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 «Estaban al pie de la cruz de Jesús: su madre; la hermana de su madre; María de Cleofás; y María Magdalena.
«Estaban al pie de la cruz de Jesús: su madre; la hermana de su madre; María de Cleofás; y María Magdalena.
Al ver a su madre y a su lado al discípulo amado, dijo Jesús: —Mujer, ése es tu hijo.
Y luego dijo al discípulo:
—Esa es tu madre.
Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19, 25-27).
Hay un sentido obvio y natural en esta escena: Jesús, a punto de morir, se preocupa por su madre, ya que, de acuerdo con la ley judía, debe quedar a cargo de algún varón para que la cuide. Jesús encarga esa tarea al discípulo amado. Es un detalle que no podía faltar en el alma sensible de un buen hijo, como era Jesús.
Pero hay además, evidentemente, otro sentido más profundo, simbolizado por el primero. Basta, para convencerse de ello, caer en la cuenta de que Jesús, en lugar de «madre» dice «mujer», y en lugar de otro nombre dice «el discípulo amado». Además de personajes reales son personajes simbólicos, representativos.
1. Al discípulo amado lo nombra San Juan por primera vez cuando narra la última cena: «Uno de los discípulos, el amado de Jesús, estaba reclinado inmediato a Jesús» (In 13, 23). El discípulo amado es el que vive cerca de él con una relación de intenso amor mutuo que produce una especial sensibilidad; es el confidente de Jesús, a quién él no oculta sus secretos, porque es capaz de percibirlos; su figura se contrapone en el relato de la cena a la de Simón Pedro, porque éste no acepta que Jesús le lave los pies, mientras que el discípulo amado sí acepta ese modo de amar de Jesús y responde a él con su cercanía (cf. Mateos-Barreto, «El evangelio de Juan», Ed. Cristiandad, Madrid 1979, pp. 606-607).
Dos son las características del discípulo amado: el amor y el testimonio, el cumplir el mandamiento nuevo y el transmitir el mensaje de jesús. El verdadero discípulo, el «discípulo amado» representa así a todos los que quieren interpretar auténticamente con su vida el amor y el mensaje del Maestro. Es el modelo del discipulado cristiano.
2. Si la expresión «el discípulo amado» tiene ese sentido simbólico, también ha de tenerlo la expresión «mujer», aplicada por Jesús a María tanto en Caná como en la Cruz. Lo mismo que en Caná, «aleja Jesús la atención de su parentesco de sangre con María para concentrarse en el hecho de que en adelante… María ha de buscar sus hijos no en aquellos que se hallan cerca de ella por los vínculos de la sangre, sino en aquellos que toman parte en su misma ilimitada fe y permanecen junto a Jesús hasta el final» (Mc Hugh, o. c., p. 482). Se trata de nuevo de la maternidad de María según la fe más que de su maternidad según la carne.
3. Por eso en la Cruz, además de llamar «mujer» a la Virgen María, se la entrega como «madre» al discípulo amado: «Dijo al discípulo: ésa es tu madre». Las palabras de Jesús son claras y nos recuerdan otras de Jesús en el mismo evangelio de Juan hablando precisamente de su pasión y cruz: «Cuando la mujer va a dar a luz se siente triste porque le ha llegado su hora; pero, cuando nace el niño, ya no se acuerda del apuro, por la alegría de que ha nacido un hombre para el mundo» (16, 21). ¡Cuán naturalmente pensamos en la Virgen María al oír estas palabras! Jesús «no sólo compara su pasión a un alumbramiento, sino que asimila su «hora» a la hora en que la mujer va a ser madre; dice además que la mujer se alegra de dar al mundo un hombre, no un niño… Se trata ciertamente de la hora sublime del nacimiento de la Iglesia. Nacimiento ciertamente debido al sacrificio de Cristo, pero al que es llamada María para colaborar en su calidad de mujer que lleva a cabo su acción materna» (André Feuillet, «La doctrina mariana en el Nuevo Testamento y la Medalla Milagrosa», en el libro «Las apariciones de la Virgen María a Santa Catalina Labouré», Ed. Ceme, Salamanca 1981, pp. 210-211).
