El hermano Louis Plier, nacido en Montmirail, en la diócesis de Soissons, entró en la Congregación el mes de julio de 1663 y murió en la casa de San Lázaro, el 26 de diciembre del mismo año, a la edad de diecinueve años. Si bien no se presta de ordinario menos atención al fervor de los principiantes, porque su virtud no ha sido probada aún, la piedad y el valor de este joven hermano han merecido ser señalados. Raramente se vio a un joven tan deseoso de su perfección y tan apto, al parecer, para convertirse en un buen misionero.
No mostraba ninguna repugnancia por encargarse de los oficios que le confiaban ni ninguna pena en dejarlos. Satisfacía a todos aquellos que acudían a él con una alegría y una afabilidad que encantaban a los corazones. La dulzura brillaba constantemente en su rostro, tenía un gran respeto a todos, era reposado y modesto en su talante, y tenía los ojos bajos habitualmente, sobre todo en las conferencias y en el refectorio. Era sobrio en la alimentación, bebía poco vino y a menudo se privaba de ello. Conservaba una ecuanimidad de espíritu extraordinaria, signo evidente de la tranquilidad de que gozaba su alma. Un clérigo, un día, al hacerle un servicio, habiéndole dado alguna muestra particular de respeto, se quedó confuso y le dijo: «Parece bueno que consideréis a Nuestro Señor en mí y que es a él a quien prestáis este servicio«. Estas palabras edificaron mucho a este clérigo, que admiró su presencia de espíritu y su humildad. Nadie recuerda haberle oído proferir ninguna palabra dura, seca o picante. No pedía otra cosa Dios sino hacer su santa voluntad.
Una plaga que le vino a la pierna a mediados del mes de diciembre, degeneró en gangrena. Fue la ocasión de admirar la dulzura y la firmeza de su espíritu en estos grandes sufrimientos. Se vio en bastantes ocasiones abatido pero nunca vencido, y se ofrecía a Nuestro Señor para sufrir todavía más si ésa era su voluntad. La víspera de Navidad, queriendo el médico sondear sus disposiciones sobre el plan que tenía de cortarle la pierna, le hizo la propuesta y se sorprendió de encontrar a este joven, en la flor de la edad, dispuesto a perder un miembro lo mismo que a tomar una poción, a morir lo mismo que a vivir: «De todo corazón, respondió el enfermo, consiento en que me corten la pierna; y si después de esto, quiere Dios que me muera, lo quiero también; oh, ¡qué feliz sería si mañana, que es el día en que Nuestro Señor vino al mundo para darse a nosotros, yo pudiera ofrecerle una de mis miembros y hasta la vida!. Este buen Salvador, por amor a mí, , ha tenido los pies, las manos y el costado traspasados , y por qué no estaría yo contento de sufrir como él en mis piernas y en todo mi cuerpo?»
Este buen hermano dio signos tan grandes y tan raros de fuerza cristiana, de santa indiferencia y de perfecto abandono a Dios, que el médico, todo enternecido, le dijo: «Sois muy feliz por estas disposiciones que Dios os ha dado«. Y dicho esto, salió de la habitación y se fue a ver al Sr. Alméras, superior general, para referirle los efectos admirables de la gracia que había advertido en este joven enfermo, de quien adquirió una estima tan alta que lo proclamaba en todas partes como un santo. Le preguntaron en una ocasión lo que deseaba. Respondió al punto que no desearía otra cosa que la santísima voluntad de Nuestro Señor. «Pero, añadió, deseáis la salud antes que la muerte?» – «Si tuviera algo que pedir a Dios, dice, sería la muerte antes que la vida«. Le abrieron la pierna en dos sitios y, durante varios días, le hicieron incisiones que eran horribles de ver, incluso para el que le vendaba. El cirujano era el Sr. d’Alence que era considerado como uno de los mejores de París. Le ponía el dedo en la llaga y rascaba los huesos para extirpar las partes podridas, sin que el enfermo en medio de tantos dolores abriera la boca para otra cosa que para una oración jaculatoria, ofreciéndose a Dios como una víctima, y pidiéndole que aceptara sus sufrimientos. Este espectáculo arrancaba las lágrimas a todos los que asistían, y fue una gran edificación para el cirujano. El enfermo, al final, felicitó a éste último por su gran habilidad y le dio las gracias por la molestia que se había tomado por él.
Un día, le dijeron que no le cortarían la pierna porque su cuerpo estaba muy debilitado para soportar una operación tan dolorosa; entonces, muy prudentemente, hizo saber al Sr. Alméras que deseaba hablarle en secreto, mandó retirarse a todo el mundo. El enfermo le dijo: «Señor, hay miedo en cortarme la pierna por temor a que no pueda soportar la violencia del mal; pero yo os ruego que ordenéis no tener miramientos conmigo. Espero que Dios me dará la gracia de soportar también estos nuevos dolores. Pido tan sólo que tengáis la bondad de darme a uno de los señores ancianos para asistirme, para que yo me comporte con resignación y paciencia, como Dios me lo pide«. Este joven valiente dijo estas palabras con un sentimiento tal que el Sr. Alméras apenas pudo contener las lágrimas.
Sobre todo durante su enfermedad, estaba continuamente entregado a la oración con Dios, la santísima Virgen y san José, recitando muchas fórmulas devotas que se sabía de memoria y que pronunciaba con afecto.
Cuando vieron que el enfermo estaba en peligro, le dijeron que vendrían a verle algunos seminaristas. «Entonces, respondió este buen hermano, será pues para hablar de Dios y para ayudarme a conformarme a su santa voluntad«. Luego añadió «Deseo que sea tal sacerdote del seminario, porque es muy piadoso«. Ya anteriormente había pedido una Imitación de Jesucristo y alguien que le hiciera la lectura espiritual de vez en cuando. Escuchaba con gran atención y mandaba pararse a veces, para saborear el sentido, y pedía también que le hicieran algún pequeño comentario. Tenía una avidez indecible por todo lo que podía unirle a Dios. Habiendo pedido a un hermano que le dijera algo de Dios, éste le preguntó si no podía él mismo conversar tranquilamente con Dios encomendándole de tiempo en tiempo su alma y ofreciéndole sus penas. Él le respondió «Mi mal me distrae y mi espíritu va donde está el dolor; necesito ayuda para mantener la presencia de Dios«. No obstante, su mal no le hacía olvidar esta práctica, ya que dijo a un sacerdote que cada vez que oía sonar el reloj, pedía a Dios la gracia de adelantar en su amor. Cuando decían delante de él alguna plegaria u oración jaculatoria, él quería repetirla palabra por palabra; con frecuencia besaba su crucifijo con ternura y unía sus sufrimientos a los de Nuestro Señor. Se encomendaba a la santísima Virgen y pedía la asistencia de todos los santos, sobre todo de aquéllos cuya fiesta se celebraba ese día.
El último día de su vida, que fue el día de san Esteban, comenzó a delirar; pero con sólo hablarle de Dios, volvía en sí, lo que pudieron experimentar muchos. La noche de su muerte, un clérigo, al marcharse para ir a la iglesia, le dijo que se iba a estar delante de Dios y añadió: «Dígame, hermano, qué quiere que le pida para vos«. –»Pedidle para mí el amor del silencio«. El clérigo, no satisfecho con esta respuesta, replicó: «¿Qué deseáis más de Nuestro Señor?» Él añadió entonces: «El amor de los sufrimientos«. Hizo brillar su celo por el frecuente deseo que mostraba de la gloria y del servicio de Dios, y por las insistentes oraciones que le dirigía. Mostró un agradecimiento singular a Dios por su vocación. Por último, el amor que tenía a Dios y su devoción a la santísima Virgen brillaron maravillosamente pues, poco antes de morir, al volver de su adormecimiento, hizo un gran esfuerzo para pronunciar los santos nombres de Jesús y de María, que repitió varias veces seguidas; luego pronunció la primera estrofa del Ave maris stella; Kyrie eleison, y Sancta Maria ora pro nobis peccatoribus, y expiró con una serenidad increíble, fortalecido con todos los sacramentos.