El Heraldo de Aragón decía en su número de 10 de febrero de 1938: «Del cuadro sangriento y lleno de actos heroicos por Dios y por la Patria desarrollados en Segorbe, destácase la figura de una religiosa, Sor Martina, Superiora del Hospital de aquella ciudad, que si en vida no hizo más que derramar el bien a su Patria, en su muerte emuló, por la fuerza y espíritu religioso, a los mártires más esforzados.»
Sor Martina era castellana de pura cepa. Mujer fuerte. De temple diamantino, sólo pulible con sangre de piedades.
Uno de sus biógrafos dice venírsele a los puntos de la pluma esta frase lapidaria: «Sor Martina era una institución.» Y la razona así: «Cuando uno se fijaba en su temperamento varonil, en su amor a Castilla y a España, en su genio emprendedor, en el tesón con: que defendía sus derechos, los de su Instituto, los del hospital, los de su tierra… parecíale que se hallaba en presencia de la mujer castellana romántica, y, sin querer, se le venía al pensamiento la ingente figura de aquella reina castellana, la reina más grande del mundo, que se llamaba Isabel la Católica. Algo tenía Sor Martina de Doña Isabel.»
Suscribimos, sin que nos tiemble el pulso, el rotundo decir del P. Besalduch. Sor Martina, en efecto, era una mujer extraordinaria. Y no escondió sus talentos. Negoció con ellos. Actuó. Y su obrar perdura.
Parécenos, sin embargo, que no somos sus contemporáneos los llamados a puntualizar su historia. Hay capítulos de su vida que conviene encerrar, por ahora, en paréntesis con puntos suspensivos, para que lo abran las generaciones venideras, las cuales, tras soplar la pátina del tiempo que, a través de su discurso, alecciona, estarán capacitadas para justipreciar hechos y dichos. Creemos sinceramente que la figura de Sor Martina Vázquez se acrecerá más aun que al presente en la posteridad, cuando el brillo del martirio irradie en los átomos que ahora la circundan.
Sin pretender, por nuestra parte, escribir hasta agotar la materia, la historia completa de su vida, tomamos, no obstante, múltiples notas de la extensa relación biográfica pergeñada por el P. Hilario Orzanco.
Nacimiento. Infancia. Juventud.
«Nació Sor Martilla en Cuéllar (Segovia) el año 1872. Su holgada posición social la permitió una educación esmerada en el colegio, aumentando luego el bagaje de conocimientos fuera de su pueblo. Se distinguió, sobre todo, en la pintura, en la literatura y en el corte: de éste compuso más tarde un método para las Hijas de la Caridad, que imprimió a expensas suyas y que regalaba a los obradores de su Instituto.
«Era Sor Martina de un carácter abierto, franco, varonil y determinado; cualidades que la hacían agradable a cuantas personas trataban con ella, siendo para los de su casa como un oráculo. A tanto llegaba su ascendiente. Por lo mis mo, cuando ella les indicó la voluntad decidida de entrar en la Compañía de las Hijas de la Caridad, se llenaron de pena, no ciertamente porque se hiciera religiosa, sino porque perdían el timón de su casa; mas no trataron de disuadirla porque sabían que, dado su tesón y su carácter, había de poner en práctica la decisión tomada.
Su prueba y su noviciado.
«Hizo la prueba en el Hospital de Valladolid, confirmándose en su vocación, de la cual persuadida íntimamente su Superiora, Sor Juliana Casaseca, pidió el ingreso de la joven en la Compañía, efectuándose el 19 de marzo de 1896.
«Pasó el tiempo del noviciado entregada totalmente a la piedad y a la formación de su alma según el espíritu de San Vicente. Su única aspiración era hacerse más y más agradable a Dios y útil a los pobres, por quienes sentía un cariño apasionado.
Su primer destino.
«Terminado el tiempo de su noviciado, fue destinada al Hospital de Zamora. Su virtud fue muy probada en esta casa. La obediencia la encargó del lavadero y de la cocina. Como nunca había hecho estos oficios, le resultaron muy difíciles y penosos, hasta el punto de asaltarle muchas veces la tentación de abandonarlo todo e irse a su casa. Pero supo hacer frente al enemigo malo, y su virtud se acrecentó y se purificó más y más en el horno del sacrificio.
