Federico Ozanam según su correspondencia (16)

Francisco Javier Fernández ChentoFederico OzanamLeave a Comment

CREDITS
Author: Pativilca · Year of first publication: 1957.
Estimated Reading Time:

Capítulo XVI: La Iglesia y la Universidad

Poniéndose todos de pie, lo hicieron sentar entre ellos.
Cicerón (De Séneca., cap. 18)

1.— Muerte de Fauriel

En julio de 1844 murió, inesperadamente, Fauriel, titular de la cátedra de Literatura de la Sorbona, donde Ozanam le suplía con tanto brillo. Esta muerte, que era un rudo golpe para el corazón de Ozanam, fue también una amenaza para su porvenir. Por una parte, después de cuatro años de enseñanza, coronados por un éxito nunca soñado, y durante los cuales había recibido pruebas de estimación y de cariño de todos los que le rodeaban, era lícito esperar que le conservarían un puesto donde todos lo querían. Sabía también Ozanam que la Facultad íntegra estaba de su parte y dispuesta a presentar su nombre en primera línea, pidiendo su nombramiento como titular, cuando se abriese el nuevo curso.

2.— Ozonan y las polémicas religiosas

Pero, poco a poco, se levantó otra opinión, que, escudada en la juventud de Ozanam, escondía bajo este pretexto el móvil volteriano que lo impulsaba a oponerse al nombramiento del joven católico. Esos adversarios encontraban un apoyo no pequeño en la persona del ministro de Instrucción, Villemain, a quien tenían exasperado la resistencia que habían opuesto los católicos a sus recientes proyectos antirreligiosos de educación laica.

3.— Deberes literarios del cristiano

Nos dice el P. Lacordaire que Ozanam, en tan difícil situación, supo conservar su integridad, sin faltar, por eso, a la prudencia. «No rompió — agrega el mismo P. Lacordaire— ninguno de los lazos que, como jefe, lo unían a sus soldados y su Obra por excelencia no sufrió en lo más mínimo. No faltó a ninguna de las Asambleas, ni se negó a ningún acto de piedad, conservando el alto rango en que lo había colocado nuestra estimación.»

4.— Ozanam, ante todo, católico

Veamos cómo se expresa el mismo Ozanam, en una carta de esa época: «Yo no sacrificaré nada: ni mis deberes de estado por una imprudencia, ni mis deberes de religión por pusilanimidad. Lo que pido a Dios es que sea Él mismo quien dirija esta difícil negociación. Tal vez a mí sea útil un fracaso. Y en este caso tan sólo pido a Dios la resignación y la firmeza, junto con la paz del corazón.»

Cousin, en difícil situación por su amistad con el joven maestro y por su partido político, pensó arreglar las cosas, ofreciendo la cátedra de Literatura, en calidad de titular a Ampère, el cual, no pudiendo ejercerla por sus continuos viajes, aceptaría gustoso, como suplente, a Ozanam, su íntimo amigo. Feliz y halagadora combinación para el titular. Mas, no así para el suplente, por lo precaria y revocable.

Jean Jacques Ampère no titubeó un momento y rehusó. Hizo más: se valió de esta misma circunstancia para apoyar el nombramiento de su amigo con todo el peso de su voto y todo el calor de su afecto. El triunfo fue completo. Pero Villemain no se atrevía a decir la última palabra, llegando hasta a proponer que se dejase en blanco el nombre del profesor, para darle tiempo a reflexionar… Pero, al fin, tuvo que ceder, gracias a los esfuerzos de Le Clerc quien, con celo y ardor poco comunes, arrancó materialmente la firma del Ministro.

5.— Ozanam, profesor titular de la Sorbona

El 23 de noviembre de 1844 prestó Ozanam su juramento ante el decano, y lleno de satisfacción, participa a Lerner que no le exigieron ninguna reserva y que no tuvo que hacer ninguna concesión: «Me tomaron tal cual soy, sin exigirme siquiera —como hubieran podido— un poco de más pruden- cia en mis lecciones.»

Ampère partía en esos días para Egipto. Ozanam le manifestó su agradecimiento en una carta exquisita. Desde ese momento, los lazos de amistad que habían existido siempre entre aquellos dos amigos, se hicieron fraternales. Se ocupaban de los mismos estudios: mientras que Ozanam preparaba la Historia de la civilización cristiana en tiempos de los bárbaros, acababa de publicar Ampère, en 1840, la Historia literaria de Francia hasta el siglo XII. ¿No resultaría semejante similitud un motivo de choque o, por lo menos, de molestia entre aquellos dos grandes espíritus?… No había lugar a semejante temor, ya que sus sendas eran en realidad completamente diferentes. Y tan diferentes que Ampère solía decirle sonriendo: «Ya le quité a Vd. todos los letrados y todos los hombres de Estado, pero ¡tranquilícese!

¡Le dejé todos los misioneros y todos los santos!» Sin embargo, a pesar de esa diferencia de sendas, tenemos que admitir que tenían rasgos literarios sumamente parecidos, tan parecidos, que uno de sus contemporáneos solía decir: «Nunca estoy seguro, cuando leo al uno o al otro, si la frase que el uno empieza no acaba de verse terminada por el otro.»

6.— Adiós al Colegio Stanislas

Como gloria propia recibió el Colegio Stanislas el nombramiento de Ozanam. Les parecía a todos aquellos jóvenes que, junto con Ozanam, subían ellos también a esa cátedra tan dignamente conquistada. Pero la consternación fue general cuando supieron que, según los reglamentos, Ozanam titular, tendría que renunciar a toda enseñanza que fuese extraña a la Sorbona. Los discípulos del Stanislas no se conformaron con esto y dirigieron una ardiente súplica a Villemain, rogándole que, por excepción, les permitiera conservar aquel maestro, preferido entre todos. No lo consiguieron… Villemain tenía, por entonces, otras preocupaciones que le embargaban el espíritu: algunos días después, el 30 de diciembre, supo el público que su Ministro había perdido la razón. Obsesionado con el pensamiento de los jesuitas, los ve por todas partes. Los ve que lo persiguen para perderlo. Los ve hasta en el suelo que pisa ¡Los jesuitas!, ¡los jesuitas!

La guerra contra los jesuitas era la orden del día en el Consejo de gobierno, en el Parlamento y en el Colegio de Francia: Villemain, Cousin, Thiers, Dupin, Isambert, lo mismo que Quinet y Michelet.

7.— Ozanam y los jesuitas

Y fueron esos los días escogidos por Ozanam para hacer oír en una Asamblea general de las Conferencias de San Vicente de Paúl, la palabra elocuente de aquel célebre jesuita, el P. de Ravignan.

«Yo asistí a esa reunión —dice León Curnier—. Reunión que habrá de ser memorable. Siempre tendré presente la digna actitud del P. de Ravignan, su aire inspirado y el resplandor seráfico de su rostro cuando, al terminar su alocución, destinada a inflamar nuestra voluntad en el servicio del pobre, nos dijo mostrándonos el cielo: «¡Allá descansaremos!» Aquella voz no parecía de hombre. Era un ángel el que hablaba. Nunca había, experimentado tan fuertemente el poder del talento, realzado por la santidad.»

Aquel santo religioso predicó también el retiro pascual de ese año. A propósito de esto, escribe Ozanam: «Es maravillosa la manera cómo, a pesar dé los esfuerzos realizados para perderla, acoge la juventud las verdades católicas.»

8.— Motines en la Sorbona

Eran muchos los que se esforzaban por desviar a aquella juventud, y justamente, no lejos de donde Ozanam actuaba. Difíciles fueron aquellos días para la Sorbona. La figura de Ozanam se destacó siempre, intrépida, en medio de los tumultos. Siempre tranquila. Siempre dispuesta a defender la verdad y a imponer la libertad.

Aunque su cátedra estaba protegida por la gran popularidad de que él gozaba, no faltaron sin embargo, algunos que quisieron lanzar en ella ideas contrarias que preparasen la discordia. Un día, por ejemplo, apareció borrado en la plancha exterior de la Facultad que llevaba el nombre de Ozanam, el letrero que decía: «Curso de Literatura extranjera»; En su puesto se leía:

«Curso de Teología». Ozanam únicamente sonrió. Dio su lección como de costumbre y, sólo al terminar, dijo:

«Señores, no tengo el honor de ser un teólogo, sí tengo el honor de ser un cristiano. Tengo también la ambición de consagrar toda mi alma, todo mi corazón y todas mis fuerzas al servicio de la verdad.»

Un aplauso unánime acogió esta sencilla y clara profesión de fe.

Otro día se notó en la sala la presencia de figuras insólitas que, diseminadas por todas partes, cambiaban entre sí señales irónicas. Parecían esperar el momento propicio para armar el gran escándalo. «Nosotros estábamos con él, dice Dufieux. La clase estaba llena. La multitud se apiñaba en los pasillos. Todos esperaban algo. Ozanam, con la mirada más brillante que de costumbre, pero tranquilo, entró en su tema: la Iglesia, sus instituciones, sus obras, sus Papas, sus monjes, sus santos. Presente yo en esa lección, oía decir a mi alrededor que la elocuencia no podría nunca ser llevada a grado más alto. Aquel día, el maestro se superó a sí mismo. La sala retumbaba por los aplausos. Y tengo que afirmar que los conjurados aplaudieron más fuerte que los demás. Estaban desarmados.

9.— El curso de Lenormant

Entre los profesores de la Sorbona, se encontraba Lenormant, recientemente convertido al catolicismo. Los mismos que fracasaron ante la popularidad de Ozanam, empezaron a atacar a Lenormant, esperando obtener de esa manera un fácil desquite, en la persona de aquel neófito a quien llamaban despectivamente «el convertido de la Sorbona». Los tribunos del Colegio de Francia, los señores Michelet y Quinet, lanzaron a hurtadillas sus hordas insensatas contra esa cátedra donde se enseñaba la Historia tan bien como antes, pero realzándola en el honor de la verdad. Sin embargo, los cursos de Lenormant, antes tan concurridos, se veían convertidos en escenas de impía y salvaje violencia. Ozanam, que había visto de cerca aquellos motines, aseguraba que no se trataba en absoluto de tumultos escolares. El sabía que era un complot urdido sin pasión, pero sí con un cálculo indigno, fraguado en las oficinas de algunos periódicos revolucionarios. Como, al mismo tiempo, el Gobierno demostraba la debilidad que suele usar cuando se trata de proteger las creencias, había motivo para temer nuevos atropellos, siendo lo más triste en estos casos que, aunque los revoltosos sean pocos en número, hacen tanto ruido que, por poco que perseveren, terminan por lograr su objeto.

Felizmente, la juventud católica demostraba en esos momentos una fortaleza poco común, fortaleza que haría pagar al enemigo su triunfo y que, al mismo tiempo, contribuía con eficacia a fomentar la unión y fortificar los corazones.

Al enterarse Ozanam de los ataques preparados contra Lenormant, resolvió no perder uno sólo de sus cursos y usar de toda su influencia para rodearlo de un buen auditorio. Bien pronto tuvo que echar mano de aquella influencia para defender al profesor atacado.

En efecto, al aparecer Lenormant en una de las lecciones, se vio saludado por las vociferaciones más insensatas. Quiso hablar y los silbidos callaron su voz. Entonces Ozanam se puso de pie, subió a un banco y allí, erguido, quedó por un momento, contemplando con una mirada entre desdeñosa y compasiva, aquel desencadenamiento de pasiones. Ante aquella arrogante actitud, se oyeron algunos aplausos. Calló Ozanam con un gesto las aclamaciones que le tributaban. Luego se dirigió a los revoltosos y les reclamó que supiesen respetar en la conciencia ajena aquella libertad tan proclamada por ellos. Se hizo el silencio. Y, al influjo de la palabra de Ozanam, pudo Lenormant continuar o, mejor dicho, comenzar su clase aquel día.

De este armisticio hubiera podido lograrse la paz. Pero la autoridad universitaria cedió ante la violencia y se clausuró el curso por orden superior.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *