La inspiración evangélica de la doctrina vicenciana

Francisco Javier Fernández ChentoEn tiempos de Vicente de PaúlLeave a Comment

CREDITS
Author: Andrés Dodin, C.M. · Translator: Celestino Buhigas, C.M.. · Year of first publication: 1972 · Source: Primera Semana de Estudios Vicencianos.
Estimated Reading Time:

29PRTIntroducción

Respuesta a un doble requerimiento.

Al abordar el doble tema que me han pedido que trate, a saber, la ins­piración evangélica y el valor permanente de la teología espiritual y moral de san Vicente, me encuentro ante la necesidad de responder a un doble re­querimiento que conviene dilucidar y formular con claridad.

a) Materialmente, debo responder a un postulado jurídico formulado por el concilio Vaticano II (Perfectae Caritatis, 2 de octubre de 1965 y Dis­curso de Pablo VI, del 6 de agosto de 1966).

Es aleccionador y significativo el subrayar las variantes que la experiencia de diez meses ha conseguido e integrarlas en los textos romanos.

1. Texto del Perfectae Caritatis, 28-X-1965, n. 2.

Se habla en ese texto de retorno a las fuentes, de profundización en la inspiración primera de los «Institutos»; del espíritu del fundador y de la in­tención específica que caracteriza sus obras. Finalmente, de las «sanas tra­diciones».

Todas estas inspiraciones y sugerencias vienen para promover una mayor libertad y más fiel imitación de la vida, del espíritu y de la doctrina del fun­dador.

2. Texto del Decreto de 6 de agosto de 1966.

Nos pide que afirmemos con evidencia el carácter, la finalidad y los medios del instituto, n. 12. Nos pide igualmente que recordemos la natura­leza y los fines del instituto, n. 17. Finalmente nos recuerda que esta reno­vación ha de ser «continua», n. 19.

Las variantes entre el texto del 28 de octubre de 1965 y el del 6 de agosto de 1966 reflejan con claridad lo difícil que resulta comprender lo que se trata de renovar y de rejuvenecer: ¿se trata del instituto o bien de las funciones, de los fines o del fin? Estas dificultades explican la dispersa variedad de las iniciativas y de las empresas de renovación en las diferentes familias religiosas.

b) Formalmente y con mayor profundidad, debo responder a un requerimiento, o mejor dicho a una voluntad instintiva, humana y sobrenatural evidente; se trata de vivir más intensamente y mejor cualitativamente: se pretende mejorar la vida orientándola como es debido. Los cambios que se manifiestan en nuestro tiempo, afectan de manera particular a tres tipos de sociedad que se encuentran en fermentación que desearíamos «evolutiva»:

la sociedad profana, económica y cultural,
la sociedad eclesial,
la sociedad religiosa.

  • la sociedad profana intenta fijar un «nuevo contrato social», es decir, quiere definir de nuevo las relaciones que puedan unir a los hombres entre sí, así como la relación que se deba establecer entre la propiedad, el consumo o la utilización de los bienes, el desarrollo y la subsistencia.
  • la sociedad eclesial intenta recuperar o mejor dicho renovar la utili­zación de aquello que le es propio, de aquello que constituye su subsistencia y su razón de ser, el dinamismo profundo del Espíritu Santo. No existe ori­ginalidad alguna en afirmar que este Espíritu ha sido protegido con exceso hasta verse sofocado por los envoltorios y las estructuras jerárquicas.
  • la sociedad religiosa intenta, en función de la sociedad profana así como de la sociedad eclesial de la cual forma parte, definir mejor su origina­lidad, su función, su misión propia.

En este sentido, desde el nacimiento del cristianismo hasta nuestros días, podemos reconocer cuatro tipos de sociedad religiosa que reflejan los cuatro tipos de civilización que se han sucedido complementándose.

a) La sociedad monástica —v. gr. Orden benedictina— de tipo feudal, vinculado a la geografía. El monje itinerante sólo era medio monje…

b) La sociedad de los mendicantes, del siglo XIII —de tipo dominicano o franciscano— que se establece en las ciudades de actividad comercial y que lanza a sus miembros hacia una misión itinerante.

c) La sociedad apostólica, nacida en el siglo XVI —tipo jesuíta— sociedad de la reforma católica, presente en una civilización materialista, destinada a una función precisa, responde a las inquietudes y problemas nuevos provoca­dos por el descubrimiento de nuevas tierras, de las técnicas de la imprenta, de las divisiones que las distintas «confesiones» religiosas no cesan de pro­vocar.

d)   La sociedad de los «institutos seculares» que, a partir del siglo XVII y hasta nuestros días, organiza la vida religiosa sin vida comunitaria, uniendo a sus miembros mediante vínculos más tenues, más interiores.

Estas diferentes sociedades religiosas se ven invitadas a definir mejor su estatuto fundacional que se caracteriza como mediación para encontrar de nuevo y cultivar la presencia de Cristo en este mundo, ese Cristo de ayer, de hoy y de todos los siglos (cf. Heb XI).

Precisemos lo que es esencial en toda institución y persona: lo que justi­fica toda institución así como la jerarquía dentro de la Iglesia, es aquello que permite fijar el lugar, el modo de la presencia y de la revelación del Dios vi­viente y verdadero. Lo que atrae en un fundador, es su poder, la gracia que se manifiesta en él para superar las limitaciones de su tiempo al convertir a Cristo en contemporáneo.

Método

El doble requerimiento más arriba indicado nos traza el doble camino que vamos a seguir.

a) Negativamente, no se trata de reemplazar una institución por otra institución que sería tan pesada y paralizadora. Sabemos bien que una socie­dad no se renueva por destrucción, sino por evolución. Su vitalidad se mide por su capacidad de asimilación conjuntada de lo que fue y conserva y de lo que la acrecienta con novedad sana y perdurable. El porvenir es promesa sonriente para los que saben utilizar mejor el pasado enriquecido por el pre­sente; tampoco se trata de imitar materialmente lo que Cristo hizo; vivir un estilo de vida como el suyo, utilizar sus medios de transporte, su manera de alimentarse, de expresarse. Hacer desaparecer el pan fermentado, las autopistas, los aviones, los ferrocarriles, la radio, la televisión, la electrónica, sería obede­cer a un instinto de destrucción, y de caótico «romperlo todo», resurgir de un primitivismo demoledor más bien que de una civilización de hijos de Dios.

Hemos de notar con qué finura y adiestrada vitalidad san Vicente dosi­fica los imperativos de sus consejos:

a) No hay que tomar a la letra todo el evangelio.

b) No debemos sentirnos obligados por la totalidad de los consejos evan­gélicos: algunos son contrarios a nuestra institución, precisa en una Confe­rencia de 14 de febrero de 1659 (E. 546).

c) No tenemos que reproducir todos los actos y gestos de Cristo. «Exis­ten, en efecto, diversos estados en la vida transitoria y mortal de Nuestro-Señor» (Conferencia del 6 de junio de 1659). (E. 703). Si nos bastase esa repro­ducción material del evangelio, podríamos contentarnos con recoger las ci­tas textuales del Nuevo Testamento. Encontramos en las conferencias a los misioneros, 609 citas: 397 pertenecen a los evangelios: Mateo, 199; Marcos, 28; Lucas, 84; Juan, 86. Mas este fundarnos en la recopilación de textos, este amontonamiento de citas, en lugar de abrirnos hacia el porvenir, nos cierra el paso, fijándonos en una visión obsesiva del pasado.

b) Positivamente, y en pocas palabras, san Vicente nos invita a ir más allá de la letra, hacia el espíritu mismo del Evangelio. Las Reglas son tan  sólo un compendio del Evangelio acomodado al uso que nos es más conveniente de para unirnos con Cristo y responder a sus designios. Conferencia del 14 febrero de 1659 (E. 545). Más allá de la letra, es preciso ir al  las máximas y el espíritu de Jesús (E. 545).

Más allá del espíritu, digamos de la dinámica generadora de su pensamiento, es preciso caminar al encuentro con el dinamismo de su propia vida, es decir, de su persona, de su movimiento vital, hacia el espíritu mismo de Dios. «Jesucristo, dirá san Vicente, es la regla de la Misión» (E. 547). «Se trata de formar una compañía animada por el Espíritu de Dios y que se conserva mediante las operaciones de este Espíritu» (E. 545). Hemos de seguir pues un itinerario ascendente que parte desde lo más bajo, podríamos decir, y que va

  • de la letra hacia el espíritu,
  • del espíritu del Evangelio hacia el Espíritu de Jesús,
  • del Espíritu de Jesús hacia el Espíritu de Dios que anima y guía a los hijos de Dios.

Nuestra manera de caminar se ve claramente trazada, puesto que el misio­nero es continuador de la Misión de Jesucristo en la diversidad de sus funciones.

Nos fijaremos pues:

  1. en la psicología y perspectiva dinámica de Cristo,
  2. en la psicología y perspectiva dinámica del misionero.

1.° Psicología y perspectiva dinámica de Cristo Jesús

Notaremos con cuidado, en primer lugar, la originalidad de san Vicente en relación con los maestros de la Escuela Francesa y los espirituales de la Compañía de Jesús.

Todos ellos, habitualmente, sitúan a Cristo fuera de las categorías de es­pacio y tiempo; según la expresión atinada de Henri Brémond, excluyen lo efímero y caduco. San Vicente, en cambio, sitúa a Cristo en el desarrollo de la actividad creadora de Dios; define la aventura de la Encarnación y de la Redención como etapa que se encuentra dentro del movimiento y del caminar de la historia humano-divina.

Sucesivamente, el pensamiento de san Vicente toma como punto de arran­que al Dios creador que envía a su Hijo para iniciar y realizar la tarea de reunir a los hombres que habrán de ser beneficiarios e instrumentos de Redención. Otras veces parte del Dios Trinidad, de su expresión en el Verbo Encarnado y de su permanencia en la Eucaristía como sacrificio y presencia (Reglas co­munes, cap. X, 2y 3).

La psicología de Cristo

Brevemente, pero con rara precisión, san Vicente define en dos rasgos, ca­racteriza en dos movimientos, la psicología de Cristo: «su religión hacia el Padre, su caridad hacia el prójimo» (S.V. Correspondencia, VI, p. 397).

Las fuentes y la inspiración de esta visión de Cristo proceden en línea di­recta del evangelista san Juan. Recordemos que en las conferencias de san Vi­cente a los misioneros encontramos este evangelio citado ochenta y seis ve­ces. La figura de Cristo en san Juan afirma de manera exclusiva: «Vengo del Padre; soy enviado por el Padre; retorno hacia el Padre» (cf. Jn XVII, 13; XVII, 18; VII, 33 y VII, 29).

Analizando, explicando y aclarando la psicología de Cristo en la confe­rencia del 13 de diciembre de 1658, san Vicente repite que el Espíritu de Je­sús es un espíritu de caridad perfecta caracterizado por una maravillosa es­tima de la divinidad y un infinito deseo de honrarla dignamente, un conoci­miento de las grandezas de su Padre para admirarlas y exaltarlas sin cesar (E. 525).

Tres notas fundamentales, tres actitudes características van a marcar y fijar esta psicología de Cristo: el anonadamiento, la comunión con el Padre, la unión a la voluntad del Padre.

a) El anonadamiento del Hijo va a ser expresión y nota específica de su amor. «¿Y qué? ¿Podría existir, hermanos míos, mayor amor que el que lleva a anonadarse por él ? San Pablo, al hablar del nacimiento del Hijo de Dios en la tierra dice que se anonadó (cf. Fil II, 7) ¿Hubiera podido manifestar ma­yor anonadamiento que al morir por amor de la manera en que murió? (cf. Jn XV, 13) ¡Oh amor de mi Salvador! ¡Oh amor, fuiste incomparablemente más grande que lo que los ángeles pudieron y hubieran podido comprender!» (E. 525). «Consumirse por Dios, no tener ni bienes ni fuerzas que no sean para consumirlas por Dios, eso es lo que hizo el mismo Nuestro Señor que se consumió por el amor del Padre» (S.V. XIII, 179, 7 de junio de 1660).

