- INTRODUCCION
Antes de abordar el tema que se me ha encomendado en esta semana vicenciana: «La Hija de la Caridad testigo y testimonio de la presencia de Dios», quisiera precisar el sentido de los términos: «testigo, testimonio, testimoniar…» tan empleados en nuestro mundo contemporáneo tanto a nivel eclesial como social.
Corrientemente se dice: «tal persona va a darnos su testimonio» o lo que es igual, va a hacernos partícipe de su experiencia, de su vida, es decir va a constituirse testigo de sí mismo.
El sentido bíblico de estos términos es distinto. Testigo es el que da testimonio de otro. El testimonio es la expresión privilegiada en la Escritura para la transmisión de la fe.
Jesús es el testigo del PADRE, El es el testigo fiel y veraz que dice lo que ha visto y oído del PADRE (Jn 8,26; 8,58), que ha venido al mundo, enviado por el PADRE, para dar testimonio de la Verdad (Jn. 18,37) y para manifestarnos el plan divino de la salvación. Su testimonio es su palabra, su vida, sus i Cuas realizadas en nombre del PADRE (Jn 5,36). En suma, El es la EPIFANÍA del PADRE (Jn 14,9). Su testimonio sufrió el rechazo de un mundo incrédulo (Jn 13,11; 18, 13), y le llevó hasta el extremo: dar su vida por la salvación de los hombres (Jn 19,35).
Continuadores de JESÚS, sus discípulos, enviados por El y fortalecidos por el Espíritu Santo, serían sus testigos hasta los confines del mundo y hasta el final de los tiempos, en cumplimiento de las Palabras del MAESTRO: «Id y predicad por todo el mundo” (Mc 16,15). Vosotros seréis mis testigos (Hech 1,8).
Su misión será dar testimonio de la persona de JESÚS, de sus palabras, de su vida, de sus obras… Su testimonio se sitúa en la línea de una confesión de FE.
Creen en Jesucristo porque lo han visto y oído. Así el final del evangelio de san Juan dice: «Este es el discípulo que da testimonio de esto, que lo escribió, y sabemos que su testimonio es verdadero (Jn 21,24). De la misma manera cuando a Pedro y a Juan se les prohibe «hablar absolutamente ni enseñar en el nombre de Jesús», su respuesta será: «Juzgad por vosotros mismos si es justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros más que a El, porque nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (Hech 4,18,20).
Ser testigos en la Iglesia, hoy como ayer, es asumir públicamente las consecuencias de relación profunda con el Dios que se anuncia así como con el contenido del Mensaje que se transmite. Testimoniar es vivir y profesar por una vida en coherencia con la fe, el don que nos ha sido dado por el Padre en Jesucristo, y que se hace fecundo en nosotros por la acción del Espíritu.
Misión y testimonio se completan y se iluminan. Es el testimonio el que da al mensaje credibilidad y consistencia. No existe evangelización sin la integración del mensaje y del testimonio que hace posible la llamada para que los otros conozcan a Dios y sean confirmados en su motivación de seguir a Cristo en su vida.
Esto explica el acento que la Iglesia hoy pone en sus documentos, y en la insistencia del Papa Juan Pablo II a los cristianos sobre el testimonio de vida como primer medio de evangelización en el momento actual. Ya decía el Papa Pablo VI en su Exhortación Apostólica «Evangelii Nuntiandi», n.° 41: «El hombre contemporáneo escucha con más gusto a los testigos». Efectivamente, la evangelización no puede reducirse a las dimensiones de un discurso. No se cree tanto en el lenguaje dogmático como en el de la experiencia. Por ello, siguiendo la Exhortación Apostólica citada, en el número 76 se nos vuelve a repetir la idea de una exigencia de vida cristiana que acompañe las palabras del evangelizador:
«Se repite frecuentemente en nuestros días que este siglo tiene sed de autenticidad, sobre todo con relación a los jóvenes, se afirma que éstos sufren ante lo ficticio, ante la falsedad y que además son partidarios de la verdad y de la transparencia.
A estos signos de los tiempos debería corresponder en nosotros una actitud vigilante. Tácitamente o a grandes gritos, pero siempre con fuerza se nos pregunta: ¿Creéis verdaderamente lo que anunciáis? ¿Vivís lo que creéis? ¿Predicáis verdaderamente lo que vivís? Hoy más que nunca el testimonio de vida se ha convertido en una condición esencial con vistas a una eficacia de la predicación».
En efecto, la vida de los cristianos está llamada a ser como un «lenguaje existencial» que prepare los corazones para recibir el evangelio. En otros tiempos se querían milagros, el milagro era el signo por excelencia que acreditaba la Palabra. En nuestro tiempo se quiere ver el evangelio a través de los hombres que lo viven y que hacen de él el norte de su vida.
- LA HIJA DE LA CARIDAD TESTIGO Y TESTIMONIO DE LA PRESENCIA DE DIOS
Los Fundadores concibieron a las Hijas de la Caridad como «transparencia visible» de la BONDAD, del AMOR de Dios hacia los hombres. Son numerosos los textos en los que san Vicente y santa Luisa explican a las primeras Hermanas cuál es su Misión en el mundo. San Vicente dice así en el envío de cuatro Hermanas a Metz:
«Vosotras vais a dar a conocer a todos, a los católicos y a los hugonotes y hasta a los judíos la BONDAD de DIOS; porque cuando vean que Dios se preocupa tanto de sus criaturas que ha formado una Compañía de personas que se entregan al servicio de los pobres… se sentirán obligados a pensar que Dios es un Padre Bueno…».
Lo que significa que una vida que quiere reproducir en sus gestos de servicio la Bondad de Dios, será el «signo» más eficaz para descubrir al DIOS de BONDAD.
El pensamiento de la Madre Guillemin es también muy esclarecedor en este punto. En una de sus conferencias a las Hermanas sobre nuestra condición de Siervas de los pobres se expresa así:
«El deseo de dar a Dios al mundo tiene que obsesionarnos no de una manera exaltada, que no sería buen camino, ni el estilo de san Vicente, sino de una manera consciente, es decir penetradas de nuestro deber, de la obligación que tenemos de ser, de verdad, en todos los detalles de nuestra vida personal e interior Hijas de la Caridad auténticas, Hijas del amor de Dios, de tal suerte que se sienta a Dios en nosotras, porque en nosotras habita, y que los que nos rodean, los que pasan junto a nosotras, no puedan por menos de recibir una especie de «revelación de Dios». Se operará tal vez sin que lo sepamos, quizá se dé progresivamente, pero poco a poco, en el corazón de los que no creen crecerá el pensamiento de Dios porque nosotras estaremos llenas de El».
En nuestras Constituciones el valor del «testimonio» se presenta como una constante en la vida de una Hija de la Caridad.
Como respuesta a la llamada de Cristo y a su invitación de seguirle para ser los testigos de su caridad con los pobres, contraemos nuestros compromisos por medio de los Votos. Así los expresamos en la fórmula de los mismos:
«En respuesta a la llamada de Cristo que me invita a seguirle y a ser testigo de su caridad hacia los pobres, yo… renuevo las promesas de mi Bautismo y hago Voto a Dios por un año…
La Constitución 1,6 nos presenta a la Comunidad como el lugar en que las Hermanas «dan testimonio de CRISTO».
La C. 2,12 se refiere a la oración en común como «testimonio apostólico» de la Comunidad.
La C. 1,9 nos habla de «ser en medio del mundo testigos del AMOR de CRISTO».
El mundo es el lugar en el que las Hijas de la Caridad estamos llamadas a vivir nuestra Misión, a él hemos sido enviadas para ser testigos de la Caridad, de la Bondad de Dios.
Hace poco leía un artículo de Mons. Suquía sobre el «Rostro del mundo hoy». Un mundo, decía, paradójico en el que no es todo sombras ni es todo luz. Un mundo en el que Dios no cuenta, existe un olvido de El y sin embargo se le añora y se recuerda. Hl hombre lo considera como sin sentido para su existencia y al mismo tiempo lo busca en el interior de su corazón. Un mundo ateo, secularista, que sin embargo aspira a lo religioso y lo echa de menos.
Una sociedad obstinadamente cerrada a lo trascendente y en la que se dan ciertos signos de apertura a una visión espiritual y trascendente de la vida, al despertar de una búsqueda religiosa, al redescubrimiento del sentido de la oración, a la voluntad de ser libres en el invocar el nombre del Señor. Una sociedad donde se da el desprecio de la persona humana y donde se la exalta al mismo tiempo. Un mundo atacado y sumido en la conflictividad y con un significativo deseo de paz…
En este mundo paradójico de contrastes, de luces y de sombras estamos llamadas a hacer visible el amor de Dios manifestado en Jesucristo.
Hay ciertos escollos que podemos encontrar en la realización de nuestra Misión en este mundo, ciertas tentaciones en las que corremos el riesgo de caer. Es una realidad que en un mundo ateo, descristianizado, secularista, no creyente, nuestra vida no tiene significado alguno a sus ojos. Podemos encontrar e incluso encontramos desinterés, intolerancia, sonrisas irónicas que nos quieren hacer mostrar la inutilidad de nuestras vidas según sus esquemas. Una tentación sería el deseo de «buscar» la manera de decir algo a este mundo con nuestras acciones más o menos espectaculares, siempre en línea del hacer, para ser «reconocidas, valoradas, estimadas…». A esto cabría preguntarnos: ¿Cristo fue reconocido por sus contemporáneos? Su Proyecto evangélico ¿no fue contestado, rechazado, incomprendido?
No se trata, pues, de «buscar y querer testimoniar» sería esto una actitud artificial, errónea, de ahí la esterilidad de tantos testigos, de buena voluntad, sin duda, pero a los que les falta lo «esencial». Antes de testimoniar hay que SER, y cuando se ES verdaderamente el testimonio no hay que proponérselo, es una consecuencia. De ahí la importancia siempre, pero hoy más, de centrar nuestra vida en la línea del SER, el testimonio no emana de un «personaje» sino del ser mismo de una persona.
Esto es lo que en el fondo buscan los hombres de hoy, la autenticidad de la persona rechazando todo «parecer», todo comportamiento ficticio. Y, en resumen, nuestra vida de Hijas de la Caridad ¿no debe ser una EPIFANÍA, una manifestación del AMOR de Dios a los hombres siguiendo las huellas de Jesucristo, Manantial y Modelo de toda Caridad? La autenticidad de nuestro ser de Hijas de la Caridad, la transparencia visible de nuestra identidad, es un reto que nos lanza hoy este mundo en el que vivimos. «Ser lo que somos», poner el acento en lo «esencial» de nuestro ser de Hijas de la Caridad es la condición «sine qua non» para ser «testigos verdaderos».
Los rasgos esenciales que constituyen la unidad dinámica de nuestra vida, lo que la define, es la conjunción de dos elementos inseparables, que constituyen el eje fundamental de nuestro SER:
EL DON TOTAL A DIOS PARA SERVIRLE EN LA PERSONA DE LOS POBRES.
Ni verticalismo que pudiera comprometer la dimensión esencial de encarnación ni horizontalismo que traicionara a Dios en vez de servir al hombre (P. Lloret, La Hija de la Caridad en la Iglesia).
El Documento «La Encrucijada» recogiendo las palabras del Papa Juan Pablo II a las Hijas de la Caridad en la audiencia particular del 20-6-1985: «CONTRA VIENTO Y MAREA CONSERVAD VUESTRA IDENTIDAD»…, reafirmó la siguiente convicción:
«Somos Hijas de la Caridad, entregadas a Dios en Comunidad para servir a Jesucristo en los pobres.
Tenemos que conservar la visibilidad y la transparencia de nuestra IDENTIDAD en el mundo en el que se encuentran ambigüedades y confusión…
Queremos ser coherentes con esta afirmación de nuestra identidad, viviendo nuestra Consagración esencialmente en el servicio y haciendo del servicio la expresión de nuestra Consagración».
El primer cuestionamiento que tenemos que hacernos ante estos compromisos es si, en verdad, dejamos transparentar, si hacemos visible al mundo en que vivimos nuestra identidad de Hijas de la Caridad. Si existen rasgos en su rostro que están desdibujados, si la imagen que transparentamos de ella coincide con su SER o bien es una imagen falsa, desfigurada.
Nuestra Madre Guillemin con su sentido profético y su gran amor a la Compañía, nos dice en su Circular del 1 de enero de 1966:
«Sólo seremos útiles al mundo y a la Iglesia si somos plena y auténticamente Hijas de la Caridad, Hijas de Dios…
…Dios no quiere ver imitaciones de Hijas de la Caridad, activos `robots’ que sólo podrían dar el triste espectáculo de una agitación sin alma de gestos vacíos de todo valor religioso; de tal forma entregadas al mundo bajo pretexto de penetración y de contactos efectivos, que adoptasen sus ideas y su manera de ser hasta el punto de no diferenciarse ya de él…».
Un segundo cuestionamiento sería el de nuestra coherencia de vida: «Queremos ser coherentes con esta afirmación de nuestra identidad» (Doc. «La Encrucijada»).
Es este otro punto en el que debemos reflexionar: si lo que pensamos, sabemos y decimos está en coherencia con lo que vivimos. A veces la falta de transparencia de nuestra identidad se sitúa ahí. Cada vez, ya lo hemos visto, se cree menos en las palabras. Hay una verdadera inflación de palabras huecas, de promesas, de deseos, pero que a la hora de la realización, de hacerlas vida se deshacen…
A veces parece como si el camino de las ideas y de la vida fueran divergentes, cada vez más separados, y mientras que las ideas no produzcan en nosotras convicciones sólidas, no sean «ideas fuerza» para nuestra vida capaces de traducirse en gestos concretos, el conocimiento, por extenso y rico que sea, quedará en el terreno de lo intelectual, el gesto quedará a nivel de deseo y el testimonio será nulo. San Vicente dice que las «virtudes admiradas y no practicadas son nocivas».
Es cuestión de hacer eco en nosotras, de cuestionarnos acerca de lo que nos habla la Exhortación Apostólica E.N. n.° 76: ¿Creemos verdaderamente lo que anunciamos? ¿Vivimos lo que creemos? ¿Predicamos verdaderamente lo que vivimos?…
Nuestro testimonio como Hijas de la Caridad pasa por el servicio
En la manera de realizar el servicio es como se nos reconoce profundamente como Hijas de la Caridad, es también como nos reconocemos entre nosotras sea cuales fueren los lugares y las culturas en que nos encontremos a lo largo y lo ancho del mundo. Es un servicio con unas connotaciones específicas:
Nuestro servicio está basado en la FE
Fe en JESUCRISTO, «Regla de vida para las Hijas de la Caridad» (C. 1,5).
A quien nos comprometemos a «seguir más de cerca y prolongar Su Misión» (C. 1,5).
A quien tratamos de «anunciar y revelar a los pobres» (C. 1,7).
A quien «descubrimos y contemplamos en la persona de los pobres» (C. 1,5; 1,7).
A quien servimos en «sus miembros dolientes» (C. 1,7). La identificación entre Cristo y el pobre es la fuerte convicción de los Fundadores que inculcaron a las primeras Hermanas desde los orígenes, y constituye la base de la mística de nuestro servicio. En el Reglamento de la primera Cofradía de la Caridad (le Chatillón se encuentra como texto inspirador el texto evangélico de Mt 25,40, tan querido para todo vicenciano «Conmigo lo hicisteis»…
Este es el pensamiento que se repetirá una y mil veces en los escritos de los Fundadores. Los pobres tienen el honor de ser los miembros de Jesucristo que considera hecho a El mismo cuantos servicios se les prestan.
Santa Luisa dirigiéndose a las Hermanas de Angers en julio de 1644, les reprocha haber dejado enfriar el fervor que les caracterizaba en los comienzos de su servicio en el Hospital, así como la falta de dulzura y de Caridad con los enfermos y les dice así:
«…Si nos apartamos por poco que sea del pensamiento de que (los pobres) son los miembros de Jesucristo, ésto nos llevará infaliblemente a que disminuya en nosotros esas buenas virtudes…».
Esta convicción de que sirviendo a los pobres servimos a Jesucristo, es la nota característica de nuestro servicio. El dinamismo de nuestra caridad es, efectivamente cristocéntrico: parte de Jesucristo por el hecho de nuestra consagración y va a Jesucristo por el hecho del servicio. La C. 2,1 nos dice: «Su servicio es para ellas la expresión de su consagración en la Compañía y comunica a esa consagración todo su significado».
Nuestro servicio es una puesta en práctica del amor del que Cristo es fuente y modelo
Un amor afectivo y efectivo constituyen la trama de nuestra vida (C. 2,9).
Amor atento
Las Constituciones nos hablan de un primer paso en el servicio que se considera base indispensable de toda evangelización: «la atención a las personas, su vida… la escucha a sus hermanos para ayudarles a tomar conciencia de su propia dignidad (C. 2,9).
San Vicente tiene la experiencia en Chatillón de que, más que los socorros materiales, lo que cuenta es la relación inter-personal entre el pobre y la persona que le sirve. En el Reglamento de Chatillón se encuentra este magnífico párrafo referente a la manera de servir a los pobres a domicilio:
«…Si todavía hubiera alguno después de él, lo dejará para ir a buscar a otro y tratarlo del mismo modo acordándose de empezar siempre por aquel que tenga consigo alguna persona y de acabar con los que están solos, a fin de poder estar con ellos más tiempo».
Y porque la relación interpersonal con los pobres corría riesgo en las Cofradías de París con las damas de la Caridad, es por lo que san Vicente concibe la idea de fundar a las Hijas de la Caridad para establecer el contacto personal entre el pobre y la «Caridad de Jesucristo».
Precisamente en nuestro mundo socializado, la persona está más amenazada que nunca. Las respuestas a las necesidades de los pobres se resuelven en el plano administrativo, siempre como soluciones sociales, colectivas. Por experiencia conocemos mucho del sufrimiento de los pobres, de sus soledades, de sus marginaciones, de la falta de respeto y reconocimiento de sus personas en un mundo sin corazón.
Urge, pues, para nosotras, tomar conciencia, en nuestra Misión de testigos de la caridad de Cristo, de la necesidad de este encuentro, de esta relación interpersonal con cada uno de los pobres a los que servimos, sean cuales fueren las estructuras más o menos socializadas en que nos encontremos. Lo cierto es que una Hija de la Caridad no puede ni debe servir «en serie» a sus Amos y señores, que tiene que servir con un profundo sentido humano. Tiene que mirar al pobre con la mirada y el corazón de Cristo. El espera siempre su cercanía, su afecto, su interés por él mismo, su aliento y ayuda para crecer humana y espiritualmente.
Amor desinteresado, gratuito
El «totalmente entregadas a Dios» que encierra el sentido radical de nuestra donación, exige la gratuidad de nuestro don, que no es otra cosa que hacer efectiva la capacidad de donación que el Señor puso en nuestro corazón de mujer.
La Constitución 2,9, nos dice: «Tienen especial empeño en conservar el desinterés de corazón y el sentido de gratuidad que se manifiesta en el espíritu de su servicio y en la calidad de su presencia».
La gratuidad de nuestra donación a Cristo en la persona de los pobres es, tal vez, uno de los signos de mayor credibilidad en una sociedad en que la eficacia rentable es el todo.
Calidad de presencia cerca del pobre supone salir de nuestra actitud, a veces, de «bienhechoras» para ser una cercanía viva, cálida, acogedora. La gratuidad de nuestro don supone dedicar tiempo para escuchar a los pobres, hablar con ellos, no pasar de largo, porque «hay otras cosas que hacer». Tenemos que convencernos de que el hombre hoy padece un hambre más dura que la material, el hambre de encontrar personas con las que pueda compartir sus propios sentimientos de sufrimiento o de alegría, en las que pueda descargar el pesado fardo de tantas tragedias como vive en la soledad.
En estos encuentros con los pobres caemos en la cuenta de que no es él solo el que es ayudado, sino también el que nos da y nos ayuda en una mutua reciprocidad de dar y recibir.
Amor solidario
Nuestro servicio está también marcado por la solidaridad con los pobres. La C. 2,1 nos dice así: «Reconocen en los que sufren, en los que se ven lesionados en su dignidad, en su salud, en sus derechos a hijos de Dios y hermanos y hermanas de quienes son solidarias».
En la C. 2,9 se pone de manifiesto la ayuda que, en justicia, hemos de proporcionar a nuestros hermanos en defensa de sus derechos siendo, cuando sea necesario, voz de los que no la tienen.
«San Vicente recuerda que el amor implica la justicia; por eso, las Hijas de la Caridad se ponen a la escucha de sus hermanos para ayudarles a tomar conciencia de su propia dignidad. Respetando las situaciones particulares, colaboran con los que trabajan, siguiendo las directivas de la Iglesia, por promover sus derechos. Dan a conocer las llamadas y las aspiraciones legítimas de los más desfavorecidos, que no tienen la posibilidad de hacerse oir».
Mucho más se habló ya el año pasado en la Semana Vicenciana sobre este tema de la solidaridad con los pobres en el sentido de la justicia. Solamente quiero recordar otro ángulo de nuestra solidaridad con los pobres que nos recordaba Madre Duzan en su charla pronunciada en esta Semana sobre «La solidaridad con los pobres y oprimidos dentro de la vocación de las Hijas de la Caridad». Nos decía así: «En cuanto a nosotras, que queremos ser fieles al designio de Dios revelado en la historia de la Salvación, no podemos olvidar que la solidaridad entre los hombres, ha de tomar el mismo camino que Dios tomó al hacerse solidario de todo hombre en Cristo. Y sabemos muy bien que fue identificándose con los pobres como Cristo se identificó».
Esta idea de identificación con los pobres me ha parecido podía relacionarla con las convicciones recogidas en el Documento de la Asamblea 1985 «La Encrucijada» y van en la línea de nuestra vida de pobreza, expresadas en estos términos:
«Tenemos que ajustamos a los pobres. Ellos son nuestros amos y señores. Su sufrimiento nos interpela y nos invita a una pobreza más radical en una mayor proximidad de vida.
Los pobres viven sencillamente. A menudo carecen de lo necesario. Conocen la «mordedura» de la pobreza.
Los pobres viven toda clase de inseguridades y dependencias…».
Sería cuestión de preguntarnos, en un deseo de autenticidad, cómo estamos viviendo los compromisos contraídos en dicha Asamblea de 1985 con respecto a este punto:
La opción por un estilo de vida sencillo, marcado por la austeridad, por tanto el rechazo de lo superfluo, de la mentalidad de rico, de las tentaciones de la sociedad de consumo.
La vivencia de nuestro mutuo compartir y la solidaridad con los pobres y entre nosotras.
La aceptación en paz de las dificultades, las privaciones y las humillaciones que podemos encontrar en la vida de cada día.
Amor sencillo y humilde
Vivir la humildad, la sencillez y la Claridad es un reto que san Vicente y santa Luisa lanzan al mundo a través de nosotras, dice el Documento «La Encrucijada». Son estos valores evangélicos tan opuestos y contrarios a los valores de este mundo que, efectivamente, constituyen un verdadero desafío.
La humildad en el servicio es la condición indispensable para «vivir» los pasos de que nos habla Madre Guillemin:
«de una situación de posesión a una postura de inserción,
de una posición de autoridad a una posición de colaboración,
de un complejo de inferioridad religiosa a un sentimiento de fraternidad…».
Estos pasos, que más o menos ya hemos ido dando en nuestras Provincias de España, nos están ayudando a vivir la humildad, a sentirnos pobres, a constatar nuestra impotencia para hacer frente a tantas necesidades que nos rodean, reconociendo la necesidad de cooperar con otros en el servicio y aceptar que estos otros, a veces lo hagan mejor que nosotras. Pero sea cual fuere «nuestra forma de trabajo y nuestro nivel profesional», lo que se nos pide es una «actitud de Siervas», es decir, una puesta en práctica de las virtudes de nuestro estado: humildad, sencillez y caridad.
También el pensamiento de Madre Guillemin es muy esclarecedor en este punto, ella nos dice que en la manera de vivir, en las manifestaciones externas, se pone de manifiesto quiénes son las Hermanas que tienen un «corazón de propietarias» en el servicio y quiénes poseen un alma desprendida, humilde, un alma de pobre. «Aquella a la que siempre que se le pide un servicio reacciona de una manera caritativa, tiene alma de pobre. La que de buena gana comparte la responsabilidad con colegas profesionales, la que sabe desaparecer para no interferir la acción apostólica de otra religiosa o seglar tiene también alma de pobre. La que sabe aceptar las condiciones apostólicas en que se encuentra: lugares, personas, situaciones… tiene alma de pobre» (M. Guillemin, «Los problemas de la vida religiosa» 1964).
Una Hija de la Caridad que se sitúa junto al Pobre en actitud de humilde sierva es la que no se considera superior a nadie, sino que descubre en todo hombre a su hermano y posee una fina sensibilidad para captar sus aspiraciones, tristezas, esperanzas. Es la que no rechaza, no condena, no juzga, no destruye; sino que es capaz, pacientemente, de ayudar a otros a asumir su propia existencia a pesar de sus inconstancias y sus recaídas… teniendo también presentes las propias inconstancias y recaídas de su persona y la infinita paciencia de Dios.
Amar a uno es esperar en él siempre. Desde el momento en que empezamos a juzgarle, limitamos nuestra confianza en él, desde el momento en que lo identificamos con lo que sabemos de él, lo reducimos a ser así, dejamos de amarle y él deja de ser capaz de llegar a ser mejor.
Esta es la manera de amar que el mundo de hoy necesita. Esto es, amar a nuestros hermanos desde nuestra condición de humildes siervas y a la manera de Cristo, «sacando de Su Corazón la ternura humana y divina que siente hacia ellos» (J. Pablo II, Casa Madre 1980).
III. A QUE CONVERSION ESTAMOS LLAMADAS PARA SER FIELES A NUESTRA MISION DE TESTIGOS DE LA CARIDAD DE CRISTO
La conversión consiste en «reajustar lo que somos con lo que deberíamos ser», dice M. Guillemin en su circular de Enero 1966. Precisamente se nos presenta en breve un tiempo fuerte de «reajuste», de revisión de nuestras vidas en el plano personal y comunitario con motivo de las Asambleas, ya cercanas. Los cuestionarios preparatorios a las mismas van a orientar nuestra reflexión sobre el tema: LA HIJA DE LA CARIDAD EN Y PARA EL MUNDO DE HOY. A la luz de las Constituciones y del Documento «la Encrucijada», que iluminan la autenticidad de nuestro SER, tendremos que evaluar el camino recorrido estos años ínter-asamblea y el esfuerzo realizado por cada Hija de la Caridad por «encarnar el ideal de nuestra vocación en el mundo de hoy» (Doc. Enc.).
Sean cuales fueren las respuestas a los Cuestionarios, lo que sí es evidente es que estamos llamadas continuamente a una conversión que se llama JESUCRISTO, manantial y modelo de toda Caridad, «imitándole bajo los rasgos con que la Escritura lo revela y los Fundadores lo descubren: Adorador del Padre Servidor de su designio de amor, Evangelizador de los pobres» (C. I,5).
Convertirnos a Jesucristo supone una conversión de nuestra mirada y de nuestra vida, para responder plenamente a su «llamada a seguirle y a ser testigos de su caridad» (C. 2,5).
Nuestro encuentro personal y comunitario con la Persona de Jesús será para nosotras, como lo fue para nuestros Fundadores y nuestras primeras Hermanas, la fuerza secreta para realizar nuestra Misión, la motivación permanente de nuestra fidelidad, la fuente de libertad interior que nos permita abrirnos a las exigencias de nuestra vocación y encontrar el valor para soportar con alegría toda suerte de dificultades.
Estamos llamadas también a otra conversión que, en expresión de san Vicente, se llama «ajustarnos a los pobres».
El documento «La Encrucijada» nos recuerda que ellos son «nuestros señores y nuestros maestros». Que su sufrimiento, su carencia de lo necesario, sus inseguridades y dependencias son para nosotras fuertes interpelaciones a una pobreza más radical, «a un estilo de vida sencillo, marcado por la austeridad, por tanto por el rechazo de lo superfluo, de la mentalidad de rico, de la sociedad de consumo». Pobreza material que nos ayuda a vivir nuestra verdadera condición de SIERVAS en cualquier lugar y condición en que nos sitúe nuestro servicio, teniendo siempre como notas dominantes un amor sencillo y humilde, en fidelidad al espíritu de la Compañía.
Estamos llamadas igualmente a una conversión a la Comunidad, convencidas de que «la calidad de la vida fraterna es una fuente de dinamismo para el servicio, y que la unión cordial y el amor mutuo constituyen un apoyo esencial y son un signo y una fuerza para la evangelización».
Nuestra Madre Duzan nos ha hablado exhaustivamente sobre la vida fraterna, yo os invito a releer y profundizar sobre todo lo que nos ha expuesto en su Circular de febrero de 1987 y en las diferentes intervenciones en las que ha ido desarrollando dicha circular y que están publicadas en los «Ecos de la Compañía». Que todo ello sea para nosotras una provocación para realizar un esfuerzo común de renovación de nuestras Comunidades locales, de modo que éstas sean lugares de PAZ, de UNIÓN, de AMOR, seguras de que nuestra vida de comunión fraterna es el mejor testimonio que podemos ofrecer a este mundo, así nos decía S. S. el Papa en la audiencia del 20 de junio de 1985 con motivo de la Asamblea General: «Aunque el testimonio individual tiene su valor, la Comunidad amplía extraordinariamente la extensión del testimonio, y multiplica su valor de impacto».
IV.- EL MUNDO TIENE NECESIDAD DE TESTIGOS DE LA GRATUIDAD DEL AMOR DE DIOS
Por último, sobre nuestra misión de testigos de la presencia de Dios en el mundo, las palabras de S. S. el Papa Juan Pablo 11 a las religiosas en septiembre de 1984, serán el mejor broche que cierre esta sencilla reflexión.
«El mundo tiene necesidad de testigos de la gratuidad del Amor de Dios. Junto a los que dudan de Dios o tienen la impresión de su ausencia, vosotras manifestáis que el Señor merece la pena ser buscado y amado por sí mismo. Que el Reino de Dios, con su locura aparente, merece se le consagre la vida. De esta manera vuestras vidas llegan a ser SIGNO de la FE indestructible de la Iglesia.
El don gratuito de vuestra vida a Cristo y a los demás puede ser la contestación más urgente a una sociedad cuya eficacia rentable se ha convertido en un ídolo.
Vuestra acción sorprende, interroga, seduce, pero no deja nunca indiferente. De todas maneras el evangelio siempre es un signo de contradicción. No seréis comprendidas por todos; pero no temáis nunca manifestar vuestra consagración al Señor. Es vuestro honor, es el honor de la Iglesia.
Si buscáis, con el Espíritu Santo, la santidad correspondiente a vuestro estado de vida, no temáis, El no os abandonará. Las vocaciones vendrán a vosotras. Sí, Hermanas, vivid la esperanza. Mantened vuestra mirada fija en Jesucristo y, con paso firme, seguid sus huellas con alegría y paz».
V.- MARÍA, TESTIGO Y MODELO
En nuestro caminar como testigos de la caridad de Cristo en este mundo, nos acompaña MARÍA, la única Madre de la Compañía, nuestra maestra de vida espiritual.
Ella es un testigo excepcional, privilegiado del misterio de Cristo. Es esa presencia de paz, de amor, de transparencia de Dios, vivida en la humildad, en la fidelidad, en la alegría.
En su canto del Magnificat se revela todo su mundo interior, no sólo el secreto de su relación con Dios en un abandono lleno de confianza y gratitud filial, sino también su actitud hacia el mundo de los hombres en el que los pobres, los humildes y sencillos son exaltados por Dios.
Ella es Madre de Misericordia, puede decirse que es la que conoce más a fondo la misericordia divina, experimentada en su propia vida, acogiendo el Misterio de la Redención, y revelada e irradiada también en su Misión de acercar a los hombres al amor que su Hijo vino a revelar. En Ella y por Ella ese amor no cesa de revelarse en la Iglesia de hoy y de siempre.
El Padre Lloret, en una charla a las Hermanas del Curso vicenciano en la Casa Madre, sobre: «María Sierva, modelo de la Hija de la Caridad» dice así:
«La vocación de la Hija de la Caridad tiene que hacer de Vdes. personas que irradien misericordia, la misericordia de Dios, que comuniquen esa misericordia, primero en sus Comunidades locales, lugares donde se debe vivir la misericordia, espacios donde se debe experimentar esa misericordia de Dios a través de la alegría y el amor. El Mensaje de 1830 fue un Mensaje de Misericordia para este mundo tan materializado, tan duro, a este mundo, el Señor por medio de María, le ha mostrado su rostro de misericordia. Si se dirige a una Hija de la Caridad para transmitir su Mensaje, el Mensaje de María es para mostrar que tienen Vdes. ahí una gran responsabilidad: SER LAS MENSAJERAS DE LA MISERICORDIA DE DIOS. Aprendan a ser esas mensajeras, para ello es necesario que se pongan bajo la influencia del Espíritu».
María es efectivamente para nuestras vidas de Hijas de la Caridad un MODELO de apertura al Espíritu, de Sierva fiel y humilde a los designios del Padre, de Madre de Misericordia y esperanza de los pequeños, ejemplo de ese amor maternal con que es necesario estén animados todos los que en la Misión de la Iglesia cooperan a la regeneración de los hombres (2,11) (L. G. 65).
Mª Luisa Rueda
CEME