Francisco Morquillas Fernández (1889-1936)

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Author: Elías Fuente · Year of first publication: 1942.
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El de la inefable sonrisa a flor de labio, imperturbable, tranquilo, casi pacato, que nunca decía una palabra más alta que otra, nítido y pulcro, obsequioso sin zalamerías, humil­dito, cumplidor exacto y puntual de sus obligaciones, buen compañera, preciso en el hablar, enemigo práctico de críticas y chismerías, pacífico y casi beatífico, prudente y discreto.

El del pelo blanco y cejas grises muy pobladas, más alto que bajo, ni gordo ni flaco, bien plantado sin presunción, an­dar menudo y garboso.

Ese era el P. Morquillas al dar su vida por Dios y por España.

Verificóse en él a maravilla el dicho: «Genio y figura hasta la sepultura.» Semper sibi constans.

Los compañeros de cárcel, supervivientes, dicen de él, uná­nimes, que siempre dió la sensación de ser un hombre cuida­doso y delicado. Aunque parezca imposible, andaba libre de miseria, por el aseo continuo de su persona y de su escaso y humilde ajuar de preso. Era querido de todos por su mesura y sencillez. A nadie distinguía en su trato y no había quien se creyese excluido de su amistad.

Al estallar la revolución hallábase en su puesto de Cape­llán del Hospital de Obreros o de San Francisco de Paula, en Cuatro Caminos. Y en su puesto siguió hasta que lo echaron. Que fue el día y hora en que tal hicieron con las Hijas de la Caridad, ni en este lugar toleradas ni menos queridas, las que habían empleado sus energías y derrochado sus puros afectos de madres y hermanas en el espíritu, en servicio de los ingratos que por las que lo eran según la carne allí y en el lecho del dolor habían sido abandonados.

Mas la ingratitud esta vez no fue criminal. Con toda con­sideración llevaron en coche a las Hermanitas a los refugios por ellas mismas indicados, y al Padre Capellán acompañaronlo hasta su casa, la de la Comunidad a que pertenecía, en García de Paredes, 45.

Aquí permaneció hasta tanto que la Comunidad, a su vez, tuvo que abandonarla, en 25 de julio. Del asalto de la horda en la noche precedente fue el P. Morquillas uno de los conta­dos que tardaron en enterarse, por dormir en el último piso; y, al darse cuenta, había pasado el furor de los asaltantes. Ello no obstante, no se libró de un susto regular, cuando entraron en, su habitación a practicar un registro, y hubo de levantarse y bajar al piso más bajo, para juntarse con los demás miem­bros de la asendereada Comunidad.

Confiando en que la resolución del P. Pedro García le sa­caría de apuros, en su cortedad, con él se fue a la pensión de la Carrera de San Jerónimo, número 28. Y de él sólo le reparó la muerte y por pocos días.

De su estancia en la cárcel de San Antón, adonde fue con­ducido el 6 de agosto de 1936, nada de particular se sabe, por­que realmente no lo hubo. Era el P. Morquillas un preso de tantos, y ni más ni menos que la generalidad de los mismos sufrió la privación de la libertad preciosa, entre los vetustos muros del colegio escolapio, cuatro meses; la falta o escasez de alimentos, a las veces, mitigada ciertamente en él porque tenía dinero y, por consiguiente, podía proveerse de algunas cosillas en el economato; la dureza de la cama; el hacinamien­to, de los cuerpos humanos; la procacidad de los milicianos rojos, sus carceleros; el pánico justificado en la más temible de las cárceles rojas, en los primeros meses de la revolución; las represalias de los repliegues de las pandillas de bandidos, en los frentes de batalla, «a los dispositivos ordenados y pre­vistos por el mando»; la incertidumbre del final de aquella trágica aventura, etc…

Cuando tanto peligraba la vida corporal, no descuidaba el P. Morquillas la exuberancia de la espiritual: habitualmen­te se confesaba con el P. Carlos del Santísimo Sacramento, pa- sionista, compañero en la pensión y vecino en la cárcel. A la par, aunque atados separadamente, juntos salieron de la cár­cel para el lugar del común suplicio, en aquella «saca» nu­merosísima, 30 de noviembre, de víctimas inocentes, que fue­ron a incrementar los ríos de sangre que en días anteriores co­rrieran por los campos de Barajas-Torrejón-Paracuellos, a la altura de la carretera de Cobeña, sobre todo.

A fines de diciembre de 1936 obraba en el Palacio de Jus­ticia —Salesas— una ficha que atestiguaba la puesta en liber­tad de Francisco Morquillas Fernández el día 29 de noviembre.

Era la libertad apostillada en los documentos de los tribu­nales-checas, que obraron en las cárceles, con una d, que, en su jerga, quería decir definitiva, es decir, la muerte.

De esta sentencia, injusta la todas luces, contra un hombre como el P. Morquillas, del todo inofensivo, se puede colegir que su declaración fue acorde con su carácter de sacerdote y misionero, causa más que suficiente para merecer la condena, a juicio de aquellos desalmados e impíos jueces, que destina­ron a la muerte, en un solo día, a cientos de sacerdotes y reli­giosos.

A este respecto, escribe el P. Llamas, O. S. A.: «El panorama de las inmediaciones de Paracuellos hubo de ofrecer a los expedicionarios una horrible perspectiva dantesca. A la altura de ese pueblo, en la carretera de Barajas a Cobeña, se detuvieron los coches junto a unos árboles, y, a unos doscien­tos metros, se presentaba a la vista un, campo llano, material­mente enrojecido y empapado en sangre de millares de vícti­mas, asesinadas en días anteriores, unas zanjas largas y pro­fundas y unos doscientos sepultureros en, espera de cadáveres. Los presos eran mandados caminar hacia las zanjas, en pelo­tones de diez o más, mientras que un piquete de treinta o cua­renta milicianos descargaban sus fusiles sobre el grupo am­bulante, y otros desgraciados contemplaban, más atrás, la ma­cabra deambulación, que, dentro de escasos minutos, ellos ha­brían de reproducir en la realidad y todos juntos recibir al fin, unos muertos y otros vivos, el tiro de gracia.

«Este fue el uniforme morir de los asesinados en Paracuellos.

«Estas noticias son absolutamente fidedignas, proporciona­das por el alcalde de Paracuellos de Jarama, a raíz de la libe­ración, D. Gregorio Muñoz Juan, castigado, por fascista, a abrir zanjas y enterrar a los muertos de Paracuellos, testigo presencial de todos los fusilamientos.

«Sobre los expedicionarios del día 30 (entre los cuales iba nuestro P. Morquillas), no hemos logrado noticias con porme­nores tan preciosos como los obtenidos acerca de la expedición del día 28); pero poseemos referencias seguras y de testigos presenciales cuanto al espíritu de los fusilados en la cárcel du­rante la formación de la expedición y no tan inmediatas, pero seguras, respecto a lo acaecido después. Todas nos informan de una preparación consciente y solícita para la muerte y de un morir glorioso al grito de «Viva Cristo Rey». Era natural, puesto que en la expedición iban religiosos capaces por ro ánimo para morir valientes y animar a los demás.

«Estos informes, obtenidos en la forma de los anteriores, son los siguientes: «Los primeros informes acerca de nuestros hermanos asesinados en Paracuellos de Jarama me los comu­nica Jerónimo Blanco Díez, guardia de Seguridad en la cárcel de San Antón, en los mismos días en que salieron las expedi­ciones. Estas son sus palabras: «Dentro de la misma cárcel se les hizo el más minucioso cacheo, privándoles hasta de lo más imprescindible. A continuación, les ataron las manos atrás, ha­ciendo esto con mucha crueldad. Esto dio motivo para que uno, creo sería un religioso, hiciera notar a los demás compa­ñeros que en aquel momento daban el primer paso camino del Calvario, lo mismo que hicieron con Jesucristo. Intervi­nieron en esto todos los milicianos de San Antón y 40 o 50 más que venían de fuera, uno de cuyos responsables se llama Julián Otero Méndez, más tarde capitán del ejército rojo..:»

«Dice también el citado testigo haber observado que los religiosos no cesaban de rezar, dándose perfecta cuenta de su situación. Fueron conducidos en autocars, aproximadamente a las diez de la mañana, y según a él le dijeron, a Paracuellos de Jarama. Oyó decir que habían muerto todos muy valiente­mente, gritando: «¡Viva Cristo Rey! y ¡Viva España!».

«En una comunicación que yo mismo he tenido con el en­tonces sargento de Milicias en San Antón, Victoriano de Paz González, me fueron confirmados todos los informes anterio­res, confirmando particularmente haberles visto rezar y ani­marse unos a otros, así como también lo de sus últimas pala­bras, según se lo habían contado a él algunos de los milicianos que fueron ejecutores inmediatos de la muerte, como lo fueron Santiago del Amo (el Bigotes), Gonzalo Montes Este­ban (Dinamita) y Agapito Saiz, agente de Policía, el cual era portador de la orden de la Dirección General de Seguridad para poder llevar a cabo dicho crimen.

«Coincide con el anterior en, el lugar, hora, y respecto a la forma, dice que fueron fusilados.

«Finalmente, yo mismo he conversado con el actualmente alcalde de Paracuellos, D. Gregorio Muñoz Juan, y su secreta­rio, D. Valentín Sanz. Estos dos testigos estuvieron castigados a abrir las zanjas en que fueron sepultados. Presenciaron todas las muertes y coinciden con los anteriores en el día, hora y lugar. En cuanto a la forma, dice que no fueron ametrallados, sino fusilados por un piquete de milicianos, los mismos que los venían escoltando, dándoles más tarde a casi todos el tiro de gracia. En esta forma: los coches, muchos de ellos autocars de dos pisos, paraban a unos doscientos metros antes de las zanjas. Avanzaban las víctimas en grupos de unos veinte y así los iban fusilando. Una vez consumado el crimen, el vecinda­rio salvaje de los pueblos limítrofes que había presenciado el martirio, acudía en tropel al saqueo, cometiendo algunos de ellos salvajadas con los cuerpos. Luego, los mismos que es­taban castigados a cavar las zanjas eran encargados de ente­rrar los cadáveres.

«Estos mismos testigos estaban admirados de la entereza y valor que demostraban todos (se refieren a los religiosos) al morir. Esas fueron sus últimas palabras: Sabemos que nos ma­táis por católicos; lo somos. ¡Viva Cristo Rey! y ¡Viva Es­paña!»

Hasta aquí la interesantísima relación del P. Llamas, que copiamos para ilustrar nuestros apuntes sobre el P. Morquillas, que era uno de los componentes de esta famosa expedición de mártires del día 30 de noviembre de 1936.

Era natural de Sarracín (Burgos), donde nació el 16 de junio de 1889. Sus padres, Juan y Margarita. Con fecha 1 de agosto de 1906, obran en nuestro archivo de Madrid testimo­niales del Obispado de Vitoria, a más de las del arzobispado de Burgos, fechadas a 27 de julio del mismo año, lo cual parece indicar que el P. Morquillas vivió algún tiempo en término de aquella diócesis, que al presente ignoramos.

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