Île de Ouist (Hébrides). 17 de mayo de 1657.
Las islas Hébridas (Western Islands), islas occidentales, las Ébudes de los antiguos son, como se sabe, un archipiélago al oeste de Escocia compuesto de unas doscientas islas, la mitad de las cuales deshabitadas, hoy todavía, y las otras, por razón de la esterilidad del suelo, asilo de indigencia. Antes del cisma de Inglaterra, muchos poseían no obstante sacerdotes católicos, reemplazados luego por predicadores. Pero éstos se cansaron pronto con un ministerio de pobreza y sufrimiento, y los desdichados insulares se vieron privados de todo culto. La ignorancia entre ellos se extendió insensiblemente hasta en el bautismo, del que acabaron por olvidar la necesidad o el modo de administración, y a mediados del siglo diecisiete, no era raro ver a octogenarios o incluso centenarios, que no habían recibido el primer sacramento de los cristianos.
¿Por quién se informó Vicente sobre su triste situación? Se ignora; pero tan pronto como lo supo, invitó a algunos de sus sacerdotes de Irlanda y de Escocia a volar en auxilio de sus hermanos. Peligrosa empresa, en esta época en que Cromwell llevaba sus violencias a Irlanda como a Escocia. A pesar de todo Dermot Guy y Francis White, los dos de origen irlandés, se declararon preparados para partir; y en efecto, ayudados por las limosnas de los presidentes de Lamoignon y de Herse, se pusieron en ruta el mes de marzo de 1651.
El Sr. Dermot Guy había nacido en Irlanda en 1620, y había sido recibido en la Congregación de la Misión, en París, el 16 de agosto de 1645. Ya había sido enviado a Irlanda como se ve por una carta de san Vicente del 18 de noviembre de 1646. Entonces estaba empleado en la casa de le Mans.
Después de tres años de trabajos apostólicos regresó de Irlanda a Francia; es en esta época cuando san Vicente recurriendo a su entrega para ir a socorrer a las poblaciones abandonadas de Escocia, se declaró de nuevo preparado para partir (marzo 1651). Para no ser reconocidos por los herejes, los dos Misioneros se disfrazaron de mercaderes y, en lugar de partir de Calais, se dirigieron por Holanda, de donde su salida debía ser menos sospechosa. Fueron acompañados de un señor escocés llamado Mcdonell, joven jefe de Glengarry, recién convertido al catolicismo, que los puso bajo su protección y no paró en efecto de prestarles buenos servicios.
Para no ser reconocidos por lo herejes, los dos Misioneros se disfrazaron de mercaderes y, en lugar de partir de Calais, siguieron por Holanda, de donde su partida resultaría menos sospechosa. No obstante, apenas llegados a Escocia, se creyeron perdidos. Reconocidos y denunciados por un sacerdote apóstata que quería así inaugurar el ministerio protestante que acababa de abrazar, no podían dejar de caer en manos de los soldados de Cromwell.
Para darse el relieve de un hombre celoso por su secta que había adoptado, este desdichado hizo una especie de carta circular que corrió el reino, por la que avisaba de la llegada de los Misioneros. Este debut no anunciaba nada bueno, Dio sacó su gloria de ello. El apóstata agarró una enfermedad que le producía en todos sus miembros dolores insoportables. La violencia de estos males le robó casi por completo el uso de la vista y del oído. Entonces reconoció que el Cielo irritado castigaba su deserción y su mala voluntad. Gimió por su extravío, prometió a Dios reparar su falta y recobró la salud. Apenas estuvo en condiciones de viajar, emprendió un largo viaje para obtener la absolución de las censuras en las que había incurrido por su apostasía. El Sr. Guy, a quien logró descubrir, se la dio según los poderes que había recibido de la Santa Sede. Así fue como se disipó la primera tormenta; trajo a la Iglesia a un hombre que se había separado de ella, y ayudó a pasar más deprisa ya a las Hébridas, ya a las montañas más escarpadas de Escocia, a dos sacerdotes que estaban destinados a su conversión, y que no podían sin imprudencia detenerse más tiempo en las grandes ciudades por las que había corrido su identificación.
San Vicente de Paúl estuvo más de dieciocho meses sin recibir noticias de estos hombres apostólicos. Por fin una carta del Sr Guy calmó una parte de sus inquietudes. Llevaba la fecha del 28 de octubre de 1652:
«Dios, decía él, nos ha hecho la gracia, desde nuestra llegada a Escocia, de cooperar en la conversión del padre del Sr. de Glengary, era un anciano de noventa años, educado en la herejía desde su juventud. Nosotros le instruimos y le reconciliamos con la Iglesia, durante una grave enfermedad que se lo llevó muy pronto a la tumba. Había recibido antes los sacramentos y había dado muestras de un verdadero dolor por haber vivido por tan largo tiempo en el error, y una alegría indecible de morir católico. Yo reconcilié también, pero en secreto, a varios de sus criados y a algunos de sus amigos. Hecho esto, dejé a mi compañero en el país montañoso de Escocia, donde hay grandes necesidades espirituales y mucho bien que hacer. En cuanto a mí, me trasladé a las islas Hébridas, donde Dios, con su poderosa misericordia ha obrado maravillas que van más allá de lo esperado; pues ha dispuesto tan bien los corazones, que el Sr. de Clanrenald, señor de una parte de la isla de Ouist, se ha convertido con su mujer, su hijo y toda su familia; lo que todos los gentilhombres sus súbditos y toda su familia han imitado.
Reabjé luego entre los pueblos de esta isla, y pasé a las de Eigg y de Canna. Dios ha convertido allí a novecientas personas, que estaban tan poco instruidas en las cosas que se refieren a la religión, que no había quince que supieran ningún misterio de la religión cristiana; espero que el resto dará pronto gloria a Dios. He encontrado a treinta o cuarenta personas de setenta, ochenta, cien años y más, que no habían recibido el santo bautismo. Las he instruido y bautizado, murieron poco tiempo después, y sin duda que ahora piden a Dios por los que les han procurado un bien tan grande. Una gran parte de los habitantes vivían en concubinato pero gracias a Dios hemos puesto remedio, casando a los que querían, y logrando de los demás que se separaran».
Como san Pablo a los de Mileto, el Misionero había podido decir a los insulares: «Vosotros sabéis que a mis necesidades y a las de los que me acompañan han suministrado estas manos». (He. XX, 34.) Él no había pedido en efecto nada a este pobre pueblo; y sin embargo había tenido que mantener a dos hombres, uno para ayudarle a remar en el paso de una isla a otra, o para llevar sus ornamentos sacerdotales y su pequeño equipaje en los trayectos a pie de cuatro o cinco leguas por los caminos más escarpados, que había que andar a veces antes de decir la misa; el otro como catequista y como criado.
Es verdad que estos gastos no habían debido ascender mucho: «De ordinario, escribía el Sr. Guy, no hacemos más que una comida al día que consiste en pan de cebada o de avena, con queso o mantequilla salada. A veces pasamos días enteros sin comer, porque no encontramos nada, sobre todo cuando tenemos que pasar por montañas desiertas y deshabitadas. Sería sin duda prestar un gran servicio a Dios enviar a este país buenos obreros evangélicos, que supieren bien la lengua de estas islas, y mejor aún sufrir el hambre, la sed, y dormir en el suelo.». La segunda carta que escribió el Sr. Guy en 1654 no es ni menos curiosa ni menos edificante. «Nos vemos, decía él, infinitamente obligados a dar gracias sin cesar a la bondad divina, por tantas bendiciones como le agrada derramar de continuo sobre nuestros pequeños trabajos: dentro de la incapacidad en que me vero de contaros todo lo que pasa, me limitaré a una parte.
Las islas que he frecuentado son Ouist, Canna, Eigg, y Sky, y en el continente la región de Moydart, de Arisaig, de Morar, de Knoidart y de Glengarry.
«La isla de Ouist pertenece a dos señores; uno se llama el capitán de Clan-Ranald, y el otro Macdonald. Lo que pertenece al primero ha quedado todo convertido, con excepción de dos hombres solos, que para pescar más tranquilamente no quieren ninguna religión. Así hay cerca de mil o mil doscientas almas devueltas al redil de la Iglesia. Todavía no he llegado al otro cabo de la isla, que pertenece a Macdonald, aunque me han llamado. Hay un ministro que quiere tratar conmigo de controversia por cartas; le he respondido, y espero buen resultado de esta disputa. La nobleza me invita a que vaya a esos lugares, y el señor se alegrará con ello. Estoy tanto más resuelto, porque sé que el ministerio la teme más, y querría que yo desistiera. Los dos criados que me han asignado se han vuelto al catolicismo por la gracia de Dios; y yo he oído su confesión general, después de haberlos dispuesto a ella. Los habitantes de la pequeña isla de Canna se han convertido en su mayor parte, y algunos de la de Eigg. Por lo que se refiere a la isla de Sky, que está gobernada por tres señores, hay en las dos primeras partes cantidad de familias convertidas; pero todavía no he hecho nada en la tercera.
En cuanto a Moydart, Arsaig, Morar, knoidart, Glengarry, todos se han convertido, o están resueltos a instruirse cuando tengamos espacio para ir a cada pueblo. Hay seis o siete mil almas, pero todos estos lugares distan mucho unos de otros; son difíciles de visitar a pie, e inaccesibles a caballo.
«Al principio de la primavera entré en otra isla llamada Barra, en la que encontré al pueblo tan devoto y tan celoso por aprender, que me quedé encantado. Bastaba con que un niño de cada pueblo se hubiera aprendido el Pater, el Ave y el Credo, para que dos días después, todo el pueblo se los supiera, tanto los grandes como los pequeños. He recibido a los principales en la iglesia, y entre otros al joven señor con sus hermanos y sus hermanas y hay esperanzas de ganarse al viejo señor en el primer viaje. Entre estos nuevos convertidos, hay uno que es el hijo de un ministro: su devoción edifica mucho a toda la región de la que es conocido. Acostumbro a retrasar la comunión por algún tiempo, después de la confesión general, a fin de que estén mejor instruidos, y también mejor dispuestos para una segunda confesión, y así producir en ellos un afecto mayor y mayores deseos de comulgar».
La Providencia había trabajado con el Misionero en Barra. Llevaban muchos años en la pobreza, porque el alga marina, único abono de estas tierras, había faltado. Este mismo año no lo había traído el mar. Pero apenas hubo asperjado el Misionero las olas y la costa con agua bendita, cuando el mismo día, el alga marina había podido ser recogida en cantidad suficiente para todo el año. Verdaderos o pretendidos sortilegios habían alejado de Barra, durante años, el arenque y demás pescado tres veces seguidas, el agua bendita había sido un cebo que los había atraído en abundancia. Por último, en el norte de Ouist, residencia del ministro, una epizootia (glosopeda?) había arruinado a los habitantes; en el sur, residencia del Misionero, ningún animal se había muerto, gracias siempre al agua bendita. Qué descrédito para el ministro, qué autoridad adquirida en ello la del Misionero, qué gratitud entre el pueblo pobre, y qué atractivo hacia la religión verdadera.
Además estaban los indígenas que se habían visto en la imposibilidad física de recibir la santa Eucaristía antes de tener las debidas disposiciones; también personas perturbadas por fantasmas o malignos espíritus que recobraban la paz con el bautismo obligados o su reconciliación en la Iglesia: otros tantos prodigios que movían a ese pueblo. Asimismo era común bautizar a diez, quince, veinte niños a la vez, y muy frecuente ver a adultos de treinta, cuarenta, sesenta y ochenta años venir igualmente a reclamar el santo bautismo.
A la vista de tanto bien cumplido y de todo lo que quedaba todavía por hacer, Guy se encomendaba a las oraciones de Vicente, de la Compañía y de de todos los buenos siervos de Dios en París; después reclamaba refuerzos: «Este país es grande, escribía y el pueblo en buena disposición, por la gracia de Dios. Por eso, os suplico, Señor, que nos enviéis a algún buen sacerdote irlandés para ayudarnos, pero es conveniente que sea muy virtuoso, sobre todo muy mortificado, bien desprendido de sí mismo, de sus propias comodidades y satisfacciones, ya que hay que sufrir mucho en todos los aspectos en este país. Conviene también que sea muy paciente, muy dulce y muy moderada en sus palabras y acciones para poder ganar a estos pueblos para Dios, que se desaniman fácilmente cuando ven la menor impaciencia o rudeza».
Ése es, ideal del Misionero, el ideal que no era, ya se ve, más que una realidad vulgar entre todos los hijos de san Vicente de Paúl, en esta edad de oro, en esta edad heroica de la Misión.
Animado por el éxito e insaciable de conquistas, Guy se disponía a partir para una de las tres islas de Pabba, al sur de Barra, lugar extraño y terrible, escribía él a uno de sus cohermanos el 5 de mayo de 1657, pero donde le llamaban la confianza en Dios, el desprecios de la muerte y la esperanza de ganar almas: estos insulares no habían sido maleados por la herejía, y se podía creer que recibirían la buena nueva y acomodarían a ella su vida.
Ya había conseguido Guy un pasaporte del gobernador de Pabba. Cinco días después debía partir. De pronto cae enfermo, agotado por la mala alimentación, las duras caminatas y todas las fatigas de su apostolado; y como Javier frente a China, sucumbe a la vista de Pabba, el 17 de mayo de 1657. Murió y fue enterrado en la isla de Ouist.
Vicente no dejó de anunciar esta noticia, tan triste a la vez y tan consoladora, a todas sus casas: «El Sr. Duiguin ha muerto en su misión de las Hébridas, en las que se puede decir que ha hecho maravillas. Sus pobres insulares le han llorado como a su padre, tanto los mayores como los pequeños. No me envían el detalle de los frutos que ha cosechado, o más bien que Dios ha hecho por él, porque no se atreven a hablar de los asuntos de la religión sino en términos generales, y en figuras tan sólo, a causa de los ingleses, que persiguen cruelmente a los católicos, y más aún a los sacerdotes, cuando los descubren».
En la isla de Ouist, una capilla lleva todavía el nombre del Misionero. –Ver Collet, t. II, y Maynard, lib. VI. [122]