La caridad en el Antiguo Testamento

Francisco Javier Fernández ChentoFormación Vicenciana1 Comment

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Author: Antonio Fanuli, C. M. · Translator: Alberto López, C. M.. · Year of first publication: 1993 · Source: XX Semana de Estudios Vicencianos.
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Presentación del tema

Es peligroso interrogar al pasado con la óptica del presente.

Si una mariposa que revolotea ligera y multicolor sobre las flores se reflejase en un estanque transparente y pensase «¡Qué hermosa soy, qué ligera!». Y luego se preguntase: «¿Cómo era cuando pequeña?». Le sería difícil responder. Era un gusano de seda, una larva lenta y voraz. ¡Qué distinto de lo que es ahora! Pero precisamente de aquella larva ha nacido esta mariposa, justamente aquel gusano es hoy ma­riposa. Sin el gusano no hay mariposa.

Nosotros, hombres y mujeres cristianos, nosotros vicencianos sa­bemos lo que significa esta realidad, al mismo tiempo sencilla y com­pleja, que llamamos caridad. Y no es fácil ni útil partir de lo que es para nosotros caridad y preguntarnos: «¿Qué dice el Antiguo Testa­mento sobre la caridad?» Para nosotros, cristianos y vicencianos, sa­bemos lo que implica la afirmación de san Pablo a los Corintios: «El amor de Cristo nos apremia a pensar que uno ha muerto por todos… para que los que viven no vivan ya para sí mismos, sino para el que ha muerto y resucitado por ellos» (2 Cor 5, 14-15).

Para nosotros los cristianos la vida de Cristo ha sido un regalo y también la del cristiano debe ser un regalo. Una vida para gastarla, para empeñarla toda al servicio de los demás y especialmente de los más pobres, como imágenes vivientes de Cristo.

Ahora bien, esta concepción y práctica de la caridad es una novedad tan desconcertante que es difícil encontrar algo parecido en el Antiguo Testamento. Ciertamente encuentro ejemplos espléndidos de magna­nimidad en el AT. Abrahán que permite a su sobrino Lot elegir los pastos más ricos, José, hijo de Jacob, que perdona a sus hermanos que lo vendieran como esclavo y los colma de bienes. David, que perdona la vida a su perseguidor, a Saúl, pudiéndosela quitar; Jonatán, el príncipe heredero, que por amistad, se aparta y cede el primer puesto al amigo David. David, que llora la muerte de Saúl y de Jonatán. Y otros ejemplos similares.

Podría incluso aproximar al modelo de amor que nos ofrece Jesús, el de los dos personajes del AT, Moisés y el Siervo de Yahvé.

Moisés deja un mundo en el que había encontrado paz y tranqui­lidad, alegría familiar y seguridad, para seguir a Dios en la aventura del Exodo, donde ha comprometido toda su existencia por la liberación y el crecimiento de un pueblo. Pero no lo olvidemos, con cuántas dudas antes de partir (Ex 3, 11-4, 17) y con cuántas quejas durante el desarrollo de la empresa (Ex 5, 22-23, Núm 11, 11-15). ¿Todo esto es humano? Ciertamente, pero ¡cuán humano!

Por lo que respecta al Siervo de Yahvé, estamos acostumbrados a mirarlo con la mirada puesta en Jesús. Y como tal, resulta una figura excepcionalmente generosa y extraordinariamente universalista: él se ha cargado con nuestros dolores… (y ha sido) triturado por nuestros delitos (Is 53, 4-5). Pero si lo miramos con ojos del AT, el Siervo es el pueblo de Israel en el exilio. Un pueblo humillado y probado por Dios y por los hombres. Esa humillación, Dios la hace servir para bien de la multitud de los salvados en Israel.

Con toda la nobleza de sus gestos, Moisés y el Siervo siguen siendo pálidas sombras y prefiguraciones preciosas pero descoloridas de Cris­to.

Del mismo modo, ahora, la parábola del buen Samaritano como modelo de vida para el creyente es impensable en el AT.

Si además el buen Samaritano es Jesús, el que baja de la caballería (el cielo) para agacharse y curar al hombre herido (la humanidad pecadora), entonces a este Jesús hay que aproximar no poco el Dios del libro de Jonás, el Dios que tiene compasión de toda una ciudad pagana, la perdona porque está arrepentida y la salva.

El padre misericordioso de la parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11-31) que abraza conmovido al joven, lo vuelve a hacer hijo y le da una fiesta, no es muy distinto del Dios de Oseas, que perdona a la mujer infiel (Israel) y la vuelve a desposar como una virgen intacta (Os 2, 21). El Señor, que al banquete de bodas de su Hijo invita a todos, ricos y pobres (hebreos y paganos), está muy cercano al Dios universalista de los profetas.

Así pues, entre el AT y el NT podemos encontrar fuertes analogías en cuanto a la caridad, podemos incluso admitir que lo que enseña el AT sobre el amor de Dios y de los demás prepara y en cierto modo anticipa la explosión del amor practicado por Jesús y exigido al cris­tiano. Pero el amor (o la caridad) en el AT es un vértice, es la mariposa. No podemos comprender la mariposa sin conocer el gusano de seda del que ha evolucionado. No podemos hablar de la caridad en el AT sin hablar de la sed de justicia que atraviesa toda la sociedad y la revelación del AT.

La justicia es la primera exigencia y forma de la caridad, y una auténtica práctica de la justicia tiene que estar motivada por una fuerte carga de amor y desembocar en una práctica del servicio amoroso a los hermanos.

Justicia y amor, justicia y paz, van del brazo.

Es la visión escatológica de Isaías. Del monte de Dios desciende la ley, es decir, desciende la demanda de justicia. De la acogida de la ley nace la paz: «Forjarán arados de las espadas y hoces de las lanzas» (Is 2, 4).

He aquí, pues, la presentación de nuestro tema.

El Israel de los tiempos monárquicos, y en parte también después, vive con frecuencia una situación de fuertes desequilibrios sociales donde la justicia es preterida en las relaciones sociales. Aparecen y se profundizan los surcos de la desigualdad social. Se dibuja una sociedad forzosamente clasista, de un clasismo más de hecho que consciente y elegido. Hay quien se enriquece y se vuelve arrogante y opresor, y hay quien se empobrece y es oprimido.

Las fuerzas vivas y responsables de la nación reaccionarán deci­didamente. Entre estas fuerzas reconoceríamos los tres filones en que se articulará la literatura del AT: los profetas, la legislación de los libros históricos, las exhortaciones de los libros sapienciales.

Todo el AT está, pues, empeñado en el restablecimiento y la búsqueda de la justicia y del amor entre las clases.

  • En el primer puesto encontramos a los profetas. Son los hombres de la enérgica denuncia de las injusticias perpetradas por los ricos frente a las clases más débiles.
  • Sobre la huella de la denuncia de los profetas se desarrolla la legislación del Pentateuco que tiende a restaurar la justicia pro­pugnando el respeto a los derechos de los más débiles. Y este será el mérito mayor del AT.
  • La misma legislación propondrá una humanización de las re­laciones, con una aguda sensibilidad hacia la dignidad de la persona humana.
  • Los consejos de los Sabios impulsarán a satisfacer las exigencias y a rellenar las fosas de la pobreza.
  • La tendencia humanizante de la más reciente legislación véte­rotestamentaria llegará a convertir el respeto de los derechos y de los valores de los demás en amor al otro incluso al «distinto».

El dinamismo de las relaciones sociales como lo siente y propone el AT va pues desde una fuerte exigencia de la justicia hacia una integración afectiva, del derecho al deber, de la obligación de la res­titución al compromiso libre y liberador del amor. Y a nadie escapa, en estos tiempos nuestros de más fuertes desequilibrios sociales, cuán extremadamente actual y cercanísimo está el AT a la problemática planteada por los cristianos y la gente preocupada por los destinos de nuestra generación.

Acerquémonos, pues, a la problemática de los tiempos del AT.

1. Las ciudades, imágenes reflejas de los desequilibrios sociales

En los primeros tiempos de la época monárquica Israel mantiene una sustancial igualdad económica entre las diversas tribus, entre las familias y los individuos de una misma tribu (siglos XI-X a.C.).

Una ciudad capital como Tirza, hoy Tell el-Farah, revela a través de las excavaciones efectuadas un tejido urbanístico uniforme en el siglo décimo a.C.; todas las casas tienen la misma planta e idéntica estructura, cada una de ellas constituye el hábitat de una familia normal con numerosa prole, en todo semejante a la de al lado.

Por el contrario, es evidente el contraste cuando la arqueología nos recupera la misma ciudad a dos siglos de distancia, en el siglo octavo a.C. Se distinguen bien los barrios de los ricos, más amplios y grandiosos y mejor construidos, de los barrios ghettos de los pobres, pequeños, insalubres y atestados de habitaciones.

Quien visita ciudades como París y sobre todo Nápoles o Palermo, cuyo centro histórico está mejor conservado, se da cuenta de las áreas inmensas que ocupaban en el 1600 iglesias y monasterios y lo pequeñas y estrechas que eran las casas de la gente. Por desgracia, la historia se repite.

Volviendo a Israel, se comprende muy bien que entre los siglos décimo y octavo se ha efectuado una revolución social.

Con la llegada de la monarquía, Israel ha necesitado instituciones diversas. Los funcionarios del nuevo estado han tenido múltiples opor­tunidades de enriquecerse. Los favores del monarca para compensar los servicios prestados y las ventajas recabadas de la administración de los bienes públicos, explican en toda época cómo toda una categoría de gente puede hacerse rica por el poder. Hay luego quien sabe apro­vecharse de las coyunturas favorables en el comercio, o incluso es­pecular con las deudas de algunos y cobrarse con la cesión de las tierras patrimoniales. Nace así en Israel el latifundismo que enriquece a unos pocos y reduce a muchos a la miseria.

El siglo octavo es, no obstante, el siglo del boom económico del Reino del Norte y de Israel. Reina la prosperidad, al menos para algunos. Los palacios de los ricos se hacen grandes y espléndidos. Abunda el oro, el marfil reviste los muebles, el lujo es desenfrenado.

El profeta Oseas hace decir a Efraím, la tribu más poderosa del Norte: «Soy rico, me he hecho una fortuna» (Os 12, 9). Por su parte, Amós describe así el interior de un palacio de ricos en Samaría:

«Ellos (los poderosos) sobre camas de marfil y apoltronados sobre sus divanes comen los corderos del rebaño y los terneros del establo; can­turrean al son del arpa… beben el vino en elegantes copas y se ungen con los ungüentos más refinados» (6, 4-6).

También Isaías, que proviene de una familia aristocrática, observa con preocupación: «El país está lleno de oro y plata y son innumerables sus tesoros; su tierra está llena de caballos e innumerables son sus carros» (2, 7). En este contexto de riqueza desenfrenada el mismo profeta no se extraña de que las ciudades «rebosen de adivinos y hechiceros como entre los filisteos» y que «el país esté lleno de ídolos» (2, 6-8).

Sin quererlo, el profeta ha hecho el retrato de nuestras metrópolis europeas y occidentales, donde el bienestar va a la par, frecuentemente, con delincuencias de diversos géneros y con la pérdida de fundamen­tales valores de la vida social y religiosa.

En concreto, en el Israel del siglo octavo la riqueza de los ricos no es sólo ostentación de un lujo desenfrenado, es injusticia palmaria.

Los ricos acrecientan su riqueza con el fraude, los acreedores no tienen piedad, los jueces, que deberían garantizar el derecho del pobre, se dejan corromper por el poderoso.

En un cuadro así, que nosotros los italianos llamaríamos de Tan­gentopoli, se comprende muy bien cómo se desarrolla en Israel el fenómeno endémico del pauperismo.

Pequeños propietarios de tierras endeudados por años calamitosos, se ven forzados a ceder las tierras propias a los más ricos y, si esto no basta, a venderse como esclavos a un amo. De propietario a esclavo, este es el caso de muchos. Ahí no queda todo. Si el pobre no puede hacer valer su derecho en un tribunal porque el juez se ha dejado corromper por el poderoso de turno, no sufre sólo el daño de la causa perdida, sino también el escarnio de ser eliminado físicamente. Es el caso de Nabot (1 Re 21). Y habrá sido el caso de tantísimos pobres. Es un «mal» haber nacido o haber llegado a pobre en una sociedad de prepotentes y arrogantes.

Pero Israel tiene una fuerza interna, un poder moral irresistible que se opone a todas las formas de injusticia.

La constituyen algunas personalidades excepcionales, que no for­man ni una clase ni un partido, son individuos aislados que no faltan nunca en toda ocasión de Israel y de la humanidad, y que son los defensores de los derechos de los más débiles y como los «padres» de la humanidad, porque abren camino a la justicia y a la fraternidad. La Biblia los llama profetas.

2. La denuncia de los profetas contra las injusticias

Frente a la pobreza de tanta gente, todo lujo y todo signo de poder económico suenan a insulto arrogante y desprecio indiferente. Los profetas lo condenan sin medias tintas.

Oseas condena la construcción de los palacios en Israel y la mul­tiplicación de las fortalezas en Judá (8, 14); Amós subraya con sar­casmo que los ricos puedan permitirse la casa de invierno y la casa de verano, las casas llenas de marfil y las imponentes construccio­nes principescas (3, 15); Isaías describe con disgusto el lujo desen­frenado de los ricos: desde la mañana se emborrachan y pasan la ma­yor parte del tiempo entre banquetes opulentos y músicas excitantes (5, 11-12).

Su palabra se vuelve más tajante cuando buscan las causas de tanta riqueza y constatan que depende de la sed insaciable de acaparamiento y acumulación.

«¡Ay de vosotros —grita Isaías—, que adquirís casas y más casas y añadís campos a campos, para no dejar sitio a nadie y quedar como únicos habitantes del país!» (5, 8). La sed de poder económico se vuelve exclusivismo, marginación de los otros.

No sólo esto; se vuelve sobre todo abuso y despojo de los deudores. «Codician campos y los roban; casas, y se apoderan de ellas. Así oprimen al hombre y a su casa, al propietario y a su propiedad» (Miq 2, 2).

La riqueza no es sólo fruto de talento y de oportunidad, es con mucha más frecuencia carencia de escrúpulos, es flagrante injusticia, es fraude.

Tanto Oseas como Amós han observado que los comerciantes se sirven de balanzas fraudulentas en provecho propio: «Canaán (es decir, Israel) maneja balanzas engañosas; le gusta defraudar» (Os 12, 8). «¿Cuándo pasará la luna nueva, para poder vender el trigo? Dismi­nuiremos la medida, aumentaremos el precio y falsearemos las balan­zas para robar, compraremos al desvalido por dinero y al pobre por un par de sandalias» (Am 8, 4-6).

En la medida en que el rico .se siente asegurado del logro de su provecho, se le vuelve difícil tener en cuenta la situación del otro, es más, no le importa en absoluto; se ha vuelto insensible y sin piedad. ¡Un hombre sin corazón! Los negocios son los negocios y no hay sitio para los sentimientos.

Amós, al comienzo de su denuncia sobre la injusticia de los po­derosos ha trazado este desagradable retrato:

«Ellos (los poderosos de Israel) han vendido al justo por dinero
y al pobre por un par de sandalias,
esos que pisotean como al polvo de la tierra
la cabeza de los pobres
y hacen desviar el camino de los míseros;
e hijo y padre se acuestan con la misma muchacha,
profanando así mi santo nombre.
Sobre ropas tomadas en prenda
se echan junto a cualquier altar
y beben vino confiscado como multa
en la casa de su Dios» (2, 6-8).

La conducta mafiosa no es sólo de la Sicilia de hoy o de la Cosa Nostra de Estados Unidos. La mafia, para vivir y prosperar, tiene necesidad del Estado, necesita de sus instituciones; como un pulpo alarga sus tentáculos por doquier, sometiendo a sus intereses hombres de la política, de la policía y de la magistratura. Un juez condescen­diente porque se le paga es un aliado precioso de la mafia, que fre­cuentemente tiene que vérselas con la justicia del Estado.

También en el Israel del siglo octavo la conducta mafiosa de los poderosos acaparaba los buenos servicios de los jueces a cambio de protección y de pingües compensaciones.

Isaías ha estigmatizado así la justicia sometida de los jueces: «Tus jefes son bandidos y cómplices de ladrones, todos aman el soborno, van detrás de los regalos, no hacen justicia al huérfano, y la causa de la viuda no llega hasta ellos» (1, 23).

El contemporáneo Miqueas constata que el fenómeno mafioso ha invadido todas las instituciones de la nación: «Sus jueces se dejan sobornar, sus sacerdotes enseñan a sueldo, sus profetas vaticinan por dinero» (3, 11, cf. 7, 3).

El manso Jeremías con horror mezclado de consternación, un siglo después de Miqueas e Isaías, toma conciencia de que el fenómeno ha empeorado hasta en el pequeño reino de Judá: «Ellos (los malvados) prósperos y orondos, sobrepasan la medida del mal; no respetan el derecho, se aprovechan del huérfano y no defienden la causa del pobre» (5, 28). Una magistratura en connivencia palmaria con la mafia de los poderosos.

Pero la denuncia es estétil si se queda en la aislada indignación de la persona recta. Necesita despertar las conciencias, necesita dar es­peranza y crear la convicción de que la mafia puede ser vencida si se sale del pasivismo, del victimismo y de la «omertá» (ley del silencio).

Mientras los hombres de iglesia denunciaban a la mafia en Sicilia sólo desde el púlpito, la mafia no se preocupaba excesivamente. Los llamaba «grillos parlantes» y los dejaba en paz. Un trato distinto ha reservado la mafia a los hombres que educaban a los jóvenes a rebelarse contra la mafia: los ha quitado de en medio.

Los profetas no eran sólo denunciadores de las injusticias; apo­yándose en el poder invencible e ineludible de Dios, suscitaban la esperanza en los oprimidos anunciando la condena y el final humillante de los prepotentes y de los opresores.

Oíd a Amós, cuánto desprecio pone en sus palabras dirigiéndose a las bien cebadas mujeres de los ricos samaritanos: «Escuchad estas palabras, vacas de Basán, que oprimís a los débiles, pisoteáis a los pobres y decís a vuestros maridos: «Traed para beber»… He aquí que vendrán días sobre vosotras en que os sacarán con garfios, y a las que queden, con arpones de pesca» (4, 1-2).

Para Isaías ya se apresura el juicio de Dios que exige la rendición de cuentas a los jefes y poderosos. «Se querella el Señor contra los ancianos, contra los jefes de su pueblo: «Vosotros habéis asolado la viña, lo robado al pobre está en vuestra casa. ¿Con qué derecho trituráis a mi pueblo y machacáis el rostro de los pobres?»» (3, 14-15). «Mi palabra será una vara que herirá al violento; con el soplo de mis labios mataré al impío» (11, 10).

3. Las preocupaciones de la legislación del AT

El profeta se debe referir inevitablemente a un juicio futuro de Dios que, como se ha visto, será sin salvación para los prepotentes.

Pero se da en Israel una corriente de pensamiento que ha perma­necido fuertemente conmovida por la requisitoria de los profetas contra la injusticia.

Los hombres de esta corriente pueden incluso haber formado parte de la escuela de los profetas, son ciertamente sus discípulos en el sentido más amplio y más profundo de la palabra.

La denuncia de los profetas ha producido en ellos su fruto; ‘se han convertido en los educadores del pueblo y lo son del modo más co­rrecto, a través de una legislación preocupada por los aspectos éticos de la vida y las exigencias de justicia en las relaciones sociales.

Hay que individuar a estos hombres entre aquellos levitas o incluso laicos que han dado origen a esa escuela que los estudiosos llaman elohista y deuteronomista.

A ellos hay que atribuir toda la legislación ética y social asociada a la alianza del Sinaí (Ex 20-23) y la edición más reciente que de ella ha hecho el Deuteronomio (5; 12-26).

Esta legislación tiene un doble objetivo: a) salvaguardar los valores radicales de la convivencia humana; b) promover el respeto a los derechos de las clases más débiles.

A los valores de fondo provee el decálogo del Exodo con sus siete mandamientos sociales.

Sabemos que seis sobre siete imponen una prohibición: «No matar, no cometer adulterio, etc.». La forma negativa tiene la ventaja de ser absoluta, perentoria y por tanto no admite excepciones. Lo cual da a entender que el valor que la prohibición defiende es sumo, es intan­gible, tocarlo es mancharse con una culpa gravísima.

De hecho, el quinto mandamiento defiende el valor de la vida, el valor fundamental e irrepetible de un hombre, de todo hombre, cual­quiera que éste sea. Las sanciones gravísimas previstas por la así llamada «venganza de la sangre» y por la ley del talión (Núm 35, 19; Gén 9, 6) son la contraprueba evidente de con qué respeto se rodea a la vida, y al mismo tiempo son disposiciones para que el castigo no derive en venganza salvaje e incontrolada (cf. Gén 4, 23-24).

Las ciudades-asilo sirven sobre todo para que el homicida prete­rintencional se sustraiga a una injusta ejecución (Jos 20, 4-6). La vida es un bien precioso bajo todos los aspectos.

Así también el valor de la unidad de la familia. El adulterio, entendido como posesión estable de la mujer del otro, es un ataque a la familia, a la seguridad de la prole, a la necesidad para el hombre de perpetuar su vida a través del hijo. Para un hebreo del siglo octavo el más allá es el reino de los muertos, no hay vida en el más allá. El futuro de su nombre, de su persona es el hijo. El adulterio pone fin en cierto modo a la vida del hombre, le quita prospectiva.

La prohibición de robar (séptimo precepto), sin el objeto del hurto, para algunos estudiosos, equivale al secuestro de una persona. Y el secuestro es un quitarle la libertad. Otro valor fundamental del hombre: ¿de qué vale vivir si no se es libre?

Como también el falso testimonio en el tribunal contra un inocente, octavo mandamiento, es otro modo de atentar al valor de la vida del prójimo. Si uno es acusado injustamente de hurto, de homicidio, de blasfemia, se destruye su vida sea moralmente — (su «buen nombre» se le quita para siempre y ¿qué valor tiene la vida sin el buen nom­bre?)—, sea físicamente, porque paga con la vida la acusación infa­mante (véase también el caso de Nabot y de la casta Susana, Dan 13).

Apoderarse de la casa con todo lo que hay dentro mujer, animales, esclavos (noveno y décimo mandamientos) es quitarle a un hombre la posibilidad concreta de vivir.

Como se ve, la fuerte denuncia de los profetas contra las injusticias ha hecho camino; el decálogo con sus mandamientos sociales cons­tituye un jalón en el crecimiento de la humanidad. Aún hoy conserva inalterado su valor de indicación del máximo para la salvaguardia de la justicia, para la fundamentación de relaciones sociales ecuánimes, para el crecimiento de una sociedad justa y fraterna.

El decálogo es una indicación del máximo, pero no puede abarcar todos los casos de lo contencioso y de lo penal. A eso provee la legislación del así llamado código de la alianza (Ex 21-23).

Entre las provisiones jurídicas, no pocas miran a las categorías débiles de la sociedad hebrea. Entre éstas hay que enumerar el esclavo, sea hebreo o extranjero, el asalariado, el extranjero residente, el huérfano y la viuda. Un hebreo podía convertirse en esclavo por deudas, el extranjero, a su vez, por adquisición o por botín de guerra. Una prescripción de Ex 21, 2-11 prohíbe que la esclavitud del hebreo pueda ser perpetua; al séptimo ario de esclavitud el hebreo sale libre con toda su familia. La legislación bíblica trabaja por la afirmación de la igualdad fundamental de todos los hebreos y constituye una premisa para el reconocimiento de la igualdad de todos los hombres.

Para el trabajador jornalero se recomienda al patrón pagarle el salario al término de cada jornada (Lev 19, 13). Lo espera y lo necesita para comer y vivir.

El extranjero residente es un hombre que pertenece a otro pueblo y vive en medio de Israel como un refugiado y un aislado.

Es casi siempre un pobre, un perteneciente a categoría no protegida y económicamente débil.

La legislación del Exodo prescribe no molestar ni oprimir al fo­rastero (Ex 22, 20). Eso equivale a decir que el extranjero está pro­tegido precisamente porque no está garantizado por una pertenencia específica. Se le ayuda también dejándole recoger los frutos caídos a tierra, las aceitunas abandonadas en el árbol, los racimos de uva no recogidos por los vendimiadores y las espigas de trigo o de cebada dejadas por los segadores (Lev 19, 9; 23, 22; Dt 24, 19-21). El extranjero participa en el diezmo trienal de las cosechas (Dt 14, 29), en los productos del año sabático (Lev 25, 6) y también para él quedan abiertas las puertas de las ciudades de refugio (Núm 35, 15). En los procesos, la misma justicia que salvaguarda los derechos de los hebreos se aplica a los de los forasteros (Dt 1, 16).

Estas prescripciones así de preocupadas por lo «distinto» nos dan que pensar. Estamos cerca del tercer milenio cristiano, y mientras tanto en nuestras ciudades se desencadenan con frecuencia el racismo y la xenofobia, el antisemitismo y las atrocidades de la llamada «lim­pieza étnica». Nuestra sociedad de un bienestar descarado y egoísta­mente gozado, se va haciendo cada vez más intolerante y exclusivista. ¡Cómo debemos avergonzarnos!

Cierto, disculpándonos parcialmente, podríamos decir que una cosa es la legislación bíblica y otra la práctica del pueblo. También en Israel habrá habido manifestaciones de intolerancia y de abuso del extranjero. Pero son raras. La Biblia cita por ejemplo una en tiempos de Abrahán (Gén 19) y otra en el remotísimo tiempo de los Jueces (19).

La sociedad primitiva vive mejor que nosotros la integración racial y cultural. Defiende al extranjero que se establece en el territorio, pero le pide que se someta a la ley del lugar, tanto a la civil como a la religiosa (Lev 20, 2,24, 16-22; Lev 17, 8-13; 18, 26, etc.).

Las otras categorías débiles, el huérfano y la viuda, se equiparan a los forasteros en la preocupación de las leyes.

4. Las prescripciones humanizadoras de las legislaciones posteriores

La ley del Exodo tiene como mira la afirmación, la práctica y el restablecimiento de la justicia en las relaciones sociales. Y ya es mucho.

En este sentido, tiene en cuenta en primera instancia el derecho de todo individuo, pero no descuida la atención a la persona en cuanto tal.

La ley deuteronómica, volviendo a proponer y actualizando la antigua ley del Exodo, le ha conferido una cualidad que constituye su superioridad: la ha humanizado. Esto es, le ha conferido aquel rasgo típicamente humano, de prestar atención al hombre, a su condición, a su dignidad, hasta a su psicología.

En Roma, en la plaza Cavour hay un enorme palacio. Los romanos lo llaman «er palazzaccio»; en realidad ha sido y en parte es el palacio de justicia de la capital. Es una construcción imponente de estilo neobarroco muy discutible. El arquitecto que lo proyectó pensó ex­presar a través de la piedra la función de la ley. La planta baja está construida sobre enormes bloques de granito apenas desbastado: en una sociedad recién nacida la primera ley apenas logra desbastar las costumbres de las poblaciones primitivas.

El primer piso presenta una construcción almohadillada, con pie­dras sobresalientes pero bien pulidas: como para decir que una legis­lación más desarrollada afina ulteriormente los comportamientos de las personas.

El último piso del famoso palacio es de formas elegantes y solem­nes para significar que la legislación de las sociedades adelantadas haría (aquí el condicional es obligatorio) las relaciones sociales urbanas y civilizadas.

No sé si esto se puede decir de toda legislación, pero de la bíblica, sí. Hay una tensión humanizadora de la que puede estar orgullosa frente a sociedades bien gloriosas y celebradas de la antigüedad clásica.

Pongamos algunos ejemplos.

En Ex 21, 2 se habla sólo del «esclavo hebreo»; para Dt 15, 12 la expresión es distinta: «si un hermano tuyo hebreo se vende a ti…» Como se ve, con el añadido de la palabra «hermano» se da a entender que el esclavo no es un hombre cualquiera, es uno que pertenece al mismo pueblo, tiene la misma dignidad que el amo, tiene derecho a su mismo destino. Cuando salga libre después de seis arios de servicio, la legislación de Ex 21 no prevé remuneración, por el contrario la deuteronómica añade: «Cuando lo dejes libre (a tu hermano hebreo), no lo dejarás marchar con las manos vacías; le darás regalos de tu ganado, de tu era y de tu lagar; le darás de los bienes con que el Señor tu Dios te haya bendecido» (Dt 15, 13-14).

Esto se llama atención a la persona y a su condición de desposeído en el momento de la recuperación de su libertad.

La legislación del Levítico da un paso adelante. El hebreo no puede ser esclavo ni siquiera si se vende; el amo lo debe tratar como un obrero jornalero (asalariado) o incluso como un extranjero huésped (Lev 25, 39-40).

El Siracida es aún más explícito y llega a llamar hermano a todo esclavo. «Si tienes un solo criado, trátalo como a ti mismo, porque lo has adquirido con sangre. Si tienes un solo criado, trátalo como a un hermano, porque lo necesitas tanto como a ti mismo» (33, 31-32).

Aunque por motivos interesados, el esclavo es reconocido como ser humano al par que el amo y se le trata en consecuencia.

En una sociedad acentuadamente machista como la bíblica, la mujer no es sujeto social. Es en buena parte una menor, no cuenta y no se la tiene en cuenta.

Su estatuto jurídico es el de ser propiedad del padre mientras esté soltera, del marido cuando la desposa. El último mandamiento del decálogo del Exodo la coloca en el interior de la casa, como una de las cosas que pertenecen al hombre (Ex 20, 17); por contra, el decálogo del Dt ha sacado a la mujer de la casa, y la prohibición de «desearla» se ha convertido en un precepto distinto del de la casa (Dt 5, 21). La mujer, para el Dt, es ante todo una persona humana y se la trata como persona humana y no como una cosa.

El mismo Dt cuando habla del esclavo hebreo y lo llama hermano, añade la indicación explícita de la mujer hebrea esclava (Dt 15, 12), como para decir que la mujer será tratada como el hombre en su esclavitud. Aunque para Ex 21, 7 la mujer esclava no deberá ser dejada libre al séptimo ario como sucede para los esclavos hombres, Dt 15, 17 dice expresamente que «lo mismo harás con tu esclava», esto es, la tratarás como al hombre. Una vez más, a la mujer se le reconoce el estatuto de persona humana como al hombre.

Francamente, respecto a la atención a la mujer no es mucho, apenas dos indicaciones textuales. Pero muy valiosas. Dan a entender que en el Israel de la Biblia se va creando una conciencia distinta frente a todo ser humano.

Ya hemos hablado del trabajador asalariado. La prescripción de Lev 19, 13 manda pagarle el salario diariamente. El Dt ha reescrito de este modo la prescripción: «No defraudarás al asalariado pobre y necesitado, tanto si es uno de los tuyos, como si se trata de uno de los forasteros que están en tu país; les darás cada día su jornal, antes de la puesta del sol, pues es pobre y espera impaciente su salario. Así no clamará al Señor contra ti, y tu no serás reo de pecado» (Dt 24, 14-15). ¿Qué prescripción podría ser más humana? Tiene en cuenta la condición económica del bracero, es pobre, trabaja porque es pobre y vive de su trabajo diario, por lo que no pagarle el salario el día mismo de la prestación laboral equivale a que no coma el día que ha trabajado; y luego tiene en cuenta la disposición psicológica con la que el trabajador ha trabajado aquel día: ha estado pensando en la recompensa durante todo el día como en el motivo de su trabajo. No darle satisfacción en este deseo equivale a darle muerte por dentro.

He ahí como el Dt con su legislación llega a tener en cuenta los sentimientos de las personas, a tratarlas como seres a quienes hay que respetar en sus disposiciones interiores y hacia los que hay que ali­mentar sentimientos de honda humanidad. Estamos ya en los umbrales del amor.

Antes de abordar este último paso del proceso evolutivo de la atención a los derechos del otro en la Biblia, parémonos un instante en una sala de tribunal del antiguo Israel.

La sesión se tiene al aire libre, en el espacio que hay ante la puerta de la ciudad o del pueblo y asiste toda la gente. Están los ancianos, que harán de jueces. Deberían estar por encima de las partes, pero ya se sabe como suceden estas cosas: el más poderoso, que con frecuencia es el culpable, tiene medios y modos para hacerse oír y atraerse la benevolencia condescendiente del juez; el pobre por su parte, incluso siendo casi siempre inocente, al final resultará el culpable.

Se produce lo que el texto bíblico llama «la acepción de persona», o también «la consideración (discriminatoria) personal», o, en lenguaje futbolístico, la presión psicológica sobre el árbitro hacia el equipo más famoso. Contra esta debilidad, tan huniana e injusta, del juez, la legislación bíblica está particularmente atenta.

La del Exodo se limita a decir: «No desviarás el juicio del pobre que se vuelve a ti en el proceso» (Ex 23, 6; cf. Prov 22, 22s, 23, 11). El Dt actúa más sobre la conciencia del juez motivando sus opciones de justicia, las únicas a tener presentes.

«No violarás el derecho, no tendrás acepción de personas ni acep­tarás regalos, porque los regalos ciegan los ojos de los sabios y co­rrompen las sentencias de los justos. Seguirás la justicia y sólo la justicia» (Dt 16, 19-20a).

Y en 1, 17: «Sed imparciales en el juicio, escuchad al pequeño lo mismo que al grande, sin temor a nadie, porque el juicio pertenece a Dios».

La insistencia sobre la justicia que hay que practicar en el tribunal con imparcialidad da a entender cuantas veces habrá sido quebrantada en Israel, pero al mismo tiempo es indicio claro de una conciencia aguda sobre el respeto debido a todo hombre en cuanto hombre, cuente o no cuente económicamente hablando. Ya aparece claro que, como veremos, el fundamento de la igualdad social entre los hombres se encuentra en lugar distinto de la relevancia económica y financiera de algunos individuos. El hombre vale por sí mismo, quienquiera que sea, y por lo que la revelación bíblica ha hecho de él a la luz de su fe.

5. El amor al prójimo, al forastero, al enemigo según el AT

La tradición deuteronómica ha realizado el paso de la exigencia de la justicia a la atención a la persona humana y a sus sentimientos.

La tradición más reciente del Pentateuco, la sacerdotal, hace dar el último paso a la legislación bíblica: provoca en el sujeto agente sentimientos hacia al otro, y entre éstos el más noble, el sentimiento del amor, que, según el lenguaje bíblico, tiene que transformarse en gestos concretos de ayuda.

Ante todo, los sentimientos negativos que hay que extirpar en las relaciones con el otro. «No incubarás en tu corazón el odio contra tu hermano»; dicho de otra forma, «no guardarás rencor a los hijos de tu pueblo» (Lv 19, 17a 18b). El odio y el rencor nacen de cualquier daño recibido, de cualquier derecho no reconocido, de una ofensa que ha manchado la buena reputación o ha quebrantado una amistad. El odio es lo contrario del amor. Fácilmente se pasa de un amor defrau­dado a un odio encarnizado; se odia tanto más cuanto más se amaba. Y el odio mata, mata en el corazón, expulsa la existencia del hermano de la propia existencia, rompe la comunión. No se puede vivir como hermanos odiándose, no se puede guardar rencor en el corazón y estar viviendo codo con codo: se sufre y se hace sufrir. Y no solo esto, sino que el odio como sentimiento profundo tiende a salir del corazón y a actuar haciendo el mal, matando con la palabra y a veces incluso físicamente. Por eso el texto añade. «No te vengarás de tu hermano» (19, 18a), no le pagarás el mal recibido, no serás injusto o violento o traidor como lo ha sido tu vecino.

Claramente se ve aquí una anticipación de lo que Jesús enseñará en Mt 5, 22.39 sobre la condena de la ira contra el hermano y el ofrecer la otra mejilla al violento que te pega.

De la extirpación del odio y del mal contra el hermano, al interés despierto y responsable por su bien.

Dice, en efecto, el texto de Lev 19, 17b: «corrige abiertamente a tu prójimo, así no cargarás con su pecado».

Para comprender esta prescripción es necesario remitirse a Ez 33, 8: «Si yo digo al impío: impío, vas a morir, y tu no le adviertes para que deje su conducta, él morirá por su maldad; pero yo te pediré cuentas de su muerte».

En Ez 33 la invitación va dirigida al profeta en cuanto hombre responsable de la comunidad y en cuanto portador de la palabra de Dios, pero implícitamente va dirigida a todo miembro de la comunidad.

No se puede vivir sin hacerse cargo de la vida y de la bondad de la vida del propio hermano. Descargarse de la propia responsabilidad como ha hecho Caín (Gén 4, 9) es un pecado más grave aún que matarlo. Es desinterés por su bien, es carencia de amor. Y la carencia de amor entre hermanos es intolerable como la muerte. Por eso, he aquí la prescripción más elevada y más densa de todo el AT que el texto propone con un «sino que» adversativo inicial: «Sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19, 18c). Como para decir: no el odio, no el rencor, no el desinterés, sino el amor es lo que se requiere para vivir entre hermanos.

Hay que hacer algunas precisiones. La palabra «prójimo» (en he­breo rea’), está aquí en paralelismo con «hermano» (‘ah), con «miem­bro de la misma tribu» amiteka) y con «tu connacional» (bene ‘ame­ka). Por tanto, el prójimo no es todo hombre, sino quien vive vecino a ti, quien te pertenece, aquel con quien compartes proximidad física, intereses, vida. Por otra parte, un hombre concreto no se encuentra con todos los hombres, sino con aquellos muy restringidos de su propia familia, de su profesión, de su trato.

Al hombre concreto que tienes delante, a éste tienes que amar. Y lo tienes que amar con el criterio del amor a ti mismo.

Podríamos traer aquí el comentario de san Pablo. Cuando habla del amor que el marido debe tener a su mujer como a su propio cuerpo, se expresa así: «quien ama a su propia mujer, se ama a si mismo, nadie, efectivamente, odia su propia carne, al contrario, la alimenta y la cuida» (Ef 5, 28b-29).

Amar al otro que te pertenece equivale a tener cuidado de él y alimentarlo, ponerlo en el centro de tu interés. Equivale a abrir la propia vida a la suya y llenarla con lo que eres y lo que tienes. Estamos aquí prácticamente a los umbrales del amor entendido como servicio y servicio de la vida entera. Esto lo dirá y lo realizará Jesús en el NT. El AT, sin llegar a tanto, está en el camino. Aun no poniendo la propia persona al servicio del otro, invita a ser generoso en poner los propios bienes a disposición del necesitado con generosas dona­ciones y limosnas según sus necesidades (cf. Dt 15, 6-11; Sir 3, 29­4, 10; 7, 32-35; 29, 8-13). Más aún, el interés y el amor al pobre debe proponerse el objetivo de hacer desaparecer las causas y las varias formas de pobreza. En suma, por principio no deberían existir nece­sitados en una comunidad de hermanos (Dt 15, 4), aunque de hecho siempre los habrá (Dt 15, 11).

El amor no debe pararse en el connacional con quien se comparte la vida; si el extranjero residente en medio de una comunidad de hebreos ha sido integrado en la comunidad en paridad de derechos y de deberes (cf. Ex 12, 48s; Lev 17, 8 etc.), se comprende que sea amado al par que el connacional: «Al extranjero que mora entre vo­sotros lo trataréis como al nacido entre vosotros; lo amarás como a ti mismo» (Lev 19, 33-34).

Luego está claro el objetivo del mandamiento del amor en el AT. Se ama y se tiene cuidado de todo prójimo, connacional o extranjero, de piel clara u obscura, rico o pobre.

Contra todo razismo, etnocentrismo y monocentrismo cultural, el amor bíblico propone la integración afectiva, que asume, funde y transciende todo lo diverso que hay en todo hombre, raza y cultura. Nos parece escuchar a Pablo. Haciendo eco a estos débiles indicios, él habla del radicalismo y del universalismo de la caridad cristiana: «(la caridad) todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo aguanta (1 Cor 13, 7).

¿Se puede dar un paso más en el amor al otro según la ley del AT? ¿Hay alguna referencia al enemigo personal? ¿Se debe amar incluso a éste, como invita a hacerlo el NT?

No dice tanto el AT, pero hay un indicio valioso que no hay que pasar por alto.

En la antigua legislación del Exodo se dice: «Si encuentras el buey de tu enemigo o su asno perdido, llévaselo. Si ves el asno del que te odia caído bajo el peso de su carga, no te desentiendas de él, ayúdale a levantarlo» (Ex 23, 4-5).

Ciertamente, aquí falta la palabra «amor», pero están sus gestos concretos. Quien ayuda a un enemigo suyo ya no lo considera como tal, lo quiere bien con los hechos. Y eso es exactamente lo que exige Jesús cuando dice: «amad a vuestros enemigos para ser hijos de vuestro Padre celestial que hace salir el sol sobre malos y buenos» (Mt 5, 44­45).

Se ama en la medida en que se actúa en favor del otro: ¡ un enemigo ayudado es un enemigo amado!.

6. La raíz próxima y última del amor

Nos hacemos ahora una pregunta que está sobreentendida a todo lo largo del desarrollo de nuestro tema del amor en el AT.

¿De dónde le nace a Israel esa preocupación tan aguda hacia el otro y hacia sus exigencias hasta el punto de exigir amarlo como a si mismo? La respuesta tiene que ser articulada.

Israel es sólo uno de los pueblos, y de los más prescindibles, del vecino Oriente antiguo. No causa, pues, ninguna extrañeza que su cultura se haya visto ampliamente influenciada por el contexto cultural de las naciones vecinas. No hay realidad, incluso la más específica como el nombre del pueblo de Dios (Yahvé), que Israel no haya sacado de la cultura ambiental.

Por lo tanto, mucha de la legislación antigua, referente a las re­laciones sociales está copiada de un derecho consuetudinario o codi­ficado común al Oriente antiguo.

La originalidad de Israel está en la interpretación religiosa que ha dado a todas sus instituciones, comprendida la legislativa.

Y el acontecimiento más cualificativo de su vida religiosa es la relación con su Dios, expresada y sancionada con la categoría de la alianza.

A la luz de este acontecimiento cobra sentido y relevancia en positivo o negativo toda realidad. En la alianza, Israel comprende a su Dios, a si mismo, a los otros, y se siente invitado a efectuar gestos relativos a la comprensión realizada.

Ante todo comprende a su Dios.

Con la alianza, Israel toma conciencia de lo que ha sido Dios en relación con él y de lo que intenta ser en el futuro.

Dios lo ha elegido entre tantos pueblos para hacerlo su pueblo primogénito (cf. Dt 7, 7; Ex 4, 22); la elección se ha realizado a través de la liberación de la esclavitud de Egipto (Dt 4, 34); la elección y la liberación encuentra su última explicación en el amor absolutamente gratuito de Dios: «El Señor se fijó en vosotros y os eligió por el amor que os tiene y para cumplir el juramento hecho a vuestros padres. Por eso os ha sacado de Egipto con mano fuerte y os ha librado de la esclavitud, del poder del faraón, rey de Egipto» (Dt 7, 7-8). El tema del amor de Dios a Israel o a sus padres es recurrente en el Dt (cf. 4, 34, 7, 12; 10, 15).

La existencia de Israel como pueblo, su dignidad, el don de la tierra, son el don de aquel sentimiento absolutamente libre y creativo que es el amor y el amor de un Dios.

A Israel se le pide responder.

En el dinamismo de la alianza bíblica el primero en actuar es siempre Dios: El elige, El llama, El promete, libera, da.

Al hombre le toca realizar el segundo gesto, referir a Dios aquello que ha llegado a ser a través de lo que ha recibido. En concreto, debe darse a Dios, reconocer su señorío, aceptar su ley, obedecerlo. De este modo, los dos se pertenecen y viven la comunión (Dt 7, 9-15).

Los modos concretos de responder a Dios están indicados en lo que se llama el primer y principal mandamiento.

En el décalogo del Exodo el primer mandamiento exige el servicio cultual exclusivo a Dios por parte de Israel. «No tendrás otro Dios más que a mí». En el culto, Israel adorará y servirá solo a Yahvé. Así como ha sido El solo el que ha librado a Israel, será El solo el Señor y Dios en ser servido.

¿Qué servicio? No aquel de esclavos prestado al faraón, sino el de hombres libres hecho libremente al Dios que se ama. Un servicio en el amor. «Escucha Israel: Yahvé es nuestro Dios, Yahvé es uno solo. Amarás a Yahvé tu Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas» (Dt 6, 4-5). Así como es recurrente en el Dt el amor que Dios ha demostrado a los padres y a Israel, así muchas veces se invita a Israel a responder a Dios, a obedecerle, a observar su ley con un amor total y duradero, sin titubeos ni reservas (cf. Dt 10, 12; 11, 22; 13, 4; 30, 6).

El servicio en el amor a Dios se convierte en primer lugar en el principal mandamiento, cuando abarca toda la actividad de Israel re­gulada por la ley de Dios. En la práctica, Israel ama y sirve a Dios en la medida en que ama y sirve todo lo que Dios ama y sirve; más en concreto aún, Israel observa el primer mandamiento cuando observa todos los demás. El primer mandamiento es el alma de todos los otros, es su raíz, su motivación, su forma.

Yo amo y sirvo a los otros porque amo a Dios, y porque quiero imitar a Dios que los ama, los libera, mira por ellos.

Aportemos algunos textos.

«Ahora bien, Israel, ¿qué te pide el Señor tu Dios, sino que tú… le ames y lo sirvas con todo el corazón y con toda el alma?… El señor vuestro Dios es el Dios de los dioses… haz justicia al huérfano y a la viuda, ama al forastero y dale pan y vestido. Amad, pues, al fo­rastero, porque también vosotros fuisteis forasteros en el país de Egip­to» (Dt 10, 17-19).

Haber sido amados con aquel amor que está a la raíz de la elección de Israel y de su liberación de la esclavitud, se convierte en la razón última de todo gesto de amor de Israel que se realiza en análogas liberaciones de análogas esclavitudes o pobrezas.

De aquí todas las órdenes dadas a Israel de liberar al esclavo en el día del sábado de la dura esclavitud del trabajo y dejarle descansar como el amo porque también Israel fue esclavo y Dios lo liberó (Dt 5, 12-15); la misma razón se aduce para librar definitivamente al esclavo en el año sabático (Dt 15, 12-15) y para amar al forastero (Dt 10, 19; cf. Ex 22, 20).

Hemos llegado a la profundidad última y al vértice más alto del amor en el AT, que apunta también al vértice del NT.

Jesús propone a sus discípulos servir a todos los hombres, perdonar todas las ofensas y siempre, amar hasta a los enemigos, porque Dios en Jesús se ha puesto al servicio de los discípulos y de todo hombre, perdona sus pecados y los de los demás hombres sin discriminación, los ha amado y elegido, pero quiere bien a todos, incluso a los malos, haciendo lucir su sol sobre todos.

He aquí, pues, dónde Antiguo y Nuevo Testamento se tocan y se integran mutuamente: debemos amar y servir, porque Dios nos ha amado y servido primero. «El amor no consiste en que nosotros ha­yamos amado a Dios, sino en que El nos amó a nosotros, y envió a su Hijo para librarnos de nuestros pecados» (1 Jn 4, 10).

En nuestra espiritualidad vicenciana, la motivación de la caridad y del servicio de caridad está casi exclusivamente en referencia a Mt 25, 39: «cada vez que habéis hecho esto a uno de estos mis hermanos más pequeños, me lo habéis hecho a mí». Porque Jesús se identifica con el pobre, servir al pobre equivale a servir y amar a Cristo.

Esto está bien, pero no es toda la motivación ofrecida por el A y NT. Mt 25 nos hace sentirnos como ricos: porque como rico yo doy, ofrezco, sirvo, amo. Por el contrario, toda la revelación del A y del NT parte del hecho de que yo era y soy pobre, era y soy esclavo, era y soy desamorado.

Pero Dios me libera, me perdona, me enriquece con su amor, y yo, de esta riqueza de amor, de perdón, de liberación, yo, a mi vez, perdono, sirvo, amo, libero a mis hermanos de pobreza.

Una única ola de amor me levanta y, conmigo y por medio de mí, a los otros. En la medida en que experimentamos el amor de Dios lo hacemos experimentar a los demás. Este es el sentido de la expresión de Pablo «el amor de Cristo me urge» (2 Cor 5, 14), el amor con que Cristo nos ama nos junta y en la medida en que nos junta, nos impulsa a amar a los otros.

He ahí la lección del AT. He ahí el deseo.

One Comment on “La caridad en el Antiguo Testamento”

  1. Pienso,que el Antiguo Testamento,encierra,estrictamente,verdad y justicia,pero la verdad y la justicia,venden muy poco,porque interesan a pocos,de la corrupción y la injusticia,solo nos quejamos,si una de estas,nos muerde. Pienso que Jesús,vino a este mundo a reivindicar,las enseñanzas de Moisés,pero los fariseos,a la verdad y la justicia,las habían dejado,de lado,porque,con la caridad,la demagogia o la hipocresía,se vende mas.y les molestaba,que llegase alguien a poner los puntos,sobre las ies.. ¡Pero claro,si Jesús,es el Mesías,tiene,que ser presentado,como,quien realmente era,el hijo del Padre,.¡QUE NO PUDE SER OTRO,QUE LA VERDADERA JUSTICIA,PORQUE LA VERDADERA JUSTICIA,ES EL DIOS VERDADERO! Venda o no venda,no se puede,inventar y manipular un cristo,para adaptarlo a las mayorías,para hacerlo mucho mas rentable y enriquecerse,como hace la iglesia… ¡SENCILLAMENTE,PORQUE,ENTRE OTRAS MIL COSAS,UN CRISTO ASI,NI PUEDE SER HIJO DE DIOS,NI PUEDE SER EL MESIAS!

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