La nueva evangelización: sentido de una invitación reiterada

Francisco Javier Fernández ChentoFormación CristianaLeave a Comment

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Author: Monseñor Ricardo Blázquez · Year of first publication: 1993 · Source: XIX Semana de Estudios Vicencianos.
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ricardo_blazquezLa invitación a iniciar una «nueva evangelización», reiterada en muchas ocasiones por Juan Pablo II, ha prendido en la con­ciencia cristiana y se ha convertido en fermento pastoral. Un signo de esto son las Jornadas que estamos celebrando. El éxito de esta expresión es comparable al que en el entorno del Concilio tuvieron las palabras «aggiornamento» y «apertura al mundo», o en arios posteriores la «opción preferencial por los pobres». ¿Estas y otras expresiones no apuntan a un problema de fondo y no señalan respuestas, seguramente convergentes, que la Iglesia debe dar a esa cuestión fundamental?

1. Una invitación reiterada

Podemos distinguir tres grandes áreas eclesiales, en medio de las cuales ha convocado el Papa a una «nueva evangeliza­ción».

La primera convocatoria del Papa a emprender una nueva evangelización tuvo lugar en Puerto Príncipe (Haití) el día 9 de marzo de 1983, al iniciarse el novenario de años que nos conduciría a la celebración del V Centenario del comienzo de la evangelización de América. La fórmula «nuevo ardor, nue­vos métodos, nuevas expresiones» hizo fortuna. En la nueva evangelización se requiere celo apostólico vigoroso, incontenible entusiasmo en la tarea de anunciar el Evangelio, hondo convencimiento creyente, experiencia gozosa de la salvación; el Nuevo Testamento utilizó la palabra «parresía» para designar el atrevimiento, la osadía, la confianza, el valor… con que anuncia el apóstol el Evangelio. Los nuevos tiempos exigen seguramente nuevos métodos de apostolado, y que el mensaje cristiano venga expresado en lenguaje y formas más elocuentes para el hombre de hoy. En realidad se necesita una nueva síntesis entre fe y cultura.

La convocatoria del Papa intenta que el Evangelio se inserte con fuerza en el camino histórico del Continente americano. El pueblo, que es profundamente religioso, sufre heridas en su dignidad y en su esperanza a causa de los niveles de la miseria bastante generalizada. La pobreza, la invasión de las sectas, la secularización ya bien sentida… son desafíos que la «nueva evangelización» debe afrontar en esas latitudes.

En el discurso a la II Asamblea plenaria de la Pontificia Comisión para América Latina (14 de junio de 1991) recordará que la «nueva evangelización» «es el elemento englobante o idea central e iluminadora del tema prefijado para la Confe­rencia de Santo Domingo». La promoción humana es conse­cuencia y componente inseparable de la evangelización; y la evangelización de las culturas es la forma más profunda de llegar el Evangelio a las raíces de una sociedad. Téngase pre­sente que la IV Conferencia General del Episcopado Latinoa­mericano tiene por tema «Nueva evangelización. Promoción humana. Cultura cristiana. «Jesucristo ayer, hoy y siempre» (Heb 13, 8)».

El 11 de octubre de 1985 en el discurso a los participantes en el VI Simposio del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa hará también la invitación a acometer una «nueva evangelización». «Europa, a la que hemos sido enviados, ha experimentado tales y tantas transformaciones culturales, po­líticas, sociales y económicas, que plantean el problema de la evangelización en términos totalmente nuevos. Podríamos de­cir también que Europa, tal como se ha configurado al término de los complejos acontecimientos del último siglo, ha planteado el desafío más radical que la historia ha conocido en el cris­tianismo y en la Iglesia, pero, al mismo tiempo, descubre hoy nuevas y creativas posibilidades de anuncio y encarnación del Evangelio».

En las Iglesias de nuestro área cultural el contexto de la «nueva evangelización» es la secularización, tanto de las condiciones como de la sociedad, vivir como si Dios no existiera, instalarse en la inmanencia cerrada sin aparente preocupación por preguntar qué acontece en la muerte y qué hay más allá de la muerte. Y, al mismo tiempo, se experi­menta un vacío existencial, una debilidad preocupante en el pensamiento filosófico, un miedo que desarbola al hombre para asumir los riesgos inherentes a la transmisión de la vida. El envejecimiento de Europa es inquietante. Parece que se cumple aquella profunda aseveración de Ortega y Gasset: «Lo que no nos incita a morir no nos excita a vivir». El hombre no puede vivir plenamente si no hay algo capaz de llenar su espíritu hasta el punto de estar dispuesto a dar por ello la vida. «La muerte regocijada es el síntoma de toda cultura vivaz y completa, donde las ideas tienen la eficacia para arrebatar los corazones. Mas hoy estamos rodeados de ideales exangües y como lejanos, faltos de adherencia sobre nuestra individualidad». La juventud, que es como un sis­mógrafo de los movimientos subterráneos de la historia, se muestra renuente y desanimada a incorporarse ilusionada­mente, tanto a las respectivas sociedades como a la Iglesia. Estamos en una encrucijada de inmensas dimensiones.

