Saint-Cyran (IV)

Mitxel OlabuénagaFormación VicencianaLeave a Comment

CREDITS
Author: .
Estimated Reading Time:

LA CONSTANTE

Saint-Cyran no tiene el aire alegre, ni cuando quie­re aparecer alegre, lo cual ocurre muy pocas veces. Tiene convicciones y tenacidad de convicción. Es el clásico egosgogorra, retumbante palabra vasca que retrata de una vez a cierta clase de hombres. Pero hay que dar un rodeo para traducir esa palabra. El egosgogorra es el hombre duro de todo, el obstinado, el hombre con quien jamás y de ninguna manera es posible un arreglo.

Posee además Saint-Cyran una cualidad caracterís­tica del vasco: espíritu de polémica. Desde joven, el alumno de los jesuitas de Lovaina se prepara a la polé­mica y pone su vida en la polémica, con todo lo que la costumbre de la polémica desajusta los resortes del es­píritu. Escribir pensando en alguno, siempre en función de ataque, afina por un lado el raciocinio, pero de otro lado lo embota y lo falsea, familiarizándole con el em­brollo.

Sainte-Beuve escribe que las flores de Saint-Cyran se parecen bastante a las de las ortigas. Es difícil que un vasco abdique de su congénita rudeza.

El espíritu de contradicción es una de las primordia­les cualidades del vasco. Ahí estriba el secreto del vicio de la apuesta en el vasco: el espíritu del contra. Siem­pre necesita algo en contra. El vasco no es colaborador; al verse sólo ante una montaña allí va él de cabeza; su honradez misma es inflexible, en contra de algo.

Yo llegué a conocer a Ignacio Roteta, cabo oyarzuarra que fue de la partida del cura Santa Cruz, famoso guerrillero carlista al comienzo de la segunda guerra civil. Su admiración por la persona del cura jefe de par­tida se condensaba en una frase:

—Beilere parrez ikusi ez nuen gizona (Un hombre a quien jamás le vi reir)

¡Qué terrible es el vasco que profesa la seriedad por la seriedad, la seriedad como fin de sí misma!

San Ignacio de Loyola pocas veces es más santo que cuando para atender la súplica de un compañero enfer­mo de melancolía, baila a su presencia las danzas de la tierra natal, y pocas veces es más vasco que cuando, al terminar la exhibición, dice a su compañero, que no quiera nunca más repetir su petición.

Saint-Cyran es un vasco como infinidad de vascos. Clérigos como el abad hubo muchísimos entre vascos. Pero pusieron su genio polémico al servicio de causas sin trascendencia mayor, porque el vasco posee el ge­nio de magnificar las cuestiones más intrascendentes, y en cambio la causa de Saint-Cyran tuvo la suerte —o mejor dicho la desgracia— de repercutir intensa­mente.

La cita es un poco larga pero, llegados a este punto, creo que merece la pena. Por mi parte no acertaría a decirlo mejor y además la mención se ciñe perfectamen­te al tema. El jesuita P. Pierre Lhande, vasco, hijo pre­cisamente de Bayona, escribe en su Le Pays Basque a vol d’oiseau: «Dios, para el vasco, es ante todo el Maes­tro absoluto, el Jefe Supremo que tiene el absoluto po­der de mandar y en quien reside el poder total de eje­cución. Dios Providencia, el Dios que tiene cargo de nosotros y nos socorre, viene también ciertamente, pe­ro en segundo lugar. En cuanto a Dios Amor, el Dios que nos cuida, si es verdad que el vasco cree por la fe en el dogma de la Redención, creo poder afirmar que cree sobre todo por docilidad, por educación: en modo alguno por instinto, por el sordo impulso del sentimien­to racial. Para el vasco el primordial privilegio de Dios es la justicia, no la misericordia.»

