Isabel Seton, la biografía: 24 – Madre de las Hijas de la Caridad

Francisco Javier Fernández ChentoIsabel Ana Bayley SetonLeave a Comment

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Autor: Marie-Dominique Poinsenet · Año publicación original: 1977.
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Ensancha el espacio de tu tienda,
despliega tus pabellones sin traba,
alarga tus cuerdas, refuerza tus piquetes:
pues vas a expandirte a derecha e izquierda
y los tuyos poblarán ciudades desoladas.
Is 54, 2-4

Desde el comienzo del año 1811, Catalina Dupleix, cuya evolución religiosa la llevaba suavemente hacia el catolicismo, había hecho esperar a Isabel una visi­ta a Emmitsburg. Muy dichosa con tal perspectiva, la Madre se había apresurado a responder a su amiga.

El pensamiento de tu visita me da una alegría que jamás podrías imaginar. La soledad de nuestras montañas, el silencio de las tumbas de Cecilia y de Enri­queta, los hijos corriendo por los sotos que se cubren de flores silvestres en primavera -que ellos cogerían para ti a cada paso- la vida bien reglada de nuestra casa amplísima, donde se encuentra -al extremo de una de las alas- nuestra dulce capilla, tan bien cuidada, tan calma, donde habita como NOSOTROS lo sa­bemos, tú sabes quien… Todo esto no es un sueño, una ficción, es solamente una parte de la realidad de este privilegio nuestro. Es necesario que lo veas con tus ojos para creer que es verdad. De lunes a sábado, todo es apacible. No hay nin­guna para turbar la tranquilidad de las demás, al contrario, todas se ayudan mu­tuamente con una actitud de buena voluntad de la que es preciso ser testigo para creerlo. Nadie en el mundo hubiera podido convencerme a mí misma, si no hubiera tenido la experiencia. Por eso puedes permanecer escéptica hasta el día que ven­gas y veas. No tenemos otra sociedad que la de nuestro pastor de montaña que es verdaderamente un santo varón, sencillo, muy educado. El celebra misa para nosotras al clarear el día, todo a lo largo del año. Si una de nosotras tiene alguna dificultad, se la expone, se recibe entonces consuelo, y luego la cosa queda se­pultada en el silencio.

Una carta dirigida a Julia Scott, el 29 de octubre de 1,812, aporta una preci­sión nueva sobre la vida de comunidad, cuya actuación es a la vez clarificada y estabilizada.

Nuestra comunidad no tiene nada de común con los Institutos religiosos de Europa y, aunque tengamos unas reglas determinadas, cosa que es indispensable en cuanto varias personas viven juntas, yo dispongo personalmente de mí misma, pues no es posible asumir una obligación que estaría en desacuerdo con los que son mis deberes frente a mis seres queridos. Pero la verdad es que no miro jamás más allá de un año, sea por mí, sea por ellos, pues tú sabes cuán precario es mi estado de salud, desde hace ya tiempo…

La muerte tan rápida de Ana María no solamente ha abierto en el corazón de su madre aquella herida de la que habla el Sr. Dubois, ha despertado en ella las peores ansiedades por los cuatro hijos que le quedan. En cada una de ellos -tal como lo confiesa en esta misma carta a Julia- cree reconocer presente, muy sin razón por lo demás, los síntomas del mal hereditario que parece estar ligado a la familia Seton. Tal perspectiva sería capaz de quebrantar toda energía. La fe robusta y viviente de Isabel le permite evitar ese peligro. Al constatar hasta que punto puede ser breve una vida, ella encuentra una razón de más para fijar su mirada en la eternidad.

¡Eternidad! ¡Madre! ¡Qué responsabilidad! ¡Madre de las Hijas de la Caridad, que tienen tantas cosas que hacer también por Dios durante su corta vida!

En el mes de mayo de 1812 no es Isabel Sadler -como esperaba Isabel­la que llega para unos días a Emmitsburg, es María Post con su marido. Ante la realización de una obra de la que las cartas de su hermana no le daban más que una idea parcial, María se asombra y se maravilla.

La Casa Blanca de tejado abuhardillada se levanta en medio de los árboles, de los espinos de donde brota sin fin el trino y los arrullos de los pájaros. La at­mósfera de paz que allí reina, la conmueve. Visita la capilla silenciosa, el obrador donde giran los telares, las salas de clase. Oye el tañido alegre de la campana que, o bien llama a las Hermanas a la capilla, o bien precipita la gozosa bandada de las alumnas bajo la sombra de los grandes robles a la hora de 1a recreación. Ve el pequeño vallado blanco no lejos de la casa, y, al otro lado, el cementerio donde reposan sus dos cuñadas y la mayor de sus sobrinas. Pero siente que, a pesar de la inmensa nostalgia que abruma todavía el corazón de Isabel, toda la vida en el convento de San José se desarrolla con serenidad, una serenidad cuya existencia María no sospechaba, y que permite a todas las que han escogido vivir aquella vida asegurar alegremente las tareas, apasionantes o anodinas, fáciles o rudas, que acompasan cada una de las jornadas.

Guillermo, Ricardo, Kate y Rebeca han cogido para su tío y su tía, las flores silvestres que embalsaman los sotos y las praderas. Los muchachos brincan como potrillos, seguidos de cerca por Catalina, por los senderos donde se extiende la sombra tenue todavía de los árboles. de verdes follajes. Bec queda más gustosa a orillas de su madre. La ligera cojera de la niñita de 10 años no escapa a la mirada ejercitada de un especialista como Wright Post. Se le pone al corriente de la caída sufrida en el curso del invierno pasado. El examina la pierna, la ca­dera de la niña. No oculta su inquietud. Es algo extrañamente lamentable que no se haya atajado antes el mal. Interrogada, la niñita confiesa que ella no quería que su madre se diera cuenta de ello. ¡Anina estaba tan enferma! ¡Y además, Rebeca temía tanto ser llevada a la enfermería del convento! El veredicto del Dr. Post es formal: es necesario poner todo en obra, ahora, para impedir que el mal progrese. Es muy dudoso, además, que la niña recupere ya el uso normal de su pierna herida.

Isabel quiso que su hermana y su cuñado visitaran tanto el convento como sus dependencias. La comunidad en esta primavera de 1812, cuenta con 8 Her­manas. El número de niñas alcanza la cincuentena, entre las que treinta son pensionistas. La finca está en pleno rendimiento. Las huertas están cultivadas con competencia. En el campo bien sembrado, la futura mies verdegueante ondula como las olas del mar bajo el soplo del viento.

Seguramente tan felices resultados no se han obtenido sin dificultad. De no ser por los donativos generosos de amigos a toda prueba -y los Post son de ellos- jamás se hubiera llegado a hacer fructificar hasta tal punto las tierras ricas y fértiles del valle. Ahora bien, para una colectividad como la de la Comu­nidad y el pensionado, sería prácticamente imposible la vida, lejos de la ciudad, si no pudiera encontrar en el lugar todo lo que es necesario al avituallamiento. Los capitales se mostraban, desde entonces, indispensables, incluso para aque­llas mismas mujeres que habían pronunciado el voto de pobreza y no aceptaban para ellas mismas nada superfluo. Tal era la razón por la que no se podía abrir en Emmitsburg una casa de educación que no acogiera más que a hijas de fami­lias necesitadas. Tal era la razón por la que Isabel había llegado hasta proponer hacer personalmente, y a pesar de lo que pudiera costarle, un recorrido de Her­mana mendicante por las ciudades de Nueva York, Filadelfia y Baltimore. Mons. Carroll, prudentemente, se lo había disuadido. Semejante gestión hubiera sido inoportuna en América, en el año 1812. Sobre aquel plano todavía la mentalidad diferente en el Nuevo Continente respecto del Antiguo, hubiera expuesto al fracaso una forma de obrar a la que la vieja Europa estaba acostumbrada.

Wright y María Post volverían encantados de su visita a Emmitsburg, a no ser por la inquietud que se llevan respecto a la salud de su sobrina Rebeca. Ahora bien, apenas han dejado el apacible valle, estalla de nuevo la guerra entre Inglaterra y sus antiguas colonias. Durante tres años van a alternar, por el lado americano, éxitos y reveses. Por un momento, los ingleses se hacen dueños de la ciudad de Washington que ellos incendian. Pero el general Jackson les in­flige poco tiempo después una seria derrota ante Nueva Orleans. En 1814, sola­mente la paz de Gand pondrá fin a la segunda guerra de Independencia. El pue­blo americano saldrá de este nuevo período de lucha más fuerte y más unido, más capaz, finalmente, de bastarse en el plano de la industria y de afirmarse como una gran potencia ante los países de la Vieja Europa. Si el eco de las hostilidades no llega sino con sordina al pie de las Montañas Azules, las turbulencias que ellas suscitan, especialmente en las ciudades costeras, hacen difíciles los desplaza­mientos a través del país. Isabel Sadler, con mucho disgusto suyo, ha de renun­ciar a venir a pasar un tiempo cerca de su amiga, como lo había proyectado. Rebeca está siempre en Emmitsburg. ¿Cómo separarse de una niña de 10 años en este período turbulento y para enviarla a dónde? Catalina Dupleix ha escrito a Isabel que un doctor de renombre obtiene, en Nueva York, maravillosos re­sultados gracias a un nuevo tratamiento aplicado a casos similares al de Bec. Pero la madre de la niña no osa tomar sola la decisión de enviarla tan lejos de ella en las circunstancias presentes. Quiere referírselo ante todo al Dr. Chatard. No ha tenido todavía tiempo de llegarle la respuesta del médico, cuando llega a Emmits­burg el general Harper, cuya hija es pensionista en la Casa Blanca. Insiste ante la Madre Seton para que le confíe a la pequeña Rebeca. El vuelve directamente a Baltimore y la pondrá en manos del Dr. Chatard. Isabel acaba por dejarse con­vencer. El especialista francés, no obstante, no podrá formular otro diagnóstico que el del Dr. Post: Rebeca permanecerá enferma toda su vida. El no ve ninguna utilidad en retenerla en Baltimore y se contenta con prescribirle baños y masajes. La chiquilla, por otra parte, no se muestra afectada por su enfermedad.

Rebeca es todo alegría, todo delicadeza, de una gran sensibilidad y precoz en todo para una niña de su edad, explica Isabel a Julia Scott en el mes de octu­bre de 1812. Le gusta enormemente la música y desde un tiempo está constantemente al piano… Su madre, sin embargo, se ve obligada, realmente, a reconocer que su hija es ahora seriamente minusválida, hasta el punto de que ciertos días le es imposible atravesar la habitación ella sola.

En la misma carta, Isabel traza un retrato encantador de Catalina: Kitty tie­ne 12 años, es la más adicta. Desde su niñez, ha mostrado tanta docilidad y cariño frente a mis deseos que su educación es muy bien proseguida. La chiquilla -ase gura orgullosamente su madre- es una excelente alumna, hasta en matemáticas, cosa que no fue jamás un punto fuerte de su primera profesora, Isabel misma. En cuanto a la educación de su espíritu, creo que pocas, muy pocas niñas pueden superarla.

Sin embargo, la tosecilla seca que le es habitual parece agravarse, recordando dolorosamente a la Madre Seton los síntomas del mal que le arrancó a su marido y a su hija mayor. ¡Cuánto se asombraría si le pudiera predecir ahora la longevidad de Catalina, que alcanzará en 1890 sus noventa años 1.Si Kate y Rebeca, cada una según su personalidad naciente, alegran el corazón de su madre, no su­cede la mismo en cuanto a Guillermo y Ricardo, en quienes Isabel discierne una inestabilidad que la inquieta con justo título. Ambos, al parecer, han heredada de su padre un temperamento sin vigor. Privados, además, demasiado temprano de su padre, los dos muchachos han crecido en un medio cerrado, y demasiado exclusivamente femenino. Traqueteados de aquí y de allí, demasiado protegidos por una madre ansiosa, no dejan el hogar familiar, que es un hogar conventual, sino para volverse a encontrar en el ambiente del colegio Santa María cuyo re­glamento estaba concebido, ante todo, para la formación de seminaristas menores. Su madre queda atónita, hasta entristecida de la respuesta del mayor, de 12 ó 13 años, en la clase de catecismo:

-¿Qué has venido a hacer tú en este mundo, le preguntó la profesora, a ga­nar dinero para realizar buenos negocios, o bien para servir a Dios y utilizar los dones que has recibido de El, para hacer su voluntad?

– Pues, yo estoy en el mundo para las dos cosas, responde imperturbablemen­te el chaval.

Al cabo de unos años, Ricardo, escribiría en resumen a su hermana: Se nos enseñó en el colegio que es necesario despreciar el dinero, la fortuna… ¡vamos ya! ¡Es necesaria tener bien de dinero en la vida!

El razonamiento de los muchachos está lejos de ser esencialmente erróneo. Hasta denota en ellos un buen sentido práctica que no habían de apoyar desgra­ciadamente las cualidades de perseverancia en el esfuerzo, de desinterés y de ge­nerosidad que habían sido siempre la realidad de su madre.

De Guillermo, Isabel puede decir ya: Es el muchacho de las esperanzas y de los temores. Sólo sueña con océanos, barcos, viajes, aventuras a través del mun­do. Ricardo se desarrolla físicamente hasta el punto de pasar pronto la cabeza tanto a su madre coma a su hermana. Le llaman familiarmente Daddy-Dick, evo­cación de Daddy-long-legs con que los ingleses designan de manera pintoresca a la típula de largas y finas patas. El gigante, dice también su madre riendo, ella que es de talla muy pequeña.

Después de la muerte de Anina, la Madre Seton, viendo venir hacia ella a sus dos hijos, les había dirigido estas palabras:

-Sois unos hombres ya, vuestra madre espera de vosotros un apoyo. Pero Guillermo y Ricardo no serán jamás sino unos niños grandes, incapaces de llevar a buen término ninguna empresa, inconscientes de las inquietudes y penas que van a causar pronta y sin tregua a su madre hasta su último día.

Así proseguía Dios en el alma de su sierva la obra de desprendimiento, sobre el punto que seguirá siendo, en ella, el más sensible: su ternura ansiosa, perdi­da, por sus pobres hijos.

Sin embargo, las penas se entrecruzan siempre con las alegrías, las graves preocupaciones con las alegres sorpresas. En el curso del otoño de 1812, Catalina Dupleix, después de muchas vacilaciones y de muchos aplazamientos, entró en la Iglesia Católica. Un vínculo nuevo viene a hacer más íntima entre ella y la Madre Seton una amistad fiel, trabada unos veinticinco años antes. En septiembre de 1813, el proyecto tanto tiempo acariciado de volver a verse, llega a ser realidad.

Por unos días, Catalina es, a su vez, huésped maravillado de White House. Tanta la comunidad como el establecimiento escolar está en plena prosperidad, a pesar de que dos Hermanas han partido, a continuación de Anina, hace unos meses, para la casa del Padre: dos de las primeras compañeras de la Madre en Paca Street: María Murphy y Elena Thompson. Entre el Sr. Dubais, el superior, y la fundadora, ninguna dificultad desde entonces. Ningún choque. Ambos son unos verdaderos educadores. Su colaboración afortunadamente acorde permite a la obra de San José desarrollarse más allá de lo que se podía esperar al comienzo. Como siempre, la Madre pone de su persona. A su papel de maestra general, se añade el de profesora de religión y de historia. Las alumnas están habituadas a ver aparecer sin ruido su delgada silueta por el ángulo del pasillo, subir, bajar silenciosamente las escaleras. Isabel se obliga a pasar diariamente por cada una de las clases, se sienta un momento, sin decir palabra, al fondo de la sala, escu­cha a la niña recitar sus lecciones y al profesor impartir sus enseñanzas. Con un juicio seguro valora las competencias, descubre los puntos débiles de cada una a fin de ponerles remedio. Ella quiere en su casa una enseñanza de calidad. Sabe que una educadora o enseñante no se improvisa: en ese dominio se necesi­tan aptitudes y preparación. Jamás se le ocurrirá la idea de que la buena voluntad en la materia pudiera reemplazar la capacidad o el trabajo personales. Quiero, para secundar a las Hermanas, profesoras seglares que tienen que dar, precisa­mente ante las niñas, otro testimonio que el de las Hermanas, completándose ambos para la obra de la educación.

Hecho digno de notarse: La Madre Seton guarda frente a las alumnas de White House, una lucidez que su ternura maternal, siempre inquieta, no la permite conservar respecto a sus propios hijos. Cuando, dos veces por semana, va a dar a las mayores una charla espiritual, que toma muy pronto aires de un círculo de estudios donde cada una puede expresarse libremente, ella tiene que precisar su actitud y su propósito.

-No vengo a enseñaros -les dice–, cómo se llega a ser unas buenas reli­giosas, unas Hermanas de la Caridad, quisiera solamente prepararos a ocupar el puesto que ha de ser el vuestro en el mundo donde estáis llamadas a vivir. Deseo enseñaros cómo ser, más tarde, unas buenas madres de familia.

Cosa que no la impide, sin embargo, poner en guardia a sus jóvenes oyentes contra los peligros no ilusorios que ellas encontrarán necesariamente, atraídas como han de ser por una vida de facilidad, donde se hace polvo el ideal por unos placeres ficticios cuya embriaguez hace perder tan pronto el gusto de Dios. Vivir en medio del mundo sin el dominio de sí mismo es tan peligroso para las jóvenes -le afirma ella- como peligrosa es la llamada de la lámpara para la ma­riposa que se deja fascinar por su brillo y viene ingenuamente a quemarse allí las alas.

Les habla también -¡y con qué convicción!- de la presencia de Cristo en la eucaristía, de ese don inaudito cual es para ellas, católicas, la gracia de la comunión sacramental. Desea que sus almas, conscientes de tal gracia, se semejen a un vaso de cristal, lleno de agua tan pura que la menor mota de polvo sea allí perceptible. Con una intuición tan límpida y tan segura. Isabel hubiera condu­cido gustosa a aquellas niñas a ella confiadas, hacia la comunión frecuente, hasta diaria. Sabemos cómo el rigorismo, par mitigado que fuera aquí o allí, impreg­naba todavía en el siglo XIX, las directrices dadas por la mayor parte de los teó­logos, en lo concerniente a la recepción de la eucaristía. La noción de respeto -cuya realidad no será jamás cuestión de negar- había acabado por antepo­nerse en cierta manera a los otros aspectos del sacramento del que Cristo quiso hacer el alimento de unos frágiles peregrinos como nosotros. «El pan nuestro de cada día, dánosle hoy…». El pan no es para recompensa de las más altas virtudes de los santos, el pan es el viático indispensable al viajero para avanzar por el camino de la vida terrestre, cuya meta es la vida eterna.

«Tu has dado a este pobre enfermo tu carne sagrada -dice San Agustín­a fin de que ella sea el alimento de su alma y de su cuerpo, y tu palabra, a fin de que ella luzca como una lámpara ante sus pasos. Yo no podría vivir sin estas dos cosas, pues la palabra de Dios es la luz, y el sacramento el pan de vida». Estas afirmaciones Isabel las hubiera suscrito con toda su alma. Se hubiera estreme­cido de alegría de entrever los decretos liberadores de Pío X que daban de nuevo a la comunión eucarística su verdadero sentido, y convidaban a todos nosotros, los rescatados, a responder a la llamada del Redentor, para que, por una unión más íntima con El, pudiésemos ser por El más plenamente salvados.

A la verdad los textos mismos del Concilio de Trento, después de haber exal­tado «la excelencia y la eficacia maravillosa de la eucaristía» habían expresado de forma explícita, «el deseo de que los fieles estuvieran lo bastante bien dispuestos para comulgar en cada misa». Son esos mismos textos los que Pío X vuelve a tomar y comenta, proyectando sobre ellos una luz nueva. «Estas palabras -afir­ma él- dicen bastante claramente el deseo de la Iglesia de que todos los fieles se repongan cada día con el celeste banquete y beban allí efectos de santifica­ción siempre más abundantes».

El jansenismo, en Francia muy particularmente, había endurecido una posi­ción ya errónea por consecuencia del rigorismo. Aunque La Frecuente Comunión del gran Arnauld hubiera sido refutada por San Vicente de Paúl mismo, los errores que contenía la obra no habían dejado de abrir bien su camino. Cualesquiera que fuesen, por otra parte, las influencias de que estuviesen marcados, sin sa­berlo, los Sulpicianos de Maryland se atenían a las consignas entonces vigentes no solamente para los fieles, sino para las comunidades religiosas, dentro de una rigidez que hoy nos parece exorbitante.

«He reflexionado mucho en el peligro de una comunión frecuente indicada por la regla dentro de una comunidad religiosa», escribía el Sr. Dubouru a la Madre Seton, el 13 de julio de 1809, estableciendo en número restringido los días de comunión concedidos al conjunto de las Hermanas de San José.

Y sin embarga Cristo dijo: «No son los sanos quienes necesitan del médica, sino los enfermos. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores. .. » (Lc 5, 31-32).

Una no puede sino entristecerse de ver unas directrices tan poco conformes al evangelio dadas como reglas válidas a aquélla que había conquistado en la fe católica la presencia sacramental de Cristo. ¡,No había descubierto ella desde el primer instante, que el pan de vida había sido dado a los hombres por el «dulce Redentor» como el pan de cada día? Aquí, todas las gentes que aman a Dios, que se portan bien, que llevan una vida reglada pueden recibir el sacra­mento todos los días… -escribía ella desde Liorna con destino a Rebeca, en la primavera de 1804. No obstante su amar apasionado por la eucaristía irradia, en Emmitsbure, así de su enseñanza como de su actitud, a las horas de adoración en la pequeña capilla de la Casa Blanca. Los días de comunión son para ella días de fiesta. Su deseo es que lo sean también para todas aquellas a quienes se acerca.

A esta irradiación las niñas no san insensibles. Ellas sienten confusamente que lo que les atrae hacia la Madre Seton no es el hecho de su afecto natural solamente. Un algo emana de su persona que ellas no sabrían definir, sin duda, pero que, con más seguridad que las palabras las arrastra hacia Dios. ¿No es sen­cillamente que ya se trasparenta en ella el espíritu de Cristo y de su Evangelio? Ella conquista el corazón de las alumnas actuales v guarda la confianza y la amistad de las que han terminado sus años de estudios en San José. A las que le escriben de lejos, encontrará siempre el medio de responder.

Como se había maravillado Mary Post durante su visita al Valle el año an­terior, Catalina Dupleix, a su vez, es incapaz de ocultar su admiración. A su amiga, más aún que a su hermana, que no comparte su fe, Isabel puede dar tal detalle, hablar de tal experiencia. Mejor que Mary, Dué es capaz, ahora, de captar de dónde viene en su amiga la serenidad, la calma, el recogimiento, de que jamás se desprende en medio de la tropa traviesa e impetuosa de las cin­cuenta alumnas, que dan a White House el aspecto de una colmena zumbante de vida, de animación y de regularidad.

Sor Ketty Muyan secunda a la Madre Seton en calidad de directora de disci­plina. En los cinco grupos de diez chiquillas -así se encuentran repartidas las alumnas- ejerce ella una autoridad firme y sonriente, desde la hora de le vantarse -5,45- hasta la de acostarse, que sigue, más o menos rápidamente según las edades, a la cena que tiene lugar a las 7,15 de la noche. La Sra. Guérin asegura las clases de francés. Pronto, la verán las niñas vestida con el hábito de las Hermanas, tomar su puesto entre ellas bajo el nombre de Sor Magdalena. La Sra. Seguin es una excelente profesora de música. Durante algún tiempo, Kate, que es todavía su alumna, asegurará bajo su dirección las lecciones de piano de principiantes.

La pequeña Rebeca progresa también rápidamente en sus estudios escolares y musicales, pero se acabaron para la chiquilla de 11 años los juegos y correteos por el jardín o por el bosque. Mientras las dos amigas, Isabel y Catalina, se detienen un momento para rezar en el pequeño cementerio, bajo la sombra de los grandes robles de follaje amarillento, la Madre no puede dejar de pensar en otra tumba que se encontrará, pronta tal vez, al lado de las de Enriqueta, de Cecilia, de Ana María, de Sor Murphy, de Sor Thompson. Ella cuenta a Dué la his­toria de aquella desgraciada caída. En abril último, Rebeca pasará una nueva temporada en Baltimore. Se trataba de recibir allí el sacramento de la Confir­mación de manos de Mons. Carroll. El Sr. Dubois la había preparado con una gran bondad, durante la Semana Santa, trasladándose cada día a la enfermería, no dudando en asegurar a la chiquilla minusválida las ventajas de un retiro solo para ella.

Por otra parte, desde septiembre de 1812, el Sr. Bruté de Rémur ha venido a aportar su concurso entusiasta al Sr. Dubois. El colegio de Monte Santa María, la casa de San José, las dos parroquias le abren ya un vasto campo de aposto lado. No hay duda de que Isabel había querida presentar a su amiga Dué, nueva católica, al director de la comunidad, el jovial Sr. Dubois. El acaba de alcanzar la cincuentena. Al ardor, añade ahora la experiencia. Cara redonda, aniñada, bondad llena de sencillez, el Sr. Dubois ofrece físicamente un verdadero contras­te con el grave Sr. Bruté de Rémur, de fino rostro de asceta, de mirada de fuego. Ambos están adheridos desde ahora a la obra de la Madre Seton y no dejan una ocasión de testimoniarle su efectivo y lúcido servicio.

El Sr. Bruté de Rémur tiene 34 años, en 1813. Su ciencia de las cosas de Dios es cierta. Su conocimiento de la lengua inglesa, a pesar de su estancia en Baltimore, es más escasa. Es forzoso, pues, al predicador recurrir una vez más a los buenos servicios de la superiora de San José, de forma casi constante. Afortunadamente, laguna humana que permite que se establezca entre él y ella un diálogo espiritual, del que al fin, se aprovechan tanto -el uno como la otra. Tienen en común un ardor semejante, un entusiasmo semejante, la misma espontaneidad directa y sencilla, los mismos brotes impetuosos, los mismos deseos apasionados por el reino de Dios. Can un temperamento como el suyo, Isabel ha sentido siempre una necesidad esencial de poder apoyarse en un guía espiritual que sepa ser junta a ella, no solamente el consejero seguro, prudente, sino también el testigo respetuoso del trabajo que el Señor prosigue en su alma. Expresarse, sentirse comprendida, dar su confianza, pero también compartir en todas las cosas, es en ella una necesidad vital. Desde su retorno de Toscana, ha buscado tal guía, ella ha creído haberle encontrado a veces. Dios se lo reservaba para sus últimos años.

Ella tiene cinco años más que el Sr. Bruté de Rémur, pero no tiene todavía diez años de catolicismo. El es más experimentado que ella en las vías divinas. Pero la única experiencia que ha efectuado ella, en cuanto convertida, le ha dado, en más de un punto, una claridad nueva que se hubiera escapado al sacerdote bretón, nacido en un medio esencialmente católico, y para quien la fe jamás ha planteado problemas.

Se han conservado textos de sermones escritos por Isabel redactados en co­mún por el Sr. Bruté da Rémur y su secretaria, dentro de una tan estrecha cola­boración, que es difícil discernir lo que es del uno y de la otra. Cuando el Sulpiciano pronuncia, el 2 de febrero de 1812, en el Monte Santa María un sermón, con ocasión de una ceremonia de primera comunión, a través de los pensamien­tos que desarrolla sobre la presencia de Dios, la gracia de los sacramentos, la vida terrestre que día tras día es ya una anticipación de la vida eterna, los temas favoritos de su hija espiritual están allí transparentes.

Hay experiencias, por otra parte, que sólo conoce una madre. ¿Quién sino la Madre Seton, hubiera podido sugerir al Sr. Bruté de Rémur aquellas palabras henchidas de ternura para hablar con tanto fuego y tanta delicadeza de la presencia de Jesús en María, durante los meses que transcurren de la Anunciación a la Natividad? ¿No ha confesado ella, a este respecto, que le ha sucedido a veces, tener personalmente esta experiencia: el Hijo de Dios presente en su alma de una manera más cierta que lo estaban en su seno, cuando ella esperaba su nacimiento, Ana María, Will, Ricardo, Catalina o Rebeca? Las palabras que ella dicta al pre­dicador, cuando se trata de Cristo muy chiquitico, son expresiones maternales, He, the Jesus Babe: «El, Jesús Bebé». La expresión, por su parte, es realista, sin la menor afectación, con los términos que están en los labios de la mujer que es­trecha entre sus brazos con una inmensa ternura al pequeño ser que acaba de nacer al mundo.

Por otra parte, la eucaristía es donde necesita recurrir siempre. Su despacho, no sin intención deliberada, se encuentra contiguo a la capilla. Estoy sentada o de pie -escribe ella- frente a su tabernáculo a lo largo de la jornada, y con servo mi corazón hacia El, como la aguja imantada hacia el polo norte. El senti­do que ella tiene de la presencia real es manifiestamente fruto de una gracia ex­cepcional. El Sr. Bruté de Rémur está tan convencido de ello que no dudará en escribir unos años más tarde: Ojalá pudiera mi corazón y mi alma conocer y ex­perimentar la gracia del Santísimo Sacramento de mi Jesús, como lo hizo la Madre. Su testimonio será también formal cuando hable de la forma como reci­bía ella la Santa Comunión. Se presentía entonces su ardiente deseo de la eterna comunión con el dulce Redentor. Había en ella un sentido de lo absoluto, de lo eterno que conmovía a su entorno. Exigente para consigo misma exactamente como para cada uno de los miembros de su Instituto, ella no busca nada más, no propone nada más que la sencillez y las exigencias del Evangelio.

¿Cuál es -pregunta ella- la primera regla de la vida de nuestro amado Re­dentor? Vosotras lo sabéis, era hacer la voluntad de su Padre. Así pues, el pri­mer fin que ya proponga a nuestro trabajo de cada día es hacer la voluntad de Dios. El segundo es hacerla de la forma que El la hacía personalmente. La ter­cera, es hacerla, porque es su voluntad.

Quiere que todo, en ella y en sus hijas, permanezca disponible a esa única voluntad, dentro de una vida de silencio que sabe estar a la escucha de Dios, dentro de una vida de don generoso de sí mismo que sabe decir sí frente a todas las pruebas de fidelidad de las que están tejidos los días. Ella, tan fácilmente ansiosa, da, sin embargo, el primer puesto a la confianza. Nada de desánimo fren­te a las faltas, a los fallos inevitables. Se cae, se vuelve a levantar, se pide per­dón y luego se sigue de nuevo adelante, como los pioneros a quienes no detienen en absoluto los obstáculos que topan cada día, de los que cada día triunfan.

Ha encontrado en uno de los tratados de Fenelón la exposición justa de lo que debe ser la pureza de intención, que da a todos los actos de una jornada su di­rección esencial, hacia Dios y su amor. Desde el momento en que no se ha retractado esa ofrenda, todo, para ella, es dado, y todo va bien. Quiere la alegría, a pesar de todo, para ella y para las demás. En medio de los sufrimientos, de las dificultades, de las inquietudes mismas irradia la alegría.

El Sr. Bruté de Rémur que la ve vivir día a día, es el testigo maravillado de la obra divina en su alma. Es una verdadera madre para las Hermanas de la Comunidad. Las ama. Es amada de ellas. Sabe guardar respecto a ellas el puesto que le corresponde. Ha aprendido con fortuna que, en la Compañía de las Hijas de la Caridad, el Sr. Vicente ha querido que la superiora tome el nombre de «Hermana sirviente». Se quiere humildemente al servicio del Instituto de San José. Sabe, con todo, salvaguardar su autoridad. La dirección que da a sus Hijas está marcada con el sello de la prudencia y del buen sentido sobrenaturales. Porque conoce la experiencia del sufrimiento así del cuerpo como del altna, es capaz de compadecer y de confortar.

Así la juzga el Sr. Bruté de Rémur incluso cuando debe indicarle tal error o tal fallo. Pues le acaece a veces a la Madre, sentir hervir en ella la sangre de los Bayley. Le acaece asimismo explotar bruscamente con una indignación mal con tenida, defender su opinión con excesiva pasión. Sobre todo debe contar día tras día con la ternura ansiosa que la vuelve a llevar sin cesar hacia e1 porvenir de sus hijos. Se establece poco a poco una pacificación que, en el plan psicológico, perma­necerá siempre precaria, siendo, por otra parte, causa de las sombrías inquietudes de su madre, el comportamiento de Guillermo y de Ricardo.

Dios, sin embargo, proseguía su obra.

En la fiesta de San Vicente de Paúl, el 19 de julio de 1813, diecisiete Herma­nas de la Caridad de San José pronunciaron por primera vez sus votos anuales.Como las Hijas del Sr. Vicente, las Hijas de la Madre Seton han adoptado la fórmula de los votos simples, emitidos por un año solamente, renovados todos los años, en la fiesta de la Anunciación. Isabel hubiera deseado aprovecharse de la ocasión para dimitir espontáneamente del cargo de superiora. Hubiera pasado con gusto el timón a otra de sus hijas, ahora que la barca boga con fortuna hacia alta mar. Ninguna de ellas, evidentemente, hubiera aceptado que se considerara siquiera tal eventualidad. Sor Cecilia O’Conway, par el contrario, había aprove­chado la circunstancia para recordarle filialmente hasta qué punto contaban todas con ella. «Admirable lección sobre mis deberes la que me ha dado Sor Cecilia, concluye la Madre Seton. De este modo Catalina Dupleix, había encontrado en aquel comienzo del otoño de 1813, una comunidad religiosa bien establecida, un pensionada próspero, una escuela parroquial naciente y a su amiga de siempre en plena expansión espiritual, rodeada de afecto, de respeto, de admiración. ;,Có­mo, pues, había podido ella, Catalina, dudar de Isabel, un solo instante durante el año terrible de 1806? Ella comprendía ahora con cuán justo título, la Madre Seton podía escribir a Julia Scott unos meses antes: «¡Oh, si pudieras compartir la paz y la tranquilidad de nuestras jornadas!».

Tal vez la mujer del rudo Capitán de barco, al regresar a su «hogar» de Nueva York, se lleva la nostalgia del valle apacible donde comienza a flamear el nuevo follaje de los grandes árboles. Pero Catalina ha de estar presente en su morada, donde va a juntársele su marido en cada una de sus escalas neoyorquinas. Ella debe volver a su parroquia católica de San Pedro, a la que en adelante, respondiendo al deseo del P. Kohlmann. aporta su servicio activo y generoso.

No está lejos, sin embargo, la hora en que el joven Instituto que se desarrolla tan felizmente en el lejano valle va a enjambrar en las grandes ciudades. El 1° de junio de 1814, Isabel escribe aprisa una nota para Julia Scott, que le será llevada por una de las Hermanas de San José: Amor y bendición y amor un millar de veces para mi Julia. Rasa te dirá el resto. Tu amiga tuya, y pobre Madre (superiora) E.A.S.

Sor Rosa White, en efecto, está a punta de dejar Emmitsburg para Filadelfia. El P. Hurley que había sido para Cecilia el guía esclarecido en el momento de su entrada en la Iglesia católica, ha sido nombrado recientemente párroco de la Trinidad de Filadelfia. El ha sugerido confiar a las Hijas de la Madre Seton un orfelinato existente en la ciudad desde 1799. En aquel año de terrible epidemia, la fiebre amarilla había multiplicado hasta tal punto las víctimas que fue creado un establecimiento completo destinado a las niñas, a quienes la muerte había arrancado brutalmente toda familia. La ayuda de cierto número de parroquianos de la Trinidad había permitido a la obra mantenerse hasta entonces. La solución, con todo, no podía ser provisoria. Ya que el orfelinato se mostraba siempre como necesario en la ciudad en vías de desarrollo, ¿por qué no hacer ahora una institución sólidamente asentada y que la tomase a su cargo la primera comunidad religiosa de América?

Mons. Egan, que conocía a la Madre Seton y a la comunidad de White House desde noviembre de 1810, aprueba sin demora tal sugerencia. La Sra. Raquel Montgomery, que forma parte del comité de dirección del orfelinato tiene en alta estima a la fundadora de Emmitsburg. Ella tuvo ya ocasión de ayudarla en 1809 durante la primera instalación de la escuela de Baltimore. Después, fue a visitar­la al Valle. Aquí también le ayuda.

A la verdad, es un pobre y humilde orfelinato el que las Hermanas deben tomar a su cargo. Está cargado de deudas, y las molestias ocasionadas por la guerra que se prosigue a lo largo de las costas no facilitan nada el acondiciona mienta del local, ni el avituallamiento de los pensionistas. Bravamente, Sor Rosa, convertida en superiora de las das Hermanas, trata de hacer frente a la situación. Ella cuenta, con humor, la llegada del carromato a Filadelfia y las desventuras que, desde el primer día, van a conocer las tres fundadoras, tan parecidas a las que relata la gran Santa Teresa en el Libro de las Fundaciones. Dejaron el valle el 29 de septiembre. Después de la última etapa de su viaje, helas al fin en la ciudad que apenas conocen. Sin saber qué dirección tomar, el cochera se aventura al azar par una calle, tuerce por otra y avista, finalmente, el campanario de la iglesia. Desde la ventana de la rectoral, muy próxima, el ama del cura, una buena francesa, llamada Justina, ve acercarse despacio un carruaje estridente, con las cortinas cuidadosamente echadas. Bien claro está que es un muerto -piensa ella- que vienen a traer a la parroquia para los funerales. Sale a la calle, se acer­ca al vehículo que acaba de pararse, levanta discretamente una de las cortinas ve en el interior tres mujeres bien vivas, y con una súbita inspiración:

-¿No vienen Vds. de San José, por casualidad?, interroga. -Sí señora, ¿quién es Vd., pues?

-Soy el ama del Rvdo. Roelof.

-¿Podría Vd. indicarnos dónde está el orfelinato?

-¡Claro que sí! Están Vds. justo ante su puerta. ¡Pero bajen, pues!

Las Hermanas tranquilizadas, entran en la iglesia de la Trinidad. Justina se precipita para advertir al Sr. Hurley su llegada. Acude él y envía a las tres viaje­ras a la rectoral. En cuanto a tomar posesión de la casa que les está destinada, es decir, el orfelinato, les será menester aguardar a que se vayan de allí las se­ñoras del patronato. Ellas dejarán vacíos los locales el 2 de octubre, llevándose además can ellas la mayor parte del mobiliario.

Pobremente vestidos, más pobremente alimentados, los niños ignoran hasta el sabor del azúcar y del pan fresco. Los primeros tiempos son muy duros. Las Hermanas mismas se ven en la obligación de ajustarse a severas privaciones. A guisa de pan, ellas comerán, más de una vez, patatas. Será menester la inter­vención delicada del P. Hurley para que el régimen alimenticio se haga un poco más sustancioso. Pronto, gracias a él, pensionistas y religiosas podrán al menos azucarar la infusión poco nutritiva que les hace las veces de café.

La obra es difícil de reemprender y no solamente en el plano material. Pero Sor Rosa, coma verdadera hija de la Madre Seton, sabrá hacer frente, a su vez, y asegurar poco a poco a esta obra, con unas bases sólidas, un equilibrio firme.

Menos de dos años más tarde, el establecimiento de San José obtendrá del Gobierno su reconocimiento oficial. Una visita del General Harper, acompañado del Sr. Cooper, quien prosigue sus estudios de Teología en Baltimare donde recibirá la ordenación sacerdotal en el mes de agosto de 1818, permite iniciar los trámites, a partir de noviembre de 1816.

En el mes de enero de 1817, el Estado de Maryland registra jurídicamente el acta que reconoce, en el plano civil, la existencia del Instituto fundado por la Sra. Seton. Los miembros de la asociación reciben allí el título oficial de «Hermanas de Caridad de San José». Los fines de su asociación, expresamente llamada «asociación religiosa», están netamente definidos. Son «las obras de piedad, de caridad y de necesidad, especialmente el cuidado de los enfermos, la asistencia a los ancianos imposibilitados o económicamente débiles y la educación de la ju­ventud femenina». El acta queda registrada. Las minutas firmadas en buena y de­bida forma. El general Harper figura entre los signatarios. El documento hace mención de veintidós miembros de la dicha asociación, de 21 años de edad al menos, y reconoce a las Hermanas de Caridad de San José derecho de posesión y de libre uso de bienes, muebles e inmuebles, amén del dominio, que son su pro­piedad en Emmitsburg.

El Instituto fundado por la Madre Seton tiene desde entonces derecho de ciu­dadanía en la joven y libre América.

Si es verdad que toda fracaso, humanamente hablando, desacredita a un hom­bre ante los hombres, todo éxito, a la inversa, le confiere un derecho indiscutible al respeto y a la admiración. Despreciada, rechazada de los suyas, cuando ella frecuentaba, con los más desheredados de la ciudad, pobre como ellos, la pobre parroquia católica de San Pedro en Nueva York, Isabel ha reconquistado ahora la estima de sus conciudadanos, por el solo hecho de que los poderes públicos han reconocido oficialmente y con justicia sus méritos, proclamando altamente la le­gitimidad de su institución. Cuando en julio de 1817, el obispo de Nueva York, Mons. John Connolly, pida él también, como un favor, que un grupo de Herma­nas sea enviado a su ciudad para tomar allí la dirección de un orfelinato, aquéllos mismos que, nueve años antes, denigraban abiertamente las actividades de la Ma­dre Seton, aplaudirán con los demás la iniciativa del prelado.

Así, en vida suya, y contrariamente a las previsiones de Mons. Carroll, a este respecto, Isabel y las Hijas de la Caridad Americanas se encontraron llamadas a dedicarse a las pobres y desheredados. Si los planes esbozados por el Sr. Matignon y por el Sr. Cooper, en 1809, se vieron fracasados en Emmitsburg donde ningún establecimiento había podido ser fundado para estar únicamente consagrado a ellos, la toma a su cargo de dos orfelinatos, uno en Filadelfia y otro en Nueva York, alegrando al presente el corazón de la Madre Seton, permite concebir para el porvenir unas esperanzas henchidas de promesas.

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