María en el ministerio apostólico de Jesús

Francisco Javier Fernández ChentoVirgen MaríaLeave a Comment

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Author: Vicente de Dios, C.M. · Year of first publication: 1986.
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Hoy vamos a adentramos en el mundo de la vida pública, del ministerio apostólico de Jesús. Dejando los dos episodios que refiere San Juan (María en la Boda de Caná y María al pie de la Cruz), vamos a limitarnos a lo que nos dicen de María los tres evangelistas sinópticos.

El que más habla de ella es Lucas: a los dos pasajes marianos que traen Marcos y Mateo:

  • el rechazo de Jesús en Nazaret (Mc 6, 1-6 a; Mt 13, 53­58; Lc 4, 16-30)
  • las palabras de Jesús sobre «su familia» (Mc 3, 31-35; Mt 12, 46-50; Lc 8, 19-21),

añade Lucas otros dos pasajes significativos:

  • la bienaventuranza de la madre de Jesús proferida por «una mujer de entre la multitud» (Lc 11, 27-28)
  • y la presencia de María en Jerusalén, junto «con los once y con algunas mujeres», después de la Ascensión, esperando la venida del Espíritu Santo. Esto último nos lo cuenta el libro de los Hechos de los apóstoles, escrito también por Lucas.

Meditemos sobre estas cuatro escenas.

1

Los tres evangelistas sinópticos nos cuentan EL RECHAZO DE JESUS EN NAZARET y es muy interesante comparar a los tres.

Jesús había salido de su pueblo para encontrarse con Juan el Bautista y ser bautizado por él en el Jordán. Después recorre Galilea predicando el Reino de Dios. Un día regresa a su pueblo y se pone a predicar en la sinagoga. Sus paisanos se asombran de lo que sabe y de lo que cuentan de él, pero de todas maneras lo rechazan. Lo rechazan porque no quieren ver más allá de sus narices, porque para ellos es sólo «el hijo del carpintero», porque se cierran a descubrir que Jesús puede ser más de lo que ellos se imaginan, que puede ser «el Hijo de Dios» además de ser «el hijo del carpintero». Jesús se extrañaba de «sti falta de fe».

Y entonces les dice una frase que nos trasmiten los tres evangelistas, aunque cada uno lo hace de distinta forma y como corrigiéndose. No olvidemos que Mt escribió después que Mc, y Lc después que Mt.

  • Mc cita a Jesús diciendo que «sólo menosprecian a un profeta en su tierra, entre sus parientes y en su casa»;
  • Mt dice únicamente que «en su tierra y en su casa»;
  • Lc todavía reduce más: solamente dice «en su tierra»…

¿Por qué suprime San Lucas «entre sus parientes y en su casa» y dice únicamente que «sólo desprecian a un profeta en su tierra»? Porque la escena del rechazo de Jesús en su pueblo está descrita en un ambiente de incredulidad: lo rechazan por «su falta de fe». Y Lucas de ninguna manera quiere que, al decir «entre sus parientes y en su casa», alguien pueda malentender, por ejemplo, que hasta la Virgen María rechazaba a Jesús.

La Madre de Jesús, tan elogiada por él en los dos primeros capítulos de su evangelio como quien oye la palabra de Dios, y la retiene y la medita y la cumple, como quien profundiza en los misteriosos hechos y palabras que rodean a Jesús, de ninguna manera puede entrar ni en sospecha en la categoría de los que no aceptan a Jesús. Tanto Lc como Mt quieren expresar esto claramente, y lo hacen de forma indirecta, suprimiendo las palabras de Marcos que podrían interpretarse mal.

María, para ellos es la Virgen creyente y la Madre de los creyentes, como gusta llamarla la Iglesia y como nosotros la invocamos en nuestros cantos.

Algo parecido ocurre con la escena que podríamos titular «LA PROCLAMACION DE LA VERDADERA FAMILIA DE JESÚS». Un día en que Jesús estaba hablando familiarmente con la multitud, como solía hacerlo, llegan su madre y sus parientes queriendo hablar con él.

  • Mc dice que su madre y sus parientes se quedaron fuera, sin añadir más.
    Lc dice que no pudieron entrar a causa del gentío.
  • Mc dice que Jesús, paseando la mirada por todos los que estaban dentro en el corro, dijo: «Aquí tenéis a mi madre y a mis hermanos: el que cumple la voluntad de Dios es mi madre, mi hermano y mi hermana».
    Lc dice que Jesús, al saber que su madre y sus parientes querían verlo, exclamó: «Mi madre y mis hermanos son los que escuchan el mensaje de Dios y lo ponen por obra».
  • Mc parece distanciar a María.
    Lc la pone como modelo para los que le están escuchan­do.