«No me parece que sea exagerado afirmar —prosi­gue el P. Pierre Lhande— que el vasco teme a Dios más que lo ama. Una madre vasca jamás dirá a su hi­jito: No hagas eso. Darás mucha pena al niño Jesús, sino No hagas eso. Dios lo prohibe, o también Dios te castigará. En nuestras andanzas misionales, la idea que más ahonda en el espíritu del auditorio no es la idea de la Misericordia de Dios hacia el pecador, sino la del juicio, la de la muerte o la del Infierno. Para el vasco, los mejores oradores son los que desenvuelven los temas a la manera fuerte, con voz recia apoyada de puñetazos… al barandal del púlpito.»

Nada tiene por tanto de sorprendente que una men­talidad tan severa haya podido dar origen, desde el siglo XVII, a la escuela religiosa más informada de la idea de Justicia y Expiación. El jansenismo, mejor di­ríamos, el saint-cyranismo, puede decirse que nació en el país vasco.

Saint-Cyran vino de París a Bayona acompañado de su íntimo amigo Cornelio Jánsens, o Jansenio, o tam­bién, a la moda humanista y según él mismo firmaba: Cornelius Jansenius.

Era un holandés alto, seco, enjuto, todo hueso y músculos, nacido el ario 1585 en Acquoy, cerca de Leerdam, cuatro arios más tarde que el bayonés. La peque­ña figura de éste, nervioso, calvo prematuro, prognático, lleno de temprana y sombría tenacidad, que, no obs­tante, tenía también un singular poder de fascinación, no desparejaba a pesar de todo con el rostro de su com­pañero holandés, enjuto, áspero y fibroso, la frente al­ta, nariz larga y ligeramente aquilina, fiero bigote do­minando una mandíbula inferior poderosa, la mirada calmosa y profunda, propia de un hombre de acción. Con una boina pudiera pasar por pelotari.

Jansenio, lo mismo que su amigo, había sido edu­cado por los jesuítas; pero entrambos distinguían a sus antiguos profesores con idéntica y profunda antipatía; probablemente andaban por medio los juicios que el carácter del bayonés y su amigo merecieron de los finos psicólogos jesuitas.

Echauz, que dio al primero una canonjía en la ca­tedral, concedió al fundador nominal del jansenismo la dirección del colegio de la ciudad. Jansenio vivió en Bayona algunos arios a partir de 1612, y en esta ciu­dad sobre todo pudo confraternizar íntimamente con su principal adepto en Francia. Todavía puede verse a la salida del túnel anterior al puente de hierro sobre el Adour, al remate de una altura, el bosque de Cande-prats formado de viejísimos robles, que quién sabe si no escucharon los coloquios del futuro obispo de Ypres con el futuro abad de Saint-Cyran, esbozando los pri­meros planes del Augustinus.

Es evidente que Saint-Cyran y Jansenio sellaron en Bayona lazos de profunda camaradería, una amistad in­telectual cimentada en un trabajo ininterrumpido, que llegó a alarmar el buen sentido de madame Hauranne-Etcheverry, la madre de Saint-Cyran, hondamente preo­cupada por la intensísima vida intelectual a que su hijo Juan-Ambrosio obligaba al joven Jansenio, a quien ella amaba y cuidaba también como a otro hijo.

Madame Hauranne-Etcheyerry entendía que tan desatendidas jornadas de trabajo a nada bueno podían conducir. Las madres poseen un instinto premonitorio» del porvenir de sus hijos, que éstos desdichadamente desprecian.

El dato, si bien se considera, es importantísimo en la historia del abad, sobre la que planea esta buena madame Hauranne-Etcheverry pretendiendo poner a cubierto de su mismo hijo al íntimo amigo de éste. Parece un símbolo. En la familia Hauranne-Etcheverry, con presencia viva y en cuanto directamente se refiere a esta historia, sólo aparece esta mujer, que desconfía sabiamente de los libros.

Juan Ambrosio, el hijo de los Hauranne-Etcheverry, seguramente es un hombre de inteligencia muy supe­rior a su ambiente, un medio exclusivamente preocu­pado por el dinero, como es también un hombre afec­tado por alguna oculta tara familiar. Lo primero origina con frecuencia maneras de peligrosa inadaptación, que en este caso se añadieron al segundo desequilibrio.

Sainte-Beuve califica a estos orígenes bayoneses del jansenismo, de indigestión de ciencia. Y es bien sabido que, de todas las indigestiones, la peor, con mucho, es la indigestión cerebral.

El tema de la época, el tema del siglo de la Teolo­gía, el misterio de la gracia divina y el de la libertad humana, ocupaba las jornadas de Saint-Cyran y Jansenio, planteado algún tiempo atrás por Miguel de Bayo, teólogo y maestro de la prestigiosa Universidad de Lo-vaina, abierta por entonces a’ un humanismo erasmiano contrario a algunas inoperantes desviaciones de la filo­sofía escolástica. Bayo, naturaleza pesimista, menospre­ciando a Santo Tomás y los escolásticos, se apoyaba en San Agustín e interpretaba al hombre en el estado de naturaleza caída después del pecado original con des­esperanza casi protestante. Antes que los protestantes, Bradwardin en el siglo XIV y Gotteschalc en el siglo IX enseñaron doctrinas que se aproximan a las de Bayo y los jansenistas.

Es fama que en Bayona, Jansenio y Saint-Cyran re­pitieron tenazmente la lectura de las obras de San Agus­tín. Jansenio sobre todo leyó diez veces la obra entera de San Agustín y treinta veces los tratados del gran obispo de Hipona contra los pelagianos. Eran dos hom­bres buscando en un único autor unas cosas únicas que su manera personal de ser, trataba deliberadamente, a todo trance, de encontrar. Desde luego fue en Bayona donde durante algunos años Jansenio, naturaleza vigo­rosa pero de mal templado acero, reunió los materiales para redactar su famoso comentario Augustinus, la obra de su vida, en cuya inspiración tuvo Saint-Cyran par­te importante, y que termina con una profesión de fe

y humilde sometimiento a la potestad romana pero que, desgraciadamente, es un semillero de herejías.

Allí donde hay reunidos dos hombres jóvenes que trabajan, puede presumirse que existe ilusión acompa­ñada de ciega esperanza, pero es difícil inducir otro tanto de las largas conversaciones bayonesas y de la co­rrespondencia posterior entre Saint-Cyran y Jansenio. Entrambos transportaron el terror del siglo IV al siglo XVII, el siglo de la teología. No entendieron que San Agustín, el santo que llenara su vida de Dios, enseña la vida en Dios vivo, vivificante y misericordioso, el Dios que está en el fondo íntimo de nuestra memoria, alimentando permanentemente nuestra esperanza. «To­da mi esperanza, Dios y Señor mío, se funda únicamen­te en vuestra grandísima misericordia», se lee en las «Confesiones»

San Agustín jamás desahució la esperanza, sino al contrario, convirtió su vida en esperanza y enseñó a los hombres que esperar es siempre una posibilidad abierta al hombre advocado a lo Alto. San Agustín, en medio de las terribles catástrofes de su época, consoló a los hom­bres y los sostuvo. En medio de un mundo deshecho, jamás se cansó de comunicar la esperanza.

Nada más contrario al espíritu de San Agustín, fiel ante todo a la unidad católica y ejemplo eminente de santidad intelectual, que el espíritu de los dos piadosos sectarios que quieras que no quieras, le encabezaron en sus filas como el primero entre todos. Saint-Cyran y Jansenio aplicaron sólo la cabeza al estudio de San Agustín, olvidando acercar el corazón al conocimiento del santo a quien se representa can un corazón en la mano y enseña que la vida bienaventurada es alegría y gozo que nace de la verdad.

Las ideas de Bayo, el precursor, combatidas lira y tenazmente por los jesuitas y condenadas por una bula de San Pío V en 1567, levantaron tempestades ideoló­gicas a las que no fue ajeno el amor propio del mismo Bayo, que sacerdote sumiso y piadoso, aunque acatara la bula pontificia, trató en un principio de justificar algunas de sus ideas, si bien más tarde su sumisión fuese ejemplar.

