Los designios de la Inmaculada
El mensaje de las apariciones a Santa Catalina Labouré encierra grandes riquezas. El Padre Laurentin lo hace notar en su «Breve Tratado de teología mañana».
Cuando se analiza el contenido doctrinal de cualquiera de las manifestaciones de la Virgen reconocidas por la Iglesia, no habría que buscarlo solamente en las palabras de la Santísima Virgen. Tales palabras van acompañadas de un conjunto de hechos, gestos y signos simbólicos que contienen enseñanzas sobre las cuales hemos de detenernos a reflexionar.
María se preocupó de explicar por sí misma algunos detalles de su aparición a Catalina Labouré. Así, le dice: «Hija mía, este globo representa el mundo… Estos rayos son símbolo de las gracias que derramo sobre los que nos las piden.» Otras verdades, en cambio, quiere enseñárnoslas únicamente por símbolos. Esto sucede de manera especial con los signos que figuran en el reverso de la Medalla. Contienen una lección profunda bastante fácil de entender. ¿No dijo María misma a la vidente cuando le preguntó qué palabras había que poner en el reverso: La M y los dos corazones ya dicen bastante?»
Tratemos de analizar los elementos del mensaje de 1830, aunque sin pretender agotarlos. Veamos algunos objetivos generales que persigue la Santísima Virgen.
Una de las primeras cosas que llama la atención en las apariciones de la Casa Madre, cuando se las compara con ulteriores manifestaciones de la Santísima Virgen aprobadas por la Iglesia, son las numerosas relaciones que tienen con ellas.
No solamente se relaciona con las otras cuatro grandes manifestaciones marianas que se sucedieron en Francia a lo largo del siglo XIX (en 1846, en la Salette; en 1858, en Lourdes; en 1871, en Pontmain, y en 1876, en Pellevoisin), sino que también son evidentes sus relaciones con las apariciones de Fátima en 1917,
Las manifestaciones de 1830 contienen en germen todas las demás. Son como el resumen de todo lo que María dirá, cada vez más clara e insistentemente, en sus apariciones sucesivas. María tiene un plan que desarrollará con más precisión en sus otras manifestaciones. Como se ha dicho, la aparición a Santa Catalina Labouré es la aparición-madre de la que saldrán las demás.
Y desde ese punto de vista, las manifestaciones ulteriores de la Santísima Virgen pueden, incluso, ayudarnos a encontrar el sentido de algún determinado detalle simbólico de las apariciones de la Casa Madre. Así, en el curso de las manifestaciones posteriores de María, en el siglo XIX y en el xx, la Señora insistirá cada vez más en el Rosario. En la Salette, donde habla también ampliamente con símbolos, la Virgen lleva alrededor de su corona y sobre los bordes de su vestido y de su pañoleta rosas de diversos colores: rojo, rosa y oro. Quiere, sin duda, hablarnos del Rosario, con sus misterios dolorosos, gozosos y gloriosos. En Lourdes es ya más precisa, lleva el Rosario en el brazo, lo toma entre sus dedos, indica a Bernardita que lo rece y se asocia Ella misma a la plegaria desgranando las cuentas y rezando con la niña el Gloria Patri. Por último, en Fátima, la Virgen no pudo ser más clara: se apareció seis veces y en todas pidió que se rezase el Rosario todos los días. Y en el transcurso de la última visión, el 13 de octubre de 1917, declaró: «Soy Nuestra Señora del Rosario. Deseo que se edifique aquí una capilla en mi honor y que se continúe rezando el Rosario a diario.» Establecido esto, sería raro no encontrar el anuncio del Rosario en 1830. En efecto, como veremos más adelante, parece que los quince anillos rodeados de piedras preciosas que lleva María en las manos no tienen otro significado que los quince misterios del Rosario.
El hecho de estas relaciones con las mariofanías ulteriores nos demuestra ya la importancia y la riqueza de las apariciones a Catalina Labouré.
