De Salamanca también llega, por contraste, durante el jubiloso paréntesis de las fiestas de Navidad, una noticia triste: el fallecimiento el día 27 de diciembre del P. Manuel Rodríguez Sorga. Es una muerte silenciosa, como había sido durante los doce últimos años la vida de este buen misionero, recluido a partir de 1951 en la enfermería provincial. Antes, no. Antes, el P. Sorga había hablado y actuado, si no con clamorosa publicidad, sí con la eficacia de su palabra sincera y apostólica. Palabra, prodigada durante sus cincuenta y cinco años de vocación en ministerios muy variados y bajo cielos muy diversos. El P. Sorga había pasado los primeros años de su vida ministerial en España, repartida su actividad entre las residencias de Ayamonte (1916), Guadalajara (1917) y Murguía (1920). Luego, en 1924, había cruzado el Océano rumbo a Cuba, y en la Perla de las Antillas transcurrían los veintitrés años centrales de su sacerdocio dedicados a secundar el agotador esfuerzo apostólico desplegado por las Comunidades de la Merced, de La Habana, y Santos Juárez, hasta que en 1947, debilitado y enfermizo viniera a acogerse al puerto de la Casa Central de Madrid. Trabajó aquí todavía durante cuatro años, y, por fin, vería consumirse su ancianidad en el melancólico retiro de la enfermería, con la que se trasladó a Salamanca en 1962. Allí ha ido a sorprenderle–¿sorprenderle?—la muerte, no muy lejos de los horizontes de su Galicia natal, la Galicia bucólica y soñadora de los montes orensanos. La Virgen de Los Milagros habrá amparado bajo su amplio manto a este hijo de su tierra, nacido en San Juan de Cortegada el 31 de marzo de 1893.
El P. Manuel Rodriguez Sorga
