Federico Ozanam destaca como lumbrera del apostolado seglar católico y de unión de fe y amor entre los hombres, y como modelo de dedicación al servicio generoso del prójimo necesitado, en conjunción armónica de los deberes familiares y profesionales con la acción caritativa cristiana, por contacto personal y fraterno con quien necesita ayuda espiritual o material, promoviendo a la vez que socorriendo.
Nació en Milán, aunque de nacionalidad francesa, el 23 de abril de 1813, en el seno de una familia numerosa, de mediana posición social —la que daba al doctor Ozanam su profesión médica, abnegada y competentemente ejercida—, pero distinguida por su religiosidad y moralidad de costumbres cristianas.
Pasó su infancia en Lyon, donde se reinstalaron sus padres, al regreso de su voluntario exilio por motivos económicos y sociopolíticos.
Hizo su Primera Comunión el 11 de mayo de 1826, guardando un imborrable recuerdo de su íntimo encuentro con Jesucristo y de la promesa de fidelidad, hasta la muerte, que le hizo; así como la de defender, siempre, la verdad.
Sin duda se refería a este imborrable acontecimiento cuando participó a su esposa por carta: «La primera inspiración que sentí fue consagrarme a la propagación de la verdad… La verdad no necesita de mí, pero yo tengo necesidad de ella. La causa de la ciencia cristiana, la causa de la fe es la que poseo en las raíces de mi corazón, y en cualquier humilde condición en que pueda servirla, habré empleado dignamente los años que me sean concedidos vivir sobre la tierra» (c. 515).
Cursó sus estudios, incluso los preuniversitarios, en Lyon, con sobresalientes calificaciones, y dejó honda huella de sus extraordinarias dotes literarias con numerosos trabajos en prosa y verso, causando admiración.
A los quince años ofrendó —como primicia de su gran talento y su ya experta pluma— un libro de poesías a su padre y otro a su madre, demostrándoles su grandeza de alma y su profunda piedad filial.
A los dieciocho años publicó dos importantes artículos periodísticos y un documentado y valiente folleto, refutando el sansimonismo.
En el otoño del mismo año (1831) marchó a París, para estudiar Derecho según los deseos de su padre, y a la vez Letras, conforme a los suyos.
Allí, con su sinceridad, entusiasmo juvenil, capacidad intelectual y atrayente religiosidad, unida a la preocupación por el bien de los demás, adquirió amistades con prohombres, como el sabio Ampere —que le hospedó en su casa con trato de hijo—, Montalembert, que le distinguía entre sus invitados; Lamartine, que disfrutaba teniéndolo a su lado, etc. Pero, especialmente, entre sus compañeros de estudios, sobre todo los universitarios de Lyon, obteniendo preeminencia y autoridad entre ellos.
Por lo que manifestaba a su primo Falconnet en cada (c. 67) de 7-1-1834: «Porque Dios y la educación me han dotado de algún tacto, de alguna amplitud de ideas, de cierto margen de tolerancia, se quiere hacer de mí una especie de jefe de la juventud católica del país; numerosos jóvenes llenos de méritos me conceden su estima, de lo que me siento muy indigno, y hombres de edad madura me hacen avanzar. He de estar a la cabeza de todas las gestiones, y cuando hay algo difícil que hacer, he de ser yo quien lleve el peso. No hay una reunión o una conferencia de derecho o de literatura sin que la presida; cinco o seis periódicos me piden artículos; en una palabra, una serie de circunstancias ajenas a mi voluntad me asedian…, pero me doy cuenta de mi debilidad, sólo tengo veintiún años«.
A los veintitrés años (30-1V-1836) obtuvo el doctorado en Leyes por la Sorbona; y a los veintiséis el doctorado en Letras (7-1-1839), con su tesis: «Sobre la Divina Comedia y sobre la Filosofía de Dante«; dedicada a los que tanto influyeron en su vida: Lamartine, Montalembert, el sabio Ampere y el P. Noirot —considerado el mejor profesor de Filosofía de Francia—, que era su guía espiritual. Su éxito fue apoteósico.
El 16-XII-1839 pronunció el discurso de apertura de la Cátedra de Derecho Comercial, en Lyón, creada por el Ayuntamiento como premio a sus brillantes doctorados y para retenerle allí. Pero su pensamiento, ilusionado, estaba puesto en la Sorbona, y en la Sociedad de San Vicente de Paúl, fundada por él cuando tenía veinte años y que le necesitaba para su consolidación, desarrollo y expansión requerida.
Venciéndose en su corazón, porque le reclamaban los lazos familiares y sociales, volvió a París, donde (el 30-X-1840), a los veintisiete años, obtuvo la Cátedra de Lenguas Extranjeras de la Sorbona, en reñidísima oposición, ante un tribunal y acreditados opositores de la ideología opuesta imperante.
El presidente del tribunal examinador comunicó al ministro de Instrucción: «Por sus conocimientos clásicos tan profundos, por su manera amplia y firme de interpretar los autores y de concebir una idea, por la claridad de sus comentarios y de sus definiciones atrevidas y justas y por su lenguaje, en el que se juntan la originalidad y la razón, la imaginación y la seriedad, juzgamos que el señor Ozanam tiene en sí las cualidades requeridas para el profesorado público. Juzgamos también que pasará mucho tiempo antes que el concurso que acaba de inaugurarse bajo sus auspicios, señor ministro, pueda ser superado por otro«.
