«Dios ama a los pobres, y por consiguiente, ama a quienes aman a los pobres, pues, cuando se ama mucho a una persona, se siente también afecto a sus amigos y servidores. Pues bien, esta pequeña compañía de la Misión procura dedicarse con afecto a servir a los pobres, que son los preferidos de Dios; por eso tenemos motivos para esperar que, por amor hacia ellos, también nos amará Dios a nosotros. Así, pues, hermanos míos, vayamos y ocupémonos con un amor nuevo en el servicio de los pobres, y busquemos incluso a los más pobres y desamparados; reconozcamos delante de Dios que son ellos nuestros señores y nuestros amos y que somos indignos de rendirles nuestros servicios1«.1
 En el contexto bíblico, la palabra servicio se entiende como diaconía. Originaria del griego «diákonos», en su traducción literal significa «servidor». Es en el contexto cristiano de las primeras comunidades cristianas cuando el término se encarna realmente en un servicio concreto:
En el contexto bíblico, la palabra servicio se entiende como diaconía. Originaria del griego «diákonos», en su traducción literal significa «servidor». Es en el contexto cristiano de las primeras comunidades cristianas cuando el término se encarna realmente en un servicio concreto:
«Por entonces, al crecer extraordinariamente el número de los discípulos, surgió un conflicto entre los creyentes de procedencia griega y los de origen hebreo. Aquellos se quejaban de que estos últimos no atendían debidamente a las viudas de su grupo cuando distribuían el sustento diario. 2 Los doce apóstoles reunieron entonces al conjunto de los discípulos y les dijeron:
— No conviene que nosotros dejemos de proclamar el mensaje de Dios para ocuparnos en servir a las mesas. 3 Por tanto, hermanos, escoged entre vosotros a siete hombres de buena reputación, que estén llenos de Espíritu Santo y de sabiduría, y les encomendaremos esta misión. 4 Así podremos nosotros dedicarnos a la oración y a la proclamación del mensaje.
5 Toda la comunidad aceptó de buen grado esta propuesta, y escogieron a Esteban, hombre lleno de fe y del Espíritu Santo, y a Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Pármenas y Nicolás, un prosélito de Antioquía. 6 Los presentaron a los apóstoles, quienes, haciendo oración por ellos, les impusieron las manos». (Hch. 6, 1-6)
Como podemos ver en el texto, la diakonía surge en la Iglesia primitiva como respuesta a una necesidad concreta y real. Pero más allá de algo puntual, se convertirá en el centro y eje vertebrador de la concepción de la vida de la Iglesia, hasta el punto que esta no entenderá su razón de ser sin ella como centro.
En el Marco de la Sagrada Escritura y de la Doctrina Social de la Iglesia, el servicio cobra un papel fundamental y fundante, no solo en su ejercicio sino en su comprensión y asimilación. No se puede entender, ni tiene identidad propia, el servicio desvinculado del testimonio, pues cuando esto ocurre, el servicio se convierte en comunitario, pero no en evangélico.
La sociedad entiende el servicio como una acción social buena y que crea solidaridad. Esta definición de servicio es coherente, dado que la sociedad en general no tiene por qué tener otros valores concretos que le lleven a una concepción distinta. Para el Judaísmo y el Islam, el servicio se expresa en términos de diezmo y, para el Islam en concreto, debe de ser y es uno de los pilares fundamentales que consolidan la fe. Pero ambas religiones nos ofrecen una concepción del servicio como un precepto. Yendo un poco más lejos, cualquier ONG presenta el servicio desde la apelación a la conciencia y bajo diversos nombres: cooperación, solidaridad, etc.
Para el cristianismo, en cambio, el servicio no se presenta como precepto, sino como privilegio. Esto llama poderosamente la atención, sobre todo si estamos acostumbrados a no entender el servicio como diakonía, algo que parece estar más olvidado de lo que pensamos. El servicio como dación conlleva unos derechos, el servicio como diakonía unas obligaciones, dado que parte de unos dones que previamente han sido otorgados y de los que se nos pedirá cuentas en su momento. Es pues, un don en sí mismo, una oportunidad que se nos regala para vivir y testimoniar a Aquel en quien creemos: el Siervo de los siervos.
