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P. Desiderio Aranguren |
11-09-99 |
La Laguna |
BPZ, Septiembre 1999 |
(Subiza, 28 de Agosto de 1930 – La Laguna, ll de Septiembre de 1999)
En el contexto litúrgico de esta fiesta de la Madre, la Virgen de los Dolores, fiesta que nos habla de esfuerzo, de sacrificio, de entrega y, en definitiva, de amor, celebramos esta Eucaristía-funeral por el eterno descanso de nuestro buen compañero, Desiderio Aranguren, que fallecía inesperadamente en La Laguna el pasado sábado, día 11, a los 69 años de edad. Todos quedamos sorprendidos por lo imprevisto del suceso; pero, en todos era también unánime la reacción: «¡buen sacerdote, buen compañero, buen amigo!»
Había nacido Desiderio en la cercana localidad de Subiza, al pie del Perdón, el 4 de agosto de 1930. Fueron sus padres Casimiro y María y contaba con tres hermanos más. En 1943 comenzó los estudios de Bachillerato en esta Apostólica de Pamplona. Entre 1948 y 1950 realiza el Noviciado en la casa de Hortaleza (Madrid). En la misma casa cursa los estudios de Filosofía e inicia la Teología hasta 1953. Y parte este año para Cuenca, donde prosigue con la Teología que concluirá en Londres con el Curso Pastoral. Entre tanto, había emitido los votos en 1950 en Hortaleza y había sido ordenado sacerdote el 8 de Septiembre de 1955 en la Basílica de La Milagrosa de Madrid.
Variada ha sido después la geografía recorrida por el P. Desiderio en sus distintos destinos. Entre 1956 y 1959 se dedica a la docencia en Andújar y Ávila. De 1960 a 1967 data su primera estancia en La Laguna, en cuya Universidad obtiene el título de Licenciado en Románicas. Vuelve de nuevo por unos años (de 1967 a 1976) a las labores académicas como profesor y como Director de Estudiantes o de Centro en Barakaldo, Hortaleza y Murguía (Álava) Entre 1976 y 1984 se encuentra en Zaragoza dedicándose sucesivamente a la formación, la enseñanza y el servicio a la Provincia como Asistente y Secretario. De 1984 a 1992 lo tenemos en esta casa de Pamplona como director y profesor del Colegio. Parte en 1992 para Jinámar (Gran Canaria), comunidad de la que es el primer superior y donde se dedica a las tareas docentes y a la acción pastoral. Ya en 1998 acepta con gozo el destino a La Laguna, su ciudad universitaria, a donde llega como párroco de San Cristóbal y donde es nombrado superior de la comunidad. Y en ello estaba cuando le sacudió un ataque el pasado viernes. Se hallaba en el ministerio, celebrando un matrimonio. Trasladado al Hospital, fallecía al día siguiente, fiesta de San Juan Gabriel Perboyre, misionero paúl mártir en China.
¿Por qué destaco esta circunstancia última de su vida? Sencillamente porque pienso que un espíritu como el de Desiderio, aventurero, dinámico, inquieto, no podía ser sofocado al modo habitual. Murió en la brecha, como había vivido. Y un sacerdocio como el suyo, abierto, entregado, cercano, vicenciano, no podía ‘quedar marcado por el nombre de un santo cualquiera, sino por el de un mártir y paúl.
Variado ha sido ciertamente el ministerio de Desiderio, siendo notable su dedicación a la enseñanza, su facilidad para conectar con la juventud y su celo pastoral. Pero más allá de toda esa labor en la que ha encarnado su sacerdocio, quiero destacar en nuestro hermano el espíritu desde el que vivía y que a todos nos ha admirado. En primer lugar, su carácter vitalista abierto, lleno de optimismo, alegre. Desiderio amaba la vida, y la saboreaba en sus más variados aspectos: la lectura de los literatos, el sentido de la música, la chispa de las situaciones, la comunión con la naturaleza, el contacto con las gentes. Era, por eso, buen compañero, amable, que invitaba a mirar las cosas en su lado positivo y que hacía así más animoso el cotidiano vivir.