Después de los cambios iniciados en el otoño de 1989 en el centro y el este de Europa se ha ensanchado el mundo, tanto a nosotros como a ellos. Quitada la losa que pesaba sobre aquellas sociedades, aparece la situación real. Pues bien, en medio de ella ha resonado también la invitación de Juan Pablo II a una nueva evangelización. ¿Qué hay de vi­talidad cristiana, de raíces mortificadas que pueden nueva­mente germinar, de tradición más o menos amortiguada, pero aún alentando? ¿Cuál es la situación religiosa después de haber padecido los hombres y mujeres durante bastantes de­cenios en la educación, en los medios de comunicación, en las instituciones docentes… una persistente y tenaz campaña beligerante contra la fe cristiana y, en general, contra la religión?

Remito aquí a la Asamblea especial del Sínodo de Obispos para Europa, anunciado por el Papa el día 22 de abril de 1990 en el santuario de Velehrad (Morabia) y celebrado en Roma desde el 28 de noviembre hasta el 14 de diciembre de 1991. La rapidez del anuncio y la oportunidad de su celebración expresan la fina percepción del cambio trascendental recién acontecido. En la Asamblea sinodal se trató, efectivamente, de reflexionar intensamente sobre el alcance de esta hora his­tórica para Europa y para la Iglesia. El Sínodo pudo reflexionar a fondo con la participación de los Obispos de toda Europa, e iniciar el camino.

La salida de esos países del comunismo no coincide con una fácil recristianización; más bien existe el riesgo de la in­diferencia religiosa creciente, característica del modelo de vida del Occidente. La herencia que los hombres recibieron no de­saparece con el fracaso estrepitoso del comunismo. La herencia está emponzoñada; ha habido una subversión radical de los valores morales que marcará desgraciadamente durante mucho tiempo a esas sociedades. La caída del comunismo no parece comportar de inmediato la superación del materialismo y del ateísmo práctico. Además, la unificación impuesta por la fuerza en algunos países se ha mostrado extremadamente débil, ya que carecía del apoyo convencido de los ciudadanos. Reco­brada la libertad, han brotado con exasperación los nacionalismos insolidarios como obstáculo que amenaza la recons­trucción necesaria y urgente de aquellos pueblos.

Tres ámbitos, por tanto, donde la invitación del Papa a afrontar una «nueva evangelización», ha resonado: América Latina, Europa occidental, Europa del centro y del este. Cada área cultural tiene sus características peculiares; y en las tres se detectan graves problemas comunes.

La invitación del Papa terminará haciéndose universal. En el discurso al Colegio cardenalicio, pronunciado el 20 de di­ciembre de 1985, dijo: «Toda la Iglesia, a nivel diría cósmico, está proyectada hacia una nueva evangelización misionera, se­gún el impulso que le ha sido otorgado, ad intra y ad extra, por las consignas del Concilio Vaticano II». En la exhortación apostólica Christifideles laici 35, se afirma lo siguiente: «La Iglesia tiene que dar hoy un gran paso adelante en su evan­gelización; debe entrar en una nueva etapa histórica de su dinamismo misionero».

Con razón se ha podido afirmar que la nueva evangelización es «como el primer proyecto de evangelización orgánica de toda la Iglesia, que pretende enfrentar desde su misión la nueva situación de humanidad interdependiente y unificada a nivel planetario»1. La «nueva evangelización» hace alusión a una primera evangelización, que, por ejemplo, en Grecia tuvo lugar hace veinte siglos, en los países eslavos hace diez, en América Latina hace cinco. «Viene a decir que se ha cumplido un ciclo evangelizador y es preciso comenzar otra nueva etapa histórica con el ardor y la eficacia de los primeros siglos»2. La «nueva evangelización» es la tarea que debemos emprender todos uni­dos, que no concluirá obviamente con las actuaciones de un plan trienal de pastoral; es un nuevo horizonte en la misión de la Iglesia.

El impulso, trasmitido por el Papa a la Iglesia, se sitúa en continuidad profunda y fiel con el Concilio Vaticano II, que es sin duda el acontecimiento de la Iglesia católica más decisivo hasta ahora en el siglo XX.

Solemnemente lo ha reconocido Juan Pablo II: «El punto de referencia seguro para esta obra de evangelización, en con­tinuidad con la tradición viviente de la Iglesia, debe seguir siendo el acontecimiento de gracia del Concilio Vaticano II. El Espíritu ha hablado a las Iglesias de hoy y su voz ha resonado en el Concilio Ecuménico, el cual se puede decir con toda propiedad que representa el fundamento y la puesta en marcha de una gigantesca labor de evangelización en el mundo mo­derno, llegado a una encrucijada nueva de la historia de la humanidad, en la que tareas de una gravedad y amplitud in­mensa esperan a la Iglesia. Según la inspiración original, el Concilio se proponía esencialmente «poner en contacto con las energías vivificantes del Evangelio al mundo moderno». Son palabras del discurso, ya citado, dirigido al Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa; las últimas palabras en­lazan con la constitución apostólica Humanae salutis, por la que Juan XXIII convocó el 25 de diciembre de 1961 el Concilio Vaticano II.

Los Sínodos de Obispos han sido instrumentos muy efi­caces de recepción del Concilio por parte de la Iglesia. En cada tramo del itinerario posconciliar han retomado confia­damente el legado de aquella magna y providencial Asamblea y lo han puesto creativamente en contacto con las situaciones del momento. Pues bien, el Sínodo extraordinario de 1985 convocado a los veinte años de la clausura del Concilio dijo en la Relación final a propósito de la nueva evangelización:

«Por todas partes en el mundo, la transmisión a la generación próxima (los jóvenes) de la fe y de los valores morales que proceden del Evangelio, está en peligro… Se requiere, por tanto, un esfuerzo nuevo en la evangelización y en la cate­quesis… La evangelización de los no-creyentes presupone la autoevangelización de los bautizados y también de los mismos diáconos, presbíteros y obispos».

Diez años antes, la exhortación apostólica postsinodal Evangelii nuntiandi 2 habló de la necesidad de «un impulso nuevo, capaz de crear tiempos nuevos de evangelización, en una Iglesia todavía más arraigada en la fuerza y en el poder perenne de Pentecostés».

La Conferencia Episcopal Española en el importante do­cumento Testigos del Dios vivo, 53, expresó la convicción de que «la hora actual de nuestras Iglesias tiene que ser una hora de evangelización». El Plan de actuación pastoral de este trienio (1990-93) —y seguramente del próximo—, gira en torno a «Impulsar una nueva evangelización».

La invitación reiterada e insistente del Papa ha sido aco­gida por la Iglesia. ¿Qué contenidos, qué procedimientos, qué actitudes…?, son interrogantes todavía abiertos en pre­sencia de una convocatoria tan radical y de tanto alcance.

Pero en algunos ambientes ha suscitado la llamada a una «nueva evangelización» ciertas perplejidades. No me refiero ahora a la postura de algunos que, o no terminan de ver su necesidad y sentido, o tienden a colocar a su sombra lo que siempre han realizado pastoralmente sin cambiar realmente for­mas, métodos y actitudes.

La obra colectiva El sueño de Compostela3 toma el nombre de Compostela como símbolo europeo, en el que ahora se albergarían las ambigüedades, el miedo a la modernidad y el intento de retornar al modelo medieval, que a su modo de ver entrañaría la convocatoria de Juan Pablo II a una <nueva evan­gelización» de Europa. En Santiago de Compostela, efecti­vamente, dirigió el Papa el 9 de noviembre de 1982 una llamada apremiante a Europa: «Yo, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Des­cubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu pre­sencia en los demás continentes».

Temen los autores que la «nueva evangelización» se iden­tifique con una nueva cristiandad, que no respetara suficien­temente la pluralidad de «herencias» que perviven en la Europa real y que no reconociera la libertad religiosa y cultural pe­nosamente conseguida. ¿Han comprendido e interpretado ade­cuadamente la intención del Papa? Creemos que no. Más que una «ex-égesis», es decir una explicación de la significación contenida en la convocatoria, nos parece una «eis-égesis», es decir una interpretación introyectada. La nueva evangelización no aspira a negar los factores que desde las corrientes de la historia hoy configuran Europa; ni tiende a crear un «hábitat» asfixiante y cerrado, donde fuera eliminado lo distinto de lo cristiano. Sí desea que nazca y se robustezca una cultura de la vida, del amor, de la solidaridad y de la esperanza que nutra, sostenga y dé medida al ingente desarrollo científico-técnico. ¿O están los autores satisfechos con los «valores» que im­pregnan concretamente la vida de nuestras sociedades? Cree la Iglesia —y sin forzar a nadie quiere anunciar este evange­lio— que si Dios no es reconocido como origen, como cimiento y como coronación de la ciudad de los hombres, no será au­ténticamente ciudad a la medida de la dignidad humana. En el fracaso del comunismo han influido, además de factores eco­nómicos y sociales, carencias espirituales insoportables para el hombre.

En el Sínodo especial para Europa, tanto ortodoxos como protestantes han expresado otra sospecha. Temen que con la «nueva evangelización» se recomiende de hecho el «proseli­tismo católico», arrastrando aquí y allá a conversiones con detrimento de la Ortodoxia y del Protestantismo. Sería, según sus temores, una deslealtad y un paso atrás en el ecumenismo. Para responder a este miedo habría que reproducir el docu­mento, (1 de junio 1992), elaborado por la Comisión Pontificia para Rusia, en que se contienen los principios generales y las normas prácticas para coordinar la acción evangelizadora y el compromiso ecuménico de la Iglesia Católica en Rusia y en los demás Países de la Comunidad de Estados Independientes. Este documento, modelo de claridad, de respeto y de sensi­bilidad a las propias obligaciones y a las dificultades de los demás, fue redactado a raíz de la reunión tenida en Ginebra los días 30 y 31 de marzo último.

Recuerda lo enseñado por el Concilio Vaticano II como vinculante para los católicos: «La Iglesia prohíbe severamente que a nadie se obligue, o se induzca, o se atraiga por medios indiscretos a abrazar la fe, lo mismo que defiende con energía el derecho de que nadie sea apartado de la fe con vejaciones y amenazas»4. En esta cuestión es necesario distinguir la evan­gelización del proselitismo, siendo aquélla mandato de Jesús y éste violencia de la persona. No se puede negar el servicio pastoral a unos fieles católicos residentes en países donde antes fueron forzados a «desaparecer» y ahora con la libertad «apa­recen» como tales. Tampoco es pensable en una distribución territorial de las confesiones cristianas; esta cuestión ya fue suficientemente aclarada en siglos anteriores. En el mismo documento expresa la Iglesia Católica su comprensión a la Iglesia hermana Ortodoxa, teniendo en cuenta las dificultades especiales que padece al comienzo de la nueva situación histórica, y se compromete a ayudarla según el espíritu de Jesu­cristo.

Concluyendo este apartado podemos decir que la con­vocatoria de Juan Pablo II, repetida en diversas situaciones históricas y por fin generalizada, a acometer una «nueva evangelización» ha prendido en la conciencia de la Iglesia, que ha comenzado a movilizarse en este sentido. Última­mente han surgido difidencias, tanto dentro de la Iglesia católica como fuera de ella, acerca de la intención real de la <nueva evangelización». No va contra la justa autonomía de la realidad terrena, reconocida por el Concilio, ni contra el ecumenismo, impulsado por él y proseguido fielmente en el posconcilio. Las dificultades surgidas en la nueva situación deben ser afrontadas con verdad, justicia, talante dialogal y caridad cristiana.

2. ¿Qué es la nueva evangelización?

Aunque la expresión se ha convertido en familiar, no es claro su contenido. Todos vislumbramos a qué se refiere, pero es necesario intentar precisar sus causas, sus motivaciones, sus agentes, sus destinatarios, sus contenidos, sus expresiones, su alcance… Para evitar que con la repetición las palabras pierdan su sentido y su fuerza, precisamos apercibirnos bien de su verdad. Sólo desde la realidad nombrada cobran incesante­mente poder las palabras. Además, como los medios de co­municación multiplican el uso de las expresiones, éstas se des­gastan pronto y se erosionan hasta la desfiguración, si no están protegidas por la comprensión honda y precisa de lo que de­signan.

En el discurso pronunciado por Juan Pablo II a la Comisión Pontificia para América Latina el día 7 de diciembre de 1989 pidió: «Hay que estudiar a fondo en qué consiste esta nueva evangelización, ver su alcance, su contenido doctrinal e im­plicaciones pastorales; determinar los métodos más apropiados para los tiempos en que vivimos; buscar una expresión que la acerque más a la vida y a las necesidades de los hombres de hoy, sin que por ello pierda nada de su autenticidad y fidelidad a la doctrina de Jesús y a la tradición de la Iglesia».

Durante estas Jornadas buscamos conjuntamente, en obe­diencia a Dios que actúa en la historia y por su Espíritu abre caminos inéditos al Evangelio, con celo misionero alimentado por el amor a los hombres contemplados a la luz de la fe, cómo trasmitir nuevamente el Evangelio a nuestros contemporáneos. En cuanto portadores vivientes del carisma de San Vicente de Paúl hallarán su aportación específica en el concierto de la comunión eclesial.

La fórmula «nueva evangelización» precisa seguramente una reflexión tanto en la acción misma de evangelizar como en la calificación «nueva». Sin aclarar suficientemente el sus­tantivo quedaría el adjetivo en el aire y expuesto a tergiver­saciones y a arbitrariedades.

Hasta ahora se ha insistido en las necesidades a las que debería responder la <nueva evangelización» y se ha ensayado una descripción de la misma con mayor o menor precisión. A continuación recogeremos nosotros algunos rasgos, que se­guramente deberían integrar su definición.

Creemos que es necesario no sólo hacer planes y proyectos y programaciones pastorales de <nueva evangelización», sino también ofrecer experiencias concretas que puedan ser puntos de orientación. Hay, efectivamente, realizaciones pastorales que responden a las necesidades de los hombres hacia las que se han proyectado la «nueva evangelización». No sólo existen desafíos; hay también puertas abiertas y caminos ya suficien­temente probados.

a) Evangelizar

Respetando la tarea asignada a otros ponentes de las Jor­nadas procuraré señalar algunos rasgos.