b) La comunión con el Padre. «La tenía en tal alta estima que le ofrecía cuanto había en su sagrada persona y cuanto de ella podía provenir. Le atri­buía todo, no queriendo decir que su doctrina era suya, sino que la refería a su Padre —Doctrina mea non est mea, sed ejus qui misit me, Patris—. ¿Puede existir más alta estima que la del Hijo que es igual que el Padre y que, sin em­bargo, reconoce al Padre como autor y principio único de todo el bien que hay en él ?» (E. 525).

Cf. Juan, VII, 16; vuelve de nuevo sobre este texto y lo comenta en una Conferencia (E. 307, 631, 803).

e) La unión con la voluntad del Padre. Digamos en seguida para orientar nuestra reflexión que san Vicente nos presenta a Cristo apoyándose en la tra­dición específica de Lucas y de Pablo.

Es preciso recordar aquí que el grupo literario Lucas-Pablo es el que ofrece la perspectiva de la dinámica cristiana en la historia. Pasan de la perspectiva clásica de las «esferas griegas superpuestas» a la visión de un eterno principio presentado en una línea evolutiva. Expresando esta misma idea en otros términos, la visión de Lucas y Pablo arranca de la eternidad, se entronca en la humanidadpara elevarla, asumirla, recuperarla, en una recapitulación final, en la unidad con el Padre. El término de la historia es perfección de la unidad de toda la especie humana y la presencia plena de Dios en todas las cosas (Cf. I Cor XV, 27 y el comentario filosófico que nos ha ofrecido Jean Guitton en su tesis sobre «El tiempo y la eternidad según Plotino y san Agustín». París, Boivin).

San Vicente se ha familiarizado con esta aventura de Dios dentro del tiempo y se sitúa en este avance de Dios dentro de la humanidad. En la educación catequética de las Hijas de la Caridad, en la formación de los mi­sioneros le vemos recordar con frecuencia las diferentes etapas de esta avan­zada: Adán, Abraham, Moisés, Cristo, la Iglesia primitiva. Sugiere con tono penetrante de amor y de seria reflexión, que han sido precisos muchos siglos para que las Caridades y la Misión pudiesen existir. Deja entrever lo que bien pudiera suceder dentro de ciento cincuenta años: puede entrar dentro de lo posible el que Dios establezca fuera de Roma la sede de Pedro. Por eso es preciso lanzarse sin demora a la aventura de la misión (cf. S.V. III, 35-36; 158, 183; V, 418; VII, 334-335; E. 257, 266, 315-319).

En este vasto avanzar de Dios en la historia de los hombres, san Vicente descubre el punto de aplicación constante de la fuerza y de la gracia de Dios, el movimiento y la esperanza de los pobres.

Este movimiento y esta esperanza de los pobres fue primero presentado en una experiencia religiosa individual, la de Jeremías, después del año 622. El pobre, recordemos el salmo XVII, 5-7, es aquel que confía en Yahvé. Pos­teriormente el movimiento pobre nos será presentado en forma colectiva: el pobre es el pueblo de Dios en sus auténticos representantes. La literatura que se refiere a Isaías nos ofrecerá finalmente un tipo profético de pobreza, un tipo que es a la vez memoria, poesía, anticipación. Este es el contenido de los cuatro poemas de Isaías (XLII, 1, 4, 5, 7; XLIX, 1, 4; L, 5, 7; 7. LII, 13; LIII, 12).

La biblia nos ofrecerá un análogo tipo literario en la figura de Job. (So­bre este tema, cf. M. VANSTEEKISTE, Le pauvre dans l’Eglise, Mission et Cha­rité, núm. 1, Janvier 1961, pp. 9-40; A. GELIN, Les pauvres de Yahvé, Paris, Editions du Cerf, collection «Témoins de Díeu», 1953; J. B. BOSSUET, Ser­rnon sur l’éminente dignité des pauvres).

Este movimiento de los pobres encuentra su total esplendor, con solem­nidad, podríamos decir, en el evangelio de Lucas. Aparece inicialmente en la persona, en la fisonomía de una virgen pobre que entona el himno de pro­clamación de la victoria de los pobres en su propia vida. «Hizo en mí grandes cosas…» Prosigue con la experiencia de pobreza que Cristo proclama hacién­dola pasar en su propia vida a primerísimo lugar.

Contentémonos con recordar esa experiencia de pobreza que Cristo nos ofrece en san Lucas.

a) Los ricos no son iluminados; antes bien permanecen en la oscuridad. Ciertamente, Jesús no los huye; conoce a José de Arimatea, a Zaqueo, a Juana, mujer de Cusa. Pero su mirada se fija con predilección en otras personas.

b) Se dirige a los pobres. San Lucas no habla de los magos venidos de oriente con sus tesoros. Insiste al contrario sobre el ambiente pobre que ro­dea todo el nacimiento de Cristo. Los pastores son los primeros «evangeli­zados» (II, 8), Cristo se fija en la pobre viuda (XXI, 23) y en el pobre Lázaro (XVI, p. 20).

Proclama bienaventurados a los pobres, como Mateo, pero añade la maldición de los ricos. Para los pobres es en verdad la buena nueva del evan­gelio (Lc IV, 18; VII, 22; VI, 20).

d) En cuanto a Cristo, prefiere situarse entre los pobres. Su nacimiento es el de un pobre envuelto en pañales en un pesebre (II, 12, 16) y esta pobre­za será de signo y gozo para los pastores.

La obscuridad que rodea todo el ambiente de su infancia, sus años de vida oculta constituyen otra expresión de pobreza (Lc II, 51).

Durante su ministerio, vive de la ayuda que le prestan mujeres adictas a su servicio (Lc VIII, 3).

Su estilo de vida es el de los pobres. Cuando es presentado en el templo, la ofrenda que hacen por él es el óbolo de los pobres (Le 11, 24).

No tiene donde reposar su cabeza (Lucas, IX, 58; cf. Mateo VIII, 20). La explicación de Pablo recobra todo su valor: El, rico, se hizo pobre para enriquecernos (II Cor VIII, 9; Fil II, 7-8).

Comprendemos entonces toda la importancia de la frase de Pascal, con­temporáneo de san Vicente: «amo la pobreza porque El la amó» (Br. 550, Lafuma, 931).

2.° Psicología y perspectiva dinámica del misionero

Al ser Jesucristo la regla de la Misión, (E., 547), fácil resultará deducir que un misionero se afirma y puede ser juzgado y comprendido en función de estos tres términos:

  • lo que es
  • lo que está llamado a ser
  • El esfuerzo que realiza para corresponder a la solicitación de la gra­cia para revestirse de Cristo.

Convertirnos al objetivo de nuestra incesante contemplación, tal es el programa propuesto. Para concluir, nos bastará recordar que la fuente y la inspiración evangélica de san Vicente se fundan en una doble psicología:

la psicología teológica de Cristo presentada por el evangelio de san Juan,

la psicología antropológica que ofrece san Lucas al exponer el desarrollo de la Misión del siervo de Yahvé: «El espíritu de Dios está en mi; me ha en­viado para evangelizar a los pobres» (Lc IV, 18).

Nos encontramos, pues, en presencia no solamente de un programa teó­rico sino ante el resorte de una existencia nueva que nos es indicada, mani­festada, ofrecida y en cuya posesión entramos, grabando en nuestra vida de­dicada al servicio de un mundo secularizado el lema de nuestro blasón : Evan­gelizare pauperibus misil me.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *