Jean Jourdain (1627-1657)

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Author: Noticias de los misioneros .
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JEAN JOURDAIN, Hermano coadjutor. 1627-1657.

Jean Jourdain había nacido en 1587, en el pueblo de Galny, diócesis de Chartres.

Entró en la Compañía el 13 de febrero de 1627, algunos años después del Sr. Brunet y seis meses antes que el  Sr. d’Horgny; fue el primer hermano coadjutor. Falleció el 25 de marzo de 1657.

San Vicente nos proporciona algunos rasgos  sobre este buen hermano en las reflexiones que hizo después de la conferencia de la comunidad el día de su entierro.

Fue el 27 de marzo cuando san Vicente habló del hermano Jourdain a la comunidad, como sigue:

«Dios sea alabado por todo lo que se acaba de decir! Nuestro buen difunto hermano Jourdain era nativo de un lugar que está a diez o doce leguas de aquí, de padres campesinos; su primer empleo fue ser maestro de su región, enseñar  a los niños desde que fue capaz de ello; luego al cabo de algún tiempo, vino a París, allí encontró el modo de entrar donde la difunta Sra. marquesa de Maignelay, donde ejercía dos oficios: el de escudero y de jefe de comedor. Era la época en que todo andaba todavía con esplendor en la casa de la Sra. de  Maignelay; luego se colocó con un buen eclesiástico muy rico, quien había recibido la orden del sacerdocio por pura piedad, el cual residía cerca de Notre Dame; no sé muy bien sin embargo si fue antes de que entrara  donde la Sra. de Maignelay o después. Da igual, allí donde comencé le conocerle fue en casa de dicha marquesa; de esto hace ya cuarenta años, y recuerdo que éramos casi todos de una misma edad. Después de eso, pidió ser recibido en la Compañía, lo que tuvo lugar cuatro años después que se comprometiera y reuniera para vivir en comunidad; allí fue recibido, y se le dedicó a la cocina, luego se le llevó a misiones; más tarde se el encomendó el cargo de la despensa, de comprar todo lo que se necesitaba; y de esta forma se le entregaron todos los cargos  convenientes a los hermanos coadjutores: Él era algo pronto, violento, pero como se ha dicho muy bien, lo reparaba pidiendo perdón a aquellos con quienes se había propasado y había ofendido; les daba un abrazo,  con gran ternura, pues tenía eso que se enternecía  fácilmente; y como le reprendía a veces por sus prontos y por ponerse a reprender a los demás y corregirlos, lo que no podía hacer sin alguna amargura y contratiempo, yo le imponía a veces otra penitencia hasta llegar a veces  a prohibirle volver a ponerse a reprender y corregir a nadie. Lo recibía bien; volvía a caer fácilmente en sus mismas faltas, pero recibía muy bien las advertencias que se le hacían; y a veces en particular venía a verme y me decía: «He, Señor, por el amor de Dios, sopórteme, sopórteme,  se lo pido».

Aquí el Sr. Vicente exclamó y dijo, hablando para sí: Ay, qué miserable soy, le reprendía, yo que tenía tanta necesidad o más que él, de ser reprendido! Bueno, que Dios se apiade de mí, si le agrada! No obstante Dios le ha dado la gracia, a pesar de todo eso, de perseverar hasta el fin en la Compañía.

«La virtud que había en él, como ya se ha dicho,  una gran cordialidad para con los de la Compañía a todos, a mí mismo, al ir a verle el día mismo de su muerte, me dijo: He, Señor, que le abraca por última vez!

«Se ha dicho  el mal que tuvo en la pierna y que le ha servido de ejercicio de paciencia; de manera que ahí lo vemos al término de sus días sufriendo. Por último, Señores, es el final que corona la obra; y bienaventurado él por  haber sido de algún modo parecido a Nuestro Señor Jesucristo que acabó la suya sufriendo por todo el mundo en el árbol de la cruz. Oh no, Señores y Hermanos míos, no nos extrañemos de ver  a veces en ciertas personas algunos defectos, porque Dios los permite así a veces por fines que no sabemos, pero qué digo yo, incluso pecados, Dios se sirve de ellos para la justificación de una persona; sí, los pecados mismos en un sentido entran en el orden de nuestra predestinación, y Dios saca de ellos actos de penitencia, de humildad, sí, señores, de humildad, que es la virtud propia de nuestro Señor Jesucristo. Y díganme, las rosas llevan consigo sus espinas, y no hay nunca rosas sin espinas; los defectos que Dios permite estar también en algunas personas, en unos más, en otros menos, sirven como de ceniza para ocultar las virtudes que se encuentran en estas personas, y a fin de que, viéndose así culpables, se mantengan en la humildad y la abyección de sí mismas. ¿Y quién no está sometido a ningún defecto, pues los santos mismos han estado sometidos, y no hay más que el Hijo de Dios y la santísima Virgen, su madre, que se hayan visto exentos? Los Apóstoles que habían sido enseñados en la escuela de Jesucristo y de su propia boca, sin embargo ¿sabéis lo que pasó entre ellos? Pequeñas envidias, faltas de fe; de suerte que en el momento mismo en que el Hijo de Dios subió al cielo, él les reprochó su incredulidad.

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