Otro fin perseguía también la Santísima Virgen con sus manifestaciones en la Casa Madre: preparar las mentes a la definición de la Inmaculada Concepción.
Parece seguro que la Medalla Milagrosa suscitó la deseada corriente de fe y de devoción; el grado de presión espiritual, por así decirlo, necesario para la definición dogmática de 1854.
En efecto, de la Medalla Milagrosa, corno se la llamó enseguida, se distribuyeron rapidísimamente millones de ejemplares, extendiéndose como reguero de pólvora, no sólo a través de Europa, sino por el mundo entero, sembrando gracias de conversión y, con frecuencia, milagros, de aquí el nombre que le otorgó inmediatamente la voz popular: «la Medalla Milagrosa». Desde 1833 (la medalla empezó a acuñarse en 1832) empezaron a llegar a la Casa Madre cartas de obispos y del mismo Arzobispo de París, manifestando que la le renacía, que florecía de nuevo la oración, que se dibujaban nuevos movimientos de conversión, a medida que se difundía la medalla de María concebida sin pecado, tal como se había revelado en Paría… Por todas partes reclamaban la famosa medalla, no sólo personas particularmente, sino parroquias enteras y hasta las diócesis, a través de sus curas y sus obispos; hasta tal punto que la invocación: «Oh María, sin pecado concebida…», que se convirtió en la jaculatoria de los años 1830 a 1850, preparaba todos los corazones católicos al acto solemne en el que Pío IX proclamaría, el 8 de diciembre de 1854, como dogma de fe que María fue preservada del pecado original desde el primer instante de su concepción.
Esta contribución de la Medalla Milagrosa a crear el clima requerido para la proclamación de este dogma fue reconocida en el Congreso de Roma del cincuentenario de la definición de la Inmaculada Concepción, en 1904. También lo confirmó así el oficio litúrgico de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa. La Providencia divina lo dirige todo maravillosamente. Las apariciones de la Casa Madre en 1880 prepararon la definición dogmática de 1854, magníficamente confirmada después por las de Lourdes en 1858.
María tenía aún otro objetivo cuando se apareció a Catalina Labouré: Proporcionar un antídoto contra el racionalismo reinante que iba a aparecer.
Con motivo del centenario de las apariciones de Lourdes, el canónigo Barthas publicó su libro: «De la gruta (de Lourdes) a la encina verde (de Fátima)». Muestra el aspecto más sobresaliente de las manifestaciones marianas de 1830 a 1953 (Siracusa) es la progresiva revelación de las riquezas del Corazón Inmaculado de María como antídotos de las falsas místicas del siglo xix y del siglo xx. Analiza de manera especial los casos de Lourdes y Fátima y muestra cómo Lourdes fue un remedio contra el racionalismo y Fátima contra el ateísmo. Y ambas son intervenciones de la Inmaculada,
La Inmaculada Concepción revelada en Lourdes, ha sido un remedio providencial contra el racionalismo. Los Papas Gregorio XVI y Pío IX comprendieron ya que el dogma de la Inmaculada Concepción servía de contrapeso a los errores modernos. Sobre todo Pío IX percibió una auténtica relación entre este dogma mariano, que se encuentra en el centro de los Misterios de la Salvación, y las negaciones o alteraciones de la verdad, provocadas por el racionalismo. Y por eso sobre todo definió la Inmaculada Concepción, dogma que María debía confirmar cuatro míos más tarde en Lourdes. Charles Peguy adivinó también el alcance de esta verdad. En efecto, decía: «Todas las cuestiones espirituales eternas y carnales gravitan en torno a un punto central en el que no dejo de pensar y que es la piedra clave de toda religión: es la. Inmaculada Concepción».
Por otra parte la revelación del Corazón Inmaculado de María y del Rosario en Fátima fue un remedio contra el ateísmo. María se apareció allí al mismo tiempo que estallaba la revolución en Rusia y declaraba: «Si se hace lo que pido (rezar a diario el Rosario y consagración del mundo a su Corazón Inmaculado) habrá paz y Rusia se convertirá».
Ahora bien, cuando la Virgen se apareció en la Casa Madre, entregando la Medalla, se declaró ya Inmaculada en su Concepción y anunció la devoción a su Corazón Inmaculado. En la Medalla mandó grabar: Oh María, sin pe cado concebida…, equivalente a lo que dirá más tarde en Lourdes: «Soy la Inmaculada Concepción». En 1830 comienza, pues, ya a combatir el racionalismo. En el reverso de la Medalla aparece su Corazón Inmaculado al lado del Corazón de Jesús. Se apresta ya a la lucha contra el materialismo que no tardaría en aparecer.
Como se ve, las apariciones de la Virgen están en relación con las necesidades de las almas en la Iglesia. Se adaptan a los errores que hay que combatir con más urgencia. Por eso precisamente, el Papa Gregorio XVI alentó, todo lo que estuvo a su alcance, la devoción a la Medalla Milagrosa, en cuanto tuvo conocimiento de las apariciones de la Casa Madre.
Por eso también, en nuestros días… habría que acudir a la Inmaculada, escuchar las recomendaciones del Corazón de María hacia el que nos orienta la Medalla y repetir constantemente la invocación: «Oh María, concebida sin pecado, ruega por nosotros que recurrimos a Ti».
Mensaje pastoral de la Medalla Milagrosa
Las apariciones de 1830 contienen, además del mensaje doctrinal, lecciones prácticas de vida cristiana.
El introito de la Misa de la Medalla Milagrosa proclama magníficamente: «Será como un signo en tu mano y como un recuerdo ante tus ojos, a fin de que la ley del Señor esté siempre en tu boca». Es evidente la preocupación pastoral de Nuestra Señora a través de todas sus apariciones en el siglo XIX y en el XX: recordarnos la ley del Señor sobre todo en aquellos puntos principales que nos recomienda la Iglesia. Y lo hace de manera especial con la Medalla Milagrosa.
La primera lección de las apariciones de 1830 es, evidente, un gran llamamiento a la oración.
Los historiadores que han hecho un estudio comparativo de las diversas apariciones aprobadas por la Iglesia desde 1830 hacen resaltar que en todas ellas, sin excepción, se hace esta invitación a orar.
No es para asombrarse teniendo en cuenta el lugar privilegiado que ocupa la oración en la vida de la Iglesia. «El objetivo principal de la Iglesia, ha dicho Pablo VI, es enseñar a orar. Recuerda a los hombres la obligación que tienen de orar; despierta en ellos las disposiciones naturales necesarias para hacerlo; les enseña por qué y cómo hay que orar; hace de la oración el gran medio (le salvación y la proclama, al mismo tiempo, como fin supremo y próximo de la verdadera (Alocución a la audiencia general del 20 de julio de 1966).
Pues bien, esta invitación a la oración y el papel principal que se le asigna en la economía de la salvación resultan especialmente claros en las apariciones de la Casa Madre.
En primer lugar, son las únicas —de todas las que han tenido lugar después y que la Iglesia ha reconocido como sobrenaturales— que tienen lugar en una iglesia, en una «casa de oración» y, además, las apariciones, menos la primera, se desarrollan mientras la comunidad de Hijas de la Caridad está en oración, durante la meditación de la tarde.
Por otra parte, María Inmaculada se aparece orando, cumpliendo lo que constituye su gran misión hasta el fin de los tiempos: la oración de intercesión ante su Hijo.
Por último, la medalla que nos da no es un amuleto, no es un fetiche que hay que llevar para que nos proteja, es sobre todo una invitación a la oración que hay que dirigir al único Mediador entre Dios y los hombres: «Oh María, sin pecado concebida ruega por nosotros que recurrimos a Ti». Es instrumento de gracias que María nos consigue.
