El descubrimiento de los pobres (III)

Mitxel OlabuénagaEn tiempos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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DOCTRINA Y ACCIÓN EN UNA VIDA: LAS LLAMADAS DE DIOS

El primer intento, realizado por L. Abelly en 1664 y 1667, en orden a caracterizar la espiritualidad de Vicente de Paúl, parte de dos afirmaciones: imitación de Jesucristo, conformidad a la voluntad de Dios.

La lectura de las 8.000 páginas de los escritos y conferencias de Vicente de Paúl nos hacen discernir dos opciones fundamenta­les: vivir en Cristo, obrar en él y por él y orientar la existencia y la actividad humanas para realizar lo más perfectamente posible el «reino de Dios» en este mundo 3.

Vicente de Paúl no ha creado todas las piezas de su espiritua­lidad, pero les ha dado su forma, su solidez, más exactamente su sensibilidad y su espíritu.

Su espiritualidad se sitúa en la encrucijada de sus ideas mani­festadas a través de sus diversos registros de expresión y en el ca­minar de su destino terrestre. Se desarrolla y se define a través de la realidad doctrinal, sociológica y psicológica de su época. La originalidad y la riqueza de su espíritu se encuentran más en su vida y en su experiencia que en su doctrina.

Maestros espirituales de Vicente de Paúl

Como todo autor espiritual, Vicente de Paúl es deudor de sus predecesores y de sus contemporáneos. Olvidar hacer una referen­cia a los maestros que le guiaron e inspiraron, sería aislar su es­piritualidad de la corriente espiritual occidental. Este aislamiento podría impedir comprender la originalidad de la vida, de la acción, de las palabras de Vicente de Paúl con relación a sus predecesores y contemporáneos.

  1. La influencia de Bérulle ayudó a Vicente de Paúl a escla­recer y modelar su espíritu dentro de la «religión del Verbo En­carnado». Esta «religión del hijo de Dios» le permite ajustar su existencia y su enseñanza al movimiento dinámico de la encarna­ción. Al mismo tiempo le descubre el sentido de la trascendencia de Dios, que exige del hombre una actitud de adoración, de don, de búsqueda incesante de la voluntad divina, de abnegación, de humildad. Sólo por una referencia al berulismo se puede compren­der la perspectiva evangélica de Vicente de Paúl y descifrar el significado de las fórmulas vicencianas: «Démonos a Dios para servir a los pobres», «para ayudar a los eclesiásticos», «para ir a misiones». Sin esta referencia esclarecedora, la expresión vicenciana «en nombre de nuestro Señor Jesucristo», no podría reve­larnos el origen y el término del dinamismo espiritual y de la acción de Vicente de Paúl.

Si no se hace ninguna referencia a la imantación poderosa ejercida por Francisco de Sales en Vicente de Paúl, no podemos comprender ni los mejores enemigos que este último transporta en su interior, ni su compasión, reveladora de un agradecimiento y de una generosidad. Ella nos hace soñar cada vez que la encontramos en Vicente: «Los movimientos de cólera, los asaltos de este fuego, decía a los misioneros, enturbian el alma y hacen que uno sea lo que no era… Yo hablo alto y secamente». Este Vicente nos hace olvidar al otro Vicente, al mejor, el que declaraba a Antonio Portail: «Ha sido necesario que nuestro Señor haya prevenido con su amor a quienes ha querido que crean en él… Hagamos todo lo que queramos; nadie creerá jamás en nosotros, si no testimonia­mos un amor y una compasión a quienes queramos que nos crean». Esta imantación poderosa invitó a Vicente de Paúl a so­bresalir en la bondad y dulzura, virtudes que revelaban a sus ojos, más que todas las demás, la bondad divina del hijo de Dios. Por esta razón suplicaba a Dios que imprimiera en su corazón la «di­lección» y «que ella sea, continuaba él, la vida de mi vida y el alma de mis acciones». Soñaba y oraba pensando en aquellos a quienes Dios ha prevenido con su gracia y les ha dado un «acceso cordial, dulce y amable, por el cual parecen ofreceros su corazón y pediros el vuestro».

No se puede ignorar que la Regle de perfection de Benito de Canfeld, publicada en París en 1609, fue «el breviario» de Vi­cente de Paúl. Esta obra, digámoslo de paso, fue «el libro de ca­becera» de los grandes espirituales del siglo XVII. Vicente la meditó en compañía de su director, Andrés Duval. Si durante 30 años hace alusión a la divina voluntad de Dios, es porque adopta a este ca­puchino, convertido del puritanismo inglés, como un maestro de vida espiritual y de pensamiento. Cuando el 7 de marzo de 1659, explica la doctrina de la voluntad de Dios a los misioneros, Vicen­te acaba de leerle y las expresiones utilizadas son del maestro ca­puchino». Sin esta referencia no se puede comprender al santo y prudente Vicente de Paúl.

Olvidar la influencia del bueno y sabio Andrés Duval, pro­fesor de teología en la Sorbona, no sólo en el campo de la acción, sino también en el de la espiritualidad de Vicente de Paúl nos lle­varía a no comprender perfectamente su acción y su caminar con­creto. «Todo es santo en el señor Duval», decía Vicente. No du­daba en proponerle como modelo de los misioneros: «Los buenos misioneros deben ser santos y sabios como el señor Duval».

Para terminar la lista de los grandes maestros de Vicente, es necesario no olvidar la influencia de los místicos renano-flamencos. La mística del anonadamiento asegura para Vicente de Paúl como para san Juan de la Cruz y los místicos renano-flamencos la autenticidad de la comunión con Dios. Seguro y tenaz repite: «Con frecuencia os he anunciado de parte de Jesucristo, que desde el momento que un corazón está vacío de sí mismo, Dios lo llena». «Nuestro Señor y los santos hicieron más padeciendo que obran­do».

Tratando de comprender su fisonomía propia debemos buscar­le a través del carácter particular que Dios le dirigía, sin olvidar contemplarle bajo el prisma vivificante de la doctrina paulina del «revestimiento de Cristo», regla de su vida y de su acción. Portadoras de vocación y de misión estas llamadas se imponen a Vicente de Paúl modelando su espíritu y orientando su acción en este mundo:

Cristo pobre, evangelizador de los pobres.

La necesidad y los acontecimientos son los signos más in­discutibles de la voluntad divina.

El trabajo continuo de Dios y de Cristo invitan al hom­bre a colaborar en la creación contínua.

  1. Cristo, evangelizador de los pobres

Si se hubiese preguntado a Vicente de Paúl su pasaje preferido del evangelio y la imagen de Cristo en la que hubiese fijado suirada, sin duda hubiera respondido recordando el versículo 18 del capítulo iv del evangelio de san Lucas: «El Espíritu del Se­ñor está sobre mí, porque me ha ungido para evangelizar a los pobres». Estamos seguro de ello. Por esta razón identificamos la primera de las llamadas dirigidas por Dios a Vicente con ésta de Cristo, que realiza la esperanza mesiánica. La consigna inscrita en el blasón de la Congregación de la misión, reproduciendo la pro­fecía de Isaías, que Cristo se aplica el día de su predicación en Nazaret, nos manifiesta la preocupación de Vicente de Paúl y la opción de su vida, su preferencia, uno de los ejes en que se apo­yan su experiencia, su acción y su doctrina. Este Cristo pobre, re­presentado por los pobres, dirigiéndose preferentemente a los po­bres y declarándose su evangelizador, polariza de manera privile­giada la conciencia vicenciana.

Sabemos que la vida de Vicente es experiencia y reconoce­mos que esta experiencia desarrolla y confirma en él una doctrina. Esta experiencia nos explica el movimiento profundo de su exis­tencia, centrado más en elaborar un arte de vivir, que en deducir los principios de una doctrina espiritual estructurada. Para él una teología de la fe se funda en ciertas actitudes y se desarrolla cuan­do se entra en el movimiento de la encarnación de Cristo. Esta convicción le obliga a estar atento a la realidad, a través de la cual Dios obra y se manifiesta, y a responder a través de ella a las exigencias, que reclama la continuación de la misión de Jesucristo. Por eso, cuando se convence que debe remediar la ignorancia de los pobres y de los sacerdotes, se esfuerza en descubrir las dispo­siciones que reclaman esta misión. Dos expresiones familiares tra­ducen la evolución de la fe de Vicente y distinguen sus etapas: «Es necesario darse a Dios», es necesario «hacerse agradable a Dios» para servir a los pobres… para ir a misiones… «Es ne­cesario revestirse del espíritu de Jesucristo» para predicar al pueblo, dirigir los seminarios, ayudar a los eclesiásticos…, es necesario revestirse de las disposiciones que el Verbo encarnado tenía con respecto a su Padre y con relación a los hombres, para continuar la misión de Jesús.

Actitud inspiradora

Esta obra mesiánica de Jesús hay que continuarla. Para Vicen­te de Paúl solamente hay un movimiento inspirador: dirigirse a Jesucristo, disponerse sobrenaturalmente para continuar la misión de Jesús. Concibe esta actitud inspiradora como una manera de volverse incesantemente hacia Cristo a través del cual el Espíritu de Dios pasa para re-crear el mundo. Su consigna es: «Es necesa­rio obrar en él y por él».

La misión de Jesucristo de anunciar la buena nueva a los po­bres se inscribe en lo más profundo de la conciencia de Vicente. Orienta su comportamiento, su moral y su política. Por eso no se puede continuar esta misión sin dejarse iluminar e instruir por la persona de Cristo: «Nuestro Señor es la regla de la misión», con­fiesa sencilla y profundamente Vicente de Paúl.

