Federico Ozanam (por Mons. Baunard): 00 Prefacio

Francisco Javier Fernández ChentoFederico OzanamLeave a Comment

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Author: Monseñor Baunard · Translator: Salvador Echavarría. · Year of first publication: 1911 (Francia), 1963 (México).
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Prefacio

El 10 de abril de 1910, segundo domingo después de Pascuas, fiesta y asamblea general de la Sociedad de San Vicente de Paul, en París, la misa tradicional se celebró en la cripta de la iglesia de los Carmelitas, calle de Vaugirard, en presencia del Consejo general de la Obra y de un gran número de cofrades.

Esa cripta histórica es depositaria del cuerpo de Federico Oza­nam, que allí descansa bajo un modesto monumento, desde 1853. Aprovechando la oportunidad y el tema de ese recuerdo y de esa tumba, el Padre Guibert, sacerdote de la compañía de San Sul­picio, superior de la antigua Casa eclesiástica de los Carmelitas, ahora seminario del Instituto católico, pronunció en el momento del Evangelio una memorable alocución, completamente de ac­tualidad y de circunstancias. Habiendo saludado, en primer lugar, a San Vicente de Paul como el primer patrono de la Sociedad, llegó a pronunciar el nombre de un segundo patrono, que ese lugar manifestaba en el pensamiento de todos. Y Federico Oza­nam se volvió desde entonces y hasta el final todo el tema del discurso.

El sacerdote habló de él, no sólo «como de un modelo a quien se imita y de un patrono a quien se honra, sino ya desde entonces como de un protector a quien se invoca, si no en público, cuando menos en lo más recóndito del corazón». Lo saludó «como el prin­cipal fundador de la Sociedad cuya joven paternidad le ha sido reconocida por la tradición, esa voz de todos que no engaña». Hi­zo patente el deseo general de las conferencias que anhelan el día en que, mediante la sanción de la Iglesia, les sea concedido tribu­tarle un culto público y solemne. Y buscando qué condiciones pone la Iglesia para esa elevación, el venerado predicador estimó que las llenaban admirablemente la vida, la doctrina y las obras de ese justo: su vida de piedad y de inocencia, su doctrina de fe comunicativa; y las obras de luz y de beneficencia corporal y espi­ritual, que han hecho de él, en conjunto, un incomparable apóstol de la verdad y de la caridad, en el mundo.

El amor de Dios es el principio de esas obras, la santificación de las almas, su finalidad; y el mismo discurso no vacila en llamar a la Sociedad de San Vicente de Paul «una asociación de piedad, no menos que una congregación de caridad».

«Ahora bien —se pregunta— cuando, en el seno de la Iglesia, una obra cristiana ha echado raíces tan profundas en las almas y extendido tan lejos sus ramas cargadas de frutos; cuando busca su savia en una vida religiosa tan pura y tan intensa, ¿no tiene uno derecho de inferir que es de Dios, que el corazón en que na­ció estuvo lleno de Dios, y que la frente de su autor es digna de llevar la aureola? … La vitalidad y la eficacia de su acción son la garantía y la consagración de sus virtudes».

«¿Fueron esas virtudes cristianas practicadas por Ozanam en un grado heroico? Corresponderá a la Iglesia dar su fallo; pero a nosotros, Señores, nos incumbe llevar su causa ante Ella. De antemano, estamos seguros de que será estudiada con la más viva simpatía».

La Alocución terminó prácticamente con un doble voto: el primero, que fuese más leída y meditada la biografía del funda­dor; el segundo, que en sus biografías venideras, se concediera una parte más amplia a la vida íntima, cristiana, apostólica, en una palabra «a las virtudes eminentes de este verdadero santo».

De ese deseo, al que se asociaron el Consejo general y la Asam­blea, nació la presente obra.