La Santísima Virgen no distribuye sus gracias al azar. Tiene cuidado de especificar en sus palabras a Santa Catalina que da sus gracias a quien se las piden: «La belleza y el brillo de estos rayos tan hermosos es símbolo de las gracias que derramo sobre los que me las piden». Y, para que esta «lección de cosas» se comprenda mejor, la Virgen la repite de forma negativa. Afirma que hay gracias que no se concede porque no se piden: «Estas piedras de las que no salen rayos representan las gracias que se olvidan de pedirme.
No hay que separar la Medalla de la oración. Al contrario, debe estimularla y recordar la necesidad de pedir, por intercesión de María, todas las gracias que necesitamos. La Medalla debe reavivar nuestra fe, unirnos así más íntimamente a Dios y hacer que alcancemos con más seguridad las gracias de vida cristiana pidiéndoselas a María, cuya intercesión ante su Hijo es todopoderosa.
Pero hay una oración por la que María siente una predilección especial y que parece recomendar en sus apariciones a Santa Catalina Labouré: el Rosario.
El P. Garnier, en su folleto: La Medalla Milagrosa y la Realeza de María, lo demuestra en las páginas 18 y 19. Cedámosle la palabra:
«El hecho de que los rayos broten de los preciosos anillos que adornan las manos de la «Toda hermosa», como las manos de una Reina, nos ha dado un nuevo conocimiento sobre la oración por excelencia que hemos de dirigir a María.»
Llevaba tres anillos en cada dedo y cada uno de ellos estaba cubierto de piedras preciosas de grosor adecuado.
«Ahora bien, precisamente en esta época se rezaba el rosario ron esa especie de anillos rodeados por diez granos que se hacía deslizar con el pulgar en torno al dedo índice. Porque en 1830 ya se usaban estas decenas de cuentas para rezar el rosario, como se hace en nuestros días especialmente entre los Scouts. Y la prueba es que el 20 de junio de 1836, Roma interviene para declarar que las «indulgencias que van unidas al rezo del rosario no podían aplicarse a los anillos de oro y plata recubiertos por diez granos».
«Nuestra Señora llevaba diez anillos en cada dedo, de manera que llevaba en cada una de sus manos un rosario entero de quince decenas. Manera magníficamente elocuente de advertir que la oración que conviene dirigirle, «su oración», es el Rosario. Por encima de las demás oraciones, el Rosario hace brotar de sus manos torrentes de gracias sobre nuestras almas.»
Se ha visto antes que la Virgen volvió sobre esta lección en sus apariciones ulteriores y cada vez con más precisión e insistencia. La llamada será particularmente solemne y urgente en Fátima. María mira el Rosario coma el gran remedio a los males de nuestra época.
Por otra parte es lo que la misma Iglesia no cesa de repetirnos desde hace un siglo por la voz de los Papas, sobre todo León XIII, que publicó una docena de encíclicas para invitar al mundo católico al rezo del Rosario, pero también Pío X, Pío XI, Pío XII, Juan XXIII y en fin, Pablo VI. Todos estos. Papas no han dejado de ratificar y de repetir la llamada de María. La Madre de la Iglesia y la Iglesia misma, no tienen más que una voz.
Pablo VI, en su Encíclica sobre el Rosario, del 15 de septiembre de 1966 dice hablando del mismo: «El segundo Concilio Ecuménico del Vaticano recomendado esta oración a todos los hijos de la Iglesia de manera muy cierta, aunque no explícita, al decir: «Que se haga gran caso de estas prácticas y ejercicios de devoción hacia la Virgen María que el Magisterio ha recomendado en el curso de los siglos».» (Constitución dogmática sobre la Iglesia, núm. 67).
Recemos pues el rosario si queremos obtener abundantemente las gracias que María distribuye, puesto que los rayos que simbolizan estas gracias salen de las decenas del rosario que María lleva en sus manos. Pero hemos do tener cuidado de rezarlo con la debida devoción. Si alguna de las piedras do estas decenas no brillaban ¿no será porque rezamos negligentemente el ro sacio? Catalina Labouré, en su lecho de muerte deseosa de decir a sus hermanas una palabra más sobre la Santísima Virgen, murmuró sencillamente «Recomienden, sobre todo, que se rece bien el rosario». Había comprendida la importancia de rezarlo con fervor.
Señalemos aún otra lección que brota claramente de las apariciones d la Casa Madre: María insiste sobre el culto eucarístico y orienta hacia la Eucaristía.
No sólo se aparece en la capilla, sino cerca del altar, más aún, cerca del Sagrario. Así sucedió en la primera y en la tercera aparición.
El 18 de julio de 1830, Nuestra Señora vino a sentarse sobre las gradas del altar del lado del Evangelio, en el sillón del celebrante que debía estar de espaldas al altar, ya que Sor Catalina, de rodillas ante ella, estaba sobre los escalones del altar.
Pero sobre todo, María invita con fuerza a su vidente a que venga a buscar fuerza al Sagrario en las dificultades que va a encontrar en su misión. «Respecto a la manera de conducirme en mis penas, me mostró con la mano izquierda el pie del altar y me recomendó venir a él y explayar allí mi corazón, asegurándome que encontraría en él todo el consuelo que iba a necesitar.»
Y lo mismo en las pruebas que París iba a atravesar muy pronto: habría que buscar valor y confianza cerca del Sagrario: «Pero venid al pie de este altar: allí se derramarán las gracias sobre todas las personas que las pidan con fervor y confianza; estas gracias se derramarán sobre grandes y pequeños.»
Durante la tercera aparición, como se ha dicho antes, la Santísima Virgen estaba no a la altura del cuadro de San José, como el 27 de noviembre, sino por encima del sagrario y un poco más atrás. Y el sagrario estaba inundado por los rayos que brotaban de sus manos. Esto es muy significativo. En efecto, Jesús en la Eucaristía, ¿no es el mayor don que María nos ha hecho? La gracia no puede venirnos en plenitud, sino por la Eucaristía. Es el medio esencial y normal del recibir la gracia divina. La Eucaristía a la que rodean como otros tantos canales derivados los demás sacramentos cristianos, es el instrumento por excelencia de la gracia, más aún, corno la condensación de todas las gracias. Así, María nos orienta finalmente hacia ella.
Las apariciones de la calle del Bac terminaron como habían empezado, orientando hacia la Eucaristía. El verdadero papel de Nuestra Señora es conducirnos a Jesús. Al conducirnos a la Eucaristía, María nos muestra así el sacerdocio y la Iglesia entera, con su jerarquía y su culto, cuyo centro es la Eucaristía. La Virgen nos recuerda que todas las gracias distribuidas por la Iglesia, María las ha merecido con Jesús y las ha repartido con El, pero que hay que pasar siempre por nuestra Madre, la Santa Iglesia, para obtenerlas, y que no hay que olvidarla cuando nos dirigimos a nuestra Madre, la Santísima Virgen.
He aquí algunas lecciones de esta Epifanía mariana de 1830, aunque sin duda no agotan el rico simbolismo de la Medalla. En efecto, al mostrar la cruz dominando la letra M ¿acaso no quiso significar la Virgen que nuestra vida como la suya debe tornar parte en el misterio de la Cruz? Al poner los dos corazones, uno al lado del otro ¿no ha querido animarnos a la doble devoción al Corazón de Jesús y a su Corazón Inmaculado? Y al poner en la Medalla las doce estrellas, en las que los comentadores del Apocalipsis han querido ver los doce Apóstoles, ¿no ha querido recordar el deber del apostolado obligatorio para todos los bautizados? Es posible, aunque menos evidente. Pero aún sin esto, la Medalla es bastante rica en lecciones para que nos sea muy querida.






