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Enrique Jiménez (don.) |
16-12-02 |
Pamplona |
BPZ, Diciembre, 2002 |
(Olite, 22 de Agosto de 1924 – Pamplona, 16 de Diciembre de 2002)
En el contexto de este tiempo de Adviento, en el que la Iglesia prepara gozosa el encuentro con Cristo, nuestro hermano Enrique ha sido llamado a los 78 años a ese encuentro definitivo con el Señor, libre ya de toda limitación y de toda atadura humana. Había nacido Enrique en la ciudad de Olite (Navarra) el 22 de Agosto de 1924 en el seno de una familia piadosa. Fueron sus padres Claudio y Felisa, y era él el mayor de seis hermanos. En 1941, a los 17 años de edad, Enrique se hizo presente en esta comunidad de los PP. Paúles de Pamplona como lazarillo del P. Caminos, fundador que fue de esta Casa e Iglesia. Ya no salió en adelante de este lugar; por lo que podemos decir que toda su vida ha estado ligada a esta comunidad.
Muchos han sido los trabajos que aquí ha realizado. Y testigo de ello somos la mayor parte de los que estamos concelebrando en este funeral. Lo hemos visto atendiendo la portería, limpiando la iglesia, reponiendo las lamparillas, encargándose del correo, recogiendo hojas secas y ramas, haciendo mil recados con su inseparable bicicleta. A todo ello llegaba con una sonrisa entre franca y tímida, no sabiendo de horarios ni de esquemas. Quienes lo veíamos entregado a tantos menesteres nos preguntábamos muchas veces cómo era posible tanta actividad en un hombre de apariencia tan frágil. Y la respuesta era sencilla: se trataba de una persona dotada de gran fortaleza de ánimo, por lo que le era posible abarcar tantos trabajos y tantos frentes.
En mis años de convivencia con este mi paisano, tres rasgos de su personalidad llamaron poderosamente mi atención: su enorme capacidad de trabajo, su fidelidad a esta casa y su amor a la Virgen.
Su capacidad de trabajo ha sido llamativa. Nunca parado. Y nunca ha hecho falta marcarle tarea. Como el siervo fiel del Evangelio sabía Enrique discernir los momentos y las necesidades. Conocía bien las urgencias y a ellas se aplicaba, de manera que a todas partes llegaba su actividad. Lo hacía, además, en silencio, sin darle importancia ni destacar su entrega, hasta el punto de que era después, cuando todo estaba hecho, cuando nos dábamos cuenta de los mucho que había realizado.
La fidelidad de Enrique a esta casa ha sido también proverbial. Ha dado a este lugar 61 años de su vida y nos sería imposible encontrar en todo este tiempo un solo instante en el que haya fallado. Como buen hijo de Olite, tenía también allí sus devociones (el Cristo, la Virgen del Cólera o Nª Sra. de Ujué) y le gustaba acudir al pueblo en esos días. Pero nunca lo hacía si coincidían con una fiesta o alguna celebración importante en esta iglesia. Estaba por encima de todo su fidelidad a la Milagrosa, su fidelidad a la casa, su fidelidad a su tarea.
Alma de todo esto ha sido naturalmente su amor a la Virgen. Aquí está la clave para entender la vida de este hombre. ¡Con qué fervor le rezaba cada día! ¡Con qué tozudez mantenía sus prácticas devotas! ¡Con cuánto amor la adornaba con sus flores y le dedicaba sus afanes! La Virgen Milagrosa ha sido para Enrique su amor y su anhelo. A ella le ofrecía el primer pensamiento del día y de ella se despedía al final de cada jornada. En su presencia y bajo su amparo ha transcurrido toda su existencia. Por eso ha tenido que ser sin duda nuestra Madre la que lo haya recibido en el Cielo y la que lo haya presentado ante su Hijo.
Todo ello guarda relación de alguna manera con las lecturas que hemos escuchado. En la primera, tomada del libro del Génesis, se garantiza la fidelidad de Yavé a su pueblo. Una fidelidad que traspasa tiempos y lugares. Una fidelidad que nos asegura la presencia del Mesías entre nosotros y la realización en él de las promesas hechas a todos los hombres.
Pero es en el Evangelio donde mejor se refleja la que ha de ser actitud del creyente en relación a Cristo. En Caná, y en la fiesta de unas bodas (símbolo siempre del destino escatológico del hombre) se hallan presentes Jesús, los discípulos y María. Se produce una necesidad. Y pronuncia entonces nuestra Madre las palabras definitivas: «Haced lo que él os diga»; de manera que a impulsos de lo que Cristo determine se realizará el primero de los milagros y crecerá la fe de los discípulos en él. Señala de ese modo María la que tiene que ser actitud fundamental de todo cristiano: el discernimiento de la voluntad de Dios y el sometimiento fiel y sincero a esa voluntad.
Todo, pues, en esta celebración, el testimonio de lo que ha sido la vida de Enrique y el mensaje de las dos lecturas, nos recuerda lo que han de ser vectores fundamentales de nuestra vida creyente.