Y para que no quede ninguna duda se vale del contexto. Acaba de contarnos la parábola del sembrador y de la semilla, que termina con estas palabras: «En cuanto a la semilla caída en buena tierra, representa a aquellos que, oyendo la palabra, la guardan en un corazón noble y generoso y dan fruto con constancia». Aparece entonces María preguntando por su hijo, y Lucas hila las últimas palabras de la parábola con la conduc­ta de aquella mujer. Para San Lucas es como si Jesús hubiera dicho: «Mi madre es esa buena tierra que, oyendo la palabra, la guarda en su corazón noble y generoso y da fruto con constan­cia».

Es indudable que Jesús afirma una enseñanza que todos los evangelistas tienen buen cuidado en transmitirnos: Que, para pertenecer al Reino, a su nueva familia, no es el parentesco físico lo que cuenta (mucho menos la pertenencia a una raza o pueblo), sino únicamente la fe, y una fe precisamente concreta, integrada por la escucha y las obras, por la coherencia de vida.

Pero, para San Lucas, ésa es precisamente la ejemplaridad de la Virgen María. Es la «primera creyente» porque tuvo que engendrar a Jesús por la fe antes y después de engendrarlo por la carne. Tuvo que aprender, a veces muy dolorosamente, a verlo más allá de los lazos de la sangre, como el enviado de Dios y el siervo sufriente por la humanidad. jesús inaugura una nueva familia y sólo hay un camino para participar en ella: la fe puesta en práctica.

A veces nos extraña lo poco que dice el Nuevo Testamento sobre María. Y es, probablemente, porque «más todavía que resaltar la dignidad de su maternidad divina, lo que pretende es caracterizar a María como la creyente a base de rápidas pince­ladas, a base de las situaciones más decisivas de su vida. No obstante no tener pecado, su vida se desarrollaba en medio de luchas y victorias. No se trataba de santidad y pecado luchando entre sí, se trataba de las exigencias de la obediencia y del amor. Su vida era entrega a Dios, y Dios la condujo por sendas cada vez más dificiles y pendientes hasta que fue capaz de superar la gran prueba de la cruz de su hijo. A pesar de vivir tan cerca de Dios, aún no estaba en el cielo, sino en medio de la nube que a todos los mortales nos encubre la faz divina y, como nosotros, hubo de realizar su vida en la oscuridad de la fe. Y por eso la Escritura la alaba precisamente por su fe» (cf. Michael Schmaus, «El Credo de la Iglesia Católica», Ed. Rialp, Madrid 1970, p. 686).

3

Otra escena evangélica más breve, contada sólo por Lucas, nos dice lo mismo todavía con mayor claridad. Es la escena en que UNA MUJER DEL PUEBLO Y JESUS INTERCAMBIAN BIE­NAVENTURANZAS:

Dijo ella: «¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!».

Dijo él: «¡Dichosos los que escuchan el mensaje de Dios y lo cumplen!».

Aquí se contraponen las razones de la bienaventuranza. Se subraya que la Madre de Jesús es digna de dicha, pero no simplemente por haber tenido un hijo, aunque sea el Hijo de Dios, sino sobre todo por haber escuchado, guardado, meditado y cumplido su mensaje. Es lo mismo que había gritado Isabel: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!» y «¡Bendita tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá!».

Vemos pues, una vez más, que la Escritura alaba a María más que nada por su fe.

Y aquí nuestro corazón puede aventurar las pruebas de la fe de María. Quizá quería encontrar en su hijo más apoyos humanos. Quizá lo quería más en su casa y familia, más hijo sumiso suyo en una palabra. Quizá lo quería menos conflictivo, con actitudes que no causaran tanto rechazo para él ni tantos problemas para sus familias. Quizá quería, como todos los esperaban del Mesías, que su hijo se mostrara salvador del mundo de una manera más gloriosa, con los milagros y el poder que todos querían y él se empeñaba en rechazar…

Son presunciones que hacemos, no lo sabemos bien. Lo que sí sabemos es que, fuera lo que fuera, ella escuchaba sus palabras, las meditaba después en sus adentros y acoplaba su voluntad a lo que el Espíritu le iba revelando. Su fe en el Hijo se mantenía a salvo hasta en las situaciones más difíciles e incom­prensibles. Lo dice una estrofa en un canto conocido:

