Mariano Apolinar Kamocki (1804-1884): Capítulo III

Mitxel OlabuénagaBiografías de Misioneros PaúlesLeave a Comment

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Author: Anales Españoles .
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III

En 1837 fué á París el Sr. Kamocki para unirse con su hermano de armas y mejor amigo, el Sr. Jelowicki, y jun­tos realizar el pensamiento que ambos á dos tenían, el cual consistía en hacerse sacerdotes. Estos dos amigos habían fomentado el mismo deseo en el interior de su alma, sin co­municárselo jamás; fué esto un nuevo lazo que aseguró mas su amistad. Sin pérdida de tiempo empezaron sus estudios preparatorios en el colegio de San Estanislao.

Los estudios no impidieron al Sr. Kamocki el reanudar y conservar las relaciones con lo más escogido de la sociedad polaca que por causa del destierro se había reunido en Pa­fís. Las estimables cualidades de su espíritu recto; su cora­zón que, aunque oprimido por el sufrimiento, conservaba una gracia encantadora para con todos; la delicadeza y urba­nidad exquisita en todos sus modales, le hacían amar y de­sear en todas las reuniones. Muchas familias polacas, como fueron las de los príncipes Czartoryski, Sapieha, Lubomirs­ki y otras, se disputaban su amistad y deseaban que permaneciese en el estado seglar; pero ya estaba tomada la última resolución: ser sacerdote, llegar á ser un santo, éste será en adelante el único deseo del Sr. Kamocki. En esta noble y ex­celente ambición de hacerse digno del sacerdocio y de cum­plir con la perfección posible las santas y formidables obli­gaciones de este estado, es como ahora lo presentaremos.

Después de un año de estudios en el Colegio Estanislao, los dos inseparables, como entonces se les llamaba, el señor Jelowicki y el Sr. Kamocki, entraron en el Seminario Mayor de Versalles. Por espacio de tres años el Sr. Kamocki edi­ficó á sus condiscípulos por su angélica piedad, mortifica­ción, profundo respeto á la autoridad y exactísima fidelidad en cumplir, hasta en sus más mínimos pormenores, el regla­mento del Seminario, que era muy rígido. Fidelidad que era tanto más admirable cuanto que él no era un joven que tuviese necesidad de ser conducido en todas sus acciones. Tenía la edad de treinta y tres años, y ya hemos visto los diversos estados porque había pasado. Su carácter vivo, se­vero y fuerte le inclinaba naturalmente á la vanidad é inde­pendencia.

¡Cuánta energía de voluntad había de necesitar para sostener generosamente la lucha contra sí mismo practican­do la humildad, que le era tan opuesta! Una hoja que pudo escapar de la destrucción general de sus piadosas notas, con­tiene cuatro pensamientos escritos por su mano, con fecha del 2t de Febrero de 1841, los cuales dan testimonio de que, desde el principio de su sacerdocio, su principal práctica fué la humildad de corazón y espíritu, la humildad interior que le conducía al reconocimiento de su nada, de su incapaci­dad y al abandono completo en los brazos de la divina Pro­videncia. Los pondremos á continuación:

«1º Por más que hubieres llenado el cielo y la tierra de méritos, puedes, como verdadero cristiano, aplicarte aquella sentencia que dice: «Soy un siervo inútil».

«2° El afligirte cuando plazca á Dios negarte alguna cosa, es suponer que no sabe lo que es necesario á tu alma ó que no desea siempre el bien de ella.

«3° No contentarse en todas las acciones tan sólo con la pureza y rectitud de intención, es creer que Dios no es jus­to remunerador de nuestro trabajo.

«4° No consideremos como humildad el descontento que experimentamos de nosotros mismos, porque muchas veces no es más que una astucia del demonio. Al contrario, cuan­do nos hallemos en esta disposición demos sinceramente gracias á Dios por habernos abatido de tal modo que no podamos hacer obra alguna por su gloria; tengamos mucha confianza, creyendo que le será muy grato el menosprecio de nosotros mismos».

Al terminar sus estudios en el Seminario, los dos ami­gos eran atraídos hacia la Congregación naciente de los sa­cerdotes de la Resurrección, que se fundaba en Roma. El Sr. Jelowicki, después de haber estado dudoso por largo tiempo, entró en dicha Congregación; pero el Sr. Kamoc­ki, aunque con pena, resistió á las vivas instancias de su amigo y de los hombres eminentes, á quienes profesaba un gran respeto y profunda estimación. Verdad es que todavía ignoraba lo que Dios quería hacer de él; mas sentía en el fondo de su alma la necesidad de inmolarse completamente á Dios, y el sacrificio no podía ser completo en una Congre­gación que únicamente se componía de sus compatriotas, que perteneciendo todos á una misma sociedad, tenían la misma educación, los mismos recuerdos, los mismos dolo­res; en una, Congregación, repito, que tenía por fin princi­pal el dedicarse á la formación del clero polaco y á las mi­siones en los diferentes países en donde se había diseminado la infortunada nación polaca. El Sr. Kamocki había de ser, además, en dicha Congregación uno de: sus fundadores, lo cual no le agradaba.

Todos los años el Sr. Kamocki iba á pasar las vacaciones la Trapa, y tuvo el pensamiento de retirarse á ella para siempre; pero le detuvo el deseo de volver á ver á su hija, y de velar, aunque de lejos, por esta alma que quería fuese totalmente para Dios Nuestro Señor, el cual permitió este deseo para cumplir los designios que tenía sobre su siervo.

El día de la ordenación estaba próximo, y el Sr. Kamo­cki se preparó redoblando el fervor. En Diciembre de 1841 debía ser sacerdote; pero una circunstancia imprevista hizo que disfrutase de esta dicha un mes antes. La señora conde­sa Matachowska fué á París para consultar á los hombres célebres de la Facultad de Medicina. Un cáncer general ha­bía invadido todo su cuerpo, sufría un verdadero suplicio, tanto más terrible cuanto la Religión no venía á endulzar sus amarguras. La infortunada Condesa no era católica más que de nombre, é inficionada por las ideas volterianas, esta­ba entregada totalmente á los goces mundanos. No quería que se acercase á ella ningún sacerdote, y sólo por condes­cender con las personas que le rodeaban consintó en recibir al Sr. Kamocki en cualidad de amigo y de pariente remoto. La muerte se aproximaba á grandes pasos; los médicos de­clararon que la pobre enferma no tenía más que algunos días de vida. Ella lo conocía y se desconsolaba, pero rehusaba formalmente recibir los socorros de la Religión. De repente, con gran pasmo y asombro de todos, manifestó el deseo de confesar con el Sr. Kamocki solo, y no con otro alguno. Al momento fueron á Versalles para informar de lo que pasaba al señor obispo Blancard de Bailleul. Este santo Prelado amaba al Sr. Kamocki como si fuera hijo suyo; le hizo venir al instante, y le dijo: «Se trata de salvar un alma y, por lo tanto, mañana mismo os ordenaré, é inmediatamente iréis á confesar á la pobre moribunda. » Todo lo dispuesto se cumplió exactamente.

Empezó, pues, el Sr. Kamocki el ejercicio de su santo ministerio por la confesión, lo que fué como un pronóstico del bien inmenso que había de hacer en el tribunal de la penitencia, en el cual se dedicó con una caridad sin límites á la salvación de las almas hasta el último día de su vida. La ordenación que recibió en circunstancias tan excepciona­les le causó una impresión profunda; hablaba frecuente­mente de ella, y siempre con viva emoción; todos los años, el 14 de Noviembre, celebraba el aniversario, diciendo una Misa en acción de gracias.

Nombrado el Sr. Kamocki vicario de San Claudio, se entregó totalmente al cumplimiento de sus deberes; profun­damente penetrado de la grandeza y santidad del estado sacerdotal, se ocupaba en enseñar el catecismo á los niños, y pasaba muchas horas en el confesonario sin hacer caso del cansancio. Al mismo tiempo no cesaba de prestar ser­vicios á su amada patria, no ya en los campos de batalla, sino en el de las ciencias, pues era miembro de las Sociedades de Literatura é Historia que se hallaban en París. Sus ocu­paciones diarias estaban tan bien ordenadas y de tal modo las cumplía, que no tenía un momento desocupado.

Anales españoles 1893

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