¿Por qué fueron a buscar tan lejos al operario y por qué lo eligieron tan viejo? No es a mí a quien corresponde decirlo. Sólo tengo que disculparme por haberme hecho demasiado de rogar, y, a la par que agradezco el gran honor que se me hizo, por no haber considerado sino con un gemido el pesado fardo. Pero es que iba yo a cumplir 83 años de edad. Acababa de publicar mi libro testamentario El Anciano, apenas terminaba de pagar una gran deuda de admiración y gratitud: Los dos Hermanos. ¿No era el fin de mi tarea? ¿No era también, como lo sentía, el límite extremo de mis fuerzas? Esa hora avanzada de mi larga jornada ¿era acaso el momento oportuno de acometer la. empresa? ¿Y me atrevería a abrir un nuevo surco que probablemente no lo­graría terminar?

Así pues, pedí misericordia … Pero, al poco tiempo ¿cuál fue el acicate que me hizo levantarme, ceder, presentar mi cabeza quejumbrosa, pero sumisa y después feliz al yugo de la obedien­cia, reconocido ahora como suave y bueno, y su fardo ligero?

En primer lugar, yo amaba a Ozanam desde mi temprana ju­ventud. El hombre de quien me pedían que relatara una vez más la historia ¿no era aquél de quien el señor Guibert acababa de escribirme: «Fue el más gran católico de . su tiempo?» Yo ama­ba la Sociedad de San Vicente de Paul, que tanto puede hoy en día por la salvación de la Iglesia, mediante su fidelidad al espí­ritu y a la gracia. que Dios había depositado originariamente en ese Vaso de elección que me pedían que abriera más profunda­mente. Amaba yo la juventud de las Escuelas que serví sesenta años y de la cual Ozanam fue el modelo más perfecto. Y luego —¿habré de confesarlo?— la idea acaso egoísta de pasar un año, quizás el último de mi vida, con semejante alma, semejante in­teligencia, semejante corazón, en un trato de todas las. horas, que iluminara mis tinieblas, alentara mis desfallecimientos, consolara mi soledad, me apartara de la tierra y me entreabriera el cie­lo … Esa perspectiva lo superó todo. ¿Cómo cerrar la puerta a ese huésped, a ese amigo? ¡Ah, que sea el bienvenido! Se escri­birá el libro, y se escribirá con amor. Cuando menos, será empe­zado. Lo terminaré si puedo.. . ¡A la gracia de Dios! ¡Entrad, buen Ozanam!

Tengo la misma ambición para quienes lean estas páginas: la de hacerlos vivir íntima y constantemente con él.

Muchos son los que han escrito sobre Federico Ozanam antes de mí. Encabeza la lista su hermano, el misionero, que, en la bio­grafía demasiado rudimentaria que de él trazó, ha depositado te­soros de recuerdos hogareños que sólo podía transmitir ese su al­ter ego. Luego vienen los dos grandes e ilustres amigos que lo conocieron mejor, Lacordaire y Ampère, y que le tejieron ambos una bella corona, uno con su elocuencia, otro con su ciencia li­teraria, ambos con su cariño. Otros amigos también, en artícu­los necrológicos o en estudios literarios: el señor de Lavillemar­qué, el doctor Dufresne, de Ginebra; discípulos selectos del co­legio Stanislao o de la Sorbona, el señor Caro, el Padre Perreyve, el señor Heinrich, el señor Máximo Montrond, el señor Urbain Legeay, su ex maestro; un hermano de obras, el santo Conde de Lambel, su íntimo amigo Dufieux, en un Elogio manuscrito, etc.

Más tarde se publicó una obra considerable del señor Charles Huit, profesor en el Instituto Católico de París, bajo los auspicios del Cardenal Perraud. Otro, de primera mano, sobre La juventud de Ozanam, por el señor Léonce Curnier, coronado por la Aca­demia francesa. Un resumen biográfico y crítico, de firme com­postura, por el señor Bernard Faulquier, miembro prominente de la Sociedad de San Vicente de Paul, con un prefacio de Monse­ñor Baudrillart.

Distingo particularmente el Federico Ozanam de Mistress Ka­thleen O’Meara, una irlandesa, en cuyos relatos tuve la buena suerte de encontrar algunos ecos de sus conversaciones con la viuda de Ozanam. Una biografía abreviada nos llega. del Canadá. Un estudio moral sobre la Correspondencia de Ozanam nos llega de más lejos todavía, del protestantismo. Es la obra de una dama protestante pietista, la señora Humbert, edificada y conmovida ante la virtud y grandeza de alma que encontró en sus cartas. En fin, estudios literarios, como el excelente Elogio de Ozanam, del señor Poulin, coronado por los Juegos florales de Tolosa, etc., etc.

He querido nombrarlos a todos o casi a todos, porque siento que tengo, aunque en forma diversa, una deuda con todos, y tam­bién porque todos ellos son unánimes en el testimonio de su ve­neración y admiración por esa eminente superioridad de la virtud, anticipándose así al culto religioso que ya le tributaban como nos­otros en sus corazones.

Sin embargo, tuve que reconocer que esos excelentes trabajos, biografías, reseñas, artículos y recuerdos, estudios aislados, bue­nos para consultar, no eran, sin embargo, más que esbozos y que faltaba aún hacer la historia completa de Ozanam. Si, como el sacerdote lo había dicho ante su tumba, en él el hombre exte­rior, el hombre de ciencia, el escritor ha dejado un nombre ilus­tre; si aun el hombre de bien, el hombre de las obras ha deja­do un recuerdo universalmente bendito, por otra parte el hombre íntimo, el hombre moral y religioso, el hombre de Dios, en fin, no ha sido aún presentado al público en la forma en que merece serlo. Es pues, la historia de su alma —¡y qué alma!— la que el tiempo ha venido a revelar por medio de cada uno y del con­junto de los actos de una vida que animó con su gran aliento. Ahora bien, esa alma, la tenemos aún viva en su palabra: Oza­nam la dejó inmortal en sus obras y en sus cartas. Y si su historia íntima está aún por escribir, no hace falta buscarla: en realidad existe en potencia, en substancia: allí la encontraremos.

Encontraremos a Ozanam íntimo, en primer lugar en sus escri­tos, que estuvieron formados por sus lecciones. El alma de Oza­nam no se abstrae ni se desinteresa nunca de las cosas de su en­señanza. En ellas, sigue siendo él mismo por todas sus facultades de juzgar, de admirar o de reprobar, de bendecir o de odiar. Re­salta de ellas por las bellas moralidades que de ellas saca, por las instrucciones que de ellas recoge para el oyente o el lector; por las actualidades que en ellas mezcla, por las aplicaciones que de ellas hace a su tiempo y a su país, los homenajes que hace subir de ahí hasta el Rey eterno de los siglos; y a veces también, por esos retornos melancólicos sobre él mismo, sobre su vida, su muer­te, sus ternuras, su sufrimiento, que son acaso las páginas más patéticas de sus obras.

Mas si la vida y el alma de Ozanam se traslucen, por decirlo así, en sus libros, llenan sus cartas y de ellas rebosan. Todo él está en su Correspondencia. Toda su vida, su vida de familia, de amis­tad, de relaciones y de acción, reconstituida en la serie de acon­tecimientos que encuentran ahí su orden de fecha, el marco de lugares y su ambiente de circunstancias, con su sentido justo y su color verdadero. Asimismo, toda su alma, que se descubre allí patente, creciente, en cada una de las fases de esa existencia. La de su juventud: las aspiraciones generosas, los designios grandiosos, la angustiosa búsqueda de su camino, el imperioso relámpago de la vocación, el flujo y reflujo de la esperanza y del temor, las sagradas embriagueces de la ciencia y de la fe. Luego la etapa de la edad madura: los castos combates, los santos amores, el en­tusiasmo de la verdad y de la caridad, el celo conquistador, el orgullo de la conciencia, las delicadezas del corazón, las crueles decepciones, las traidoras heridas. En fin, el ocaso, no el de la edad, sino el de la vida, antes de la edad: el encarnizado y santificado trabajo, esa crucificación a su pluma, a su cátedra, de que le había hablado Lacordaire. Entonces, la consumación, la inmolación: el sufrimiento sobrenaturalizado, el tranquilo heroísmo del sacrificio en su sublimidad. Florecer, madurar, morir: tal sería el epígrafe de ese libro como es el destino y el progreso de esa vida tan llena, tan alta, tan corta.

La mayor parte de esas cartas se ha publicado. Algunas otras me han sido comunicadas discretamente por aquella que recibió ese tesoro como herencia y que las conserva religiosamente cómo las reliquias de un padre1. Gracias le sean dadas. Otras, hasta en­tonces inéditas, se han vuelto a encontrar oportunamente. Es una colección total de doscientas piezas aproximadamente, con que está formado todo el tejido de esta historia, lo mismo la cadena que la trama. Todo Ozanam está allí constantemente; no sólo su huella, sino su voz, su palabra, y por consiguiente su vida, su vida en toda su verdad, su palabra en todo su candor, su voz en sus más bellos acentos, cartas que son las más bellas de sus pági­nas porque son las que más se le parecen. El, en fin, hablando y escribiendo, y él en vez de nosotros que sólo hemos proporcionado el hilo para atarlo. Nadie perderá en ello y nosotros menos que nadie.

Mas ¿cuál es, pues, esta figura, que permanece velada a me­dias, y que en esta hora sombría parece subir en el horizonte como una suave luz para iluminar nuestros caminos? «Como San Vi­cente de Paul, Ozanam fue un apóstol: apóstol de la verdad; apóstol de la caridad». Todo está dicho en esas dos palabras pro­nunciadas en la cripta de los Carmelitas.

Apóstol de la verdad, de la verdad católica cuya demostración emprendió. A los diecisiete años de edad Ozanam trazó el plan. A los dieciocho, lo pone en obra contra el sansimonismo; a los veinte, enarbola la bandera, en la Sorbona, contra el anticristia­nismo de Jouffroy; a los veintiuno, promueve la enseñanza supe­rior de su doctrina, en Nuestra Señora, ante el Arzobispo de París. A los treinta, la eleva, sabia, elocuente, a una cátedra en la Sor­bona2. Se dedica a su defensa hasta su último suspiro, ese suspiro, que, un día, se exhalaba así de su pecho a punto de romperse: «Nuestra vida os pertenece, señores. En cuanto a mí, si muero, será a vuestro servicio». Este fue su adiós.

Apóstol de la caridad. A los veinte años, inaugura, con un pu­ñado de estudiantes, la primera conferencia de San Vicente de Paul: «¡Vayamos a los pobres!» Después de París, después de Lyon, extiende el beneficio de ella a toda Francia, mientras espera hacerlo a ambos mundos: «Quisiera —ha dicho— enlazar al mundo entero en una red de caridad». Sus ojos, antes de cerrar­se, habían de contar dos mil de esos hogares de los que el Señor había dicho: «Vine a traer el fuego en el mundo: ¿Y qué quiero, si no es que se encienda en todas partes!» Menos de un mes antes de su muerte se arrastró de Livornio a Siena para ir a preparar allí la cuna de una conferencia de estudiantes, su última hija; luego, volvió para embarcarse, volver a ver Francia y morir al día siguiente.

Murió a los cuarenta años de edad. Lo había dada todo a Dios por un acto solemne: «¡Heme aquí, Señor!» Se le vio, todo un año, arrastrarse jadeante de una estación a otra en el largo cami­no de su calvario. Como un hijo herido que busca los brazos de su madre, se le ve sentarse sucesivamente a los pies de Nuestra Señora de Burgos, de Nuestra Señora de Bétharam, de Nuestra Se­ñora de Buglosse, de Nuestra Señora de Pisa, para bajar hacia el puerto y reclinarse, en fin, a los pies de Nuestra Señora de la Guardia. Allí lo esperaba la Reina del Cielo para levantarlo de su lecho y llevarlo a su lado, en, la casa del Padre. Era el día de la fiesta de su Natividad, 8 de septiembre de 1853. No conozco nada más bello y más grande que este itinerario de dolor, soste­nido por el arrebato de; un corazón lleno ya del cielo a donde • lle­gaba. No hay página más divina en la historia de los santos.

Pero no nos apresuremos a pronunciar sobre él esa última y gran palabra. Escribamos la historia tal como es, y mostremos al hombre tal como fue en las condiciones terrenales de nuestra mortalidad, sin otra preocupación que la de la sencilla verdad. Ozanam no hubiera tolerado otro lenguaje. No celebremos sus virtudes, sino hagamos un relato de ellas. No exaltemos sus pen­samientos, sino concretémonos a exponerlos. No proclamemos bienaventurado a ese misericordioso, a ese pacífico, a ese manso, a ese sediento y hambriento de justicia; pero recordemos sus obras de misericordia, de clemencia, de mansedumbre, de justicia y de paz. No saludemos en él, ;prematuramente, a un confesor de la fe; pero veamos cómo la confesó ante sus amigos y sus enemigos. No coronemos al mártir, veamos cómo supo sufrir por amor a Cristo, y morir en el abrazo y sobre el corazón de Aquel de quien decía entonces: «¿Cómo podría temerlo? ¡Lo amo tanto!»

Luego ¡Silencio y oración! No renunciemos un solo instante por él a nuestra ambición de familia. Mas hagamos que sea multiplicando en torno nuestro las obras de que fue promotor y en nosotros las virtudes de que fue modelo. Después, llenos de confianza, dejemos que la Iglesia haga sola su obra de sabiduría y de tiempo. ¿No nos aseguró el predicador de la cripta que la causa del pia­doso fundador, si se llevara a Roma, «se estudiaría allí con la mayor simpatía»?

No es posible dudar después de las últimas marcas que la so­ciedad de San Vicente de Paul, y la persona de su fundador han recibido de su Santidad Pío X, en fechas recientes:

Hace menos de tres años, el 11 de abril de 1909, habiendo coin­cidido la peregrinación de las Conferencias de San Vicente de Paul en Roma con las solemnidades romanas de la Beatificación de Juana de Arco, el órgano oficioso del Vaticano, el Osservatore romano, aprovechó la ocasión para asociar a ese nombre el de Ozanam, bajo este título colectivo y resplandeciente: «Dogo cento anni: Giovanna D’Arco, Frederico Ozanam: cien años después: Juana de Arco y Federico Ozanam». Ahí se lee: «No por una proximidad fortuita las fiestas de la Bienaventurada Juana de Arco se encuentran ligadas a las del próximo Centenario del nacimiento de Federico Ozanam, uno de los héroes y apóstoles de la caridad en Francia. Un estrecho lazo une las dos solemnidades de los dos gloriosos hijos de Francia, etc…» —El Boletín de la sociedad tomó en cuenta esos avances del Osservatore. «Es la pri­mera vez, creemos —anota– que nuestro venerado fundador figura al lado de un bienaventurado colocado en los altares. ¿Acaso hay que ver en ello el presagio de una gloria más alta y más pura que la de la fama terrenal?»

Esos mismos días, 16 de abril, el propio Sumo Pontífice asoció el nombre de Ozanam con el de San Vicente de Paul, en una obra que estima ser la hermana menor de las de ese gran funda­dor de una doble familia religiosa. Su Santidad habló en la si­guiente forma:

«Vicente de Paul, que ya se había sobrevivido en la congrega­ción de los venerables sacerdotes de la Misión y en la de las incomparables hermanas de la Caridad, se sobrevive en nuestros días en el admirable Instituto de las Conferencias, heredero de su fe, de su caridad, de su espíritu apostólico. ¡Nueva generación, posteridad inesperada, innumerable que produjo en todas partes fru­tos de bendición selectós! El grano de mostaza, sembrado en 1833 por Ozanam, es hoy en día un árbol gigantesco, que extiende sus ramas en el mundo entero, y se convierte en el refugio en torno del cual se congregan los neófitos de todas las misiones de la tierra»3.

En fin, he aquí que otra palabra, caída de los mismos augustos labios, haciendo más cercana la comparación, afirma la afinidad espiritual de ambos apóstoles de la caridad, y la filiación de sus almas y de sus vidas procedentes ambas de «las fuentes del Sal­vador», como se expresa la Iglesia.

Era en las mismas semanas. El Reverendísimo Monseñor. Blenk, arzobispo de Nueva Orleans, acababa de presentar a Pío X el in­forme de las obras realizadas en las diócesis de Luisiana por la sociedad de San Vicente de Paul. Su Santidad dijo: «¡Oh, sí! Así debe manifestarse el espíritu de San Vicente de Paul y del gran fundador Ozanam. Así se conquistará el corazón del pueblo y se le llevará a Dios». Y como el Obispo le suplicàba que rezara por la extensión universal de las conferencias en el Nuevo Mundo: «Es mi constante oración —repuso el Santo Padre—. No tengo deseo más ardiente que el de ver esta sociedad llevar hasta los últimos ámbitos del mundo el espíritu y la vida de Ozanam, que es la vida del gran apóstol de la caridad San Vicente de Paul, la cual a su vez es la vida del divino Salvador»4.

Recojamos religiosamente estas palabras: de ellas sale un rayo. ¿Es acaso una aurora?… No quiero ver, a su luz, sino el testi­monio del honor que se tributa, en esas sagradas alturas, a la per­sona y a la obra de Ozanam. Encuentro también ahí el aliento para oportunos trámites, a cambio de someterse a las reglas y con­diciones a las cuales la Iglesia sujeta juiciosamente los votos más legítimos de sus hijos. En fin, sirve para recordarnos el deber de la oración, hasta el día, por lo demás próximo, de una fecha que, despertando un gran recuerdo de familia, afianza ya nuestra con­fianza.

El año próximo, 1913, el 23 de abril, se celebrará el centenario del nacimiento de Federico Ozanam. La Sociedad de San Vicente de Paul se propone festejarlo, en la acción de gracias, con fiestas solemnes, en vista de un nuevo impulso que se dará a sus obras y del espíritu apostólico que se fomentará en sus miembros, por el recuerdo y el ejemplo de su fundador mejor conocido.

París será sin duda el centro principal de esos festejos. Mas ya se vuelven hacia Roma las miradas de los Cofrades que irán a lle­var su homenaje a los pies de Pío X, como antaño Ozanam a los de Pío IX, para afirmar ahí la fe, recibir el santo y seña, oír los sa­grados oráculos y traer consigo la esperanza y la bendición.

En cuanto a mí, no formaré parte de esos peregrinos de Roma, ni seré quizá testigo de esas fiestas en este mundo, conforme sola­mente con haber tocado, por decirlo así, sus primeras vísperas. Mas si el Maestro de la vida se digna aún prolongar la mía hasta ese día, recibiré de rodillas la palabra de fuerza y de luz dicha por el vicario de Cristo y trasmitida a esos millares y millares de cristianos. Si además, el nombre de Ozanam se pronuncia allí particular y religiosamente en el agradecimiento y la veneración, de ahí sacaré el augurio de un día aún más solemne. Y será para mi vejez una postrera y gran alegría, como será para este libro la más alta y va­liosa recompensa en este mundo.

Gruson, Villa Jeanne d’Arc.
En la santa fiesta de Navidad, 1911.

  1. La señora Laurent Laporte Ozanam, fallecida el 26 de junio de 1911, casi a raíz de la publicación de esa Vida en la que había grandemente contribuido, y de la que había recibido una gran alegría, y la antevíspera de ese centenario de su padre, cuyo aniversario era para ella una grata esperanza.
  2. El señor Guibert añade aquí: «En todas las cuestiones relativas a la fe, era tal su delicadeza de conciencia, que la Iglesia no tuvo hijo más sumiso a todas sus direcciones. Si compartió algunas ideas liberales de su época, fue por genero­sidad de corazón y debido al amor mismo que sentía por la religión y por sus her­manos, y no por cualquier desviación del sentido cristiano».
  3. Peregrinación a Roma, 13-20 de abril de 1909, en la secretaría de la Sociedad, respuesta de su Santidad Pío X, pp. 3 y 4 y Boletín S. V. P., mayo de 1909, p. 121.
  4. A su regreso de Europa, en octubre, Monseñor Blenk presidía la asamblea de las conferencias de la Luisiana, en número de más de mil cofrades reunidos para la celebración del cincuentenario de su fundación en la catedral de San Luis, asis­tido por los obispos de Natchez, de Oklahoma, de Natchitoches y de Mobile. En la asamblea de la tarde, iniciada con el Veni Creator, el Arzobispo, después de su­bir al púlpito, anunció a la inmensa asamblea que le traía de Roma un valioso mensaje, por encargo del Santísimo Padre Pío X. Y dio lectura de esas palabras textuales, con el relato de la audiencia. (Véase el Boletín de la Sociedad de San Vicente de Paul, enero de 1910, p. 24).

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