«Su instrucción, sus buenas cualidades físicas y morales, su educación social y, sobre todo, las pruebas inequívocas de buena organización de que dio señales en el establecimiento benéfico, hicieron que la Superiora la encargase de las escuelas de niñas, cargo que desempeñó a maravilla. Ella misma fue quien sugirió a la dicha Superiora la idea de fundar un obrador, del cual se encargó. Y a tal altura puso la escuela y el obrador, que los Superiores juzgaron conveniente ponerla al frente del Colegio de la Milagrosa, que hacía poco habían abierto en Zamora.
«Bajo su acertada dirección, en poco tiempo el colegio empezó a tomar nombre en la ciudad, llegando a ser como es ahora, uno de los mejores colegios de señoritas de Zamora. Y a Sor Martina se debió en gran parte este prestigio de que ha gozado en todo tiempo, por haberlo encauzado admirablemente.
Hospital de Segorbe.
«Y llegamos al teatro principal de las obras caritativas de Sor Martina, a, su traslado al Hospital de Segorbe en 1914, como Superiora de este establecimiento. Se necesitaban realmente todas las energías de Sor Martina Vázquez para dar vida a este hospital, que, por razones que no son del caso, se encontraba en situación angustiosa.
«Empezó por mejorar la comida de sus amados pobres, arreglar los dormitorios y demás departamentos del edificio. Llamó en primer término a las puertas de sus hermanos, pidiéndoles parte de la herencia que le pertenecía, y la invirtió en estas mejoras. Muchas familias de Segorbe, al ver la actividad de Sor Martina, vinieron en su ayuda, asimismo el Ayuntamiento y la Diputación, y así, en poco tiempo, no sólo pudo arreglar el edificio y mejorar la alimentación de los asilados, sino establecer una hermosa clínica para los pobres de la ciudad.
Abrió, no tardando, un comedor de caridad para los pobres transeúntes, para los ancianos de sesenta años arriba y para niños.
Al comedor siguió la Gota de Leche, en la que invirtió 10.000 pesetas de su peculio. Y corno apéndice de la Gota, el consultorio gratuito para madres lactantes.
La enseñanza. Un obrador.
El genio emprendedor y dinámico de Sor Martina no sabía hacer alto. Su mirada atenta se fijó también en la enseñanza, que era como su mejor y más agradable campo de acción. Dió gran impulso a las clases de primera y segunda enseñanza, para cuyo desempeño, además de las Hermanas, admitió alguna maestra seglar. Y para jóvenes fundó un obrador.
La obra de las niñeras.
Así se dió en llamar, porque para las niñeras exclusivamente era esta obra. Acudían las de la ciudad con sus niños, y mientras ellos dormían en sendas mecedoras, se les daba a las niñeras instrucción apropiada de escritura, corte, cuentas y doctrina cristiana. ¡ Qué ingeniosa resulta siempre la caridad!
Cada una de estas obras es bastante para enaltecer la figura moral de una persona. Sor Martina cuenta además en su haber las realizadas mientras fue
Asistenta del Consejo Provincial.
No aceptó Sor Martina con halago cargo tan honroso. Más de una vez se le oyó decir que aquello no era para ella; que su corazón lo tenía puesto en Segorbe.
Su actuación revistió particular brillantez con motivo de la Guerra de Africa, tras el desastre de Anual.
Por consejo de su Ministro de Guerra, Sr. La Cierva, el Rey Alfonso XIII llamó por teléfono al Real Noviciado preguntando si podrían salir inmediatamente para Marruecos veinticuatro Hermanas. Y Sor Martina respondió: «Majestad, no veinticuatro, sino cuarenta y dos saldrán mañana mismo, y luego irán otras más, cuantas sean precisas. Después de Dios, para las Hijas de la Caridad, España, vuestra Majestad y el Ejército.»
Ella misma se fue al frente de aquella brigada de ángeles, que llevaban por directores espirituales a los PP. Arnao, Ibáñez y Maestu.
