Luisa de Marillac (18)

Francisco Javier Fernández ChentoLuisa de MarillacLeave a Comment

CREDITS
Author: Elisabeth Charpy, H.C. · Year of first publication: 1988 · Source: Ecos de la Compañía.
Estimated Reading Time:

Vicente de Paúl – Luisa de Marillac: una amistad verdadera

OLYMPUS DIGITAL CAMERADurante 35 años, Vicente de Paúl y Luisa de Marillac trabajaron juntos en la mi­sión que Dios les había encomendado. La lectura de las numerosas cartas que han llegado hasta nosotros [más de 600] nos deja descubrir el sorprendente y maravi­lloso itinerario de su amistad.

Tanto en Vicente de Paúl como en Luisa de Marillac la santidad no fue innata. Esa santidad a la que ambos llegaron se apoya en su humanidad, y su vida de trato con Dios, de contacto con los Pobres y de trato mutuo, irá transformando poco a poco todo su ser, irá perfeccionándolo, embelleciéndolo. La amistad que unió tan profundamente a aquel hombre y a aquella mujer del siglo XVII, tendrá su origen en una serie de encuentros en los que, cada uno por su parte, tomará conciencia de su identidad, descubrirá su complementariedad recíproca y ayudará al otro a asu­mirse plenamente.

El primer contacto entre Vicente y Luisa será difícil. En el inicio de sus relacio­nes, hubo reticencias, vacilaciones, incertidumbres. Luisa de Marillac ha dejado es­crita su «repugnancia» en aceptar el nuevo Director espiritual que se le proponía.

Esta palabra: repugnancia es fuerte; indica un sentimiento vivo de repulsa natural no controlada.

Por su parte, Vicente de Paúl duda mucho en hacerse cargo de la dirección espiritual de aquella viuda, sobrina del Guardasellos, mujer inquieta y atormen­tada.

Nada hay común entre ellos: ni su origen social, ni su educación, su estilo de vida, su temperamento… Sin embargo, por obediencia a la Voluntad de Dios mani­festada por terceras personas, Luisa abre su alma y su conciencia a aquel sacerdote de 44 años. Vicente responde a las aspiraciones de su dirigida (34 años) y la ayuda a liberarse de sus angustias y a recobrar la paz, orientando su mirada hacia Dios y hacia los pobres.

Durante cerca de dos años (1625-1627), el tono de sus cartas es cortés, reveren­cial, y deja percibir posturas y deseos muy diferentes. Luisa quisiera ver con frecuen­cia a su director y st inquieta cuando se ausenta; Vicente no quiere que las múltiples peticiones de su dirigida pongan una traba a sus actividades:

«Nuestro Señor… desempeñará, El mismo, el oficio de director; cierta­mente que lo hará y de forma que le hará ver que se trata de El mis­mo… «

Progresivamente, ese tono va cambiando. A partir de 1628, se ve que las entre­vistas se desean y quieren por ambas partes. Así lo expresan varias cartas de Vicente de Paúl:

«Si no fuese tan tarde como es, iría a verla esta noche para saber de usted el particular de que me habla; será mañana, con la ayuda de Dios…

Si vuelvo pronto esta tarde, podré tener la dicha de decirle una pala­bra… «

El correo, más abundante, es ocasión de gran alegría. Vicente lo expresa así con toda sencillez:

«¡Dios mío!, querida hija, ¡cómo me consuelan su carta y los pensamien­tos en ella consignados!»

Esas entrevistas que se hacen más numerosas permiten a Vicente de Paúl y a Luisa de Marillac ir descubriendo las riquezas de la personalidad del otro. Luisa descubre en Vicente a un sacerdote de juicio seguro, deseoso de llevar las almas a Dios, preocupado por los Pobres. Vicente reconoce en Luisa una gran sensibilidad y una búsqueda —a veces llena de ansiedad, es cierto— de la voluntad de Dios. Si Vicente camina al paso del labrador que empuja el arado y va abriendo surcos en el campo, Luisa, rápida y presurosa, querría estar ya almacenando el grano.

Durante ese tiempo de mutuo descubrimiento, Vicente tiene un papel prepon­derante: él es quien orienta y hace renacer la confianza. Luisa, humildemente, se de­ja guiar.

En 1629, Vicente juzga que ha llegado el momento de asociar más estrechamente a Luisa a su actividad caritativa. El envío a Montmirail, el 6 de mayo de 1629, consti­tuye un verdadero cambio de sentido en sus relaciones.

A partir de entonces, se establece entre ellos una colaboración intensa y eficaz. Juntos comienzan a trabajar en una misma misión que no cesa de ampliarse. Su ac­tividad es inmensa: uno y otra están en la edad de la plena madurez.

En sus conversaciones o en sus cartas estudian los problemas que se presen­tan; cada uno da su parecer, cada uno asume sus responsabilidades. Puede percibir­se claramente su complementariedad. Vicente considera a Luisa como su colabora­dora. En sus cartas, ya no emplea la expresión: «mi querida hija», que indicaba la relación director-dirigida, sino la de «Señorita», con la que reconoce la plena partici­pación de Luisa en la tarea común.

Vicente tiene en la Señorita Le Gras una mujer intuitiva, siempre dispuesta a tomar iniciativas; una mujer con un extraordinario sentido de la organización, preo­cupada por la precisión, una señora que hace buen papel entre las Señoras de la Caridad. Luisa admira en Vicente al sacerdote preocupado por proclamar la Buena Noticia de Jesucristo, al hombre práctico y equilibrado, al consejero prudente, al cam­pesino que conoce la necesidad de lograr la sazón o madurez.

Las Misiones, la puesta en marcha o la visita a las cofradías de la Caridad, re­quieren con frecuencia la presencia de Vicente o de Luisa fuera de París, en diferen­tes regiones. La correspondencia se intensifica: cartas periódicas (una por semana, a veces) ponen mutuamente al corriente de las alegrías y dificultades de la misión, de los problemas que se presentan, de las soluciones posibles. Esta comunicación epistolar desborda, de manera natural, el trabajo misionero. Ambos corresponsales se informan mutuamente de las menudas noticias de la vida diaria:

«La caída del caballo quedando yo debajo de él, ha sido de las más peli­grosas y la protección de Nuestro Señor de las más especiales… Sólo me ha quedado una pequeña distensión de los nervios de un pie, que por ahora no me da mucho dolor… «

«No tenemos agua. Mando a buscarla a casa del Señor Deure… «

Con toda naturalidad intercambian sus reflexiones sobre los diferentes aconteci­mientos. Luisa expresa la dificultad que supone para ella el que las cosas no se pre­senten con claridad y precisión. Vicente asegura que le ocurre lo mismo:

«Soy como usted, señorita, no hay nada que me cueste más que la in­certidumbre; pero deseo ciertamente que Dios se digne concederme la gracia de hacerme totalmente indiferente, y a usted también. Así, pues, nos esforzaremos por conseguir, con la ayuda de Dios, esta san­ta virtud. «

La colaboración misionera hace saltar a la vista las mismas necesidades espiri­tuales. San Vicente utiliza la palabra «nos» o «nosotros». En otra circunstancia escri­be a Luisa:

«Acuérdese de nuestras necesidades espirituales»

En sus cartas a la Señorita Le Gras, Vicente de Paúl no duda en hacer una «revi­sión de vida», con motivo de algunas de sus acciones:

«Sería conveniente que tratara usted con la Señora Goussault y con la Señora Pollalion lo referente a Germana, para saber su opinión. Sólo hace dos días que se me ha ocurrido esta manera de obrar, que me parece es de cordialidad y deferencia. Y quizá les hayan podido doler el que le haya hecho tomar a usted la última decisión acerca de su em­pleo, sin habérselo dicho a ellas… «

Por su parte, Luisa prepara sencillos remedios para Vicente, que los acepta agra­decido.

El trabajo en común, la participación en la misma vida no borran las diferencias que existen entre Vicente de Paúl y Luisa de Marillac. No es de extrañar que surjan algunas incomprensiones. Después del Golpe de Estado que pretendió derrocar a Richelieu, Miguel de Marillac, el Guardasellos, y Luis de Marillac, el Mariscal, que­dan detenidos y encarcelados. Luisa sufre con esa desgracia familiar. Vicente, que­riendo sin duda proporcionarle un derivativo para su dolor, le propone ir a visitar las Cofradías de la Caridad de la región de Montmirail. La reacción de Luisa es inespera­da: piensa que Vicente no quiere verla, que pretende quitársela de en medio, alejarla de él. Sorprendido ante tal reacción —muy femenina, por lo demás—, Vicente le escribe:

«Borre… de su espíritu el motivo que me ha alegado para hacer ese via­je. No puede creer cuánto ha contristado esto mi corazón. ¡Oh no, gra­cias a Dios, yo no estoy hecho de ese modo! Dios sabe lo que El me ha dado hacia usted y usted lo verá en el Cielo. »

Posteriormente y durante largos meses, Vicente de Paúl y Luisa de Marillac ten­drán una opinión completamente divergente acerca del porvenir de las jóvenes que sirven en las Cofradías. Luisa tiene la intuición de que con ellas se realizará la «Luz» recibida el día de Pentecostés de 1623:

«… estaría en una pequeña comunidad… en un lugar dedicado a servir al prójimo… «

Vicente, por su parte, no ve en aquel momento la necesidad de reunirlas en una Cofradía distina de las de la Caridad. Aun cuando coopera al discernimiento de aquellas nuevas vocaciones y a su formación, deja a Luisa de Marillac toda la responsabilidad respecto a ellas.