Hay otro texto importante con el que muchos teólogos relacionan a la «mujer» y «madre» del Calvario. Es el versículo 15 del capítulo 3 del Génesis: «Enemistad pondré entre ti y la mujer y entre tu linaje y el suyo; él te pisará la cabeza cuando tú hieras su talón». Es lo que llamamos el Protoevangelio, es decir, el primer anuncio de la Buena Nueva de la salvación. Dios habla a la antigua serpiente y le profetiza que será vencida por el linaje de la mujer.
En el Evangelio de San Juan:
- el diablo es el gran adversario de Jesús (12, 31; 16, 11; cf. Ap 12, 4-6);
- el diablo es el que induce a Judas a traicionar a Jesús (13, 2; cf. 6, 20);
- el diablo es «el padre de la mentira» (8, 4; cf. «la serpiente me engañó»: Gn 3, 4.13);
- se habla de la Pasión de Cristo como la batalla decisiva en que «el jefe de este mundo será echado abajo» (12, 27-36; 14, 30).
Es muy natural que San Juan tuviese en mente la profecía del protoevangelio al narrar la «exaltación» de Jesús por su muerte y resurrección. Con la muerte de Jesús, la antigua serpiente estaba hiriendo el talón del linaje de la mujer; pero con la muerte y la resurrección de Jesús, la antigua serpiente estaba siendo vencida para siempre.
Y es asimismo muy natural que pensara en la mujer-madre de Jesús, el linaje vencedor. Por su «peregrinación de fe permaneciendo unida a su hijo con fidelidad hasta la cruz» (LG 58), su hijo la asocia para siempre a su triunfo sobre el mal y a su misión de dar vida en abundancia.
Asociada a su triunfo sobre el mal y asociada a su misión de dar vida en abundancia. Son dos funciones de María. La primera se ha llamado a veces corredención. La segunda constituye su maternidad espiritual.
La Iglesia ha dejado de usar la palabra corredentora aplicada a María, para evitar que se pudiera pensar equivocadamente en una actuación común y al mismo nivel de Jesús y de María en la obra de la redención; prefiere que se la designe «sierva del Salvador», «socia del Redentor»…
Ciertamente María no puede actuar en igualdad con Cristo. Además de no ser Dios como él para dar valor infinito a sus obras reparadoras, ella es la primera redimida por el acto redentor. Por otro lado, si la resurrección y la ascensión de Cristo se consideran también partes integrantes de la obra de la redención, sabemos que en ellas no hubo lugar para la cooperación de la Madre de Jesús.
Sin embargo, se puede afirmar con toda verdad, como lo hizo el Concilio, que María, junto a la Cruz, «no sin un designio divino, permaneció de pie, sufrió intensamente con su Hijo unigénito y, dando su amoroso consentimiento a la inmolación de la víctima que ella había engendrado, se asoció coi, corazón materno a su sacrificio» (LG 58). El sí del Calvario era el mismo «consentimiento lleno de fe que prestó en la anunciación y que mantuvo sin vacilar al pie de la Cruz» (LG 62); un sí a la vida del Salvador y un sí a su muerte redentora.
Para precisar más el papel de María como socia del Redentor, dicen algunos teólogos que, en el Calvario, le correspondió a María, «representar algunos elementos de la humanidad que no fueron asumidos por Dios en su encarnación, a saber:
- aquello que constituye la persona humana como tal, ya que Cristo era persona divina;
- la condición de ser humano redimido, pues Cristo era sólo el Redentor;
- y, finalmente, la índole diferenciada de la mujer».
«El papel de María como representante de estos elementos accesorios —añaden— no era, ciertamente, necesario, pero formaba parte del designio divino que había querido asignar a la humanidad una participación integral en la obra de la misma redención» (Carda Pitarch, o. c., p. 84).
En una palabra: estamos ciertos de que María, en el Calvario, lo mismo que permaneció al lado de Jesús, permaneció al lado nuestro, entregándose toda con Jesús a nuestra redención.
Y, «padeciendo con su Hijo mientras él moría en la Cruz, cooperó de forma del todo singular, por la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad, en la restauración de la vida sobrenatural en las almas. Por tal motivo es nuestra Madre en el orden de la gracia» (LG 61).
¿Cuál es la función de María como Madre espiritual de los cristianos? Necesariamente ha de relacionarse con la misma obra de Jesús, que él traduce en oración en el capítulo 17 de San Juan. Jesús pide al Padre:
- que sus discípulos sean uno (vv. 11-14),
- que sean protegidos del mal (v. 15; cf. 1 Jn 2, 13-14; 3, 12; 5, 18-19),
- que sean conducidos a la patria del cielo (v. 24).
La Virgen María comulga con esta obra y oración de Jesús. También ella quiere que los discípulos de Jesús, que son hijos de ella, vivan como hermanos, que el mal no los aparte de Dios, que un día contemplen su gloria. Esta es su misión y su oración, las mismas de Jesús.
Leí en un librito una parábola muy sencilla: «Una madre tenía dos hijos. Los tres vivían muy unidos por el amor. Pero un día los hermanos riñeron entre sí. Los dos seguían amando entrañablemente a su buena madre; pero la distancia entre ambos fue haciéndose mayor cada día, hasta degenerar en odios y malos quereres. Llegó la fiesta de la madre. Los dos hijos se acercaron a ella, cada uno por su parte, para contarle su amor y ofrecerle un obsequio. Uno y otro percibieron profunda pena en el corazón de la madre tras la sonrisa con que agradecía su regalo, abrazándoles. «¿Es que no te gusta mi obsequio, madre? ¿Preferirías otra cosa?» le preguntaron los dos. Y la respuesta fue la misma para ambos: «Es precioso tu regalo. Me encanta. Pero sólo hay un obsequio que puede hacerme plenamente feliz: que los dos hijos me demostréis vuestro amor perdonándoos mutuamente y volviendo a amaros como buenos hermanos. Es lo que más quero en la vida». Reflexionaron los hermanos. Y el amor fundió a los tres en un fuerte abrazo. La paz reinó para siempre en su corazón y en su hogar» (José María Cirarda, «María la Virgen», cuadernos Bac, Madrid 1978, p. 28).
Si María es nuestra Madre, es posible vivir como hermanos, en relaciones de perdón, paz, justicia y amor. Ella pide esas gracias para nosotros, y nosotros, por ser Hijos de María, debemos pedirlas por su intercesión. «Todas las gracias que nos vienen de Jesús vienen también por manos de María… María en la gloria, junto a su Hijo, colabora a la distribución de las gracias, como colaboró en su rango de madre, modesta y sublime, a la adquisición de la gracia. Eso es lo que significan esas palabras tan sencillas: mujer, ése es tu hijo; hijo, ésa es tu madre» (P. Benoit, «Passion et resurrection du Seigneur», Paris 1966, pp. 219-220).
3
«Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19, 27).
La acogió en un sentido plenamente humano, pero también en el más pleno de los sentidos. Es decir, el discípulo le abrió la casa de par en par, pero le abrió también su alma. La cuidó y se confió a ella. Le dio mucho pero recibió mucho más.
Se dice del Verbo de Dios que, al encarnarse, «vino a su casa y los suyos no lo recibieron» (Jn 1, 11). Estaba en el mundo porque había venido, pero no todos lo acogieron.
Pasó lo mismo cuando murió crucificado y en soledad, como él había profetizado: «Os dispersaréis cada cual a vuestra casa y a mí me dejaréis solo» (Jn 16, 32).
No fueron, sin embargo, todos los que no lo acogieron al venir al mundo, ni los que lo dejaron solo al pie de la cruz: allí estaban su madre, otras mujeres y el discípulo amado.
Por eso, ya sobre la cruz, Jesús convocó a su madre y al discípulo amado a no dejarlo solo, a formar una nueva familia, a instituir la comunidad de los discípulos fieles, a construir la Iglesia nacida de su costado abierto.
En contraste con el rechazo («los suyos no lo recibieron»), en contraste con la dispersión («os dispersaréis cada uno a vuestra casa, cada cual por su lugar»), la nueva comunidad ha de ser un ámbito de acogida y de reunión, en el que los discípulos prodigan a la madre el cuidado de su devoción, su culto, su escucha y su imitación, pero en el que de todos modos la madre da a los discípulos mucho más de lo que recibe de ellos: les da
- la referencia total a Cristo,
- la garantía de su gracia,
- la presencia de su espíritu.
Todo esto justifica de sobra el culto que profesamos a la Virgen María. Hay mentalidades un tanto estrechas que la emprenden con la devoción del pueblo a la Santísima Virgen. Acusan al pueblo de que su religión parece más mariana que cristiana, de que utiliza demasiadas fórmulas para rezar y demasiados objetos materiales (por ejemplo, la Medalla), y de que derrocha una excesiva afectividad.
Pero la Iglesia le dice solamente:
- «que cultive generosamente el culto, sobre todo litúrgico, hacia la Bienaventurada Virgen,
- que estime mucho las prácticas de piedad para con ella recomendadas en el curso de los siglos por el Magisterio,
- y que observe religiosamente aquellas cosas que en los siglos pasados fueron decretadas acerca del culto a las imágenes de Cristo, de la Bienaventurada Virgen y de los santos» (LG 67).
Y estas cosas las suele cumplir el pueblo en su devoción a María. Si a veces el pueblo peca por carta de más, los que lo acusan pueden pecar por carta de menos. Y ambas cosas son igualmente reprobables.
Eso sí, la verdadera devoción a la Virgen no puede quedarse «ni en un afecto estéril y transitorio ni en una vana credulidad», sino que debe proceder de la fe y del conocimiento y llevarnos al amor a María y a lo que ella quiere y a la imitación de sus virtudes (ib.).
María al pie de la Cruz: A la misma hora que había llegado la plenitud de la salvación por la exaltación de Cristo, había llegado también la plenitud de la maternidad de María sobre el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, la comunidad de los discípulos que ama el Señor.
4
Es muy estrecho el encuentro de la Medalla Milagrosa con todas las ideas que hemos meditado hoy.
Miremos, en el reverso, la letra M que remata en una Cruz. En cuanto símbolo, sólo puede tener un significado: en la obra de nuestra Redención, María se asocia íntimamente a Jesús, único Salvador. La barra transversal sobre la inicial de María (aún cuando sólo sea un detalle creado por el grabador de la Medalla), que parece anclar a María al pie de la cruz, contribuye a manifestar que, en este acontecimiento capital de la historia de la Salvación, Jesús Crucificado es inseparable de su Santa Madre.
Dos datos del anverso de la Medalla Milagrosa ilustran esta relación inseparable de María con Jesús en la hora del Calvario:
1. La virgen aplasta la cabeza de la serpiente, es decir, toma parte en la victoria de su linaje, de su hijo, sobre el mal. Si Eva había sido derrotada en los comienzos de la historia salvífica, María es la nueva Eva que repara con creces la primera caída. Si los cristianos triunfan sobre el pecado, lo hacen primordialmente por la virtud de Cristo Redentor, el nuevo Adán, pero también por la asistencia maternal de María, la nueva Eva.
2. Los rayos luminosos que nacen de las manos extendidas de la Virgen nos recuerdan que María es la madre de los cristianos y de la Iglesia y está asociada a su Hijo en la distribución de las gracias que merece a los hombres su sacrificio: el sacrificio de Cristo evocado por la cruz y la corona de espinas en el reverso de la medalla (Cf. André Feuillet, «La doctrina mariana del Nuevo Testamento y la Medalla Milagrosa», en el libro «Las apariciones de la virgen María a Santa Catalina Labouré», Ed. Ceme, Salamanca 1981, pp. 203-215).
La Medalla Milagrosa es un signo, una ilustración gráfica:
- del estar de María al pie de la cruz en la hora del Calvario,
- de su plena participación en los sufrimientos e intenciones del Redentor,
- de su entrega como Madre al discípulo amado,
- del ejercicio eficaz de su acción maternal con nosostros.
Llevar la Medalla Milagrosa consigo es acogerla en nuestra casa.
Llevar debidamente la Medalla Milagrosa es una garantía de verdadera devoción a la Virgen Santísima.
Invocar a María Milagrosa y poner por obra su mensaje es portarnos como hijos suyos y como discípulos amados de su Hijo.







One Comment on “María al pie de la cruz”
maría a pesar de je sus de ser su hijo amado ella demostró su dolor en silencio fue juan quien la acompaño en el calvario je sus llama a su madre mujer magdalena fue perdonada por je sus le da mucho amor pero le dijo no lo vuelvas hacer mujer