Para el joven Emmanuel Mounier el encuentro con el padre Guillaume Pouget constituye uno de los acontecimientos más relevantes de sus primeros años de vida en París. Después de haber conseguido el diploma de Estudios Superiores de Filosofía en Grenoble, bajo la dirección de Jacques Chevalier, en el otoño de 1927, Emmanuel se traslada a la capital para asistir a la École normale superiore el año del curso que concluye con la agrégation, título necesario para la enseñanza superior o para el acceso al doctorado universitario. El profesor Maggiani, también él ex alumno de Chevalier, no parece aún creer mucho en la posibilidad de éxito del joven provinciano, que —»empapado» como está de la doctrina del Maître— le parece más bien destinado a «quemarse» al entrar en contacto con las dificultades del nuevo ambiente.1 El malestar sentido por Emmanuel, de veintidos años, al contacto con la «gran ciudad indiferente» y con aquella Sorbona, hacia la cual la idiosincrasia académica de Chevalier ha sabido comunicarle una precomprensión llena de desconfianza, mejor aún, de aversión, es verdaderamente fuerte. Busca, no consiguiéndolo siempre, atenuar las expresiones de su desazón en las cartas familiares.
El anonimato de la vida parisina lo aflige y percibe la «sofocante tristeza de un mundo organizado en torno a la idea de función» analizado por Gabriel Marcel. En este momento de dificultad le es de gran ayuda su amigo Guitton, cuatro años mayor que él, también alumno de Chevalier.2
Ya en los años grenobleses el profesor le ha hablado a Mounier del padre Pouget, recomendándole que fuera a su encuentro; es, en cambio, Guitton, que reconoce en él a su director espiritual quien le presenta al viejo sacerdote lazarista.3 Gracias a los escritos de Guitton,4 podemos hacernos una idea de la riqueza del carisma de Pouget. A juzgar por su autorizado testimonio, éste parece reunir en su persona, de forma admirable, la ciencia y la santidad que Teresa de Ávila había buscado, durante mucho tiempo en vano, en un padre espiritual.
Guitton —que ha editado entre otras cosas una colección de «dichos» de Pouget, titulándola Logia— ve en él una de las más fuertes inteligencias de su tiempo. En el «Avant-propos» de Portrait de M. Pouget señala cómo el religioso parece al primer encuentro un viejo profesor que se ha retirado del mundo sin título universitario, sin ninguna notoriedad o brillo.5 Sin embargo, bajo este «sacramento de oscuridad» se esconde un espíritu excepcionalmente abierto y versátil, con intereses culturales vastísimos, «desde las matemáticas hasta las lenguas orientales, pasando por la historia sacra y profana».
Considerando, en fin, los carismas espirituales de Pouget, Guitton reconoce en él el don de escrutar los corazones y gusta de parangonarlo al P. Huvelin, el santo director espiritual de Carlos de Foucauld, incluyéndolo entre aquellos «pensadores oscuros que no han dejado escrito alguno y que, no obstante, han tenido una posteridad». Así cómo el P. Huvelin había tenido un importante papel en la conversión del joven oficial de la academia de Saint-Cyr, Pouget sigue con atención el progresivo acercamiento al cristianismo de Henri Bergson. Parece que en los últimos años de su vida el sacerdote sólo había dejado su celda en una ocasión para visitar al filósofo.
He aquí como sintetiza Mounier los datos biográficos de Pouget en una ficha, fechada el 7 de diciembre de 1928:
Nacido en Cantal. Pastor hasta los doce o trece años (su inteligencia descubre a los cuatro años la demostración de la superficie de la elipse). Cuando se dieron cuenta fue enviado al seminario menor. Allí, aunque era más listo que sus compañeros, hace mal, a propósito, sus deberes escolares para ser calificado peor (a los ochenta años encuentra esto estúpido). Una estatua de san Vicente de Paul le decide a hacerse lazarista.6 Comienza su carrera en la enseñanza. Enseña de todo: matemáticas, física, geología, etc. Enviado dos o tres años a Évreux, vuelve después para dirigir un seminario menor en SaintFlour (donde había un jardín botánico). Vuelve por fin a la casa central de París, donde pasa el resto de su vida. Allí empieza sus estudios bíblicos con Loisy y otros… estudia geología para sistematizar la geología de la Biblia (ahora se ríe de ello), aprende hebreo y empieza a estudiar las Escrituras sobre los textos hebreos, griegos y latinos, que ahora sabe de memoria. En 1908 lo cesan por su enseñanza escriturística y se queda ciego poco a poco.
Pese a haber trabajado por un cierto periodo junto al modernista Alfred Loisy, no parece que Pouget hubiera abrazado las tesis heterodoxas; en tiempos como aquéllos de Pío X, sin embargo, cuando la preocupación por la ortodoxia adquiere un carácter obsesivo, basta con mucho menos que una tal liason dangerouse para desconfiar de un docente y, por ello, no sorprende su alejamiento de la escuela. En realidad, él quiere simplemente —previendo los tiempos— abrir un camino a la exégesis histórica de los textos bíblicos, sin querer tocar en absoluto la legitimidad de la exégesis teológica. Sin embargo, ni las disposiciones de los superiores, ni la ceguera han impedido al tenaz Pouget continuar sus estudios predilectos. Su memoria prodigiosa le dispensa de consultar textos o hacer fichas, y le permite fundamentar sólidamente su reflexión, haciéndola progresar continuamente. Ahora, según el testimonio de Guitton, como campesino que es, rotura el campo de la física y de la exégesis como si se tratara de un páramo de brezo; con su juicio «seguro, valiente y prudente» encuentra siempre, después de haber examinado de arriba abajo los problemas, la línea exacta que separa lo que se debe saber de lo que se ignora.
En Pouget, a la ciencia enciclopédica se une el don de una agudeza campesina que hace particularmente interesante la conversación; otro motivo de fascinación que emana de su figura es su gran libertad evangélica: es «libre de todos sometiéndose a todos», escribe Guitton, señalando cómo concilia en sí los contrarios. Del grupo de jóvenes que sigue su conversación espiritual forma parte, entre otros, el futuro teólogo y cardenal Jean Danielou. Según este último, Pouget ofrece a sus oyentes una «reflexión filosófica sobre la teología».7 Mounier visita regularmente a Pouget dos veces a la semana, de 1927 a 1933, año de la muerte del religioso8 y, como Guitton, toma nota diligentemente de los temas de conversación. Estos se extienden desde la crítica bíblica a la historia de las religiones, de la dogmática a la historia de las relaciones entre Papa y Concilio, de los místicos carmelitas a los grandes problemas de la relación entre acción y contemplación en la visión cristiana.9 Como es sabido, tal relación ocupa desde hace tiempo la reflexión del último Bergson, el cual reconoce en la maravillosa coordinación entre acción y contemplación, realizada por los grandes místicos cristianos, uno de los signos de la superioridad del cristianismo respecto de otras fes.
El padre Pouget constituye para el joven Emmanuel un modelo de alegría interior10) y pobreza, de fe en las antípodas del fideismo,11 animada de una fuerte tensión misionera y de santidad continuamente vivificada por el uso crítico de la inteligencia. Una personalidad tan caracterizada no puede no cautivar a un joven ardiente de celo por el apostolado, al cual la fides quarens intellectum del padre Pouget da mucho que pensar. Una fe «inteligente» —él está cada vez más convencido de ello— constituye, a veces, un testimonio que puede abrir una brecha en la coraza del ateismo: aquella fe inteligente que, también antes de su conversión, Charles de Foucauld veía encarnada en su prima María de Bondy. El inquieto vizconde se sorprendía entonces al pensar que el cristianismo, profesado con tanta coherencia por una persona inteligente como su prima, no podía ser considerado sólo un cúmulo de tonterías.
De Pouget Mounier aprende que, ante una dificultad encontrada en la reflexión relativa a una verdad cristiana, no le está permitido al creyente interponer una apelación al «misterio» si, primero, no se han empleado a fondo todos los recursos de la inteligencia. La fe, se lee en la Logia, «no tendría nada que decir allí donde la razón no preguntase nada». Pouget invita al joven a acoger la verdad, sea cual sea la parte de donde venga, y lo sensibiliza a la exigencia del diálogo con los que no creen: «Con los no creyentes y los adversarios es necesario evidenciar aquello que se tiene en común y ver si aun se puede poner en común lo restante». La antropología sobre la cual se fundan tales afirmaciones está caracterizada por un notable optimismo. La naturaleza humana contiene, en la visión de Pouget, filosóficamente cercano al bergsonismo, una exigencia de progreso, porque el hombre debe llegar a ser «hombre mejor» (mieux homme): él va creciendo, no está nunca concluido. En esta perspectiva, la libertad «es el poder de llegar a ser todo aquello que debemos ser».
Por lo que concierne a la actitud de Pouget respecto a la Iglesia de su tiempo, él no ahorra críticas a las prácticas y lenguajes anacrónicos, que excavan un surco entre ella y el pueblo: «se necesitaría que nuestro breviario pudiera ser leido por cualquiera». Tiene acentos críticos, en particular, en lo que respecta a las carencias organizativas de la Iglesia francesa: «En Alemania hay un episcopado; en Francia no hay más que obispos». Tal afirmación contiene más que un fondo de verdad acerca de la falta de organización entre los obispos del país; algunos decenios después, al inicio de los años cincuenta se lamentaron las consecuencias de ello, cuando la crisis de los curas obreros evidenciara despiadadamente la falta de organismos eficientes de coordinación entre los obispos que habrían sido necesarios para una acción común.
El padre Pouget es la figura que más ayuda al joven Emmanuel en su camino hacia una fe adulta, proceso que no puede dejar de conllevar un profundo trabajo y fases de aparente regresión. En efecto, en los primeros años de permanencia en París, él, haciendo memoria, sitúa un periodo en el cual pasa a través de la prueba de la duda, experiencia singular en una persona que parece vivir su cristianismo «como una naturaleza profunda». Es una duda que se abate sobre él a la manera de «una enfermedad grave». Es lo bastante fuerte para derribarlo a tierra completamente e inmunizarlo para toda la vida.12
En las cartas, las referencias a este periodo de duda son muy discretas; éste, tal vez, más que atacar los fundamentos de la fe, atañe a la validez de una totalidad de convicciones transmitidas con la educación, conjuntamente con la verdad de la fe. Las conversaciones con el padre Pouget son de gran ayuda a Mounier para superar esta crisis, además de su importancia por lo que se refiere a la adquisición de aquella cultura teológica que empleará en la obra de madurez.
En los años en los que Emmanuel se interroga sobre su vocación, Pouget es para él una presencia discreta y significativa, como testimonian las cartas en las que el religioso lo llama a veces, jocosamente, «Eliseo» (Jean Guitton es «Elías»). En una de ellas el religioso le manifiesta que la estima en su relación se ha acrecentado al constatar la fuerza de carácter con la que él afronta la dificultad de inserción en el ambiente universitario. Para el joven cuyas esperanzas de obtener la bolsa de estudio anunciada por la Fundación Thiers se desvanecen, Pouget tiene palabras de estímulo: «Has preparado y triunfado en un difícil concurso de agrégation sin pasar por la calle de Ulm, ¿por qué no vas a tener éxito en un doctorado sin pasar por Thiers».13
En el periodo que precede al lanzamiento de Esprit, el religioso anima vívamente el proyecto de la revista, escribiendo: «Será algo considerable y el aspecto financiero conllevará preocupaciones y trabajo, pero vosotros sois despiertos y, consentidme la expresión, sabéis ingeniárosla (vous êtes … debrouillard); terminaréis por encontrar la salida».14 El viejo lazarista no puede ayudar al joven sino con la felicitación, siendo «pobre como Job cuando Satanás le hubo quitado todo».15
Nuestras breves citas hacen entrever cómo el estudioso que, a partir de la relación intelectual y espiritual mantenida por el religioso con Guitton y Mounier, se acerca a Pouget puede apreciar en él uno de los grandes tesoros escondidos de la Iglesia de aquel tiempo, un hombre de Dios que ha contribuido de forma innegable a la formación de estos y de otros jóvenes cristianos que emergieron en aquel fecundo estadio que el catolicismo francés viviría entre los años treinta y cuarenta.
- L. Maggiani, «Mon Mounier, pétri de trois ans de Chevalier, va avoir chaud», Esprit, n. 174, diciembre, 1950. Posteriormente, cambiaría de idea por el brillante resultado del joven en el examen para la agrégation, Maggiani escribirá: «Pasé, entonces, a tenerle una viva estima, asombrado por una capacidad de adaptación tan admirable si no monstruosa. Me hice vivas esperanzas para su futuro».
- «No le agradeceré bastante el haberme hecho conocer al P. Pouget. Cuando me encuentro en su presencia, me parece estar delante de la verdad». Carta a Chevalier, noviembre de 1927, en Mounier et sa génératión. Correspondencia. Entretiens, du Seuil, Paris, 1954. Traducción italiana, Letere e diari, Città Armoniosa, Reggio Emilia, 1981, pag. 39.
- Una viva descripción del encuentro entre el P. Pouget y Guitton en P. Belmont, Trois Maîtres, «Revu Montalembert autour du 104», número especial 4 y 5 sobre Guitton (con contribuciones de P. Claudel, Y. Congar, F. Mauriac y otros), pp. 30-33. Leemos allí: «Al humour de Pouget, tan fresco, tan joven en septuagenario, respondía la risa bien notoria de Jean Guitton. Era el espíritu de infancia en dos seres, de los cuales uno había recorrido el itinerario de las ciencias divinas y humanas, y el otro medía ya la seriedad de la vida y el peso de nuestros actos».
- Cfr. J. Guitton, Dialoges avec monsieur Pouget sur la pluralité des Mondes, le Christ des ëvangiles, l’avenir de notre espèce, Grasset, Paris, 1954; ID., Portrait de M. Pouget, Gallimard, Paris 1941.
- J. Guitton, «Avant-propos» de Portrait…, cit.
- Ficha en Lettere e diari …, cit., pp. 39-40 (nota). En la ficha hay alguna inexactitud. No es cierto el episodio de la estatua: en realidad, Pouget decide hacerse sacerdote a los diecisiete años y entrar en los Jesuitas. Posteriormente, estando en oración, durante el recorrido de la «octava» del traslado del cuerpo de S. Vicente de Paul decide hacerse lazarista. Es suspendido para la enseñanza en 1905, antes de la condena del modernismo por parte de Pío X.
- Esprit, nº. 174, cit., pag 959.
- Cfr. la carta de Mounier a Chevalier fechada el 29 de febrero de 1993, en Lettere e diari, cit., pp. 149-50.
- En el Portrait, Guitton recuerda cómo Pouget gustaba de afrontar el tema a partir de la consideración de la relación entre Marta y María. De la afirmación de Jesús según la cual «María ha escogido la mejor parte» no se puede, según Pouget, inferir la superioridad de los contemplativos sobre los activos en la Iglesia: sería forzar el dato bíblico. María, que se interesa por el espíritu de Cristo, porque escucha al Maestro, tiene una parte mejor respecto a Marta, que se ocupa de las exigencias del cuerpo. Sólo esto quiere decir Jesús. Pouget añadía que «si la contemplación fuese superior, Cristo y los apóstoles se habrían recluido en un convento».
- «No tengo sino una alegría, que es la viene de la fe en Dios y del deseo de llevar a Él a los otros» (de la Logia
- Carta del 8 de agosto de 1931, ibidem.
- Carta fechada el 28 de julio de 1930, en el citado dossier del I.M.E.C.
- Carta fechada el 28 de julio de 1930, en el citado dossier del I.M.E.C.
- Carta del 8 de agosto de 1931, ibidem.
- Ibidem.