El Nuevo Testamento plantea una pregunta a la que debe responder cada uno de nosotros (Mc 8,27-29):
Jesús caminaba con sus discípulos hacia las aldeas de Cesarea de Filipos. Por el camino preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Le dijeron: «Unos dicen que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que alguno de los profetas. » Y él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
¿Quién dices tú que es Jesús? Todos los lectores saben ya algunas de las respuestas que han dado otros a esa pregunta. Pedro responde: «Tú eres el Cristo» (Mc 8,29). Marta responde: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo» (Jn 11,27). Varios escritores del Nuevo Testamento responden también a esa pregunta, cada uno de una manera. Para Marcos, Jesús es el Mesías sufriente. Para Mateo, Jesús es el nuevo Moisés, el maestro de la Ley nueva. Para Lucas, Jesús, lleno del Espíritu Santo, es el evangelizador de los pobres y el salvador universal. Para Juan, Jesús es la Palabra de Dios hecha carne. Para Pablo, Jesús el Señor crucificado y resucitado. Para el autor de la carta a los Hebreos, Jesús es el nuevo sumo sacerdote que está ante el Padre intercediendo por nosotros
Pero Jesús nos hace la pregunta a cada uno de nosotros personalmente. ¿Quién dices tú que soy yo? Estamos obligados a responder porque nuestra respuesta afecta radicalmente al sentido de nuestra vida y a nuestra misión en el mundo como seguidores de Jesús.
La variedad de respuestas en el Nuevo Testamento deja bien claro que no hay una respuesta única a esa pregunta. La riqueza de la revelación del misterio de Dios en Jesús se expresa de muchas maneras. Es importante que meditemos en este misterio, que lo meditemos en su altura y en su profundidad, en su trascendencia y en su inmanencia, en su incompresibilidad y en su concreción. El misterio es enormemente rico. Es siempre un error el creer que nuestra manera de expresarlo lo agota en toda su profundidad. Al comienzo del siglo XX, cuando muchos autores estaban intentando encapsular el misterio en una sola frase que resumiera la personalidad de Jesús, Albert Schweitzer afirmó: «Cada época ha encontrado en Jesús sus propias maneras de pensar, y ese era por supuesto el único modo de hacerle vivir… No hay otra tarea histórica que revele tan bien el ser propio del autor como la de escribir una Vida de Jesús.«1
En este primer capítulo voy a meditar con el lector acerca de cinco rostros de Jesús. Por supuesto, hay muchos otros. He escogido estos porque son muy importantes en la tradición cristiana y ocupan un lugar muy importante en nuestra espiritualidad.
I. Verdadero Hombre
Los discípulos conocieron a Jesús primero en la carne. Hablaron con él, comieron con él, y bebieron con él. Tuvieron experiencia directa de su humanidad plena. Junto con ellos, creemos que Jesús es verdadero hombre. El documento del Vaticano II sobre la Iglesia en el mundo moderno (Gaudium et spes, 22) describe la humanidad de Jesús en un párrafo muy hermoso:
Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, y amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, igual en todo a nosotros menos en el pecado.
En su ansia de afirmar la divinidad de Jesús algunos grandes escritores de la Iglesia antigua, tales como Apolinario, Hilario de Poitiers y Clemente de Alejandría, no hicieron justicia a su humanidad. Escribió Hilario de Poitiers: «Nuestro Señor sintió la fuerza del sufrimiento, pero sin dolor; los clavos atravesaron su carne como un objeto pasa a través del aire, sin ningún dolor.» No es así la fe de la Iglesia. No; creemos que Jesús sufrió, murió y fue enterrado como todo ser humano. El Concilio de Calcedonia proclamó en el año 451 la verdadera humanidad de Jesús y su verdadera divinidad. Escribió el papa León Magno: «Es peligroso y malvado el negar la verdad de la naturaleza humana de Cristo, así como negarse a creer que su gloria es igual a la del Padre.» Y así, creemos que Jesús nació verdaderamente de María. Sin duda ella le alimentó con su pecho y le enseñó a andar y a hablar. Él tuvo experiencia del hambre y de la sed igual que nosotros. Creció en una familia judía. Aprendió a leer y a escribir. Estudió la Torah. En el evangelio de Marcos aparece con claridad que fue carpintero, y que probablemente aprendió el oficio de José, su padre. Siendo ya adulto, mientras escuchaba a Juan Bautista, tuvo experiencia del Espíritu de Dios que le llamaba. Progresó en el conocimiento de su misión, de su autoridad, de su ser propio. Se volvió hacia los desposeídos, los marginados. Oraba con frecuencia y se atrevía a dirigirse a Dios con un nombre íntimo e infantil, Abba, papá. Se dedicó a un ministerio itinerante y reunió alrededor de su persona a un grupo íntimo de discípulos. Fue a la capital a predicar, aunque sabía de alguna manera que su mensaje iba a ser rechazado allí por muchos de los escribas, fariseos y sacerdotes. Después de dejar a los suyos un banquete de recuerdo, fue arrestado, torturado y condenado a muerte por la autoridad civil. Murió abandonado por casi todos sus seguidores.
