P. Felipe Sobies, Cuarto Visitador

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Author: Benito Paradela, C.M. · Year of first publication: 1928 · Source: Los Visitadores de la CM.
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Nació en Cubells (Lérida) el 26 de enero de 1747. Siendo estudiante y con patrimo­nio, entró en la Congregación el 24 de febre­ro de 1765, haciendo los votos dos años des­pués el día 25 del citado mes. Aprovechó, «mucho en virtud en el Seminario y en las letras en los estudios», se lee en la nota ne­crológica que le dedica el libro de difuntos de la casa de Barcelona. Le empleó luego la obediencia a en las funciones del Instituto, se­ñaladamente en las misiones y ejercicios. «A los 30 años de edad o poco más  pro­sigue la citada nota, le juzgaron ya digno de gobernar, y así le hicieron Superior de la casa de Guisona, cuyo cargo desempeñó por el espacio de ocho años con gran espíri­tu y prudencia, como también el de ense­ñar a que después fue llamado a Barcelona; por lo que a los cuarenta y nueve años de edad fue ya nombrado Superior de la casa de Barcelona y Visitador de toda la Provin­cia de España, cuyos cargos obtuvo a satis­facción» de todos.

Fue, pues, nombrado Visitador en los pri­meros meses de 1796. Del 9 de marzo al 2 de abril de dicho año hizo la visita canónica de la casa de Barcelona, manifestando en las or­denanzas que dejó el «grande e indecible consuelo con que queda bañado nuestro corazón por los buenos y devotos sentimientos, y ardientes deseos que con tanta confianza nos habéis comunicado, no sólo de la propia perfección, sino también de mantener, y aún, de aumentar la observancia regular, y siendo de nuestra obligación el fomentarlos, a fin de que tengan el debido efecto, hemos Juzga­do conveniente el dejaros las siguientes or­denanzas, que fielmente observadas servirán para tener lejos la relajación, y de medios para revestiros siempre más y más del espí­ritu de nuestra santa vocación.

«Debéis, señores, en el ocio santo de la oración aumentar en vuestros corazones el amor a nuestras santas reglas, a cuyo fin de­béis mirarlas como medios los más propios que la divina Providencia os ofrece por me­dio de nuestro santo Instituidor, como por otro Moisés, para adquirir la perfección pro­pia a nuestro estado. Ellas, no solamente regulan nuestro exterior con la mortificación de los sentidos y crucificando la carne con sus desarreglados deseos; sino que principalmente pulen y perfeccionan nuestro interior, conduciéndonos al más perfecto desapego de todo lo terreno y, sobre todo, de nosotros mismos con la mortificación de las pasiones y entera abnegación de nuestro propio juicio y voluntad que forman el carácter de un ver­dadero discípulo de nuestro Redentor.

«¡Oh, qué espectáculo tan agradable a los ojos de Dios, admirable a los ángeles y a todo el mundo es un Misionero que regula todos sus pensamientos, palabras, obras y movi­mientos exteriores e interiores conforme al modelo de nuestras Reglas! En cualquier par­te que se presente semejante Misionero de­rramará el buen olor de Jesucristo y con se­guridad podrá decir con el Apóstol: imitad­me a mí, así como yo imito a Jesucristo».

Tiene, además, la casa de Barcelona moti­vos especiales para ser muy puntual en la ob­servancia de las Reglas. «Ella, señores y her­manos carísimos, es como la madre de las demás. En ella es donde se reciben y crían los sujetos, y es como la fuente que se de­rrama para fertilizar las demás casas del rei­no que están fundadas y en adelante se fun­darán: por esto os debéis considerar más obli­gados a llenaros con la más estrecha obser­vancia del espíritu propio de la Congregación, y a tener lejos la más mínima relajación que introducida en esta casa, con facilidad tras­cendería y se haría común a las demás… Por tanto, pondere cada uno con seria reflexión el grande mal que haría autorizando como prácticas de la Congregación, de esta u otras casas, algunas cosas que no están en uso, o han sido siempre reprobadas de los Visitado­res y Superiores, o sosteniendo e introdu­ciendo abusos, interpretando a su capricho las reglas contra su virtuoso sentido, y qui­tando la autoridad de las Asambleas Genera­les, a las órdenes de las visitas y a las dis­posiciones de los Superiores: cosas todas que de nuestros buenos y venerables ancianos eran respetadas como sacrosantas. Anímense, pues, señores, a mantener aún a aumentar la observancia hasta en las cosas más peque­ñas en que tanto se ha distinguido esta casa, y no quieran incurrir en la vergonzosa igno­minia de que la posteridad fije en nuestros días la época de su relajación nuestra Provincia».

Aunque todas las reglas merecen nuestro aprecio, dice, debe ocupar el primer lugar en nuestro corazón, las que se refieren a la ca­ridad fraterna; porque ella es «la dicha y fe­licidad de las comunidades, el carácter dis­tintivo de los hijos de Dios y la divisa de sus discípulos». Después de animar a la práctica de esta virtud con las razones más eficaces, añade: «Por las entrañas de Jesucristo, por el bien de la Congregación y de cada uno en particular os rogamos encarecidamente de te­ner la mayor vigilancia para que no se in­troduzca entre vosotros el lobo rapaz de la murmuración que todo lo arruina y devora. Oponeos a cualquiera que, aunque por inad­vertencia, empezara a tiznar y censurar las acciones de los demás contra lo que pres­criben nuestras Reglas». Recomienda sobre todo la caridad con los enfermos de casa, conforme la ha practicado siempre la Com­pañía. «Por esto, deseando conservar este es­píritu de caridad en la Congregación, renova­mos en primer lugar todas las precedentes ordenanzas, hechas para su consuelo y alivio. Segundo: encargamos al Prefecto de los en­fermos y Enfermero de cumplir puntualmen­te las disposiciones que ordenare el médico. Y, por último, exhortamos a todos y a cada uno en particular de visitar con frecuencia nuestros enfermos, consolándolos en sus pe­nas, y, sobre todo, os rogamos que cuando sea necesario velar o practicar cualesquiera otro servicio penoso por exigirlo las circunstan­cias de la enfermedad, nadie se excuse. Por más que los Superiores deseen y procuren la buena y caritativa asistencia de los enfer­mos, jamás se logrará si los particulares, sin­gularmente los destinados a su servicio, repugnan y no cooperan con el ejercicio de la caridad a su alivio».

Recomienda luego la fidelidad a la oración de la mañana. «A ella debéis aplicaros todos los días, aun en los de reposo, por el espa­cio de una hora. Aprovechen, señores, este precioso tiempo que la Congregación les con­cede para tratar con Dios. Cuiden de que no entre la tibieza en un acto de piedad que es la columna de la vida espiritual. Mas los buenos sentimientos que el Señor les pueda comunicar en ella, fácilmente los perderán, si no se pone algún límite en el trato de las criaturas, singularmente en estos tiempos tan peligrosos en que la libertad (mejor diré, li­bertinaje) reina tan impunemente en el mun­do, y en que el infierno por estos malignos filósofos, sus emisarios, procura esparcir las máximas más perversas y hacer que penetren hasta el lugar más santo para profanarlo. Así me veo precisado, ahora más que nunca, a recomendarles con toda eficacia el retiro del inundo y a huir el trato con seglares, fue­ra de los casos que permiten las Reglas, y entonces sea con aquella circunspección y gravedad que requiere nuestro carácter, de suerte que nuestra modestia sea una tácita, pero eficaz reprensión de su disipación y li­viandad. Esta separación del mundo de poco serviría sino se guardara en casa el silencio tan conducente para santificar este lugar de retiro. Esta regla, señores, es de las más ne­cesarias, no sólo para evitar muchas faltas, la pérdida del tiempo y tener lejos la relaja­ción, sino también para la edificación y pro­vecho de tantos ejercitantes que concurren a esta casa para valerse de la soledad y si­lencio, a fin de tratar las cosas de su conciencia con Dios».

Después de recordar los lugares y ocasiones en que particularmente debe guardarse el silencio, concluye diciendo: «No puedo omitir decir dos palabras a la juventud que ocupa gran parte de nuestra atención, solici­tud y desvelos. A nuestros carísimos estu­diantes encargamos hermanar estas tres co­sas: virtud, ciencia y salud para que a su tiempo puedan ser aplicados sin peligro pro­pio y con provecho de los demás a los minis­terios propios de la vocación. Hagan caso de cosas pequeñas; no juzguen que esto sea pe­culiar de los seminaristas; entiendan que un verdadero Misionero toda su vida se mira y contempla como seminarista, sin permitirse libertades contrarias a la Regla».

Tales son algunos de los preciosos docu­mentos y saludables advertencias, contenidos en las ordenanzas que dejó el P. Sobíes a la casa de Barcelona. Como era al mismo tiem­po superior de ella, no volvió a pasar allí vi­sita. Por el contrarió, en la de Palma de Ma­llorca la hizo cuatro veces, a saber: en mayo de 1796, diciembre de 1798, mayo de 1802, y julio de 1806. «No debéis, dice en las or­denanzas de la primera, contentaros con una observancia exterior que puede tal vez satis­facer a los hombres y lisonjearos a vosotros mismos, pero no a Dios que escudriña los co­razones… Por esto debéis revestiros de los sentimientos que inspiran las máximas del sagrado Evangelio para regular con ellas to­dasvuestras operaciones, pero singularmen­te con las que nos recomienda nuestro Santo Fundador en el capítulo segundo de las Re­glas comunes, que conducen a un altísimo grado de perfección y forman un hombre verdaderamente espiritual y apostólico. Mas si queréis que mi gozo sea cumplido, procu­rad que entre vosotros reine sobre todo la caridad fraterna, por ser ella el documento que más encarecidamente recomendó el Se­ñor en su Evangelio, y quien le observa guar­da toda la ley, según San Pablo, y es el camino breve para adquirir la perfección. Sí, mis carísimos hermanos, esta virtud es el carácter y distintivo de los hijos de Dios, la divisa de los discípulos de nuestro Redentor y la que forma la dicha y la felicidad de las comunida­des. Por esto amaos unos a otros, como ver­daderos hermanos e hijos de una misma ma­dre, la Congregación, en cuyo seno os unió el amor de Jesucristo. Mas este amor, para ser verdadero, no debe ceñirse a solas palabras, sino que debe pasar a las obras, practicando entre vosotros los actos de una verdadera ca­ridad. Así cada uno procure condescender con los demás en lo que pueda sin contrave­nir a la Regla y a la ley de Dios, haciendo con los demás lo que justamente quisiera que los otros practicaran consigo. Nada hagáis que pueda contristar a vuestro hermano, sino soportad sus defectos con paciencia sin lamentos ni quejas, no profiriendo palabra alguna que pueda lastimar su corazón. Ves­tíos de un corazón compasivo, usando la ex­presión del Espíritu Santo, de entrañas de misericordia que no admiten un celo amargo contra las faltas del prójimo, sino dulce, pacífico y caritativo que inspira la sabiduría del cielo, según nos enseña Santiago en su canónica».

Les exhorta luego a huir del vicio de la crítica y murmuración y a que sea muy tier­na su caridad con los enfermos. Siguiendo «el espíritu de San Vicente y de nuestra bue­na madre la Congregación, ellos —dice el P. Sobíes— serán siempre los que ocupen la mayor parte de mis desvelos, para que sean tratados con toda caridad, socorridos y ali­viados en sus penas según exigiere su dolen­cia. Así encargamos al Superior y Prefecto de sanidad de hacer cumplir puntualmente lo que ordenare el médico. Procurarán asimis­mo todos consolarles en sus penas, visitándoles unos en unas horas y otros en otras, singularmente en el tiempo de la convalecen­cia, lo que es más necesario en casas pe­queñas».

Concluye recomendándoles el apartamien­to del mundo, el retiro y el silencio, virtudes que desde los principios dieron tanto crédito a aquella casa.

De Barbastro, aunque consta por las apro­baciones de los libros de cuentas que pasó visita seis veces, o sea desde 1796 hasta 1806 cada dos años durante el verano, se han perdido por desgracia las ordenanzas que dejó. Seguramente que otras tantas veces por lo menos pasó visita en las casas de Reus y Palma. Sólo de esta última se conservan en nuestro archivo los avisos que vamos a trans­cribir de las visitas de 1796 y 1798. «Avisos de la visita de 1796 para el gobierno del Superior».

  • Que  con todo cuidado se procure dar buen pan.
  • Nadie salga de casa de noche y después del examen, sino por indispensable necesidad, como es para confesar enfermos
  • El reloj de plata que sirva únicamente para la Comunidad y no para algún particu­lar; y que cuando se vuelve de Misión, si se han servido de él, que se lleve a la procura.
  • Compóngase el horno y que se desvíe el agua, de la bodega.
  • Cuando la casa pueda, que se hagan roquetes, y las misas podrán entonces servirse con ellos, por pedirlo así la virtud de la reli­gión.
  • A los Hermanos que se vistan en esta casa, que haya uno que cuide de instruirles en todo, y vayan a pedirle penitencia.
  • Fuera del día de paseo, si alguno por al­gún negocio sale fuera de casa, que procure asistir al rezo, exámenes y demás actos de la Comunidad.
  • Que se instruyan bien los Hermanos en servir la santa misa, que algunos no lo saben.
  • Que se torne todos los años inventario de las cosas de la casa. Aunque esté fuera el Su­perior, ténganse las consultas [consejo] y pídanse las necesidades todas las semanas. Felipe Sobíes».

De la visita que pasó, del 13 al 24 de sep­tiembre de 1798, son estos avisos: «A fin de que se mantenga la vida común en su vigor, mandamos que sean sin dilación subvenidas las necesidades de los individuos, cuando las piden; y que por lo que Mira al sustento, se suministre a todos, así en la cantidad como en la calidad, conforme al estilo de la Con­gregación, singularmente en orden al pan, que con toda especialidad encargo sea bueno.

En segundo lugar, ordenamos que en la iglesia no se oigan confesiones, singular mente de mujeres, en tiempo de la comida: todos deben asistir a la primera, mesa, cele­brando de antemano la misa…

Por último, encargamos encarecidamente a los Hermanos la limpieza de la casa en todo lo que pertenece a sus oficinas y empleos, a fin de que se eviten las quejas, y los externos no se retraigan de venir a hacer los ejerci­cios espirituales, de lo que el Señor les pedi­rá estrechísima cuenta.»

Aunque no llevan fecha, son indudable­mente de una de estas primeras visitas los si­guientes preciosos Avisos para Misión: «En particular prevengo que en las recreaciones ordinarias, no se admitan los sedares; pues con el frecuente trato se engendra la familia­ridad y menosprecio y poca estima de los Mi­sioneros. Aunque en el día de recreación se permite que vayan con nosotros, pero ningu­no se irá muy lejos con alguno de ellos.

Guárdese el orden del día con toda pun­tualidad, así en ir a la iglesia y levantarse del confesonario, como en las horas de comida, cena y recreación, y todo lo demás ordenado.

En cuanto a las funciones, prevengo no se prolonguen más de lo que está ya determi­nado por las Asambleas, y tan recomendado en las precedentes visitas.

Asimismo es propio que cada función se haga según el espíritu que ella exige; quiero decir, que el doctrinero no pase a ser plati­quista, ni el platiquista predicador. Cada función tiene su fin y utilidad particular. Aunque todas las funciones deben ser senci­llas y ad captum populi, pero deben ser pru­dentes, no diciendo cosa que pueda sonrojar a alguno, ni ofender los castos oídos, y mu­cho menos enseñar lo que santamente se ig­nora. La misma prudencia dicta que cuanto se diga sea autorizado y fundado, sin propo­ner ejemplos inciertos, ni mezclar cosas ri­dículas que exciten a risa a los oyentes, pro­fanando el sagrado ministerio que ejercen. No puedo dejar de advertir que no os dejéis engañar y sorprender de la preocupación de algunos que canonizan por simplicidad el ha­cer las funciones sin orden ni prevención, diciendo lo que ocurre: esto es tentar a Dios, desacreditar los ministerios y la misma Con­gregación. Como la administración del sa­cramento de la penitencia sea la más grave e importante función de vuestro ministerio, os exhortamos tengáis presente las reglas de los graves autores, y sobre todo las que pres­cribe San Carlos Borromeo para su cabal desempeño.

Procurad que la curiosidad, tan afeada por los buenos directores de espíritu, no se introduzca en un ministerio y ejercicio tan santo. Háganse las preguntas necesarias, pero déjense las impertinentes y curiosas, que pueden ser de mucho peligro y siempre impropias de aquel lugar santo.

Vean, señores y hermanos carísimos, lo que ha tenido a bien el Señor inspirarme para comunicároslo, en testimonio del deseo y amor que tengo a vuestra perfección y al bien común de la Congregación…».

Tales son algunas de las muestras de la sabiduría, y prudencia del P. Sobíes que he­mos podido recoger hasta ahora. En ellas se echa de ver su ardiente celo por la gloria de Dios y por el buen nombre de la Congrega­ción, y su cuidado maternal por el bienestar temporal y espiritual de los individuos de la misma.

Siguieron en Barcelona y en las demás ca­sas florecientes y prósperos los ministerios de la Congregación, mayormente las Misio­nes y ejercicios, hasta que sobrevino la gue­rra de la Independencia, en que por necesi­dad se paralizó todo’.

Por dos cartas al Vicario general de la Congregación, P. Brunet, del P. Vicherat. pro-Vicario Apostólico de Argel, de donde salió por intrigas de Inglaterra, en los pri­meros meses de 1801, retirándose a nuestra casa de Barcelona, sabemos algo del estado de ésta, del carácter y gobierno del P. So­bíes y de lo que le hicieron sufrir algunos es­píritus inquietos y revoltosos, que nunca fal­lan, aún en las congregaciones más regula­res. En la primera, de 14 de julio de 1801, le dice entre otras cosas: «A pesar de lo que uno o dos individuos de la casa de Reus le digan del P. Sobíes, siga usted esta conducta.

Absténgase en sus cartas, de recordarle las quejas o acusaciones contra él, ni mucho me­nos se tome la molestia de transcribirlas, por­que sospecharía que usted no tiene ya plena confianza en él, y viéndose en la imposibili­dad de gobernar como se debe, creeríase en el caso de enviar su renuncia; pero si esto sucede, no se la acepte: sería un desastre para la provincia. Por mucho que inste, de­jadle en su puesto. Cumple bien su oficio, y aunque éste es como para irse a galeras; con Iodo, él aún puede desempeñarlo mucho Tiempo.

Cierre usted los oídos a las delaciones de individuos más o menos extraviados, porque no le dirán sino calumnias.

Vi la carta que usted escribió al P. Sobíes. Estoy persuadido que todas esas diatribas es­candalosas contra él no son más que una ca­lumnia atroz. En los cuatro meses que llevo aquí, no he observado en el P. Sobíes el me­nor motivo para tan duras imputaciones. Por el contrario, todo en él respira dulzura, fir­meza y gracia sin igual en el trato: me com­prometo a enviaros una certificación firmada por todos los miembros de la Comunidad, si usted lo desea. Porque, empezando por los Superiores y asistentes de las otras casas, no hay un Misionero que no respete, ame y venere al Sr. Visitador, como muy hombre de bien y modelo de todos. Ellos le comunica­rían noticias muy satisfactorias sobre la con­ducta y gobierno del P. Sobíes… Momentá­neamente os han engañado con un papelucho lleno de artificiosas calumnias; pero pronto podéis descubrir la mala entraña, el espíritu de espionaje y la pasión manifiesta de los de­latores. Dios ha permitido que usted no viera claro en el asunto para dar ocasión al P. So­bíes de humillarse y ocultar bajo el velo de esta virtud el bien que hace. De todo saca el Señor su gloria para provecho de sus elegi­dos. Confieso que si usted persiste en su pre­ocupación no me quedará otro recurso que dolerme y lamentarme de esta desgracia y de que seáis, sin pensarlo, instrumento ciego de la insubordinación de los revoltosos, conoci­dos ya como tales.

Toda la ciudad, tanto los religiosos como los seglares, hablan muy bien de este semi­nario, así como también del Superior y de la Comunidad, que es mirada como la más re­gular y observante de la población. El Vica­rio General de Montaubán, que tiene ochen­ta y cuatro años de edad, me decía: «Parece casa de trapenses: los seglares besan sus mu­ros y bendicen a sus moradores». Diariamen­te veo multitud de eclesiásticos, los más res­petables, que vienen a confesarse aquí; de suerte que es una verdadera piscina de Siloé esta morada. Guárdese usted de causar seme­jante trastorno a esta Comunidad y a toda la provincia. Tampoco hay razón para la visita extraordinaria. Rogad a Dios que conserve la casa en el estado floreciente de prosperidad en que se halla: si usted estuviera aquí dos o tres días, derramaría lágrimas de contento. Deja usted entrever que hay peligro de sepa­ración; no lo tema de hombres tan piadosos como los que forman esta provincia; sólo al­gunos audaces quieren introducir en ella la turbación: no conoce usted la fogosidad del carácter español cuando el temor de Dios no le retiene en los deberes de la caridad y obe­diencia. Háblase solamente de tal quimérica separación a fin de entorpecer vuestro go­bierno y mantenerse en la insubordinación. Sentiría en el alma que hicierais caso de ta­les acusaciones, a todas luces, falsas; y cu­yas consecuencias llenarían de amargura vuestro corazón. Ya tenéis bastantes penas, no procuréis gratuitamente otras nuevas; porque el P. Sobíes es digno de vuestros más calurosos elogios y de la veneración de todos los hombres de bien. Uno de los calumniado­res, por parecer unánime del consejo y de todos los demás, después -de haberle sopor­tado seis meses, fue expulsado, y aún esta determinación sólo se tomó cuando ya no ha­bía esperanzas de que se corrigiera, y ade­más había manifiesto peligro de que con su mal ejemplo echara a perder a los otros y arruinara la piedad de que esta casa es maes­tra. El que escribió a usted también le ha dado a entender que no había motivo para la expulsión de tres seminaristas. En una pala­bra, supone que el P. Sobíes no perdona nun­ca, ni se vuelve atrás, y de ahí toma ocasión para vengarse de la injuria que pretende ha­ber recibido con su expulsión…»

Tres días después escribía el mismo P. Vi­cherat, al P. Brunet: «Entregué al P. Sobíes la carta de usted; me hizo sentar, y durante tres horas, con la carta en la mano me ex­plicó, como un novicio a su director, línea por línea, de la manera más clara y satisfac­toria, cuanto había pasado. No existe ni si­quiera sombra de sospecha, y se necesita la maldad diabólica del calumniador para con­vertir en crímenes los hechos más inocentes. El Director del Seminario, antiguo Visi­tador, aunque de edad de 76 años, es más vi­goroso que yo, preside todos los ejercicios. y sólo el espíritu de calumnia puede deducir de su avanzada edad que sea inepto para la dirección del Seminario. Los seminaristas son recogidos, amables, edificantes, y todos es­tán animados del espíritu de piedad. Hay ocho postulantes, dos de ellos sacerdotes, a quie­nes admitirá, después de probada su voca­ción, el P. Sobíes.

El gobierno del P. Sobíes nada tiene de absoluto, duro o altanero; antes, al contra­rio, es un hombre de bien y el más humilde de la provincia, habiendo recibido delicada y excelente educación. Sus avisos en el capítu­lo y demás ocasiones van mezclados de bon­dad, dulzura y firmeza, tan necesaria para hacer el bien. Todos los amantes de la regu­laridad, aman su gobierno; si los demás no lo aman, nada tiene de extraño. El calumnia­dor quiere haceros ver que la falta de secre­tario que entienda el español es la causa de que otros no escriban contra el P. Sobíes. Mas, ¿no podían hacerlo en latín? Cierta­mente, y si no escriben, es porque nada tie­nen que deciros. Busca cómo disculparse de ser el único que calumnia. Los demás son bastante ecuánimes y piadosos para dejarse arrastrar por el delator. Ha escrito aquí para inducir y enzarzar a otros en la rebelión, y el P. Sobíes tiene las pruebas en su poder. So­Ilicitat corda virorum Israel. Es tan falso como Absalón.

Respecto de lo que dice de la ignorancia, le aseguro que si lo supieran en las casas, todos se indignarían. «Más aún, dado que fue­ra tal como se dice, el P. Sobíes, en los cinco años que lleva de Visitador, ha demostrado lo ,contrario. Su moral es sana, prueba de que los estudios fueron suficientes; porque no se requiere ser doctor por la Sorbona para confesar o predicar bien: ambas cosas se hacen en todas estas casas con edificación y la mo­ral de los misioneros es la más sana de Es­paña. Se enseña por Antoine y los profesores son competentes y estudiosos».

Por la circular de 1 de enero de 1789 del P. General consta, que ya estaba acep­tada y admitida la fundación de una casa de nuestra Congregación en Cádiz. «Me olvida­ba comunicaros —dice el P. Cayla— que él establecimiento de Cádiz ha sido aceptado y nuestros hermanos no tardarán mucho en po­sesionarse de él. Hasta ahora nuestro Insti­tuto era poco conocido en aquella parte de España que nos acerca a la capital. Hay fun­dadas esperanzas de que la Congregación se extienda por el reino, si la Providencia mul­tiplica los individuos y los conserva en el es­píritu de’ regularidad que entre ellos reina actualmente». Ignoramos qué dificulta­des sobrevinieron para que no se llevara a efecto la fundación. .

