, ofreciendo continuamente la espalda desnuda a la ten­tación o a la distracción del cruel cómitre y del subcómi­tre que podían desde lo alto del pasadizo cruzarlo con uno de los terribles latigazos que repartían el azar… que tal vez recibió diciendo amén sin delatarse.

No ignoramos que este hecho inaudito ha sido recha­zado como supuesto o imposible por varios autores, admi­radores de Vicente. No obstante nos parece verídico, como lo afirman varios biógrafos que han ahondado la cuestión. «Sólo después de varias semanas, escribe uno de ellos, Vicente fue reconocido. No lo hubiera sido sin la interven­ción de la condesa de Joigny que inquieta por no recibir noticias suyas emprendió su búsqueda a la cual le sería difícil escapar. El hecho se comentaba en Marsella, más de veinte años después, cuando se establecieron allí los sa­cerdotes de la Misión».

A esta juiciosa declaración hecha hace un siglo por M. Collet, instructor de la Congregación de la Misión y de las Hijas de la Caridad, ha de añadirse la opinión de uno de los últimos y más autorizados historiadores de San Vicente, M. Manuel de Broglie para quien la imposibili­dad material que alegan la mayoría de los contradicto­res, parece carecer de fundamento. «Basta, dice, para desengañarse acerca de este punto, leer en la correspon­dencia de Colbert, tan bien analizada por Pedro Clément, los informes relativos a las galeras del rey y a los galeotes que los tripulan.

Se verá que treinta años después de la época que nos ocupa, después de Richelieu y de Mazarino, en plena glo­ria y apogeo de Luis XIV, bajo la administración vigi­lante y reparadora de Colbert, se comprueba en los docu­mentos oficiales que los galeotes eran retenidos sin el me­nor escrúpulo en el banco de las galeras después de concluida la condena, un año, dos o más y hasta veinte se­gún las necesidades del servicio».

«De lo dicho, que se halla confirmado en los docu­mentos oficiales con ingenuidad asombrosa, se desprende que en los años de confusión posteriores a la regencia de María de Médicis, nada tiene de sorprendente la posibili­dad del hecho referido y más si se considera que fue un acto repentino, debido a un impulso subitáneo, seguido de efecto inmediato aunque de corta duración». ¿Pero por qué andar a caza de tantas pruebas, cuando la más fehaciente, la única de verdadero valor, nos la proporciona el mismo Vicente? Habiéndole preguntado, hacia el fin de su vida un miembro de la Misión si las llagas que pade­cía en las piernas hacía cuarenta años, procedían de los hierros que debiera soportar cuando sustituyó al galeote, el buen Vicente se contentó con sonreír desviando la con­versación y eludiendo la respuesta. ¡Con qué ardor e in­dignación lo hubiese negado si hubiera sido falso! Le re­pugnaba confesarlo y también negarlo no queriendo men­tir. Por lo cual se limitó a sonreírse sin proferir palabra. Pero su sonrisa y su silencio lo condenan constituyendo la más conmovedora confesión.

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