En adelante, Sor Martina fue distinguida por el Rey y su Ministro de la Guerra con audiencias íntimas y misiones de interés.
Digna de especial mención es esta anécdota que consignan todos sus biógrafos y anduvo de boca en boca: corrió el rumor de que iban a ser sustituidas las religiosas por nurses extranjeras en la asistencia a los soldados heridos en los hospitales militares de África. Sin pérdida de tiempo solicitó Sor Martina audiencia real y expuso al Monarca la conveniencia de que mientras a los soldados se les restañaban las heridas o se les cerraban los ojos, se les hablara de Dios y de su madre en términos de la lengua materna y a la par que la imagen de Cristo Redentor se les diera a besar la bandera de la Patria. Sus palabras fueron de efecto inmediato y definitivo. La españolísima Sor Martina había salvado el honor de su Patria y de su Congregación.
Vuelta a Segorbe.
El 24 de enero de 1926, terminado el tiempo reglamentario de su actuación en el Consejo Provincial, regresó Sor Martina a su amada casa de Segorbe, siendo recibida con singulares muestras de regocijo por parte de todos, y nuevamente cogió las riendas de la dirección del Hospital con las obras al mismo adheridas.
En, los años siguientes no hay particularidades que anotar. Sor Martina ya no crea; se limita a conservar. Su ascendiente, lejos de disminuir, crece. Quien más la distingue con su aprecio hasta el extremo de solicitar a menudo sus consejos y opinión en negocios arduos es el Obispo y Fundador, Fr. Luis Amigó y Ferrer, de santa memoria.
Sor Martina sentía cierta debilidad por su familia, y todos los veranos pasaba unos días con sus hermanos en Cuéllar, previo el debido permiso, que los Superiores, comprensivos, haciendo una rara excepción, la otorgaban. No hay por qué ocultar, sin embargo, que ello no era del agrado de aquéllos, dado el rigor que respecto a este particular se observa en el Instituto. Era, sin duda, una de las imperfecciones de Sor Mar- tina, que habría de borrar el martirio.
Que defectos los tenía, claro es. No era menor quizá su espíritu en extremo dominante, nada extraño dado su carácter de hierro. Alguien dijo que había nacido para reina con mando de general en jefe. Se hacía temer más que amar.
Sus últimos años se señalan por una marcada decadencia; el brillo de su sol palidece.
Ello motivó que sus Superiores tomaran la determinación de relevarla del cargo de Superiora. Y fue a la vuelta de uno de sus veraneos, allá por el año 1933.
Acató la decisión con humildad ejemplar. Sin embargo, la malicia del cargo de que habla San Vicente había causado en su espíritu algunos estragos; no en vano lo había ejercido durante muchos años. Y como tenía tanta costumbre de mandar, la verdad es que le costó trabajo la abstención del ejercicio de dicho poder. Desde el 4 de agosto al 26 de noviembre hizo de Superiora estando ya cesante y aun tuvo medio año más la llave del correo.
Consecuentes con nuestro modo de ver la obra santificadora de la gracia y hacerla destacar para aliento de pusilánimes, no, ocultarnos estas miserias de Sor Martina. Quizá ganó más cielo con estas renunciaciones que con todos sus esplendores y reflejos de grandeza de alma y de virtud de los años anteriores. Y si la santidad es la humildad, y la humildad es la verdad, ahora ella, purificada y santificada por el martirio, deseará ardientemente que brillen los esplendores de la verdad en torno de su vida, para que resplandezca la acción de Dios en el modelado de su espíritu.
Y ciertamente- se ve cómo la gracia divina la iba preparando para el martirio. En los últimos meses de su vida dio un cambiazo su conducta: la fortaleza de carácter dio paso a la suma mansedumbre. Sobre el cimiento de la humildad se levantaba el edificio espiritual de elegantes y suaves curvas. Su corazón era ya semejante al de Aquel que dijo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón.»
La persecución y martirio.
Estallada la revolución de 1936, en Segorbe dominó la consigna de tirar a las cabezas: lo más selecto de la Iglesia y del Estado debía ser objeto de principal atención de los elementos ejecutores de la revolución. Entre las personalidades destacadas de Segorbe, dada su influencia en la población, figuraba Sor Martina. Por eso desde el primer momento se la persiguió con más fiereza.