La historia de la resistencia de las ideas tiene un ejemplo en el bayanismo, en el cuerpo de doctrinas de Bayo, en realidad semiprotestantismo empeñado por caminos ortodoxos, que renació con ímpetu increíble al conjuro de Jansenio, el íntimo amigo de Saint-Cyran. El temperamento juega importantísimo papel en la su­pervivencia de las ideas. Saint-Cyran, Jansenio y sus tenaces seguidores significan un empeño de configurar una doctrina universal al tamaño exclusivo de su pro­pio temperamento.

En Bayo había una regresión espiritual contra la que se alzaron los jesuitas, fieles al sentido moderno que inspiraba a la Compañía de Jesús. San Ignacio de Lo-yola concibió su gente, rígida y largamente formada precisamente para que anduviesen más seguros por los caminos del mundo. La doctrina teológica de la cien­cia media, el cultivo de la ciencia profana, el probabilismo, el mismo arte barroco, significan aspectos de esa postura moderna.

Las condenaciones de Bayo y Jansenio son ejemplos del reconocimiento de la cultura y de la ética profanas. San Ignacio es un hombre persuadido de la validez uni­versal del cristianismo. Aparte de la civilización occi­dental, las otras civilizaciones tenían también algo im­portante que decir en la tarea de cultivar su propia parcela de catolicidad.

«El hombre es criado para alabar, hacer reveren­cia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar su ánima: y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado», escribe San Ignacio de Loyola en el Principio y fundamento de sus Ejercicios espirituales. «Y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre…». San Ignacio, otro sublime caso de santidad intelectual, es un hombre convencido de la gravísima injusticia que significa el quitar al hombre la esperanza de tejas abajo. Apretar al hombre tanto que se le cierren los caminos de la vida, es lo mismo que cerrarle los caminos de la vida ultraterrena.

Frente a la quieta espera de la gracia, pensamiento esencial de la Reforma, está la voluntad, fuerza decisi­va de la vida. Nótese el gran cuidado que Ignacio de Loyola recomienda en las últimas páginas de su libro de los Ejercicios para hablar de la predestinación, y có­mo «no debemos hablar tan largo, instando tanto en la gracia, que se engendre veneno para quitar la li­bertad».

Loyola es el campeón del sentido de la responsabili­dad personal. En nuestros días, un gran místico, el do­minico P. González Arintero, pudo escribir: «No hay proposición teológica más segura que ésta: a todos sin excepción se les da —»próxima» o «remota»— una gracia suficiente para la salud…».

Bayo, el precursor del jansenismo, es un hombre derrotado por los jesuitas. Saint-Cyran, su discípulo, es el hombre de la hostilidad declarada a la Compañía de Jesús. Saint-Cyran no fue contemporáneo del fun­dador de la Compañía, pero pudo bien conocer y se­guramente conoció a quienes llegaron a tratar al tenaz-guipuzcoano, que un día, montado en un manso caba­llejo, pasara convaleciente por Bayona en dirección a su tierra natal.

¿Qué concepto tendría el vasco Saint-Cyran del vasco Ignacio de Loyola? La misma dificultad de la respuesta exacta aviva la curiosidad. Sabemos la tierna devoción de Saint-Cyran a la Santísima Virgen y a San José y que fue un decidido propulsor del culto entonces naciente del jefe de la Sagrada Familia; sa­bemos que admiraba a un santo jesuita, San Francisco de Javier, a quien comparaba con San Pablo; y sabemos asimismo que oponía en sus escritos la conducta en blo­que de los primeros jesuitas, a quienes ponderaba mu­cho, con la conducta de los jesuitas de su tiempo, ene­migos encarnizados de las doctrinas que él profesaba.

