Ozanam, un sabio entre los pobres. 15. El sacrificio. 1853

Francisco Javier Fernández ChentoFederico OzanamLeave a Comment

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Author: Madeleine des Rivières · Translator: Máximo Agustín, C.M.. · Year of first publication: 1997.
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Lejos de su país, Ozanam, con su lucidez habitual, veía, no sin cierta tristeza, lo que pasaba en Francia. «El noviazgo del trono y del altar», que el último escrutinio había sellado, creaba lazos que tarde o temprano, según él, ahogarían la libertad.

Por el momento reinaba el orden, pero ¿hasta cuándo? ¿No será la prensa sometida otra vez? ¿Se le permitirá ense­ñar de la misma forma?

Por otra parte, la unidad italiana iba a realizarse en torno a la casa de Saboya, y este logro suponía la supresión del Estado pontificio. El papa se oponía con todas sus fuer­zas a esta solución; si era el padre de la cristiandad, era igualmente el guardián del poder temporal de la Iglesia. La paz era precaria, y los católicos de Italia sufrían a su vez las penosas consecuencias de la división.

Ozanam, cuyo estado de salud, desde hacía unas semanas, seguía relativamente estable, pensaba dirigirse a Roma por Semana Santa y deseaba ardientemente volver a ver al Soberano Pontífice a quien continuaba admirando y venerando.

Una recaída grave no obstante se lo impidió y debió renunciar a este viaje.

La enfermedad pasaba por periodos de recuperación, seguidos de otros de intensos sufrimientos, que traían a Federico sin cesar la esperanza y la resignación.

Amelia lo rodeaba de amor, de ternura y escondía en el fondo de su corazón una certeza que cada vez era más pesada de soportar.

Cada mañana, Federico se aislaba para leer la Sagrada Escritura, en una vieja biblia griega que llevaba consigo. Anotaba con su pequeña escritura fina los pasajes más con­soladores. El 23 de abril de 1853, fecha de sus cuarenta años, sin saberlo Amelia, escribió su testamento:

«Dije: en medio de mis días, me acercaré a las puertas de la muerte.

«Busqué el resto de mis años. Dije: no veré más al Señor mi Dios en la tierra de los vivos.

«Mi vida es arrebatada lejos de mí, como se pliega la tienda de los pastores.

«El hilo que yo urdía aún está cortado como por tije­ras del tejedor: entre la mañana y la tarde, me habéis con­ducido a mi fin.

«Mis ojos están cansados de tanto elevarse al cielo.

«Señor, padezco violencia: respondedme. Pero ¿qué diré y qué me responderá quien me ha dado los dolores?

«Repasaré ante vos todos mis años en el dolor de mi corazón».

Es el comienzo del Cántico de Ezequiel: Yo no sé si Dios permitirá que yo pueda aplicarme su fin. Yo sé que hoy cumplo mis cuarenta años, más de la mitad del camino de la vida. Yo sé que tengo una mujer joven y muy queri­da, una hija encantadora, excelentes hermanos, una segun­da madre, muchos amigos, una carrera honrosa, trabajos llevados con precisión hasta el punto en que podrían servir de fundamento a una obra hace tiempo soñada. Y aquí estoy presa de un mal grave, tenaz y tanto más peligroso cuanto comporta un agotamiento completo. ¿Es preciso dejar todos estos bienes que vos mismo, Dios mío, me habéis dado? ¿No queréis, Señor, contentaros con una parte del sacrificio? ¿Cuál de mis apegos desreglados queréis que os inmole? ¿No aceptaréis el holocausto de mi amor propio literario, de mis ambiciones académicas, incluso de mis proyectos de estudio donde se mezclaba quizá más orgullo que celo por la verdad? Si yo vendiera la mitad de mis libros para entregar el importe a los pobres, y, limitán­dome a cumplir los deberes de mi empleo, consagrara el resto de mi vida a visitar a los indigentes, a instruir a los aprendices y a los soldados, Señor, ¿estaríais satisfecho, y me permitiríais la dulzura de envejecer al lado de mi mujer y acabar la educación de mi hija? Por ventura, Dios mío, ¿no lo queréis? Vos no aceptáis estas ofrendas interesadas: rechazáis mis holocaustos y mis sacrificios. Es a mí a quien vos pedís. Está escrito, en el principio del libro, que debo hacer vuestra voluntad. Dije: «Ya voy, Señor».

¿Hay algo tan bello como esta última petición, tan profundamente humana, tan humilde, tan sincera en los labios de un hombre que tenemos por fuerte y sin tacha? ¿No nos resulta Ozanam tan cautivador en su súplica como en su admirable resignación?

A comienzos de mayo de 1853, los médicos aconsejan a Federico un lugar más cálido y más soleado. Ozanam acude a sus consocios vicencianos. Uno de ellos descubre una bonita villa, situada a orillas del mar, en San Jacopo cerca de Livorno. La estancia en este pueblecito le da fuer­zas; se recobra y puede dar, sin cansarse, largos paseos, sen­tarse en las rocas y contemplar a la pequeña Nini construir en la playa castillos de arena.

Amelia no le deja: trata de estar presente sin dar la impresión de vigilarle o de retenerle los días en que, a su parecer, Federico se pasa de la raya…

Mientras se halla en este refugio encantador le llega una buena noticia: después de aparecer el libro tan aprecia­do sobre los poetas franciscanos de Italia, la Academia de la Crusca (o de la Criba), fundada en Florencia en 1582, le admite en sus filas. Ozanam se siente conmovido por este honor que no esperaba; este homenaje, junto con el tiempo clemente, el cielo siempre azul, le da nuevas alas; se siente revivir una vez más. Ha llegado, sin embargo, la hora de dejar este rincón paradisíaco, pues la casa está contratada para el verano. Ahora son los hermanos Bevilacqua, vicen­cianos de Livorno, quienes buscarán y encontrarán para Federico, en Antignano, una agradable casa, con un salón espacioso, dos habitaciones y una cocina. Antes de instalar­se en esta villa que no quedará libre hasta el quince de julio y cuya situación ofrece, al parecer, mayores ventajas todavía que la de San Jacopo, Federico decide ir a Siena con la idea bien planeada de fundar allí una conferencia. Una parte de la Universidad de Pisa acaba de ser trasladada a esta ciudad, y Ozanam piensa en toda esta juventud bien provista que no conoce la obra de la Sociedad y que vive ¡ay! como si los pobres no existieran.

Los religiosos del Colegio Tolomei reciben a la pequeña familia con atenciones y solicitud, pero Ozanam sale con el profundo dolor de no haber logrado de las auto­ridades una Conferencia de caridad.

Consciente de su fracaso, Ozanam dirá con tristeza; «Dios no quiere ya bendecir mis esfuerzos».

A mediados de julio, encontramos a Federico y a los suyos en su nueva mansión, al pie de Montenero, a unos minutos del Mediterráneo, donde, cada día, Amelia y María toman baños de mar bajo la mirada divertida de Federico. Se hace llevar en coche hasta un pequeño promontorio, frente al mar. Se le coloca con mil cuidados, ya que, desgraciada­mente, ha vuelto el dolor, paciente y constante como el flujo y reflujo del mar. Los médicos de Livorno vienen con regu­laridad a visitar al enfermo sin conseguir por desgracia ali­viarle. Sus amigos, los vicencianos, traen también golosinas, provisiones y el aliento de sus oraciones.

Federico atraviesa crueles momentos de angustia y llora con frecuencia solo, para no inquietar a Amelia o contristar a la pequeña María; ésta no pierde ocasión de echarse en sus brazos y apretarle muy fuerte como si adi­vinara el combate interior que aflige a quien ella más ama en el mundo.

¡Oh! Dios no le escatima los consuelos, pero la debili­dad que aumenta cada día este sufrimiento que le consume, el edema que hace sus piernas pesadas como el plomo, todo ello ¿no son signos precursores del final?

El pensamiento de su fracaso en Siena no cesa de ator­mentarle. No resistiéndolo por más tiempo, el 19 de julio, el mismo día de la fiesta de san Vicente de Paúl, Ozanam se decide a escribir al P. Pendola, el que le recibió con tanta amistad y solicitud, sin por ello ceder a sus deseos.

Federico le cuenta primero en cuánta estima le tiene la Sociedad y cómo le ayudó a conservarse bueno durante sus estudios en París.

Tenemos conferencias en Québec y en México, tene­mos en Jerusalén; tenemos bien seguro una conferencia hasta en el Paraíso, pues más de mil de los nuestros, en estos veinte años de existencia, han tomado el camino de una mejor vida. ¿Cómo no tendríamos una conferencia en Siena, a la que se llamaba la antecámara del paraíso? ¿Cómo no veríamos triunfar, en la ciudad de la Santísima Virgen, una obra que la tiene como primera patrona?

Luego alude Ozanam a los niños ricos de este colegio, quienes, al igual sin duda que los de la nobleza de Francia, siguen prisioneros de cierto egoísmo. «Pronto, continúa, vuestros mejores jóvenes, divididos en pequeñas escuadri­llas de tres, de cuatro, van a subir la escalera del necesita­do; vos los veréis regresar a la vez tristes y felices; tristes por el mal que habrán visto, felices por el bien que habrán hecho… y de todas las buenas obras, concluye Federico, una parte irá a añadirse a la corona que Dios prepara al padre Pendola, pero que se la dará, espero, lo más tarde posible». ¿Quién se puede resistir a este sutil alegato?

Dos semanas más tarde, Ozanam recibe una respuesta de Siena: «Amigo mío, he fundado dos conferencias, una en mi colegio, la otra en la ciudad, el mismo día de la fies­ta de san Vicente de Paúl».

¡Qué consuelo para Federico, cuando el sufrimiento resulta tan intenso y que tan sólo los hechos de alcance sobrenatural, sólo los que alcanzan a tocar la linde del cielo, tienen de verdad alguna importancia!

¡Lejos, y qué lejos, las aspiraciones a la Academia para que su cátedra en la Sorbona ganara en notoriedad y presti­gio, lejos la presentación de su última obra al concurso del Premio Gobert!

Amelia avisa a los hermanos sobre los avances de la enfermedad. Alfonso, debido a compromisos mayores, no se puede ver libre, pero algunos días más tarde, como si hubie­ra volado en su auxilio, Carlos se encuentra al lado de Fede­rico. Esta presencia inesperada y tranquilizadora parece hacerle cobrar fuerzas. Ante la extrañeza de Amelia, Oza­nam saca sus apuntes de viaje, se instala en la gran mesa y comienza a redactar su «odisea», es decir, el viaje a Burgos que habían realizado juntos, saliendo de Bayona, el otoño anterior. Las montañas accidentadas pasadas en carruaje, a veces en carreta de bueyes, las posadas dudosas, la lluvia, los vientos, en una palabra todos los incidentes que tenían algo de milagroso cuando la salud de Federico estaba ya muy quebrantada. Con alguna oposición, Amelia y Carlos cierran los ojos.

Ozanam dio a este relato el título de Viaje al país del Cid; fue su última obra.

Extraños sobresaltos de energía aparecen a veces en los enfermos a quienes creemos que están al cabo de sus fuer­zas, pero, para Federico, el esfuerzo es sobrehumano. Escri­be una página, luego, agotado, se echa en el canapé, de cara al mar; con gran esfuerzo se levanta, lee esta página a su mujer como queriendo asegurarse de que la memoria es buena, de que la prosa es conveniente. Redacta otra página y siente de nuevo la necesidad de descansar.

Amelia se separa un momento para ocultar las lágrimas.

Ozanam acabará sin embargo esta obra de su predilec­ción, y Jean-Jacques Ampére la revisará y mandará publi­car unos meses más tarde.

El 23 de agosto, Federico encarga a Mariana, la criada, y a la pequeña Nini que vayan a recoger en las rocas una rama de mirto cuya belleza ha admirado desde la ven­tana. Esa misma tarde, se la ofrece a Amelia con un peque­ño poema escrito de su propio puño en el que le vuelve a decir todo su amor y toda su gratitud.

Es entonces cuando llega Alfonso, por sorpresa, al pueblecito. Se adivina la emoción de Federico al volver a ver a este hermano, compañero de sus alegrías como de sus infortunios. A pesar de todos estos cuidados, de los trata­mientos a prueba y luego abandonados, de los nuevos esfuerzos para detener el paso de la enfermedad, el sufri­miento está omnipresente.

Federico se desplaza con dolor, apoyado en un bastón, con las piernas inflamadas y violáceas, cada vez más dolo­rosas y pesadas. La región lumbar resulta extramadamente sensible y le obliga a guardar cama casi todo el día. Su único alivio es el saquito de hielo que se aplica a los riño­nes y que se ha de renovar…

Pero, ¿dónde encontrar hielo en este lugar perdido, abrasado por el sol meridional? Nadie dirá que a su herma­no paciente le va a faltar de nada. Se sabe que Livorno está a una hora de camino de Antignano. Los hermanos Bevi­lacqua han encontrado un depósito donde se puede conse­guir hielo. Cortan trozos que cubren de serrín, los colocan en una caja de madera y luego, en carreta, pero lo más común a pie, se los llevarán a su querido Ozanam. Al día siguiente, vuelven a empezar. Otros consocios están a dis­posición de la familia. El doctor Prato y el señor Mazzuco, el abnegado paúl de Livorno, vienen todos los días.

A la vista de la gravedad de su estado, los hermanos y Amelia piensan en llevarse a Federico a Francia. Ozanam, en el fondo, desea volver a París, pero París está muy lejos. Le proponen Marsella, como primera etapa, y acepta. Los médicos creen que el plan es arriesgado, si no temerario; un enfermo en semejante estado, el transporte, el barco, el can­sancio del viaje.

Algunos días después, el 30 de agosto, antes de dejar la casa, testigo de sus dolores, Ozanam, desde la entrada se vuelve por última vez y recorre con la mirada esta habita­ción que ha amado. «Dios mío, exclama, os doy gracias por los sufrimientos y aflicciones que me habéis dado en esta casa; aceptadlos como expiación de mis pecados». Luego, volviéndose a Amelia: «quiero que conmigo bendi­gas a Dios por mis dolores». Estrechando a su mujer contra su corazón, añade: «Le bendigo también por los consuelos que me ha dado».

A bordo, una multitud de amigos rodean a Federico; quieren verle, saludarle, estrecharle la mano por última vez. Para ahorrarle emociones y fatigas, fue preciso, contra su voluntad, transportarle a su cabina. La noche fue agitada; Alfonso, que le velaba, advirtió que a veces se volvía hacia la pared para sollozar.

Una vez en Bastia, cuando el sol centelleaba en las olas, instalaron de nuevo al enfermo en el puente; la emoción le embargó al ver perderse a lo lejos «las costas de Italia que había amado con pasión».

Al atracar en Marsella, pudo ver a su suegra y a toda la familia de su mujer, que habían venido a recibirle. «Y ahora que he devuelto a Amelia a las manos de quien debe ser, Dios hará conmigo lo que le plazca», les dijo, resignado.

Los días siguientes fueron tranquilos y casi sin sufri­mientos. Le administraron el sacramento de los enfermos, y al sacerdote que le animaba a no temer al Señor, Federi­co responde: «Por qué le iba a temer, ¡le amo tanto».

Poco después entró en un coma del que rara vez se despertaba, cuenta su hermano. Cuando abría los ojos, era para pronunciar una breve oración, estrechar la mano de Amelia o dar las gracias a los que le cuidaban.

El 8 de septiembre, el día de la natividad de la Santí­sima Virgen, pasó un día tranquilo; sus rasgos reflejaban una serenidad desacostumbrada. Al atardecer, en la gran sala silenciosa, su respiración se hizo laboriosa y sonora. Abrió los ojos, rodeó con la mirada a todos los presentes y exclamó con voz fuerte: «Dios mío, Dos mío, tened com­pasión de mí»2«7, luego sus manos cayeron inertes, como ofrecidas al Señor.

«Enseguida recitamos las oraciones de la recomenda­ción del alma, a las que cada uno respondía como le era posible, en medio de los suspiros… eran las ocho menos diez cuando Federico exhaló un largo suspiro»’.

Era el fin, o más bien no, era el principio; Federico acababa de entrar en la luz de Dios, en el «sin-misterio», en la luz de verdad, en esta luz por la que había combatido toda su vida hasta desgastarse, hasta el sacrificio.

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