La evangelización es una realidad compleja, sin que esta primera indicación sea un recurso fácil para escamotear lo que precisamente debe ser afrontado. Evangelizar es una realidad «rica, compleja y dinámica»5. Por ello no debe ser reducida o fragmentada o empobrecida, aunque la complejidad sea más difícilmente abarcable. Hay un tipo de simplificación que en realidad es pérdida de sustancia. Es necesario mantener tam­bién su dinamismo para que no sea cortada en su fluencia, ni pase lo derivado a ser originante, o nunca se llegue a las con­secuencias necesarias.

«Al terminar estas consideraciones sobre el sentido de la evangelización, se debe formular una última observación que creemos esclarecedora para las reflexiones siguientes. La evan­gelización, hemos dicho, es un paso complejo, con elementos variados: renovación de la humanidad, testimonio, anuncio explícito, adhesión de corazón, entrada en la comunidad, aco­gida de los signos, iniciativas de apostolado. Estos elementos pueden parecer contrastantes, incluso exclusivos. En realidad son complementarios y mutuamente enriquecedores»6. El anuncio de Jesucristo muerto y resucitado por nosotros, el testimonio de las obras que respaldan el anuncio, la fe y la conversión por las que el oyente responde personalmente a Dios, la entrada en la Iglesia y su afianzamiento cada vez más hondo en ella, la creación de una relación nueva con los hombres… son elementos integrantes del acto evangelizador. Una hija de San Vicente de Paúl evangeliza al lado de los enfermos, atendiendo a los drogadictos, ejercitando la caridad cristiana hacia todo necesitado… Es necesario que la moti­vación sea también proferida con respeto, oportunamente, sin alardes. De esta forma la actuación y la palabra se refuerzan mutuamente y son adecuadamente evangelizadoras. Ni gesto mudo ni palabra vacía trasmiten al hombre la noticia del amor de Dios.

«La Buena Nueva no es exclusivamente verbal… Evangelio fue la predicación de Jesús (cf. Lc 4, 18-22); los signos me­siánicos fueron también Evangelio (cf. Mt 11, 3-6); su cercanía a los pobres, los enfermos, los pecadores, los perdidos, los ignorantes, los indefensos… era también Evangelio (cf. Mc 2, 15-17); más aún, Él en persona es el Evangelio de Dios (cf. Mc 1, 1; Rom 1, 1 ss.). Evangelizar es anunciar explícitamente a Jesucristo, es testificar con la vida entera la salvación recibida y esperada, y tiene que ver con la evangelización la lucha por la justicia, la liberación, la solidaridad y la paz. La fe, que acoge el Evangelio, es correlativamente confesión, decisión y praxis. Por la fe el hombre acoge a Dios en todas las dimen­siones de su ser y en todos los ámbitos de su existencia» 7.

La Iglesia, aunque no es una institución de beneficencia y de promoción social, está atenta, en virtud de su condición de sacramento de salvación, a todas las necesidades de los hom­bres: niños abandonados, leprosos, ancianos, mujeres humi­lladas, enfermos del sida, drogadictos, cuidado de los más pobres entre los pobres, etc… En estas tareas la Iglesia muestra la eficacia transformadora de la Palabra que proclama y anuncia la promesa de una existencia humana sanada y salvada. Esas tareas son parte integrante de la acción evangelizadora. En la historia de la Iglesia, en el pasado y en el presente, han surgido ininterrumpidamente iniciativas tan radicales, tan transparentes y tan sensibles a las necesidades de los hombres que, a través de esa condición samaritana, remiten silenciosa e inequívocamente al misterio de misericordia y de gracia que habita en su interior.

La Iglesia evangeliza a través del anuncio de Jesucristo, de la catequesis, del testimonio, de la celebración litúrgica, de la oración, de las obras de caridad… Todo aspecto es parte de una unidad mayor englobante. Siendo la Iglesia el sujeto ade­cuado de la evangelización, cada persona y cada carisma par­ticipa a su modo en la transmisión del Evangelio.

Si contemplamos ahora la acción evangelizadora desde el hombre alcanzado eficazmente por el Evangelio, hemos de decir que implica la fe, la confesión de los pecados, el bau­tismo, la entrada en la comunidad cristiana, el seguimiento de Jesús, la renovación del corazón y la vida según el proyecto humanizador de Dios.

Otro rasgo que nos parece necesario resaltar es el siguiente: La evangelización tiene que ver con Buena Noticia.