El servicio en la Iglesia, ha de ser entendido desde una doble dimensión: en vertical y en horizontal. En vertical en tanto que servimos a Dios con nuestras acciones y modos de actuar. En horizontal en cuanto lo hacemos hacia nuestros hermanos y sin considerarnos por ello, de ninguna manera, mejores o mayores que aquellos a los que prestamos el servicio; sobre todo si tenemos claro que es al mismo Cristo a quien servimos en aquellos que son objeto de nuestra acción.
Es muy importante tener clara la diferencia entre servicio como posibilidad de acción y como oportunidad; pues cuando se entiende como posibilidad, nos encontramos en el camino propio del Evangelio y la diakonía, y dejamos de pensar en él como momento puntual para convertirlo en parte fundamental de nuestra vida. Desde esta concepción podemos afirmar que para que haya verdadero servicio, es necesario que primero haya verdadero servidor, y este ha de reunir unas características concretas cultivables a lo largo de la vida y que nos asemejan a Cristo como siervo:
Humildad
No se busca el reconocimiento humano, ni tan siquiera el divino. El servicio lo es en sí mismo, y por sí mismo. Para conseguir hacer realidad el modelo de Cristo, es necesario ser verdaderamente el último; buscar el bien del otro en lugar del propio. Las palabras de Jesús lo expresan con gran claridad en Lc 22, 24-27:
» 24 Surgió también una disputa entre los apóstoles acerca de cuál de ellos era el más importante. 25 Jesús entonces les dijo:
– Los reyes someten las naciones a su dominio, y los que ejercen poder sobre ellas se hacen llamar 26 Pero entre vosotros no debe ser así. Antes bien, el más importante entre vosotros debe ser como el más pequeño, y el que dirige debe ser como el que sirve. 27 Pues ¿quién es más importante, el que se sienta a la mesa o el que sirve? ¿No es, acaso, el que se sienta a la mesa? Sin embargo, yo estoy entre vosotros como el que sirve».
La humildad va más allá de un simple valor para convertirse en un verdadero estilo de vida. El señor no es el que manda, sino que sabe servir y descubre en el servicio su auténtica vocación con humildad, implorando de ella el consejo y la guía:
«Le señalo esta falta, señor, para que advierta usted que cometo otras muchas, aún tratando de procurarme las ayudas que necesito para mi salvación. Le suplico muy humildemente que me haga la caridad de ser para mí esa ayuda ante nuestro buen Dios, en cuyo amor soy, Señor, su obediente y muy humilde servidora»2.
«Todos los días ruego al Señor dos o tres veces que nos aniquile si no hemos de servirle para su gloria«3.
Obediencia
El servidor sabe a quién sirve; pero también sabe en nombre de quien lo hace y quién marca las directrices de su acción, de no ser así, puede dejarse llevar por vanos sentimentalismo o preferencias inconscientes. Para no caer en estos riesgos, hay que tener la mirada puesta en el Evangelio y dejarse guiar y dirigir tanto por sus palabras como por la Iglesia como madre de experiencia. Cristo no sirve por voluntad propia, sino por mandato del Padre; es precisamente la obediencia la que le lleva a no hacer la voluntad propia, sino a cumplir y culminar un plan trazado por el Padre. El servidor sabe en nombre de quién lo hace y que su voluntad no puede estar dividida:
«Nadie puede servir a dos amos al mismo tiempo, porque aborrecerá al uno y apreciará al otro; será fiel al uno y del otro no hará caso. No podéis servir al mismo tiempo a Dios y al dinero». (Mt 6, 24)
La sociedad de hoy nos presenta la obediencia como un atraso, como una forma de sesgar la libertad. Nada más lejos de la realidad. La obediencia no es esclavitud; en primer lugar porque es la libertad la que lleva a elegir voluntariamente la obediencia y, en segundo lugar, porque evita buscar la propia voluntad, muchas veces alejada de los valores esenciales del auténtico servicio. El Siervo de los siervos lo es, no por buscar su propia voluntad, sino por hacer la del Padre.
«Que el fin de la Asociación tiene por principio el conocimiento propio y el desprecio del mundo, practicado con la resolución de servir en las parroquias bajo la sumisión y obediencia a los señores curas, renunciando a todos los beneficios y honores»4.
Voluntad
¿Quieres? Es la pregunta ligada a esta característica, y su respuesta va unida a la anterior. La propia voluntad es indispensable para que el servicio sea verdaderamente diakonía. El servicio en la Iglesia nace de la voluntad surgida del encuentro con Cristo. Una voluntad libre que ha de nacer de lo más profundo del ser humano, del reconocimiento de una llamada al seguimiento de Cristo siervo. No sirve la voluntad de otros, sino necesariamente la propia. Clarificar la propia voluntad nos llevará a no caer en el voluntarismo y enfocar nuestro quehacer en los objetivos del Evangelio:
«El día de san Sebastián, estando en los Mártires, me sentí impulsada por el deseo de darme a Dios para hacer toda mi vida su Santísima Voluntad y le ofrecí el pensamiento que él me inspiraba de hacer voto de ello cuando tuviera permiso, y a continuación de esto, estuve todo el día profundamente embebida en la consideración de las misericordias de Dios sobre sus criaturas, en todo el bien que veía en sus santos, que me parecían tanto más grandes cuanto yo sentía por experiencia las debilidades de la naturaleza»5.
Transformación
La Doctrina Social de la Iglesia nos enseña que no es suficiente la palabra, sino que esta necesita de la acción. Pero hemos de tener cuidado. No buscamos el cambio por el cambio, sino la auténtica transformación de la sociedad que solo es posible cuando pasa por la transformación del corazón. El servidor no busca cambios políticos o meramente socioeconómicos, que son importantes, sino que el objetivo fundamental es plantar la semilla del Reino de Dios para que este pueda ir haciéndose realidad. El servidor en nombre de la Iglesia es profeta; no se contenta con la denuncia de la injusticia, sino que se implica personalmente en la transformación real y verdadera de la realidad de injusticia.
«Hay muchos que, preocupados de tener un aspecto exterior de compostura y el interior lleno de grandes sentimientos de Dios, se detienen en esto, y, cuando se llega a los hechos y se presentan ocasiones de obrar, se quedan cortos. Se muestran satisfechos de su imaginación calenturienta, contentos de los dulces coloquios que tienen con Dios en la oración; hablan casi como los ángeles; pero luego, cuando se trata de trabajar por Dios, de sufrir, de mortificarse, de instruir a los pobres, de ir a buscar a la oveja descarriada, de desear que les falte alguna cosa, de aceptar las enfermedades o cualquier cosa desagradable. Totum opus nostrum in operatione consistit (Todo lo que tenemos que hacer es trabajar)»6.
El servicio cristiano, como lo entiende la Iglesia, camina hacia la implantación del Reino de Dios como una realidad posible. A lo largo de más de 2000 años de historia, la Iglesia ha procurado llevar acabo el mandato de Jesús y proponer los pilares del Reino. Esta Iglesia, humana y divina a la vez, ha dado pasos en la buena dirección cuando se ha dejado guiar por la acción del Espíritu Santo. Esta acción se ha testimoniado de forma particular en la vida de los santos, quienes han entendido con claridad el sentido del verdadero servicio, mucho más allá de los contentos sociales e incluso comunitarios. Su testimonio ha sido el que ha cambiado con frecuencia el mismo ritmo de la Iglesia en la historia.
Esta historia eclesial está plagada del testimonio vio de hombres y mujeres que han entregado su vida al servicio del Reino, ellos son testimonio vivo para nosotros de que no se trata de una utopía ilusoria, sino de una realidad posible. Ellos son los que han tenido la sensibilidad suficiente para testimoniar que otra mirada es posible, una mirada transformadora y transmisora del Reino.
Desde el espíritu vicenciano, son muchos los testimonios impactantes en la búsqueda del auténtico servicio, pero dos brillan de una manera especial por ser ellos los iniciadores de una aventura concreta en el desarrollo de una espiritualidad determinada. Los testimonios de San Vicente y Santa Luisa, llegan hasta nuestro hoy como nuevos, renovadores y transformadores. Sus palabras, escritos y testimonio no surgen de la teoría, sino de la vivencia de la mirada transformadora de Cristo Siervo. Precisamente, una recomendación constante de San Vicente a la Hijas de la Caridad, ante cualquier situación que requiera de su ayuda, consiste en tener siempre presente la pregunta ¿qué haría Jesucristo en mi lugar?.
Para Vicente, no es suficiente con ir a los pobres, es necesario sentirse uno con ellos y ver de verdad a Cristo en cada uno de ellos. Sin duda, los pobres son la razón de ser de su vocación al servicio y de su encuentro personal con Cristo. El servicio no es para él algo más añadido al seguimiento, sino lo que le da sentido. Así lo testimonia en la Conferencia del 16 de Marzo de 1642 sobre el servicio a los pobres enfermos a la Hijas de la Caridad:
«El primer motivo, dijo una hermana, es que los pobres tienen el honor de representar a los miembros de Jesucristo, que considera los servicios que se les hacen como hechos a él mismo…»
Este es el verdadero sentido que Vicente entiende con claridad: el servicio hecho al pobre, es hecho al mismo Cristo presente y vivo.
Pero además, no es un servicio realizado en nombre propio, sino en nombre de quien lo envía: La Iglesia. Por eso Vicente busca en todo momento la aprobación y el aliento constante de la Iglesia, e incluso cuando su voluntad no es la de ésta, desplaza la suya propia para cumplir la de la Iglesia. Esta es una actitud gratuita y verdaderamente desinteresada que emana de la capacidad de discernimiento del verdadero Siervo. No es importante la propia voluntad, sino que el criterio de discernimiento ha de ser el mismo que el objetivo: el servicio, no como obligación sino como verdadero Don concedido por Dios, una gracia y un regalo para el encuentro con Cristo. Sin duda, cuando el servicio es entendido así, cambian muchas cosas.
Entendido como Don, el servicio conlleva también una responsabilidad necesaria: la formación. Pues no se sirve con condescendencia, sino con agradecimiento por la ocasión recibida y poniendo todo el esfuerzo posible en ello. Por eso Vicente recomienda una verdadera preparación académica encaminada a poder ofrecer un verdadero servicio, más allá de otro tipo de formación que busque otros objetivos:
- «Estudiar sobriamente, queriendo saber sólo las cosas que nos conciernen según nuestra condición.
- Estudiar humildemente, esto es, sin querer que se sepa ni que se diga que somos sabios; no querer estar por encima de los demás, sino ceder a todo el mundo…
- Hay que estudiar de forma que el amor corresponda con el conocimiento»7.
El espíritu vicenciano del servicio es, como no puede ser de otra manera, el espíritu como la Iglesia entiende el servicio. Un espíritu marcado de una manera especial por el don de la sensibilidad como motor necesario para el encuentro con el verdadero Cristo siervo. Esta sensibilidad lleva a entender el servicio como plena manifestación del Amor de Dios, la puerta de entrada al Reino de Dios que se hace tangible en su ejercicio vivido desde el Evangelio como único referente y Cristo como único modelo. Por eso afirmaba el Papa Francisco en su homilía de inicio del pontificado, que el verdadero poder es el servicio. La Iglesia ha de caminar siempre con este objetivo como referente, para hacerse cada vez más testimonio vivo de Servicio; ha de ser sensible y proponer siempre y en todo momento una mirada nueva y esperanzadora, la mirada de Cristo vivo y presente en el aquí y el ahora de la historia de la Salvación.
El servicio, como lo entiende Cristo y la Iglesia, y por consiguiente el espíritu vicenciano, es ante todo DIAKONÍA.
- AAVV.: San Vicente de Paúl: espiritualidad y selección de escritos, Madrid, 1981
- Santa Luisa de Marillac: correspondencia y escritos, Carta 33 a la Hermanas del Hospital de Angers, agosto de 1640.
- Saint Vincent de Paul: Correspondence, Entretiens Documents, París 1923.
- Correspondencia de Santa Luisa, antes de 1628.
- Ibi. Periodo anterior a la fundación de la Compañía de las Hijas de la Caridad.
- En Román, J. M. : San Vicente de Paúl, Madrid, 1981.
- SVP ES XI, pág. 50-51