Estuvieron todavía las Hermanas en el Hospital hasta el día 27 de julio. Entre los milicianos que, pistola en mano, las echaron a la calle, una joven miliciana se distinguía por su agresividad. Dirigiéndose a ella, al trasponer el umbral del hospital querido, dijo Sor Martina estas palabras: —»Hoy nos despachas de aquí; puede ser que algún, día tengas que venir a nosotras.» Y la profecía se ha cumplido. Esta joven desgraciada por desagradecida, terminada que fue la guerra, presa y enferma luego de encarcelada, fue asistida por las mismas Hermanas, en el propio hospital.
Alojáronse las Hermanas en una casa próxima al hospital, desalquilada entonces y propiedad de una antigua alumna de las Escuelas que fundara Sor Martina, cuyas llaves les había entregado días antes en previsión de los tristes sucesos.
Los rojos no opusieron dificultad; pero advirtieron a las pobres Hermanas: «¡Cuidado con que entre nadie aquí! No habéis de salir ni para hacer la compra; que os la haga una mujer». Y continuamente había milicianos de vigilancia en torno de la casa. Estaban, pues, en calidad de detenidas.
Tanto, que frecuentemente y a horas las más intempestivas, entraban los milicianos, fusil en mano, para comprobar si faltaba alguna de las Hermanas. Así que, ante el temor de una visita impertinente y mal intencionada, las pobrecitas vivían en continuo sobresalto.
Con esta tremenda angustia pasaron hasta octubre. Sor Mar- tina tenía el presentimiento de que iba a ser asesinada. Ella, que siempre fue muy rezadora, en todo este tiempo no hacía más que orar y orar con fervor impresionante. Fueron todos como días de Ejercicios Espirituales. Se la veía, así, crecer en virtud. Nunca estuvo tan edificante. Parecía santa de veras.
Todas anhelaban confesarse, pues creían firmemente que de un día a otro las matarían; pero Sor Martina ardía en ansias de reconciliación. Y he aquí que, al anochecer del día 1 de, octubre, burlando la vigilancia de los cancerberos, logró entrar en la casa una jovencita que vivía enfrente y era hermana de un sacerdote.
Las Hermanas la recibieron con singulares muestras de cariño, correspondiendo al que ella demostraba tenerlas, pues tanto se exponía, sólo por tener el gusto de verlas y hallarse unos momentos en su compañía. Sabido que su hermano el sacerdote estaba escondido en casa, por medio de ella se convinieron con él para recibir el sacramento de la penitencia. Y fue de esta manera, rara, de las cosas raras que se hacen en tiempos como el que historiamos. El día 3, por la mañana, la chica se llevó los papeles en, que cada Hermana había escrito sus pecados. El sacerdote los leyó y a la mañana siguiente, de ventana a ventana voló la absolución. Primero, abriendo ellas con disimulo el cierre del balcón, rezaron el Señor mío Jesucristo, y luego iba pasando una por una por la abertura, para que el sacerdote, con el papelito de los pecados en mano, les echara la absolución individualmente. Fue un acto, dicen las Hermanas, verdaderamente conmovedor, que nos hizo llorar a sollozos por mucho tiempo, y sobre todas a Sor Martina, que tenía el presentimiento de que aquella absolución había de ser la última de su vida, y como una preparación próxima para su muerte. Dios se dejaba sentir en su corazón y éste no la engañaba: la muerte estaba al llegar.
Sor Martina no salió ya de la habitación donde hacía rus rezos. Todo el día lo pasó en santa contemplación.
Y llegó la noche, aquella noche histórica, la noche del sacrificio. A las nueve llamaron, a la puerta. Comprendieron todas que la que llamaba era la muerte. Inmediatamente hicieron que Sor Martina se metiera en la cama vestida y todo. Los milicianos, en efecto, venían esta vez por ella, por Sor Martina. Y entre la piedad y el crimen se entabló un forcejeo, transcrito en diálogo:
—Está en la cama.
—Pues que se levante. Y diciendo, y haciendo, hasta la cama se colaron.
—No me puedo levantar, que estoy enferma.
—Es que venimos por la Superiora para que preste declaración en Castellón.
—Pues la Superiora yo no soy.
—La Superiora soy yo, interpuso abnegada y resuelta Sor Ignacia Ip arraguirre.
—Pues aunque no sea.
—¿Venís por mí para llevarme a declarar, o venís a matarme?
—Nosotros no matamos a nadie… (!). Vosotras sois las que matáis… (!!!).
Entonces Sor Martina dijo con aire de reproche: —¡ Ay, Pedro, tú vienes a matarme!
A lo que el aludido, molesto y para acallar la voz de su propia conciencia, que le empezaba a zaherir más que la de su bienhechora, dijo insolente:
—¡Levántate y vístete en seguida!
Sor Martina se levantó al punto, no sin fatiga, pues realmente estaba enferma y la crudeza de la escena habría agudizado de repente el malestar, y se puso a disposición de sus verdugos. Mientras bajaban las escaleras, las Hermanas hicieron un último esfuerzo para salvar a la víctima, ofreciéndose ellas a ir a declarar. Rogaron y suplicaron que al menos se las permitiera acompañarla; mas rasgos tan bellos de heroica caridad fueron rechazados con un silencio, despectivo y un gesto zafio y cruel.
Así escribe el P. Besalduch, carmelita, y en sus manos dejamos la pluma:
«Sor Martina acababa de vestirse con su preciado hábito de Paúla. Acababa de vestirse de «gala», para asistir a una solemne «ceremonia». Ya estaba «amortajada» con sus propias manos para morir luego, confesando a Cristo con los santos Mártires. Todo estaba a punto: la resolución infame de los verdugos; la víctima; el perdón de los enemigos, que tantas veces había aflorado en sus labios, excusándoles «porque no sabían lo que hacían»; la fe en el triunfo de la Religión y en la salvación de España, que en aquellos momentos culminaba en su alma de heroína castellana; la corona del triunfo…, y la verde palma de la inmortalidad.
«La debilidad física de la víctima tan apenas la permitía dar un paso. De ningún modo hubiera ella podido sola bajar la escalera; pero «el más criminal» la ayudó a bajarla, cogida ella a su brazo.
«Ya en la puerta de la calle, Sor Martina puso en la frente de cada una de las Hermanas un beso efusivo, ya que no podía ser largo, y se despidió de ellas con estas últimas palabras: «Adiós. ¡Hasta el Cielo!…» Los dos criminales, con un brusco empujón, cerraron la puerta, hurtando así a los ojos arrasados en llanto de las buenas religiosas, la víctima elegida entre ellas. Un minuto después, el coche de la muerte se ponía en marcha, con rumbo desconocido para Sor Martina.
«Al llegar a la entrada de Algar, Sor Martina dijo a los de su escolta: «¿Me vais a matar? Y como contestasen que sí, añadió: «Pues no es menester pasar más adelante; aquí mismo…» Paró en seco el vehículo; la apearon y la colocaron junto a un algarrobo… Cuando iban a disparar sus armas los asesinos, uno de ellos le dijo que se pusiera de espaldas. Sor Martina rechazó la sugerencia, haciéndoles saber que «ponerse de espaldas a la muerte era de cobardes». Luego añadió: «Yo quiero ver la cara de los que me matan, que son los mismos a quienes yo tantas veces les he matado el hambre.»
«Para que el lector entienda todo el sentido de estas últimas palabras, debe saber que «al más criminal» Sor Martina le había socorrido espléndidamente en el Comedor de Caridad, no hacía mucho tiempo. El mismo había acudido a Sor Martina, diciéndole que «si ella no le daba de comer, o se ponía tísico o se moría de hambre». A otro de los que iban a fusilarla había favorecido con el socorro de la Gota de Leche para un hijo suyo.