II. Verdadero Dios
Si la persona humana es un misterio ¿cuánto más lo será Dios? Y sin embargo nos atrevemos a proclamar con el Nuevo Testamento «Dios es amor» (1 Jn 4,8). El amor se da a sí mismo. El amor se derrama hacia afuera. Busca la unión con el otro. Creemos que este Dios que es amor se manifiesta en Jesús. No creemos que simplemente nos habla de sí mismo por medio de Jesús, ni tampoco que Jesús es sólo una imagen maravillosa de Dios. Creemos que la Palabra de Dios se hace carne en Jesús. Jesús es plenamente humano y plenamente divino.
En la antigua Iglesia hubo muchos que negaron eso, en particular Arrio. Y por eso el Concilio de Nicea proclamó en palabras que eran muy populares en aquel tiempo, pero que nos suenan algo extrañas hoy: «Creemos en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho.»
Jesús no es menos hombre porque sea Dios, ni es menos Dios porque sea hombre. Jesús es plenamente humano. Jesús es plenamente divino. Esa es la gran paradoja del cristianismo. Por decirlo con palabras de san Pablo: él, que es Dios, se ha vaciado de sí mismo y se ha insertado en la historia de la humanidad.
Nuestra fe proclama que el todopoderoso creador del universo, movido por el amor hacia nosotros, vivió una vida plenamente humana en Jesús, participando en nuestras debilidades y muriendo por nosotros, para que pudiéramos participar de su fuerza y de su vida divina. El papa san León Magno lo expresó de manera muy elocuente: «El Verbo hace lo que es propio del Verbo, la carne hace lo que es propio de la carne. Una naturaleza brilla esplendorosa por los milagros, la otra es víctima de injurias. Así como el Verbo no pierde la igualdad con la gloria de su Padre, así tampoco la carne no deja de lado la naturaleza de nuestra especie humana. La misma y única persona —esto hay que decirlo una y otra vez- es verdaderamente Hijo de Dios y verdaderamente hijo de hombre.«
III. El Crucificado
Después de proclamar la divinidad y la humanidad de Jesús, el Credo se centra en ese suceso tan sumamente humano, la muerte de Jesús: «Por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato, padeció, murió y fue sepultado.»
En la muerte de Jesús se revela en plenitud el amor sufriente de Dios por la humanidad. «En esto consiste el amor», dice san Juan (1 Jn 3,16), «en que él entregó su vida por nosotros.» La crucifixión es la hora de Jesús. A lo largo de los siglos los corazones humanos se han identificado con la muerte del Señor y han encontrado fuerzas en ella. A muchos grandes artistas les ha gustado pintar al Crucificado. Grandes compositores han hecho resonar la pasión en música y canto. La cruz de Cristo está en el centro de nuestra fe. «No permita Dios que yo me gloríe en ninguna otra cosa», escribe san Pablo (Gal 6,14), «que no sea la cruz de Nuestro Señor Jesucristo.» Sólo a través de la muerte llega Jesús a la resurrección.
Jesús muere rechazado, víctima del pecado de la humanidad. Pero Dios vive con él en solidaridad compasiva, permanece fiel a él en la cruz, no lo abandona ni siquiera cuando Jesús se siente abandonado. Dios está presente aunque parece ausente. Está vigilante mientras se desvanece la vida de Jesús. Y por el don gratuito de su poder amoroso Dios levanta a Jesús de entre los muertos, anulando lo negativo de la cruz con el poder de la resurrección.
En su libro «Night» (Noche), Efi Wiesel cuenta la siguiente historia:
Las SS ahorcaron a dos hombres judíos y a un joven en presencia de todo el campamento. Los dos hombres murieron enseguida, pero la agonía del joven duró media hora. » ¿Dónde está Dios? ¿Donde está?», preguntó alguno que estaba detrás de mí. Como el joven seguía sufriendo colgado de la soga, oí que el hombre decía otra vez: «¿Dónde está Dios ahora? «; y yo oí dentro de mí una voz que decía; » ¿Qué dónde está Dios? Está ahí; está ahí colgado de la horca …»
IV. El Liberador
Desde el comienzo mismo los cristianos interpretaron el acto redentor de Jesús como un hecho de liberación. Pablo escribe a los gálatas: «Para ser libres Cristo nos liberó. Permaneced, pues firmes, y no echéis sobre vosotros mismos una vez más el yugo de la esclavitud» (5,1).
Los evangelios proclaman la buena noticia del poder de Dios liberador y salvador. Jesús nos libra del pecado, de la enfermedad, y de la muerte. Y por supuesto, la palabra redención, que se ha usado tan a menudo en la historia de la teología, significa fundamentalmente liberación de la cautividad.
Por eso, creemos como cristianos que Jesús nos libera por medio de su cruz y resurrección. Hoy la Teología de la Liberación ha dado una gran popularidad a este tema multisecular. Sin embargo, la Teología de la Liberación no es sólo pensamiento, sino también práctica, acción profética que brota de una reflexión crítica. Esta teología se centra en y mana de los sufrimientos de Jesús en los pueblos crucificados. Reconoce que el pecado no es sólo algo profundamente personal, sino también social, de modo que da origen poco a poco a actitudes injustas, a prejuicios, ambientes, políticas, leyes, acciones de grupos y a estructuras sociales. La Teología de la Liberación busca el cambio. Cree en, espera, y actúa para transformar la realidad que promete el Reino de Dios, que ya está entre nosotros.
El Magníficat, la Canción de María, expresa el tema de la liberación con mucha fuerza.: «Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos los llenó de bienes y a los ricos despidió vacíos» (Le 2,46-55). El mensaje es muy claro. Dios, en Jesús, libera a los pobres y a los oprimidos. Está del lado de los pueblos crucificados.
V. El Cristo Multicultural
Aunque sabemos muchas cosas acerca de la vida y del ministerio de Jesús, poco podemos decir sobre su aspecto. Esto puede sonar extraño en el mundo moderno. Las narraciones que se escriben hoy suelen dar descripciones detalladas de los personajes principales que aparecen en la narración. Por eso se nos hace sorprendente que los escritores del Nuevo Testa-mento no nos den la menor información sobre el aspecto físico de Jesús, sobre su altura, su peso, el color de su cabello, ni su apariencia corporal. Podemos imaginarnos que Jesús se parecía a las gentes semíticas que viven hoy en el Próximo Oriente, pero eso no nos diría gran cosa. Y así, como la información es escasa y el amor es grande, la piedad popular ha intervenido para llenar las lagunas de nuestro conocimiento con una gran imaginación creadora.
Algunas pequeñas frases que se esconden en lo profundo de nuestra fe cristiana han contribuido mucho a dar alas a este proceso. El Credo dice que Jesús se hizo hombre y que murió «por nosotros». La Carta a los Hebreos dice que él era «como nosotros» en todo menos en el pecado. En otras palabras, Jesús asume plenamente nuestra condición humana. Otro aspecto teológico intensifica la tendencia a ver y a describir a Jesús desde una gran variedad de perspectivas culturales. Él mismo se identifica con los más humildes de los hermanos (Mt 25,40). Él nos dice que vive en los abandonados y en los oprimidos. Él nos asegura que sufre en los pueblos crucificados. Y por todo ello, en obras de arte los africanos han presentado a Jesús como africano, los chinos le ven como chino, los filipinos como filipino, los mexicanos como mexicano, los indios como indio. Jesús, lo mismo que su madre María, se presenta con el color y la raza de innumerables artistas.
Por supuesto que todo ello va en contra de lo que conocemos como hechos históricos. Jesús fue un judío del siglo primero. Sabemos teóricamente que no fue indonesio, o congolés, o indio americano. Pero saltando por encima de consideraciones intelectuales, la piedad popular ha querido siempre expresar simbólicamente que Jesús es «uno de nosotros», que él es el símbolo de la cercanía de Dios. De hecho no es que simplemente esté cerca de nosotros: él es uno de nosotros. En Jesús Dios asume una naturaleza humana concreta. Desde esa perspectiva, importa poco cual fue su color actual o raza
En el evangelio de Juan (14,8), Felipe dice a Jesús: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta.» Jesús contesta: «Felipe, tanto tiempo he estado con vosotros y aún no me conoces. Quien me ha visto a mí ha visto al Padre.» De modo que cuando queramos saber cómo es Dios realmente, los evangelios nos dicen: «Mira a Jesús.»
Mientras estamos trabajando en la misión, la Iglesia nos dice: Mírale a él en las Escrituras, en su pueblo que sufre, en las grandes y pequeñas obras de arte. Mira a los muchos aspectos de su persona que nos revelan iconos, frescos, mosaicos y cuadros. Contémplale. Él es el camino, la verdad y la vida, Él es nuestro comida, nuestra bebida, nuestra meditación diaria. Nadie llega al Padre sino por medio de él.
La primera carta a Timoteo lo expresa con toda claridad (2,5-6): «Uno es el mediador entre Dios y la humanidad, Cristo Jesús, que se dio a sí mismo en rescate por todos.»