La fe por el desierto a lomos de un asnillo,
la fe cuando en las bodas Jesús se hizo rogar,
la fe cuando creían que el hijo estaba loco,
la fe sobre el Calvario al borde de acabar…

Y así la Virgen María nos alienta en nuestras pruebas de fe, cuando Dios parece ocultarse a nuestros ojos y vemos que en el mundo parece triunfar un sentido de la vida que lo ignora y excluye:

  • cuando tratar de ser cristianos es nadar contra corrien­te,
  • cuando vivir como cristianos es privarse de ventajas,
  • cuando decir que uno es cristiano es motivo de desdén.

Cuando nos movemos en un contorno de ateísmo, en el que muchos bautizados viven de hecho como si Dios no existiera y en el que muchísimos seres humanos se cierran a las transcen­dencias y aceptan insensibles la nada como su último fin.

Si reflexionamos seriamente en estos pasajes evangélicos sobre María como la mujer creyente y como la madre de los creyentes, encontraremos toda la luz y toda la decisión que necesitamos en este difícil camino nuestro de peregrinar en la fe.

4

EL LIBRO DE LOS HECHOS, escrito también por San Lucas, habla de María sólo una vez. Nada tiene de extraño, porque, así como los evangelios no se proponen hablar de María sino de Jesús, así el libro de los Hechos tampoco se propone hablar de María sino de la Iglesia naciente en expansión. Pero esta única vez que habla de María nos dice mucho de ella, en relación precisamente con la Iglesia.

Después de la Ascensión los discípulos volvieron a Jerusalén a la espera del Espíritu Santo, como les había mandado el Señor (He 1, 4-5). Subieron a la estancia superior de la casa. Los que subieron fueron los once apóstoles (Judas ya no estaba) y, además, «algunas mujeres, María la madre de Jesús, y sus parientes» (He 1, 14).

Lucas nombra a María con toda intención:

  • Ella,
  • con los once (cf. Hc 1, 21-22),
  • con las mujeres que presenciaron la crucifixión, el sepe­lio y la tumba vacía (Lc 23, 49.55; 24, 10),
  • con los parientes fieles,

certifica la continuidad entre los discípulos de jesús durante su ministerio terreno y la comunidad creyente de la historia eclesiástica.

Lucas «muestra a María, cuando la muestra por última vez, unánime con quienes constituían la naciente Iglesia pentecostal en la entrega a la oración que tanto marcaría la vida de aquella Iglesia (He 2, 42; 6, 4; 12, 5). El evangelista ha cuidado de trazar un diseño coherente de ella desde el primer anuncio de la buena nueva hasta la víspera del advenimiento del Espíritu, que impulsaría la difusión de la Iglesia desde Jerusalén hasta el confin de la tierra (He 1, 8). La primera respuesta de María a la buena nueva fue «he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según su palabra». La verdadera relevancia de los Hechos 1, 14 (lo que nos quieren decir al nombrar a María esta única vez) es recordarnos que su actitud no había cambiado» (Brown-Donfried­Fitzmyer-Reumann, «María en el Nuevo Testamento», Sígue­me, 1982, p. 174).

A raíz de Pentecostés, habiendo descendido el Espíritu San­to sobre los discípulos y sobre María con toda su fuerza creado­ra, podemos suponer la evolución cristiana de María, quien tuvo que participar evidentemente de la transformación que se verificó en los discípulos:

  • ante todo, el acontecimiento de Pentecostés dio a María la claridad sobre su Hijo: que era Hombre auténtico y auténtico Hijo de Dios, y que no sólo como Hombre, sino también como Dios, era hijo suyo.
  • asimismo, le dio la claridad sobre sí misma y sobre su posición respecto de El: que era su madre y a la vez la primera persona redimida por El. Y ambas cosas no en yuxtaposición, sino en compenetración, como unidad perfecta.
  • además, ella entendió perfectamente que su hijo era el Redentor de los hombres y que, entonces, su amor a su Hijo debía dirigirse cada vez más claro y fuerte hacia aquellos para quie­nes era el amor de su Hijo (cf. R. Guardini, «La Madre del Señor», Ed. Guadarrama, Madrid 1965, p. 80).

Ese Hijo suyo era «el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29), la «Cabeza del Cuerpo» que entre todos formaban (Col 1, 18), la Cabeza de la Iglesia. Una misma vida fluía por todo el Cuerpo (cabeza y miembros), por toda la Iglesia, pues ésta no podía concebirse más que como un ser viviente única­mente en Cristo y por Cristo. Y si ella, María, había dado vida a la Cabeza, también tenía que habérsela dado, y tenía que seguir dándosela también a los demás miembros, tenía que ser la MADRE DE LA IGLESIA.

Podemos estar seguros de que la Virgen María cumplió con total entrega su función de Madre de la Iglesia desde Pentecos­tés a la Ascensión y «hasta la consumación perfecta de los elegidos» (LG 62). Los Hechos silencian en adelante los detalles de su vida porque los detalles de su vida no tuvieron nada de extraordinario, si por detalles entendemos las cosas que hacía y no el afecto, el amor, la solicitud maternales con que seguía los pasos de la Iglesia. Los detalles en definitiva no interesan cuando se trata de personas de las que sabemos más por lo que son que por lo que de ellas nos puedan decir.

  • si trató con algún apóstol o algún evangelista, su huella tuvo que ser tan profunda como los rasgos fisicos y espirituales que grabó en Jesús por ser su madre;
  • si ella vivió en el círculo de alguna comunidad de cristianos (seguramente en la del discípulo amado), su sola presencia hubo de constituirla en comunidad fervorosa en la fe y en el amor;
  • en cualquier caso, entonces y ahora, como dice el Conci­lio, «por su amor maternal cuida de los hermanos de su Hijo que peregrinan y se debaten entre peligros y luchan contra el pecado, hasta ser llevados a la patria feliz» (LG 62).

En la vida feliz nos espera: «Terminado el curso de la vida terrena, fue ASUNTA en alma y cuerpo a la gloria celestial y enaltecida por el Señor como REINA DEL UNIVERSO, para que se asemejara más plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan y vencedor del pecado y de la muerte» (LG 59).

5

De dos modos hemos contemplado hoy a María: como MADRE DE LOS CREYENTES y como MADRE DE LA IGLESIA.

1. La oscuridad de la fe, la peregrinación de los creyentes (lo decíamos ayer) tiene en la Medalla Milagrosa el signo más expresivo: la espada anunciada por Simeón. Una espada que, por muy dolorosa e incomprensible que a veces fue, jamás separó a María de Jesús: sus dos corazones permanecen unidos en el reverso de la Medalla por las dos realidades que más unen a los seres del mundo: el amor y el dolor.

2. La verdad de María, Madre de la Iglesia, es una de las formulaciones más claras de la Medalla. Todos sus signos sin excepción hablan de los cuidados maternales de María en favor de la Iglesia: sus cuidados de compasión, de intercesión, de distribución de gracias, de ejemplaridad en la fe y la obediencia, de esperanza segura en la victoria final.

Y especialmente uno de esos signos, el de María «envuelta en el sol, con la luna bajo sus pies y en la cabeza una corona de doce estrellas» describe simultáneamente a la Iglesia y a María. Las doce estrellas representan a los doce apóstoles y resumen a «todo el pueblo de Dios, tanto a los fieles como a los pastores», que se conciertan para proclamar a María Madre de la Iglesia» (cf. Pablo VI, discurso de clausura del Concilio, 21 noviembre 1964).

3. Hemos citado a María como «Asunta al cielo» y «Reina del Universo». También las doce estrellas reflejan la victoria final («los justos brillarán como el sol en el Reino del Padre», dijo Jesús: Mt 13, 43), cuando María, la Mujer del Apocalipsis, «terminado el curso de su vida terrena, fue Asunta en alma y cuerpo a la gloria celestial y enaltecida por el Señor como Reina del Universo» (LG 59).

El mejor homenaje que le podemos hacer a María como Madre de la Iglesia es que los cristianos seamos verdaderamen­te Iglesia, pueblo de Dios,

  • germen segurísimo de unidad, esperanza y salvación;
  • comunión de vida, de caridad y de verdad;
  • instrumento de redención universal;
  • «enviados a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra» (LG 9).

Todavía no somos ni mucho menos suficientemente pobres, ni suficientemente fervorosos, ni suficientemente comunitaríos, ni suficientemente apostólicos, ni siquiera suficientemente conscientes de nuestro bautismo y de nuestra misión. Estamos lejos de ser ese fermento empeñado en renovar la masa inerte del mundo en que vivimos.

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