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P. José A. Aguirre |
20-04-06 |
Pamplona |
BPZ, Abril, 2006 |
Hijo de Don Alberto y Doña Clara, nació en Andoáin (Guipúzcoa) el 3 de noviembre de 1929. Ambiente cristiano, musical, tres varones y cinco hermanas.
En Pamplona en 1944. Admitido en la Congregación el 17 de septiembre de 1946 en Hortaleza (Madrid), completando sus estudios en Madrid y Cuenca.
Ordenado sacerdote en Madrid el 27 de junio de 1954.
Profesor en el Estudiantado de Filosofía de Madrid desde 1953.
Estudios en Madrid 1956-1960 y en Zaragoza (1964-1967). Lcdo. En Ciencias Exactas.
Profesor en el Colegio de Barakaldo desde 1960 hasta 1993, residiendo en Barakaldo, Limpias, Parroquias, Barakaldo.
Con interrupciones para renovación teológica (1993-1994) o salud (1995)
De nuevo en Barakaldo como apoyo (1997) hasta 2001, en que viene a Pamplona. Fallece en Pamplona el 20 de abril de 2006
«Quede bien claro a todos vosotros y a todo Israel… que Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo resucitó de entre los muertos». Estas palabras, que escuchábamos en la primera lectura (Hechos 4, 1-12), dirigidas por el apóstol Pedro a los je fes del pueblo, senadores y letrados, sintetizan la experiencia sobre la que se fundamenta la fe y la acción evangelizadora de la Iglesia. El Señor, entregado por nosotros a la muerte, ha vencido a la muerte, ha resucitado, es nuestro único Salvador.
El anuncio de la Resurrección de Jesucristo y el encuentro con Jesucristo Resucitado llena de gozo la celebración ininterrumpida de la Pascua durante los ocho días de esta Octava, prolongada en la cincuentena pascual y revivida en la semanal celebración de la Pascua cada domingo.
El acontecimiento de la Resurrección ha dado fortaleza a los apóstoles para confesar con valentía que Jesucristo es el único salvador y prolongar su misma Misión en el mundo. Por eso, no se arredran ante las amenazas; por eso, curan a los enfermos en su nombre.
El acontecimiento de la Resurrección ha cambiado la vida de Pedro y de los demás testigos. La Luz de la Pascua ha disipado sus miedos y dudas. El encuentro con Jesucristo Resucitado les ha hecho comprender el sentido de los acontecimientos vividos junto al Maestro.
Hoy también la Luz de la Pascua, el encuentro con Cristo Vivo en esta celebración nos permite descubrir el verdadero significado de la muerte y de la vida de nuestro hermano José Antonio.
José Antonio inició el camino de la vida en Andoáin (Guipúzcoa) el 3 de noviembre de 1929. Su padre, Don Alberto Aguirre, y su madre, Doña Clara Aramburu, habían formado una familia de sólidos valores cristianos, en la que crecieron sus tres hijos varones y sus cin co hijas. La participación en la vida parroquial y el cultivo de la música al servicio de la fe distinguieron a los miembros de esta familia en la diversidad de vocaciones y estados de vida en la Iglesia.
A los quince años, José Antonio llegaba a Pamplona para iniciar su preparación como misionero paúl (1944). Admitido en la Congregación el 17 de septiembre de 1946 en Hortaleza (Madrid), completaría sus estudios de filosofía-teología en Madrid y Cuenca.
Ordenado sacerdote en Madrid e127 de junio de 1954, venía ya ejerciendo como profesor en el Estudiantado de Filosofía desde el año anterior. La dedicación a la educación de los jóvenes ha llenado más de cuarenta y cinco años de su vida y ministerio. Numerosos alumnos en Madrid y Limpias, pero sobre todo en Barakaldo, dan testimonio de su constancia, entrega al trabajo, cercanía a las personas, delicadeza y prudente sabiduría. Los estudios de especialización en Ciencias Exactas realizados en Madrid (1956-1960) y en Zaragoza (1964-1967), acompañados de una sólida piedad, hicieron del P. José Antonio el maestro y modelo de generaciones. Sólo en 1993 tomó un tiempo de descanso para participar en el Curso de actualización teológico-pastoral en Vitoria.
Ni siquiera la edad de jubilación puso límite a su misión, pues siguió acompañando a los alumnos en el apoyo extraescolar y en la asesoría personal. Fue visitado por la enfermedad en 1995, pero aún pudo proseguir su trabajo en Barakaldo desde 1997 hasta 2001, momento en que pasa a residir en Pamplona. Al mediodía de ayer, 20 de abril de 2006, el Señor lo llamaba repentinamente a su presencia para asociarlo a su Pascua.
«No temas -proclamaremos al despedir en la Iglesia el cuerpo de nuestro hermano, el P. José Antonio-; no temas, Cristo murió por ti y en su resurrección fuiste salvado». Y cantaremos en el Prefacio: «muriendo, destruyó nuestra muerte; resucitando, restauró la vida». Esta es la Luz y la Fuerza de la Pascua que afianza nuestra fe y robustece nuestra esperanza en medio del dolor por la separación de nuestro hermano.
A lo largo de la Octava de Pascua, la liturgia, siguiendo los relatos evangélicos, nos va proponiendo las diversas apariciones del Señor por las que se ha hecho ver Resucitado a los suyos. El Evangelio de hoy (Juan 21, 1-14) nos ha presentado uno de estos encuentros de los discípulos con Jesucristo Resucitado. El relato del Evangelio puede descubrirnos caminos concretos para llegar a encontrarnos también nosotros con Jesucristo Resucitado.
El descubrimiento del Señor Resucitado acontece en medio del trajín propio de las labores de pesca. Los seguidores de Cristo hoy, como en el lago Tiberíades los apóstoles, encontramos al Señor en el trabajo de cada día por prolongar su Misión en la tierra, cuando nos dedicamos con generosidad y constancia a la labor que se nos ha confiado. «Amemos a Dios, hermanos míos -decía San Vicente de Paúl-, amemos a Dios, pero que sea a costa de nuestros brazos, que sea con el sudor de nuestra frente… La Iglesia es como una gran mies que requiere obreros, obreros que trabajen» (SVP XI, 733-734).
El encuentro con el Señor Resucitado es encuentro vivido y gozado en la comunidad. Ha subrayado el Evangelio que se encontraban juntos y ha enumerado los nombres de los apóstoles. Con entusiasmo han querido unirse a Pedro cuando ha decidido salir a pescar. Y el resultado de la pesca ha sido el simbólico número de ciento cincuenta y tres peces, plenitud de la comunidad. Los seguidores de Cristo hoy, invitados por la Iglesia a cultivar la comunión, a ser casa y escuela de comunión, podemos hacer nuestra la llamada de San Vicente de Paúl: «Hemos de pedirle a Dios que nos haga a todos, lo mismo que a los primeros cristianos, un solo corazón y una sola alma. Concédenos, Señor, la gracia de que no tengamos sino un solo corazón y una sola alma, que informen a toda la comunidad… que no tengamos todos más que un mismo corazón, que sea el principio de nuestra vida, y una misma alma, que nos anime en la caridad, en virtud de esa fuerza unitiva y divina que edifica la comunión de los santos» (SVP XI, 541-543).
Los discípulos alcanzan la experiencia del Señor Resucitado, Vivo y presente entre ellos, en torno a las brasas, al sentarse para compartir el pan y el pescado, cuando el Señor Jesús se acerca, toma el pan y se lo da. La Eucaristía es, hoy como siempre, el lugar privilegiado del encuentro y de la comunión con el Señor Resucitado. «Como el amor es infinitamente inventivo -afirmaba San Vicente de Paúl-, tras haber subido al patíbulo de la cruz para conquistar las almas y los corazones de aquellos de quienes desea ser amado…, previendo que su ausencia podría ocasionar algún olvido o enfriamiento en nuestros corazones, quiso instituir el augusto sacramento, donde él se encuentra real y sustancialmente como está en el cielo» (SVP XI, 65-66).
En esta celebración pascual, al despedir a nuestro hermano, el P. José Antonio Aguirre, proclamamos la Resurrección de Jesucristo con la firmeza de los primeros testigos. Que cada uno de nosotros sepamos vivir cada día con Cristo Resucitado como el Evangelio nos ha sugerido: en la entrega al trabajo, en la construcción de la comunidad, en la eucaristía.
Corpus J. Delgado