En la contemplación del movimiento de la encarnación, Vicen­te descubre las motivaciones que le impulsan a imitar a Cristo: «Contemplemos al hijo de Dios; ¡oh, qué corazón de caridad!, ¡qué llama de amor! Decidnos un poco, si os parece, Jesús, qué os ha traído del cielo para venir a sufrir la maldición de la tierra, tantas persecuciones y tormentos como habéis padecido en ella. ¡Oh, Sal­vador! ¡oh fuente del amor humillado descendido hasta nosotros y hasta llegar a sufrir un suplicio infame! ¿quién ha amado tanto al prójimo como vos en todo esto? Habéis venido a exponeros a todas nuestras miserias, a asumir la forma de pecador, a llevar una vida sufrida y sufrir una muerte vergonzosa por nosotros; ¿puede haber amor semejante? Pero, ¿quién podría amar de ma­nera tan excelsa? No hay nadie, más que nuestro Señor, que esté tan enamorado del amor de las criaturas, que llegue a dejar el tro­no de su Padre para asumir un cuerpo sometido a las enfermeda­des. ¿Y por qué? Para establecer entre nosotros por su ejemplo y palabra la caridad para con el prójimo. Este amor le crucificó, le hizo realizar esta producción admirable de nuestra redención. ¡Ah!, padres, si tuviésemos un poco de este amor ¿permanecería­mos con los brazos cruzados? ¿Dejaríamos perecer a quienes po­dríamos asistir? ¡Ah! no, la caridad no puede permanecer inactiva, sino que nos fuerza a trabajar en la salvación y en la consolación de los demás».

Para realizar la misión de evangelizar a los pobres, Jesucristo no sólo les anunció su mensaje, sino también los sirvió. Vicente hace cobrar conciencia a los misioneros y a las Hijas de la Ca­ridad de las exigencias concretas que reclama este servicio. En esta perspectiva el 19 de julio de 1640 el fundador adopta para las hermanas la fórmula en vigor entre los hermanos de san Juan de Dios: «Los pobres son nuestros señores y maestros».

Una perspectiva sobrenatural: una visión de fe

La intención más profunda y delicada de Vicente de Paúl es el esfuerzo desarrollado para comunicar y compartir su experiencia. Por eso sus disertaciones no son ni una explicación de conceptos ni un sistema entrelazado de argumentos racionales. Para él es inú­til agotarse en razonamientos. Su objetivo se centra en impulsar a amar y sobre todo a obrar. Sencillamente, pero muy tenazmente, afirma que lo esencial de la vida apostólica y misionera es el «don a Dios» para su servicio. No olvida declarar que el complemento esencial de este don, es ponerse al servicio de Dios en y a través del servicio a los demás.

El resorte de esta vitalidad, que dinamiza la actividad de Vi­cente de Paúl, se encuentra en la persona y en la doctrina de Je­sús. Para él el primer valor moral es el sentido de la exigencia vital, de abertura, de don, que orienta y anima al evangelio. Es preciso partir de las «verdades evangélicas», de «las verdades de Dios», de su visión de Cristo, para descubrirle en búsqueda del «reino de Dios», en búsqueda de la continuación de la misión de Cristo.

Escuchemos a Vicente de Paúl: «Si nos atenemos a las máxi­mas de nuestro Señor, edificaremos sobre roca inamovible». Por el contrario, «las máximas del mundo son poco consisten­tes». Dios nos hace comprender «en qué medida la prudencia humana es engañadora». Es preciso comenzar por la fe. Al final de la búsqueda será necesario concluir: «Únicamente las verdades eternas son capaces de llenar nuestro corazón, de conducirnos con seguridad. Las luces de la fe van siempre acompañadas de cierta unción totalmente celeste, que se derrama secretamente en los corazones de los oyentes…». « ¿Queremos ser como esos obreros de iniquidad que construyen sobre arena y que perecen miserable­mente…?». «Señores, no nos engañemos, lo ha dicho el hijo de Dios».

«Ruego a nuestro Señor, escribe Vicente de Paúl a Felipe le Vacher, el 6 de diciembre de 1658, le conceda la gracia de ver las cosas como son en Dios, y no como parecen al margen de él, por­que de otra manera podríamos equivocarnos y obrar de manera distinta de la que él quiere».

Para llegar a descubrir «las cosas como son en Dios», Vicente no se queda extático ante la contemplación de los «arquetipos o de las esencias eternas». Su mirada se fija y se esclarece en las «má­ximas evangélicas», en la persona de Cristo: «No debo considerar a un pobre aldeano o a una pobre mujer según su aspecto exte­rior, ni según lo que aparece de la capacidad de su inteligencia… Mas volved la medalla y veréis con la luz de la fe cómo el hijo de Dios que ha querido ser pobre, nos es representado por los pobres… ¡Oh, Dios! ¡cuán agradable es ver a los pobres, si los consideramos en Dios y en la estima que Jesucristo tuvo de ellos! Pero si los miramos según los sentimientos de la carne y del es­píritu mundano, aparecerán despreciables».

Pero el Cristo vicenciano es el hijo de Dios encarnado en la historia, descendido del cielo a la tierra por voluntad del Padre para salvar a los hombres. El amor del Padre y la miseria de los hombres le conducen al anonadamiento de la encarnación, al supli­cio infame de la muerte en la cruz. Para Vicente de Paúl no es posible continuar la misión de Cristo, si el cristiano no se intro­duce en este movimiento de la encarnación.

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