Ozanam expuso así, en carta a su entrañable amigo Lallier (20-X-1840), su propia visión: «El escrutinio definitivo me hizo salir el primero… Dios me había dado la gracia de llevar a esa lucha una fe que, incluso cuando no buscaba manifestarme al exterior, animaba el pensamiento, mantenía la armonía de la inteligencia, el calor y vida en el discurso. Así puedo decir: In hoc and; y esa idea que al principio puede parecer orgullosa es la que humilla y, al mismo tiempo, da firmeza. Un hecho tan maravilloso y providencial me confunde, creyendo ver en ello lo que tú mismo has visto: una indicación designio de Dios sobre mí; una vocación verdadera, que era lo que en mis oraciones suplicaba, desde hacía tantos años» (c. 258).
Vio claro, en efecto, que su vocación no era el sacerdocio en la vida religiosa, siguiendo el ejemplo y los pasos de su amigo el P. Lacordaire (que ingresó, en el verano de 1839, en los PP. Dominicos, en Roma), como pensaba, pues le decía en carta (26-VIII-1839): «Y para hablar con el corazón en la mano… la incertidumbre de mi vocación se reproduce más inquietante que nunca… si Dios quisiera llamarme a Él, no veo milicia en la que me fuera más dulce servir que aquella en la que usted se ha comprometido» (c. 211) Por su providencial vocación era la de su gran misión en el apostolado seglar, y la del matrimonio, que contrajo el 23-VI-1841 con Amelia Sulacroux.
En el apostolado, a su vez, se sentía indisolublemente vinculado a la Sociedad de San Vicente de Paúl, convencido de que en ella tenía un puesto irreemplazable, sobre todo desde que, en su viaje de bodas, se lo confirmó el Papa, en la audiencia privada e íntimamente familiar que concedió al matrimonio, según carta a su primo Pessonneaux (12-XI-1841): «Hemos tenido el honor de ser recibidos por el Papa. Su Santidad se ha dignado admitirnos en una audiencia exenta de toda etiqueta; no era la majestad un tanto pavorosa de la tiara, era la sencillez y la dulzura ‘de un Padre. En esa charla de un cuarto de hora ha sabido hablarme de mis estudios con toda erudición y la presencia de espíritu de un sabio, que trata de su especialidad. He recibido su bendición para mí, para mi familia, para la Sociedad de San Vicente de Paúl, que conoce y ama» (c. 365).
El había sido el instrumento de Dios para fundarla y promover su próspera difusión, como certificaron, después de su muerte, para perpetua memoria, catorce de sus más íntimos colaboradores en la Conferencia fundacional: «Si es verdad que la Sociedad de San Vicente de Paúl fue fundada por varios, no lo es menos que Federico Ozanam tuvo una acción preponderante y decisiva en esta creación. Él fue quien concibió la idea de una asociación cuyos miembros habían de juntar obras de caridad a su fe práctica; él, quien decidió, con su impulso, a la mayor parte de los miembros a este acto de abnegación, etc.«.
Consagró, por eso, su vida, a la vez que a la Cátedra y a profundizar y ampliar incesantemente sus estudios, sin descuidar sus obligaciones familiares, a la buena marcha de la Sociedad de San Vicente de Paúl, para beneficio espiritual primera y principalmente de los socios, y también para la práctica de la caridad cristiana con el prójimo necesitado, en visita personal y fraterna a su domicilio, socorriéndole espiritual y materialmente, promocionando su vida, conforme a los derechos fundamentales humanos, etc.
Ozanam acrecentaba de día en día su prestigio profesional como profesor y como abogado, y como escritor muy cotizado por la prensa católica.
Montalembert le forzó a su perseverante colaboración para «El Universo Católico»; también la obra de la propagación de la fe; y el P. Lacordaire le apremió en carta: «No hay excusa que le permita guardar su pluma. No niego que el trabajo de la pluma es rudo, pero la prensa se ha convertido en una fuerza poderosa, tan poderosa que no podemos abandonarla. Escribamos, no para nuestra gloria, sino para la gloria de Jesucristo… En cuanto a usted, debe encontrar motivo de aliento en todo lo que ha publicado hasta ahora. Su estilo tiene vida y esplendor, y posee, además, una erudición que le ayuda. Yo le insto a que trabaje en esto. Si yo fuera el director de su conciencia, no le instaría, le obligaría«.
Pero el denodado esfuerzo para la fiel realización de sus múltiples y fatigantes obligaciones le llevaron al agotamiento y a la incurable enfermedad que prematuramente le causó la muerte, falleciendo el 8 de septiembre de 1853, a los cuarenta años de edad.
Algunos fragmentos de su piadoso testamento nos confirman su gran fisonomía cristiana y vicentina: «Entrego mi alma a Jesucristo, mi Salvador, temeroso de mis pecados, pero confiando en su infinita misericordia. Muero en el seno de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. He conocido las dudas del presente siglo, pero mi vida toda me ha convencido que no hay reposo para el entendimiento y el corazón sino en la Iglesia y debajo de su autoridad… Solicito las oraciones de todos y, en particular, las de la Sociedad de San Vicente de Paúl«. Está incoado el proceso canónico de su beatificación.
Juan Pablo II manifestó (31-1-1981): «El ejemplo de vuestro querido fundador, Federico Ozanam, es particularmente propicio para recordarlo».