Resalto, en segundo lugar, su ilusión por la vocación. Desiderio amaba lo que hacía. Se sabía de Dios y había acogido con profundo gozo esta parcela de su Iglesia, la Congregación, en la que Dios le había colocado. Con ardor se entregaba a cada una de las tareas que se le encomendaban. Con entusiasmo proyectaba y movía a las gentes. Y quiero destacar, además, con qué disponibilidad acogía las propuestas provinciales. En este último sentido, y con ocasión de su último destino, me edificó y me conmovió.
A estos valores observados en nuestro compañero, apuntan las lecturas de esta Eucaristía que celebramos. La carta a los Hebreos resaltaba la actitud de la obediencia como virtud básica que permite a Cristo no sólo la superación de los sufrimientos de la vida presente, sino la consumación en la Cruz de su sacrificio redentor por todos los hombres: «Él, se nos decía, a pesar de ser Dios, aprendió, sufriendo, a obedecer». Y en el Evangelio contemplábamos la imagen ejemplar de María: madre dolorosa junto al Hijo que muere; mujer serena en el sufrimiento por la fe que le sostiene.
Creo que es de todo este conjunto de sensaciones de donde podemos entresacar algunos aspectos que nos ayuden a conformar nuestra vida de fe. Vida de fe que ha de estar mar cada por la obediencia. Es ésta la actitud que hizo posible, a decir de San Vicente de Paúl, la encarnación del Hijo de Dios y la realidad de nuestra salvación. Como en Cristo, la obediencia ha de ser, por lo tanto, distintivo del cristiano. Obediencia que requiere humildad, porque nos cuesta plegar nuestra voluntad a la voluntad ajena, pero ahí tenemos el ejemplo de Cristo. Obediencia que reclama oración, para plantar en el Padre la raíz de nuestra propia vida. Obediencia que comporta disponibilidad para mirar desde Dios, y no desde los hombres, la misión que se nos encomienda, y para situar en el mundo, y no en un pequeño pedazo de tierra, el horizonte de nuestros afanes. Obediencia que se consuma, como la de Cristo, en una entrega de amor: entrega confiada, serena, desinteresada, creativa, suscitadora de Vida.
Vida de fe caracterizada por la cercanía a los que sufren. Como María al pie de la cruz, así los cristianos al lado de los crucificados de hoy. Sigue habiendo en el mundo sufrimiento y dolor. Sigue habiendo vacíos que llenar, soledades que acompañar, enfermedades que sanar, desalientos que superar y pobres que evangelizar. Y ahí está, destacada, la misión del cristiano: misión, como la de Cristo, de esperanza, de felicidad, de Vida.
Y vida de fe vivida con ilusión. Da la impresión, a menudo, de que los creyentes estamos encogidos, como sobrellevando una fe vergonzante y lánguida. Y nada más lejos de lo que la fe auténtica significa: una fe que es dinamismo, fuerza, futuro, gracia. No vamos a hacer con ella probablemente grandes proezas, pero podemos nutrir una vida llena de sentido: vida de amabilidad, de sencillez, de frecuentes detalles, de favores que se hacen, de pequeños gestos de amor que, como la lluvia fina, acaban empapando el corazón del hombre. ¡Cuánto más felizmente podemos vivir si, desde la fe, nos acostumbramos a mirar en positivo, a disculpar las pequeñeces que todos tenemos y a fomentar cuanto realmente nos constituye como personas!
Hay, pues, en esta celebración para todos nosotros una profunda y sincera llamada a la vida. Desiderio, que tanto la amó, ha sido ya asociado a la Vida con mayúsculas que es Jesucristo. Que ojalá nosotros, desde su recuerdo y con la gracia de Dios, podamos crecer cada día en el sentido de nuestra fe y de nuestra vocación.