Por los años de 1801 y siguientes tratóse también de que fueran algunos misioneros españoles a Argel. La corte de España esta­ba dispuesta a conceder para esta misión 700 duros anuales, con tal que fuera nom­brado Vicario Apostólico, el P. Salvador Ola­riana, de nuestra Comunidad de Barcelona.

El Vicario General de la Congregación, Padre Brunet, vino en ello de muy buena voluntad, nombrando Superior de la misión de Argel al P. Clariana y dando los pasos necesarios para que en Roma le nombraran Vicario Apostóli­co. Pero surgieron tales dificultades, particu­larmente por parte del cónsul francés de Ar­gel, que no se pudo llevar a efecto el pro­yecto.

En cambio, fueron los misioneros a Bada­joz en diciembre de 1802. A pesar de la es­casez de personal, el P. Sobíes, cediendo a las reiteradas instancias del Ilmo. Sr. D. Ma­teo Delgado y Moreno, envió allá a los Pa­dres Murillo, Camprodón y Zabalza. Se en­cargaron de la formación de los seminaris­tas, padeciendo muchas contradicciones de dentro y fuera, sin lograr establecer definiti­vamente la fundación. Hacia fines del verano de 1803 fue a Badajoz el P. Sobíes para ver sobre el terreno el modo de solucionar las dificultades y realizar de una vez la fundación; pero nada consiguió, tomando entonces la determinación de llevarse consigo a los misioneros; mas no lo consintió el Sr. Obis­po, quien dio esperanzas de un pronto arre­glo. En consecuencia el Visitador dejó en Badajoz a los PP. Vallhonesta y Zabalza con el Hermano Coll, el primero como Rector y el segundo como Vicerrector del Seminario de San Atón, en cuyos empleos sufrieron no poco, ya por habérselas con muchachos in­disciplinados, ya porque cualquier falta que se cometiera, recaía, como suele suceder, con razón o sin ella, sobre los directores. De este modo continuaron cuatro años con la espe­ranza de que se efectuara la fundación; pero eran tantas las dificultades que surgían de una y otra parte, que parecía imposible po­der vencerlas, por lo que en más de una oca­sión quisieron dejar el Seminario.

Por fin, el Sr. Obispo, resolvió levantar un departamento o casa de ordenandos para ha­bitación al propio tiempo de los misioneros. Concluido el edificio, dejaron éstos el Semi­nario y trasladáronse a la nueva casa el 19 de octubre de 1807. Instalados en ella, deseaba el P. Sobíes que se hiciera inmediatamente la escritura de fundación; pero no fue posible hasta pasados más de dos años, formalizándo­se finalmente el contrato de fundación el 14 de febrero de 1810. A 15 de septiembre del año anterior había otorgado el P. Sobíes un poder en Tárrega, a favor de los PP. Vallho­nesta y Zabalza, para que firmaran la escritura en su nombre y en el de la Congregación. Con el establecimiento de los misioneros en Bada­joz, franquearon éstos los linderos de Cataluña y del Alto Aragón y quedó expedito el camino para extender su acción y darse a conocer en el resto de la península. Justo es reconocer que, además del P. Sobíes, se de­bió esto en gran parte al esclarecido P. Mu­rillo.

En el verano de 1805, dispuso el P. So­bíes que nuestros estudiantes de teología mo­ral fueran desde entonces a cursarla en el Seminario de Barbastro. Así se hizo hasta que sobrevinieron los trastornos de la guerra de la independencia. Durante ésta el P. So­bíes, junto con otros misioneros, se retiró a la casa de Mallorca, adonde no alcanzaba la ferocidad de los soldados de la revolución.

Escribió el P. Sobíes en febrero de 1808 al P. Hanón, ofreciéndole sus respetos, ase­gurándole de su perfecta sumisión a la Vo­luntad del Papa y reconociéndole a él corno Vicario General de toda la Congregación. Al año siguiente escribía en su circular de 1º de enero el citado P. Hanón: No tenemos noti­cias recientes de España y Portugal; pero creemos que nuestros hermanos se habrán conducido con prudencia en las críticas cir­cunstancias por que atraviesan. Pronto lleva­remos cerca de su Majestad imperial y real, y de sus agentes en aquellos países, la pode­rosa recomendación de su Eminencia el Car­denal Fesch». Hay fundados motivos para creer que de nada les sirvió tal recomenda­ción, si es que se hizo.

A 6 de octubre de 1810 expidió en Cádiz el Excmo. Sr. D. Pedro Gravina, Nuncio de Su Santidad en España, un decreto nombran­do, según se le pedía por el interesado y atendidas las circunstancias, Vicario General de la Congregación de la Misión en los rei­nos de España, al P. Felipe Sobíes, confirién­dole para el efecto toda la autoridad que compete al Superior General, concediéndole asimismo que pudiera elegir dos misioneros idóneos para asistentes. Facultaba además, para después de la muerte del P. Sobíes, a los Superiores locales, con tal que se reuniesen la mayor parte, para nombrar nuevo Vicario, cuya aprobación y confirmación se debía pe­dir al propio Sr. Nuncio. Nada de extraño llene esta medida, si consideramos la imposibilidad en que se encontraba de comunicar con los Vicarios Generales de la Congrega­ción el Visitador de la Provincia de España.

Terminaremos estas notas sobre el P. Sobíes trasladando aquí la semblanza que de él hace el libro de difuntos de la casa de Bar­celona. «Fue este señor un sujeto de raras prendas y de aquellos que ha tenido pocos la Congregación, así por su virtud como por su talento y prudencia… Su gobierno era admi­rable: en él brillaba un gran celo por la ob­servancia, un espíritu grande de religión en los oficios eclesiásticos, haciendo se hiciesen con la debida solemnidad y con la mayor exactitud de ceremonias, en las que siendo muy hábil, no dejaba pasar defecto que no corrigiese; un gran cuidado en que se ejer­citasen con el debido modo las funciones del Instituto, y en una palabra, una tal pruden­cia, que al paso que con la debida severidad procuraba la exactitud en las más mínimas observancias, vigilando él mismo hasta lle­gar a semejanza de Santo Tomás de Villa- nueva a visitar los aposentos de los estudian­tes para ver si estaban todos retirados a la hora; trataba a todos con el mayor cariño y afabilidad, se compadecía de sus aflicciones, y teniéndoles ganado el corazón, les hacía cumplir con su deber sin necesitar regular mente de medios fuertes; por esto era suma­mente amado de todos. Ni era menos amado de los externos, así por sus virtudes y talen­tos, como principalmente por la afabilidad con que trataba con todos, de modo que era muy consultado, y se hacía mucho caso de sus resoluciones. Habiendo el año 1808, por causa de la guerra de Independencia, inte­rrumpido la comunicación con el Vicario Ge­neral de nuestra Congregación, de Roma, y aun con el Sumo Pontífice que estaba preso, fue nuestro Sr. Sobíes nombrado por el se­ñor Nuncio de Su Santidad en España Vicario General de las casas de la Congregación de esta Provincia, cuyo empleo desempeñó con igual suceso que los demás, hasta que por los sustos y desgracias, y herido de perlesía, se le trastornó la cabeza, y habiendo pasado tres años de este modo, como lelo o simple, pero no tanto que no pudiese recibir los santos sa­cramentos, que efectivamente recibió con devoción, murió tranquilamente en el Se­ñor.» Acaeció su muerte el 18 de .marzo de 1815 en la casa de Matamoros, donde se ha­llaba instalada la comunidad de Barcelona, a causa de continuar su casa sirviendo de hos­pital militar, a que había sido destinada por los franceses.

A pesar de lo desfavorable de los tiempos, fue también beneficiosísima la gestión del P. Sobíes como Director las Hijas de la Caridad; puesto que en su tiempo se estable­cieron en Madrid, en la Inclusa, fundando además Carlos IV el Real Noviciado, que fue la base del desarrollo y futura grandeza de las Hijas de la Caridad en nuestra patria; pero de esto hablará más largamente mi dis­tinguido compañero el P. Nieto en la historia de las Hermanas. Fueron encomendadas asimismo a las Hijas de la Caridad en tiempo del P. Sobíes, la Inclusa de Pamplona y la Misericordia de Tortosa.

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