«Ya estaban las armas en ristre y levantado el gatillo, cuando Sor Martina les pidió una brevísima tregua, diciendo: «Esperad un poco…» Sacó entonces del bolso una pilita de agua bendita, de plata y de forma cilíndrica, que solía llevar encima; destornilló serenamente el taponcito, aplicó a él la yema del dedo pulgar de la mano derecha, y, llevando la mano a la frente, santiguóse diciendo tranquila y fervorosamente: «En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.» Al punto, dijo: ¡Ya podéis tirar!… «Sonó la descarga, como la de muchos truenos en un solo estallido… Y desplomóse aquel cuerpo que parecía siempre de coloso retador. Cayó como cae el árbol corpulento de la selva al último golpe del hacha del leñador. Y voló su alma, con su gran bagaje de méritos, a recibir el premio de la inmortalidad…
«Entonces «el más criminal» se acercó a la víctima agonizante y practicó en ella un registro, por ver si llevaba encima dinero o alhajas; y luego, tintas las manos en sangre, sintiendo por ello el deleite del tigre cuando, devora su presa, dijo: «¡Bah!, esta monja no lleva más que rosarios…» Consumado el horrendo crimen, fresca todavía la sangre en las manos de los verdugos, al día siguiente, a las ocho de la mañana, se personó en la casa de las Hermanas «el más criminal» y preguntó dónde estaba el dinero que tenía Sor Martina. Añadió que ella estaba declarando en Castellón, y que ya volvería…
«Unos días después, «el más criminal», con un cinismo que no tiene parejo entre las fieras de la selva, decía a una mujer de derechas «había engordado desde que había bebido la sangre de una monja..»
Al terminar este espeluznante relato queremos dejar constancia de que «el más criminal» fue uno de los quince reos condenados a muerte, a quienes asistimos en el acto de su ejecución, que murió, como los demás, muy arrepentido, después de haberse confesado y con el santo escapulario en el pecho.»
Apostillando esta expresiva relación del ilustre escritor Padre Besalduch, pongamos aquí los nombres de los patibularios: Pedro, apodado «el Caramelero», y Emilio Montoro, aludidos arriba con el denominador común de «los más criminales»; Manuel Fenollosa y Fragoyen, «el Navarro», quienes se quedaron en el coche mientras los anteriores subían por la mártir, y el chofer, por cierto obligado, Agustín Garves.
Durante los dos meses que podemos señalar como de aprendizaje del martirio, al par que la salud corporal de Sor Martina desmejoraba por días, su espíritu se fortalecía más y más al eco de aquella como consigna que no se caía de su boca: «La voluntad de Dios yo la adoro; es la mía.»
Uno de aquellos malvados manifestó días después de perpetrado el crimen, que de todas las muertes que había causado ninguna le había impresionado tanto como la de la monja.
Hase dicho que Sor Martina echó nada menos que un sermón a los verdugos momentos antes de ejecutarla; mas no parece estar del todo en consonancia con la realidad. Las frases apuntadas y a lo sumo alguna otra, eso fue todo.
Apoteosis.
Enterrada Sor Martina por manos piadosas en el cementerio de Algar, allí descansaron sus preciosos restos hasta el 19 de diciembre de 1939, en cuyo día fueron trasladados a Segorbe para, en unión de todos los de los demás mártires de aquella ciudad, recibir el más cumplido homenaje de parte de los hijos de la luz.
Cuarenta eran los cadáveres que durante la noche del 19 al 20 fueron velados en el patio del Hospital. Treinta y nueve féretros negros y uno blanco, el de Sor Martina. De diversos lugares habían sido traídos para que asistieran a aquel juicio universal de la ciudad y para su apoteosis. Porque incluso que real y verdaderamente lo fue más que duelo la conducción, de los restos mortales de aquellos héroes y de aquella heroína desde el Hospital a la catedral y de la catedral al cementerio, mientras todas las campanas tocaban a muerto, todas las ventanas se cubrían de negros crespones y una inmensa muchedumbre cubría el trayecto recogida y silenciosa y en actitud entre dolorosa y retadora, como sintiendo la ausencia de la vida natural en aquellos cuerpos y bajo el influjo impresionante de aleteo espiritual bajo los arcos de triunfo de las diademas de glorificación. El marco negro se entreveraba de un verde esmeralda, preludio en notas vivas de inmortalidad.
El blanco féretro se lo disputaban los jóvenes y los viejos, los civiles y los militares. Seis Hermanas de la comunidad del Hospital tiraban de las cándidas cintas que de aquél pendían. Detrás, todas las Superioras del Instituto en el reino de Valencia, con la Comisaria al frente en representación de la Madre Sor Justa Domínguez, y muchas Hermanas más, portando velas encendidas: remembranza del celeste cortejo que rodeará al Cordero, según la visión apocalíptica.
Grandioso en verdad era el espectáculo.
Todos los cadáveres quedaron depositados en el común mausoleo levantado en honor de los Mártires, excepción hecha del de Sor Martina, para el cual se le reservaba un lugar especial, en previsión de que algún día la autoridad competente requiera su exhumación, para incoar, tal vez, el proceso canónico para la beatificación.
Como colofón, de estas notas biográficas y de martirologio, copiamos a continuación unos apuntes de su cuadernito de los Ejercicios Espirituales, escritos por los años 1899-1906, más un pacto con Dios, de redacción más reciente.
«Santos Ejercicios.—Agosto, 30 de 1899: Hacer bien la oración. Contenerme de hablar. Ser humilde y no mentir ni en broma.»
«Ejercicios. Octubre, 4 de 1900: Protectores, los del Noviciado. Prepararme bien para la Sagrada Comunión y hablar poco. No meterme en lo, que no me importa. Cumplir con mis obligaciones, sólo por Dios. No mentir nunca.»
«Santos Ejercicios. Septiembre, 13-1896 (el año en que vistió el santo hábito): He de procurar con la ayuda de Dios ser una verdadera Hija de la Caridad, guardándome de todo pecado, y observando mis Stas. Reglas; guardando mis sentidos; deseo y pondré todo lo que pueda de mi parte para practicar la humildad, modestia, sencillez y caridad; todo lo conseguiré con la ayuda de Jesús, María y José. Cuando tenga algo que sufrir, diré: ayer ya pasó, hoy pasará y mañana Dios dirá, pues la vida es muy corta.»
Sin fecha; quizá del 1896: «Ofrecimiento del día: de 4 a 5, por mis padres; de 5 a 6, por mi tía Gabriela; de 6 a 7, por mis abuelos maternos; de 7 a 8, por los paternos; de 8 a 9, por mis tíos; de 9 a 10, por mis parientes; de 10 a 11, por mis amigos; de 11 a 12, por mis conocidos; de 11 a 12 (repite), por las más devotas de la Virgen Stma.; de 12 a 1, por las más devotas del Niño Jesús; de 1 a 2, por las más devotas de San José; de 2 a 3, por los más desamparados; de 3 a 4, por la más devota del Corazón de Jesús; de 4 a 5, por la más devota del Corazón de• María; de 5 a 6, por todas en general; de 6 a 7, por las que mueren sin poderse confesar; de 7 a 8, por las más devotas del Angel de la Guarda. Y toda la noche, por todos en general.»
«Pacto con Dios. ¡Dios mío! Cada vez que respiro, a cada palpitación de mi pecho y en cada instante del tiempo que viviere sobre la tierra, deseo daros la gloria que el Corazón de Jesús, de María Santísima y todos los Santos del Cielo os darán por toda la eternidad.»
«Además, cada una de las dichas veces, os ofrezco millones y millones de todas las virtudes, y deseos de oír todas las misas que en el mundo entero se celebren. Cada vez que bese la imagen de tu Divino Hijo o la de su Inmaculada Madre, o las apriete contra mi corazón, que desee arda el mío en un amor inmenso hacia Ti y hacia Ellas. Que jamás pierda vuestra soberana presencia y que nada haga que no sea en vuestro amor, por vuestro amor y para vuestro amor. Que todos mis actos y acciones sean con la intención de agradaros. Quiero morir antes que ofenderos.
No sólo murió Sor Martina antes que ofender a su Dios, según había con él pactado, sino que su muerte fue la mejor alabanza y su glorificador en el Cielo y también en la tierra. Así lo esperamos. Así sea.