«Le ruego… acepte que le diga que no debería usted mandar a sus hijas al lugar que me dice, sin antes enterarse por el médico de si hay peligro o no… »

La amistad que comienza a nacer entre Vicente y Luisa les lleva a inquietarse por el estado de salud del otro, sobre todo durante las epidemias de peste que se abaten sobre París (1631-1633). Vicente recomienda a su colaboradora:

«…le ruego que cuide de su salud, que no es suya, ya que la destina para Dios… «

No obstante, se deja convencer poco a poco por la insistencia de Luisa: ¡Po­dría ser Dios quien le estuviera hablando por medio de ella! Después de haber orado y reflexionado detenidamente durante sus ejercicios espirituales, Vicente invita a Luisa a que vaya a verle para estudiar juntos más de cerca la posibilidad de reunir a las jóvenes que así lo deseen en una pequeña Comunidad. El 29 de noviembre de 1633, Luisa recibe en su casa a algunas muchachas de las Cofradías para vivir en comuni­dad y servir mejor a Dios y a los Pobres.

El rápido aumento del número de jóvenes, su envío a las diferentes parroquias de París, a la región circundante después, y más lejos, hasta Richelieu, aconsejan a Vicente y Luisa concretar y puntualizar el espíritu que debe animar a los miembros de la nueva Cofradía. Luisa prepara el empleo del día, reglamentos… Vicente los co­rrige y luego se los explica a las jóvenes reunidas ante él para escuchar la conferen­cia. Día tras día, Luisa ayuda a las Hermanas a aprender a hacer oración, a vivir jun­tas en caridad, a amar y respetar a los Pobres a los que sirven.

Vicente y Luisa se ayudan mutuamente a hacer frente a los múltiples aconteci­mientos que se presentan: peticiones de las Señoras de la Caridad que desean tener Hermanas en sus parroquias o en sus pueblos; enfermedades y muerte de Herma­nas, víctimas de su abnegación; problemas planteados por la conducta de algunas. Ante su dolor por la actitud de una joven procedente de Nogent, Luisa recibe estas líneas de aliento por parte de Vicente:

«No se extrañe de ver la rebeldía de esa pobre criatura. Otras muchas veremos, si vivimos. Y no sufriremos tanto por ellas como Nuestro Se­ñor sufrió por parte de los suyos. Sometámonos a su agrado ante cada hecho que se presente… «

Muchas veces, el entusiasmo de Vicente viene a calmar y sosegar a Luisa, que tiene que luchar más de cerca con las dificultades diarias. Con frecuencia hace una exaltación de la vocación de Hija de la Caridad. Por ejemplo, con ocasión de la muer­te de una Hermana, la primera fallecida, escribe:

«Ha muerto en el ejercicio del divino amor, ya que ha muerto en el de la caridad… «

Pero los fallecimientos se suceden y sumen a Luisa en la tristeza. A veces se pregunta qué querrá Dios, cuando se lleva así a tan buenas obreras… Vicente inter­viene de nuevo:

«Me parece que está usted con el corazón oprimido. Tiene miedo de que dios esté disgustado y que no quiera el servicio que le hace ya que le quita a sus hijas. Ni mucho menos, Señorita: Si obra de esa manera, es una señal de que la quiere; porque la trata como a su querida espo­sa la Iglesia, en cuyos comienzos no sólo hacía morir a la mayor parte de muerte natural, sino también por medio de suplicios y tormentos. ¿Quién no habría dicho, al ver esto, que estaba encolerizado contra aque­llas jóvenes y santas plantas? No crea, pues, eso, sino todo lo contra­rio. «

Esta atención que cada uno dedica al otro permite la ayuda eficaz cuando llega el caso. Pero la verdadera amistad va más allá de ese apoyo. No se la puede reducir a una especie de ayuda permanente, porque de ese modo, no dejarían de surgir con­flictos.

Como suele ocurrir de ordinario en toda relación humana de colaboración inten­sa, la de Vicente y Luisa va a atravesar un período difícil, por los años 1640-1642. Lo que se había aceptado y asumido como diferencias, se convierte en fuente de distanciamiento; lo que se había vivido como complementariedad, provoca reaccio­nes opuestas. Las relaciones entre aquel hombre y aquella mujer tan entregados, se hacen más reservadas, más frías.

Un acontecimiento fortuito: el hundimiento de un piso en la Casa Madre de las Hijas de la Caridad, suscita la ocasión para un encuentro en profundidad que lleva a superar las dificultades. Vicente y Luisa centran su mirada en Dios que los ha reuni­do para una obra común; en Dios que les manifiesta con tanta claridad que El es el autor de la Compañía. En aquella fiesta de Pentecostés de 1642, Dios les impulsa a superar una nueva etapa y a proseguir su misión animados por una profunda esti­ma, una total confianza recíproca.

Durante 17 años (1625-1642) Vicente y Luisa habían caminado juntos, aprendiendo a conocerse, a estimarse, a respetarse. La amistad verdadera que habría de unirlos durante los últimos 18 años de su existencia, está transida de humanidad y santidad.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *