Federico Ozanam según su correspondencia (01)

Francisco Javier Fernández ChentoFederico OzanamLeave a Comment

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Author: Pativilca · Year of first publication: 1957.
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Capítulo I: Primeros años

Esta educación y austeridad daba por resultado que los hijos con todo entusiasmo se dedicaran a nobles ideales.
(Tacit. Dialog. de Corrupt. eioq. 29)

1.— Los antepasados

Nació Federico Ozanam el 23 de abril de 1813 en Milán, por entonces ciudad francesa. Son sus padres franceses de vieja raza, cristianos de vieja fe. Muestras de esas cualidades podrían recogerse al granel en la vida del padre de Federico Ozanam. Desde joven, en la Escuela de Lyon, se destaca entre sus compañeros por su amor al trabajo y por el ardor de sus estudios. A lo largo de su vida demostró siempre ser de esos hombres a quienes doblega de tal modo el imperio del deber, que rechazan por cumplirlo cualquier otro yugo. Así, cierto día, durante una marcha, supo que los jacobinos de Bourg-en-Bresse habían hecho prisionero a su padre para someterlo a la autoridad de sus Tribunales. Saberlo y resolver su conducta, todo fue uno. Tomó consigo dos de sus húsares, cabalgó hacia Bourg, penetró, pistola en mano, en la sala donde se representaba la parodia de juicio y exigió e impuso la libertad del injustamente detenido.

Poco después, como soldado, lucha valerosamente en Italia, bajo las órdenes del general Bonaparte, quien supo apreciar sus méritos y quiso más tarde recompensar su conducta.

Pasan los años y contrae matrimonio con una joven, tan rica en virtudes como en bienes de fortuna. La dicha le sonríe, la felicidad le rodea, la prosperidad le acompaña en todas sus empresas cuando, en un rasgo de generosidad caballeresca, tal vez no suficientemente prudente, compromete su firma por salvar a un pariente insolvente. Y logra tan sólo verse arrastrado con él a la más completa ruina. Fue entonces cuando el antiguo general Bonaparte, convertido ya en Emperador de los franceses, recuerda los eficaces servicios del que fuera en otro tiempo su fiel subalterno y le ofrece un puesto de capitán de la Guardia Imperial. Pero aquel joven Ozanam no compartía los ideales de Napoleón. Por eso, para no traicionar la integridad de sus convicciones, rechaza, aunque agradecido, tan brillante perspectiva y tan alto favor. Y, contando únicamente con sus propias fuerzas, y enfrentándose valientemente con la situación, resuelve vivir desde aquella hora del fruto de su trabajo. Latinista experto y espíritu curioso; buscó en el profesorado el modo de sostener su hogar. Para ese fin, traspasó los Alpes y se estableció con los suyos en Milán.

2.— El médico cristiano

En las horas libres que le dejaban sus clases, se preparó, con un trabajo inmenso, para la Medicina. En dos años alcanzó el título de doctor, título que le permitirá en adelante sostener su familia con perfecto decoro. Napoleón, que no había podido recompensarlo como veterano, le otorgó como médico una condecoración en 1813, en premio a una brillante batalla emprendida por el doctor Ozanam contra el tifus, en el Hospital Militar de Milán.

Poco a poco, el nuevo galeno se va abriendo paso entre sus contemporáneos. Ya en 1815 lo encontramos establecido con su familia en Lyon y ocupando puesto distinguido entre los científicos de Francia. Por entonces, contaba Federico con dos años de edad y era el menor de los cinco hijos de aquel hogar. Nueve hijos tuvo ese matrimonio, pero de todos sobrevivieron tan sólo tres. Los otros, como había de escribir más tarde Federico, «volaron al Cielo para formar la cadena que tiraba hacia allí a los que quedaban aquí abajo».

A todas estas cualidades, venían a sumarse las virtudes católicas que hicieron del Dr. Jean Antoine Ozanam el perfecto caballero que nadie pudo tratar sin estimar.

Ahora bien, entre todas esas virtudes, se destacaba, como dueña y señora de aquel gran corazón, la bella virtud de la caridad cristiana. Caridad cristiana, que convierte al hombre en fuente del manantial que brota en el Corazón de Dios. Caridad cristiana que nos hace sentir el dolor del hambre, aunque nosotros estemos hartos, y nos hace llorar el desconsuelo del triste, aunque nosotros no tengamos penas. Caridad que endiosa al hombre, ya que aquél que de sus bienes reparte, lo que hace en realidad es hacerse semejante a Dios.

En la ciudad de Lyon se habla todavía en nuestra época de la generosidad ilimitada con que el doctor Ozanam ejercía su ministerio. ¡Sí!, su ministerio. Que no otra cosa fue la profesión de aquel admirable hombre que unía a la más sólida instrucción la abnegación más generosa. Allí, en Lyon, aseguran que, al menos la tercera parte de su clientela, fue siempre gratuita. Según cuentan, no sé contentaba con llevar a los pobres la limosna de su ciencia, sino que les llevaba también el don de su corazón, logrando muchas veces aliviarles su miseria, esforzándose siempre por consolarlos en sus penas. Es que aquel hombre sentía por el pobre algo más que compasión, ya que veía en él una representación del mismo Dios. Cuentan que hubo quien lo vio de rodillas ante el lecho de un infeliz, enseñándole a invocar la ayuda del médico divino. Le estaba reservado a este insigne cristiano el morir, como diremos más adelante, ejerciendo este ministerio tan sabiamente comprendido.

Si fue grande la caridad de su padre, no fue menor la de su madre. Sabemos por el mismo Ozanam cómo, entre los recuerdos de su infancia, se destaca su madre, cual prematura vicentina, siempre atenta al dolor ajeno, castigando su propia comodidad para remediar en otros necesidades más urgentes. Olvidando sus propias penas, estuvo atenta siempre al sufrimiento del prójimo. Sin temor a equivocarnos, podemos decir que en el hogar donde creció Federico Ozanam existían, de hecho, las Conferencias de San Vicente de Paúl. Conferencia no organizada, pero sí practicada en todos sus detalles. El doctor Ozanam y su esposa se ocuparon, toda su vida, de practicar la visita a domicilio de los enfermos indigentes.

Al llegar a la ancianidad, la madre de Ozanam, a pesar de sus fatigas y palpitaciones, no quería dejar a sus enfermos, aun cuando para verlos, tuviese que subir a las buhardillas. Dadas las circunstancias, le prohibió terminantemente su marido que en esas visitas pasase de los cuartos pisos. Y la buena señora se comprometió a ello, siempre que él, a su vez, se comprometiese a hacer otro tanto, ya que el buen señor sufría también ya de desvanecimientos en sus fatigas. Solemne fue el compromiso ¡Promesa por promesa! Y el trato quedó rigurosamente sellado… Pero, sube cierto día el médico a un cuarto piso y allí le informan que en el sexto hay una mujer que necesita de sus auxilios. ¿Qué hacer?… Lo necesitan con urgencia.

¿Subirá?… Pero, ¿faltará así a la promesa hecha a su esposa?… Sí, subirá y su esposa no lo sabrá. Y el buen médico subió… abrió… y entró… Y a la cabecera de la enferma halló a su confundida esposa que le había sido infiel. Tan infiel como él a ella…

Tal fue el árbol. ¿No os parece que traía ya en sí el jugo de las Conferencias de San Vicente de Paúl? ¿No podemos también decir que aquellos dos ancianos, en aquella buhardilla, jadeantes, sudorosos, eran la interpretación vivida de aquella frase sublime con la que, años más tarde, Federico Ozanam había de marcar el límite de la caridad, al decir: «Debemos amar al pobre hasta el martirio»?

Tal fue el ejemplo que, durante veinte años, tuvo Federico Ozanam ante los ojos. El reconoce que es a su madre a quien debe su formación cristiana. Hablando de ella, dirá más tarde: «Sentado en sus rodillas aprendí a temerte, Señor, y en sus miradas conocí tu amor».

3.— Federico, niño

Se tiene Ozanam a sí mismo como un niño malo, rabioso, desobediente y perezoso. Parece que agotó la lista de pecados capitales para pintar su retrato. No se expresa de la misma manera su hermano sacerdote, quien dice que Federico desde niño era cariñoso con los demás niños, compasivo con cualquier desgracia, de una pureza angelical, de una sinceridad plena, intransigente con lo malo y entusiasta con todo lo bueno. Sabemos además, por confesión propia del mismo Ozanam, que su permanencia en el colegio de Lyon, donde entró a la edad de nueve años, lo corrigió de la pereza. Que su Primera Comunión, dos años después, lo curó de la desobediencia. Pero, agrega él, que se mantenía aún «orgulloso y colérico».

4.— Su vocación literaria

Desde la edad de trece años, empieza a desarrollarse en Ozanam la vocación literaria que tan óptimos frutos había de dar más tarde. Ya en esta temprana edad empieza el discípulo a asombrar a los maestros. Su corazón se inflamaba con el fuego de la belleza y del bien. Centellas de poesía y de elocuencia, no comunes en tan tiernos años, brotaban de su imaginación ardiente. Los profesores, admirados, se mostraban entre sí sus trabajos, ya en prosa, ya en verso, unas veces en francés, otras en latín. Trabajos que podían ser calificados como pequeñas maravillas. Unas veces cantaba su pluma acontecimientos históricos, otras la vida de Jesús. A menudo eran cánticos de alabanza a la Santísima Virgen. A veces escenas interesantes de la vida de familia. Todo con suma gracia y elegante sencillez. Llegado a la edad de quince años, pudo ofrecer un libro de poemas a su padre y otro a su madre, con sendas dedicatorias, latina para el padre, francesa para la madre, sin que sea fácil decir en cuál de las dos lenguas se expresa con más fina y respetuosa ternura.

5.— Dudas religiosas

A la edad de quince años, se vio atormentado por ciertas dudas religiosas, que lo hicieron sufrir mucho. La incertidumbre de su futuro destino «me atormentaba sin cesar», dice él mismo. «Me asía con desesperación a los dogmas sagrados, que parecían quebrarse en mis manos y me abrazaba con todas mis fuerzas a las columnas del templo». Semejante desesperación no era tal. Era más bien esperanza. Esperanza que se negaba a abandonar los dogmas, aun cuando éstos se quebrasen entre sus dedos. Esperanza que aspiraba a consolidar la sagrada columna de sus creencias, aun cuando «le aplastase en su caída».

6.— Oración y luz

Dios es el que no abandona, si Él no ha sido antes abandonado. Ozanam se dirigió ante todo a Dios. Un día, cuando la prueba se hacía intolerable, penetró en el templo, y ante el altar del Santísimo, humildemente postrado y deshecho en lágrimas, hizo voto a Dios de consagrar su vida a defender la verdad con tal que le fuese dado a él mismo el poseerla. De allí se levantó fortificado y, como Pablo en el camino de Damasco, fue en busca del Ananías, que debía disipar sus dudas y formar el apóstol.

7.— El abate Noirot

Ozanam dejó que su profesor de Filosofía, el P. Noirot, «pusiese orden y luz en sus ideas», con lo que logró, poco a poco, la conquista de su propia serenidad. Al lado de ese sacerdote, que Cousin llama «el mejor profesor de Francia», Ozanam, futuro fundador de la Sociedad de San Vicente de Paúl, volvió a encontrar el catolicismo con todas sus grandezas y todas sus dulzuras.

8.— Fe victoriosa

Al sentir Ozanam la alegría de ver a Dios, sintió también la necesidad de darle a conocer… Esta idea, junto con la afición que tenía al estudio, creó en él, con raíces profundas, el amor hacia una hermosa profesión: la del cultivo del pensamiento para poder realizar la más ardiente de las aspiraciones de su espíritu, que era el hacer el bien por medio de la verdad.

El hijo propone y el padre dispone. El doctor Ozanam quería que su hijo fuese abogado. Y Federico se vio obligado a entrar en el bufete de un procurador, para familiarizarse de ese modo con los pleitos. Ozanam se sometió dócilmente a este empeño de su padre. Pero, ¡cuántas veces los pasantes lo sorprendían embebido en una lectura! ¡Embebido hasta el punto de tropezar con ellos, por cuya torpeza les pedía que lo dispensasen!… Con placer acogió, durante las horas libres, el estudio del alemán y del dibujo, porque eran dos ventanas abiertas hacia el mundo de las ideas y de las formas, las Letras y el Arte, que le distraían de sus trabajos de bufete.

9.— Integridad de Ozanam para defender la religión y la virtud

Sus condiscípulos de dibujo pronto se dieron cuenta pronto de que sus bromas, muchas veces libertinas, se estrellaban contra la coherencia de fe del recién llegado, quien, aunque fuese incomprendido, protestaba enérgicamente. Su palabra, firme y precisa algo temblorosa por la vehemencia, se imponía exigiendo respeto a Dios y a la virtud. En la misma clase había un alumno que, desde el fondo de su corazón, también protestaba contra las blasfemias, pero que no se atrevía confesar a Dios en alta voz. Al oír a Ozanam, «se sintió salvado del naufragio» de su cobardía y ambos se estrecharon las manos. Se llamaba Leoncio Curnier. Lo nombres de estos dos amigos, de orígenes tan diferente en lo que respecta a la posición social, aparecerán pronto unidos fraternalmente en la historia de la caridad. De este modo, en el terreno mismo en que su padre lo había colocado, se reveló Ozanam bien pronto como una fuerza para el servicio del cristianismo.

10.— El sansimonismo

Aparece en estos días, en Lyon, la amenaza de una religión nueva: el sansimonismo. Varios intelectuales, como el P. Leroux, Juan Reynaud y Miguel Chevalier, forman con los tejedores de seda, los mineros, los marineros del Ródano y del Saone, una cadena eléctrica, por la que pretenden que circule la confianza y la esperanza. Cantan con entusiasmo himnos dedicado a la filantropía, al progreso y al perfeccionamiento indefinido de la especie humana. Pero estos himnos se ven a veces interrumpidos por campanadas de muerte: ¡la muerte del Cristianismo! Ozanam, que sólo cuenta dieciocho años, se enfrenta a ellos. En dos artículos que envía a «La Abeja», y después también en un folleto, les grita que el cristianismo vive, que la edad de la duda toca a su fin, que el convencimiento va imponerse.

11.— Defensa del Cristianismo por la prensa

En el folleto se expresa con ardor. Urge eliminar el peligro y rechazar el ataque. Y por eso, mucho antes de lo que pensaba viste la armadura de guerra. Pero lleva a la lucha su espíritu de paz, deseoso más bien de convencer que de maltratar al enemigo. Manifiesta también su inclinación innata a salvar de la doctrina contraria lo que ve en ella de verdadero y bueno, aduciendo como pretexto que es un reflejo de la doctrina católica.

El padre de Ozanam se regocija, ciertamente, de las ideas religiosas de su hijo. Pero, deseando que fuese tan distinguido jurista como buen creyente, lo envió a París en el otoño de 1831.

Duro fue para Ozanam el abandonar la casa paterna. Separarse de su madre, de su padre, de sus hermanos y hasta de su fiel Guigui, que le había cuidado durante tantos años. Pero su sed de saber le disminuye las amarguras de la separación. París es la ciudad-luz donde se puede estudiar de todo. Sobre todo, aquellos estudios históricos hacia los cuales se sentía tan fuertemente atraído.

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