Hemos de mantenernos sin duda cada día en una afanosa capacidad de trabajo. Estamos en Adviento y mucho destacamos en este tiempo la virtud de la esperanza y el poder de la paciencia. Pero son una esperanza y una paciencia que requieren de nosotros una espera activa de aquello que está por venir. Es decir, que se recaba de nosotros una entrega laboriosa o, como diría San Vicente, el esfuerzo de nuestros brazos y el sudor de nuestra frente. El Reino de Dios no va a llegar a este mundo de manera automática. Precisa, desde la gracia de Dios, el empeño de cada hombre y la aportación de cada persona. De ahí que tengamos que mantenernos siempre activos; en la medida de nuestra salud y de nuestras fuerzas, es verdad, pero conscientes de que es ésta una tarea a que tenemos que entregarnos hasta el final, hasta que Él nos llame.
Esto exige de nosotros cultivo de la fidelidad. Dios es siempre fiel. Fiel para crearnos. Fiel para redimirnos. Fiel para apoyar cada día nuestra situación y nuestra vivencia. Y ese Dios que es fiel nos da la medida de nuestra fidelidad. Fidelidad a una fe que nos constituye como personas y que nos plenifica como creyentes. Fidelidad a una Iglesia en la que se mantiene constante la fuerza del Evangelio. Fidelidad a una vocación, la de cada uno, en la que Dios nos señala el sentido de nuestra vida. Fidelidad a un trabajo o a un ministerio en el que tenemos que expresar de continuo la razón de nuestro creer, la orientación de nuestro esperar y el fondo de nuestro amar. Fidelidad que es marca fundamental del discípulo de Jesucristo, capaz de perseverar y de avanzar más allá de los obstáculos del mundo y de sus propias inclinaciones.
Y a todo ello nos ha de ayudar, no lo dudemos, el ejemplo de María y el amor que le profesamos. Es ella personaje fundamental en este tiempo de Adviento y en toda nuestra experiencia de fe. ¡Cómo supo siempre nuestra Madre entregarse a la Voluntad del Padre, acoger a Cristo su Hijo y dejarse llevar por el Espíritu! Por eso, nadie como ella ha vivido de la fe y es estímulo de esperanza. En la medida en que la miremos, la conozcamos y la amemos aprenderemos a buscar la Voluntad de Dios, creceremos en adhesión a Jesucristo su Hijo y nos dejaremos impulsar por las mociones del Espíritu. Y será así nuestra vida testimonio de fe y aliento de esperanza, compromiso con el Reino de Dios y entrega amorosa a la evangelización de los Pobres.
Que los brazos abiertos de la Virgen Milagrosa acojan a Enrique en el Reino de Dios y lo presenten al Padre. Y que las palabras de María, «Haced lo que él os diga», sean para todos nosotros camino de Vida.
Santiago Azcárate
AL CABALLERO ENRIQUE
Todos le llaman OLITE
a este sin par caballero
que cabalga no en corcel,
sino en caballo de acero.
Por armas lleva una cesta
y una medalla pendiendo;
por yelmo lleva la boina
cuando «pegan» lluvia y viento
– «¡Ay, Enrique de Pamplona,
que te vas haciendo viejo,
y los coches no respetan
ni al mismísimo San Pedro».
– «No importa; la bici es mía
y hago de ella lo que quiero.
¿Que el tráfico esta imposible?
Subo a la acera y la emprendo».
Este caballero andante
que así se juega el pellejo
no es un Quijote chalado
que va a enderezar entuertos.
Es pequeño, como Sancho
y filósofo de pueblo,
de esos que se saben todas,
porque de tonto … ni un pelo.
Nació Enrique en Mirapiés,
calle donde sopla el cierzo
y un mal aire dejo manca
la mano del brazo izquierdo.
Enrique no se arredró
y, según iba creciendo,
ganas le dieron al mozo
de cambiar el mundo a besos.
– «Si no valgo para cura
me quedaré para lego.
¿Que?, ¿acaso no me abrirán
las puertas de algún convento?»
Y a Pamplona que se vino
con aires de aventurero;
y las puertas de Paúles
de par en par se le abrieron.
La Virgen fue la portera
que facilitó el encuentro
de un Enrique sonriente
y un superior algo serio.
La Virgen fue la respuesta,
y con su SI de Evangelio
hizo que Enrique quedara
de servidor en su templo.
Cincuenta años se han cumplido
desde aquel feliz encuentro;
y a fe que el fiel servidor
siempre ha dicho SI al momento.
Por sus manos han pasado
cirios y velas sin cuento,
y calendarios y estampas
y curas de todo pelo.
Todos pasan, queda Enrique
como el faro junto al puerto,
como roca en la montaña,
como verdura en el huerto.
A Él le buscamos todos,
porque es sacristán, cartero,
es portero y recadista,
y, a veces, buen curandero.
Sin renunciar a la carne,
y mejor si es de cordero,
es vegetariano Enrique,
limonero y cebollero.
Al cerdo le tiene ascos,
pero le encantan los quesos;
una fuente de lechuga
es la «dama» de sus sueños.
La verdura de las huertas
le mantiene siempre fresco;
duerme a plazos, sin pijama,
como monje del medievo.
A la Virgen, su Señora,
le pone focos y -tiestos,
y la mira con ternura,
y le dirige los rezos.
A este hombre sencillo y fiel
y laborioso en exceso,
le ofrezco hoy mi romance
con aires de monumento.
P. Desiderio Aranguren
[Escrito por el recordado P. Desiderio (q.e.p.d.) en 1991 con motivo de los 50 años de Enrique en Pamplona]