En el principio fue el Evangelio, es decir las buenas noticias que nos trajo Jesús de Dios: Dios existe, Dios es bueno, Dios nos ama, Dios nos perdona, Dios es nuestro Padre… ¡No es­tamos solos en la inmensidad sideral y en el flujo de los siglos! Etimológicamente Evangelio significa Buena Noticia; pues bien, este sentido fundamental no debe olvidarse nunca en la evangelización. La evangelización, consiguientemente no pue­de refugiarse en la filosofía o en la sociología; ni debe confundir el anuncio de buenas noticias con la amenaza. Tanto la llegada del Reino de Dios en la predicación de Jesús como la predi­cación apostólica de la muerte y resurrección de Cristo son «evangelio» (cf. Mc 1, 14-15; 1 Cor 15, 1-5). La Iglesia debe ante todo presentar «evangélicamente» a Jesús. También nues­tro mundo continúa bajo la misericordia de Dios, que se ex­tiende de generación en generación (cf. Lc 1, 50). Ahora bien, para anunciar la Buena Noticia es imprescindible poseer ex­periencia de la salvación, entrañas rejuvenecidas y corazón nuevo. ¿Por qué habrá tanto profeta de desventuras? Obviamente anunciar la Buena Nueva de Dios no equivale a practicar una ingenuidad desconocedora de las heridas, de los errores y de los pecados de los hombres; el Evangelio no nace de la inconsciencia optimista, sino de las entrañas bondadosas del mismo Dios, que se inclina al hombre como gracia inmerecida y como oportunidad para un nuevo comienzo.

El Evangelio está también en la raíz, es el principio y como fundamento permanente de la teología (G. Dóhngen). Una muestra admirable de cómo el mensaje precede a la reflexión y a la praxis nos ofreció E. Stein, la filósofa judía convertida a la fe cristiana y carmelita descalza, en su inmortal obra Ciencia de la Cruz. «El mensaje de la Cruz» es la noticia creída, que lleva a «la doctrina de la Cruz» y «al seguimiento de la Cruz»8. El mensaje del amor de Dios, manifestado en Jesucristo entregado, revoluciona el pensamiento y convierte la vida.

El evangelizador con la «parresía», que otorga el Espíritu Santo, rompe los esquemas, las previsiones, los cálculos. En todos los santos evangelizadores hay mucho de osadía, de «im­prudencia», de «éxito improbable», de celo ardiente que con­trasta con la resignación de los indolentes y acomodados, y con la frialdad de los analistas y observadores «imparciales». Hombres con tal decisión son como un desafío. Ahora bien, este celo enardecido supone convencimiento hondo y cierto, confianza en Dios, riesgo asumido en el servicio de la misión… Sin poner en juego la vida no hay auténtico evangelizador, ni se trasmite el Evangelio con la suficiente fuerza de interpela­ción.

«Evangelizadora, la Iglesia comienza por evangelizarse a sí misma. Comunidad de creyentes, comunidad de esperanza vivida y comunicada, comunidad de amor fraterno, tiene ne­cesidad de escuchar sin cesar lo que debe creer, las razones para esperar, el mandamiento nuevo del amor. Pueblo de Dios inmerso en el mundo y con frecuencia tentado por los ídolos, necesita saber proclamar las grandezas de Dios, y ser nueva­mente convocada y reunida por Él. En una palabra, esto quiere decir que la Iglesia siempre tiene necesidad de ser evangeli­zada, si quiere conservar su frescor, su impulso y su fuerza para anunciar el Evangelio»9.

La tarea primordial es suscitar entre los alejados, entre los indecisos y vacilantes, la fe y la adhesión al Evangelio. Ante esta inmensa tarea pasan a plano secundario los análisis, las encuestas, los sondeos de opinión (si creen, si practican, si creen esto o no…). Quizá gastemos demasiado tiempo en lo previo, en lo exterior, en lo marginal. Lo que ciertamente es imprescindible en el evangelizador es el «ardor», y en la «nueva evangelización» el «nuevo ardor», nacido de la fe no encogida por el entorno, ni asustada por los resultados demoscópicos, ni recluida en la privaticidad, ni temerosa de ser tachada de impertinente, de «fundamentalista», de «dogmática»… Hay palabras «interesadas», que debilitan sustancialmente el ardor apostólico. Lo importante se sirve poniendo en juego lo im­portante; perdiendo unos la existencia otros encuentran la Vida. Aunque esta entrega pueda ser juzgada desproporcionada, aun­que servir la verdad con sacrificio sea tachado de dogmatismo, aunque actuar con convencimiento vital sea tildado de fun­damentalismo. Los cristianos hallamos en el Evangelio, en la historia de los santos, en la tradición eclesial, el criterio para discernir la auténtica postura misionera.

La «fe profesada e interrogada (esto no lo hace nunca el fundamentalista), experimentada y practicada, propuesta y ce­lebrada» (J. Doré) garantizan la capacidad evangelizadora. En la fe está inscrita una búsqueda permanente («fides quaerens intellectum»); en la misma fe en Jesucristo resucitado radica la esperanza contra toda esperanza, la fe celebrada regenera el corazón con la fuerza del Espíritu y la fe se fortalece trasmitiéndola10.