Hay razones para pensar que Saint-Cyran, hijo de una de las más poderosas familias burguesas de Bayona, trabajó y consiguió impedir el establecimiento en ella de los miembros de la Compañía como directores del colegio que las autoridades de la ciudad pensaban encomendarles, y que el bayonés obtuvo se diese a su amigo Jansenio la dirección del mismo. Hay que pensar tam­bién que en esta época, Saint-Cyran, ajeno todavía al espíritu antiloyola que luego le caracteriza, trabajara en este sentido por puro amor a su inteligente amigo. Pe­ro en realidad, Bayona desde entonces, fiel al espíritu saint-cyranista, jamás toleró el establecimiento de los jesuitas en la ciudad, ni siquiera allende el puente, en el barrio de Saint-Esprit. Sabemos asimismo que luego, a partir de, cierta época, la fobia antiloyola animó has­ta la misma hora de la muerte, la vida entera de Sain-Cyran, prototipo eminente del espíritu vasco del contra.

Unos años después de su etapa juvenil en Bayona, en marzo de 162o, Saint-Cyran, a la sazón vicario ge­neral de la diócesis de Poitiers, a donde había marchado encarecidamente recomendado por Echauz, ya para en­tonces arzobispo de Tours, interviene tajantemente en la querella de los sacerdotes contra los jesuitas, acusa­dos por aquéllos de monopolizar la alta sociedad de la ciudad. El obispo, inducido por Saint-Cyran, privó a la Compañía de todos los privilegios que ésta poseía en la diócesis, pero a su vez el rey, informado por su con­fesor el P. Arnoux, anuló el decreto del obispo.

De esta primera época del bayonés data su «Apolo-gie pour Henri-Louis Chateignier de la Rocheposai, évb que de Poitiers, contre ceux qui, disent   n’est pas permis aux Ecclésiastiques d’avoir recours aux armes en cas de necessité». El título sin más pone al lector ensituación. El obispo La Rocheposai al frente de sus tro­pas venció a los protestantes de su misma ciudad con quienes tenía unas diferencias, luchando contra ellos dentro de las calles de Poitiers.

Saint-Cyran defiende la antievangélica postura de su belicoso obispo con gran erudición y ejemplos de otros belicosos personajes eclesiásticos, y remontándose al Antiguo Testamento, evoca las figuras de Abraham, Samuel y también, por supuesto, a los hermanos Macabeos. La «Apologie», obra importante porque pone a Saint-Cyran en oposición consigo mismo en su vio­lencia defendiendo la violencia, promete ya al polemis­ta decidido.

La «Question Royale», anterior a la «Apologie», es también uno de los más reveladores escritos de esta épo­ca saintcyraniana. El rey Enrique IV, amigo de plan­tear cuestiones sutiles, propuso un día a los caballeros de su séquito cuál sería su conducta, si, perdida una batalla y obligado a salvarse por mar, la barca sin víveres done todos hubiesen embarcado, fuese lanzada por una tem­pestad a alta mar. Uno respondió que se mataría, a fin de que el rey comiera y así no muriese de hambre. De aquí se originó entre, los palatinos un debate intermi­nable. ¿Podía hacerse esto sin incurrir en suicidio? El conde de Cramail se apresuró a exponer el caso al joven canónigo bayonés con fama de teólogo agudísimo, el cual a su vez decididamente tomó partido a favor del palatino dispuesto a matarse y dejar hacerse ronchas por su rey. De aquí nació la «Question royale ou est mon-tré en quelle extremité, principalment en temes de paix,  le sujet pourroit étre obligé de conserver la vie du Prin-ce aux dépens de la sienne». La cuestión no tiene de­fensa, pero parece que Saint-Cyran esboza en esta obra hasta treinta y cuatro supuestos que autorizan el sui­cidio sin propia culpa

Pocos años después de la aparición de la «Apologie», en 162o, hacia sus finales, el bayonés era nombrado abad del monasterio, cuyo nombre había de sumergir sus apellidos natales. El joven canónigo bayonés Du-vergier de Hauranne Etcheverry pasó a ser el abad de Saint-Cyran en Brenne.

José de Arteche

Auñamendi

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *