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P. José A. Gil Urra |
06-12-87 |
Pamplona |
Anales 88, pág. 140 |
El 6 de diciembre, a las 9,15 de la mañana del segundo domingo de Adviento, se apagaba la vida joven de José Alejandro Gil Urra, treinta y seis años, y misionero en la República Dominicana. Se quedó con los ojos fijos mirando al cielo, como señalando a los que estábamos allí el camino definitivo que había emprendido.
En marzo dejó su querida tierra pobre dominicana, y con la tierra parte de su vida, y se vino a Pamplona casi sin ganas por si algo se podía hacer para recobrar la salud. Tan metida tenía en su corazón la isla que quince días antes de su muerte, sin fuerza apenas, pedía el alta a los médicos que le atendían para volver allí «porque aquí no hago nada», son sus palabras.
Ha muerto una gran persona, un gran evangelizador y trabajador de horas extras. Hemos tenido la suerte de convivir con él desde marzo. ¡Con qué elegancia asumió la enfermedad! ¡Con qué naturalidad hablaba de «su» cáncer! ¡Con qué regocijo volvió de la clínica universitaria, tras las primeras pruebas, porque el médico le había dicho que llegaría a los sanfermines y hasta cantaría el «Riau riau»! De verdad que los últimos evangelizados por Josechu hemos sido los que formamos la comunidad del colegio. Su desprendimiento, su generosidad, su temple de acero ante el dolor, han hecho de su vida, en la última etapa del camino, una lección magistral.
Ha ido bien probado y purificado, después de pasar por todas las fases que suele ofrecer una enfermedad de este tipo. A los pocos ratos de euforia les pisaban los talones los muchos ratos de postración, silencio, oración y cruz. Imagen nítida del personaje Job, encorvado por el dolor y la prueba. Y para postre de tan suculentos manjares, la antipática quimioterapia, que es un «que muero porque no muero». Pero aún le quedaban arrestos a Josechu para rasguear la guitarra de corazón dolorido. Un día me pidió que le encargara algún trabajillo con los chicos y le envié a una clase de recuperación de cuarto. Salió sin fuerzas y me rogó que no le volviera a enviar más. Imagen perfecta de la estatua de corazón de oro y pies de barro.
Su cuerpo joven de atleta se fue doblando y encogiendo como buscando la tierra donde se descansa en paz. Había días en los que te encontrabas con él en un pasillo y su rostro y su postura y su mirada eran el retrato vivo del Nazareno moviéndose sin costaleros.
Y siempre estaba bien para todos hasta casi al final, cuando acosado por el dolor y el agotamiento decía que estaba mal. Casi lo decía con rubor. Nueve meses, pues, de evangelización viva a la comunidad del colegio, a los alumnos internos y al equipo médico que le atendió con mil cuidados. Así lo reconoció uno de los médicos a los cinco minutos de fallecer Josechu. Me dijo: «¡Cuánto hemos aprendido nosotros de José Alejandro!»
«Qué doctor es tan profundo en útiles enseñanzas el dolor», dice una dolora de Campoamor.
Todos, la comunidad, los Padres de Puerto Rico, la familia y los tíos y primos, le hemos aliviado en lo posible su dolor. Esta es la satisfacción que nos queda.
Enterramos su cuerpo roto en Luquin, su pueblo natal. Más de 25 Paúles le acompañamos en las exequias. Por fin descansa su cuerpo al pie del Montejurra, gigante que guarda celosamente los restos de otro gigante.
Descansa en paz, Josechu.
Desiderio Aranguren