El cristianismo en su ser más profundo es un aconteci­miento, no una teoría ni una cosmovisión: La vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre por nuestra salvación. Pues bien, en ese acontecimiento entra­mos por el anuncio y la noticia, por la actuación del Espíritu Santo y por el contacto vital con los testigos vivientes. Por este motivo es rasgo inolvidable de la evangelización el ser anuncio de la Buena Noticia11.

Por fin, queremos señalar otro ingrediente de la evangeli­zación. La evangelización tiende a situar a los oyentes ante lo que tiene que ver con el origen, con el comienzo, con los fundamentos de una existencia nueva.

Seguramente la cuestión básica, la que está en la raíz, es la fe. Sin fe queda desfundamentada la moral cristiana, tanto en la determinación de sus contenidos propios como en la capacidad de respuesta en el sujeto. Sin la pastoral de la fe se convierte en propaganda para captar adeptos la pastoral vo­cacional. Urge el que dirijamos en la «nueva evangelización» nuestros esfuerzos misioneros a ese núcleo. Desde el principio la predicación del Evangelio tendió a suscitar la fe y la con­versión, la adoración de Dios y el reconocimiento de los pe­cados. Lo que vence al mundo es la fe en Jesucristo. Se requiere nueva iniciación en la fe, en la conversión, en los cimientos mismos de la Iglesia.

La fe desencadena en el sujeto creyente el impulso a tras­mitirla; y en ese itinerario evangelizador nace la necesidad y se halla la solución, más pronto o más tarde, a la encarnación de la fe en la cultura de un pueblo. Sólo con la fe renovada y habiendo recobrado su vigor puede la Iglesia impregnar con el espíritu del Evangelio los criterios de actuación, los principios de orientación, y las estructuras de la sociedad. Apelar a estas consecuencias sin haber propiciado lo primero equivale a le­vantar una casa sobre arena o a recoger frutos donde no se había sembrado.

En este sentido es necesario que un cierto humanismo, muy difundido en la pastoral de solidaridad, de paz, de liberación, de tolerancia, de respeto, etc… encuentre su arraigo en la fe en Jesucristo de manera confesante y clara. Si nuestra actuación no brota diariamente de la fe, corre el riesgo de convertirse en soporte ético de la sociedad, en cultura, en cosmovisión socio-política; pero no será generadora de la fe ni mantendrá a largo plazo su vigor propio y su originalidad inconfundible. La fe en Dios no se disuelve en ética, aunque sí la fundamente y exija.

Cuidar las raíces, atender a los fundamentos de la existen­cia cristiana, convocar a los hombres a creer en Dios es, con toda seguridad, tarea insoslayable de la «nueva evangeliza­ción».

b) «Nueva»

Hemos indicado algunos rasgos de la «evangelización». Ahora pasemos a precisar el adjetivo «nueva». ¿Por qué es nueva la evangelización a que nos viene convocando insisten­temente el Papa?

A veces se habla de «segunda» evangelización. En este caso se supone como punto de referencia una primera y fun­daste, que tuvo lugar hace más tiempo o menos. En América Latina, por ejemplo, aconteció su inicio hace cinco siglos; actualmente está ocurriendo en varios países de África.

Con frecuencia se utilizó la expresión «re-evangelización» para indicar la necesidad de evangelizar de nuevo. Pero con la idea de iteración, incluida en la palabra, se insinúa la sos­pecha de volver atrás, de colmar lagunas y corregir defectos que pudieron existir en la evangelización primera. Por estos motivos se tiende a evitar esta expresión.

El adjetivo que definitivamente ha pasado a formar parte de la fórmula es «nueva». La expresión «nueva evangeliza­ción» es, estrictamente hablando, un pleonasmo, una redun­dancia, ya que la novedad está incluida en la misma evange­lización en el anuncio de la Buena Nueva; pero, aunque fuera innecesario el adjetivo, confiere al sustantivo un vigor singular y le orienta a la situación contemporánea y a los tiempos nuevos de evangelización.

En todo caso es necesario que el adjetivo no acapare la atención de manera que el sustantivo desaparezca de hecho. Evangelizar es la misión esencial de la Iglesia; aquí reside su identidad, su vocación y sentido, su gloria y su cruz. El evan­gelio comporta siempre una novedad para el que lo recibe y para el que lo anuncia; ser noticia fresca y refrescante le es connatural. Con mayor o menor fidelidad y con acierto distinto la Iglesia no ha cesado de trasmitirlo. La Iglesia nace ince­santemente de la Palabra, es hogar de la Palabra y está al servicio de la Palabra.

¿Por qué, entonces, nueva evangelización? La «nueva evan­gelización» no consiste en anunciar un «nuevo Evangelio», un Evangelio distinto del que hemos recibido (cf. Gál 1, 8). El Evangelio no es invención humana, sino don de Dios; por esto es fuerza de salvación para todo el que cree (cf. Rom 1, 16). No lo sacamos de nuestras reflexiones, ni de los análisis de nuestra sociedad y de nuestro tiempo. Evangelio es Jesucristo, el mismo ayer, hoy y siempre (cf. Heb 13, 8). Los hombres de todos los tiempos y de todos los pueblos podemos acercarnos con nuestras preguntas siempre antiguas y siempre nuevas a Él, en cuyo nombre podemos todos ser salvados (cf. Act. 4, 12). La novedad de la «nueva evangelización» no afecta al Evangelio, que permanece inalterable para siempre.

La novedad de que hablamos consiste en el hecho de que la Iglesia está llamada a predicar el Evangelio, siempre joven, en una situación nueva de la humanidad. Ciertamente la hu­manidad se encuentra en una encrucijada de su historia. Hay unas condiciones científicas, técnicas, culturales… que están propiciando y reflejando un cambio epocal. Esta novedad arras­tra otras novedades: Estamos entrando en tiempos nuevos de evangelización; debemos renovar el ardor apostólico; necesi­tamos nuevos métodos, pues los anteriores se muestran en muchos casos insuficientes; los contenidos permanentes de la Tradición apostólica deben ser tratados con nuevo estilo; el respeto de la pluralidad social, el diálogo, la iniciación cris­tiana, el horizonte del ecumenismo y de las religiones, etc… reclaman nuevas actitudes y nuevas formas de expresión. Como el contexto histórico y mental ha cambiado profundamente, estamos llamados a adquirir «nueva soltura evangelizadora» (Card. Martini).

La calificación «nueva», por tanto, afecta a la evangeli­zación —siempre tarea de la Iglesia porque es encargo de Jesús que se extiende hasta los confines del mundo y hasta el fin de la historia—, en nuestro tiempo, que presenta tantos cambios tan profundos, tan amplios y tan acelerados. Transformaciones de tan hondo calado requieren un esfuerzo singular de evan­gelización. Hacia esta necesidad, cada vez más clara para la conciencia cristiana, se orienta la «nueva evangelización».

Para terminar estas reflexiones digamos lo siguiente: En momentos de transición, de «crisis» y de incertidumbres se requiere de los cristianos una confianza especial en la promesa del Señor. «No temáis yo estoy con vosotros» (cf. Mt 28, 20; Jn 14, 1 ss.). El apoyo en Dios produce serenidad, paciencia, trabajo constante, esperanza gozosa. El hombre continúa bajo la misericordia de Dios, el hombre necesita a Dios, el hombre está llamado a la salvación eterna. Puede haber oscurecimientos personales, sociales y hasta mundiales transitorios; pero Dios, Padre bueno, corrigiéndonos como a hijos nos mostrará nue­vamente el camino.

  1. González Dorado, Juan Pablo II y la «Nueva Evangelización», en: Misión Abierta 5 (1990), p.39.
  2. Sebastián Aguilar, En qué consiste la nueva evangelización, en: La Vida religiosa y la nueva evangelización, Madrid 1990, p. 110. Id. Nueva evangelización. Fe, cultura y política en la España de hoy, Madrid 1991. Como miembro del Sínodo especial para Europa tuvo una actuación relevante; en varias ocasiones (revista «Ec­clesia», «XX siglos», etc…) expresó su valoración personal, tanto del trabajo cumplido como del horizonte abierto. R. Blázquez, Iniciación cristiana y nueva evangelización, Bilbao 1992. K. Lehmann,Was heisst Neu-Evangelisierung Eurapas?, en: Internatio­nate Katholische Zeitschrift. Communio, 21 (1992) pp. 312-318.
  3. Le réve de Compostelle. Vers une restauration d’une Europe chrétienne?, París 1989. Cf. J. Ratzinger, Svolta per l’Europa? Chiesa e moderna& nell’Europa dei rivolgimenti, Turín 1992, pp. 65ss.
  4. Ad gentes 13. Cf. Dignitatis humanae 2, 4, 10. Gaudium et Spes 21.
  5. Evangelii nuntiandi, 17
  6. Evangelii nuntiandi, 24.  Cfr. 28, 30 etc…
  7. Evangelización y hombre de hoy, Madrid 1986, p. 165. Cfr. Iniciación cristiana y nueva evangelización, pp. 45s. Dei Verbum 2-5.
  8. E. Stein, Ciencia de la Cruz, Burgos 1989.
  9. Evangelii nuntiandi 15. Cf. J. Higueras Fernández, La parroquia y el Camino Neocatecumenal, Madrid 1992, pp. 17-54.
  10. Redemptoris Missio 2.
  11. Redemptoris Missio 16. «El método de la nueva evangelización exige también calidad en nuestro anuncio universal del Evangelio: volver a predicar el Kerigma como núcleo de la Buena Nueva; reconocerle al Espíritu su condición de principal evangelizador; encarnarse evangélicamente en las realidades humanas…» (Documento de trabajo 461, para la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano).

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